III

Todos los días veía a Medina en la Bolsa, paseándose de largo a largo, o arrimado al grupo de Ortueta, Barragán y otros. Hallábale ya más complaciente conmigo, dándome lugar a suponer desvanecidas ciertas prevenciones que contra mí nacieron en su alma. Como yo iba poco por su casa, siempre teníamos algo que hablar. «Me ha dicho mi mujer que poco a poco va metiendo en cintura a la pobre Camila y enseñándola a ser mujer de gobierno. Trabajillo le costará; pero como se le ponga en la cabeza… Ya, ya sé que ha colocado usted a Constantino en Guerra. Yo siempre lo he dicho: no es tan zoquete como han dado todos en creer… Pero vamos a lo que importa. ¿Toma usted a noventa y cinco, fin de mes?

Mis negociaciones de aquellos días, y no fueron pocas, hícelas con cierto aturdimiento, jugando por rutina o por querencia del oficio, muchas veces sin darme cuenta clara de la operación. Y es que mi chifladura por una parte, y por otra mi gran debilidad física, pusiéronme en un estado tal que sólo me faltaba hacer eses, andando por la calle, para parecerme a los borrachos. Por lo demás, el mismo entumecimiento cerebral, la misma oscuridad en las ideas, y sobre todo esto, una apatía y una desgana que me abrumaban. Cansado del bullicio del local y de su pesada atmósfera, íbame al rincón a hacer compañía al pobre Trujillo o a que me la hiciera él a mí. Hablábamos algo de negocios, aunque sin saber cómo salía a relucir la conversación de mujeres. Él no ponía en sus labios el nombre de Eloísa sin acompañarlo de grandes encomios y de acaloradas expresiones de desconsuelo. Indudablemente no era una santa, pero ¡qué ideal de mujer! Gozaba mucho visitándola, y departiendo un rato con ella, oyéndola no más, viéndole el metal de voz, como decía el infeliz. La contemplaba en su interior tal como había sido en mis tiempos, y no podía hacerse cargo de la desfiguración de su rostro. Para consolarle, díjele que Eloísa había recobrado por completo su hermosura, y era la misma de siempre. Arrojaba él entonces un suspiro muy grande a la atmósfera turbia y humosa del local, y parpadeaba mucho, como si quisieran sus ojos romper la niebla que los envolvía.

A la otra tarde hablamos de lo mismo; pero me dijo una cosa que me puso en ascuas y me llenó de confusión. «Ya sé —murmuró Trujillo, aplicando sus labios a mi oído— que se ha enredado usted con Camila. Debe de ser cosa antigua; pero hasta hace pocos días no ha salido en la Gaceta. Ya sabe usted que la Gaceta es la boca de la de San Salomó».

Faltome tiempo para negar aquello, que era una falsedad calumniosa. ¡Demasiado lo sabía yo! Mi corazón podría echarse fuera y publicar a chorros de sangre la inocencia de la pobre Camila. Por más que hice, no pude convencer a Trujillo. Creo que si llega a tener vista, me conoce en la cara que decía la verdad; con tanta fe, con tanto calor me expresaba yo. «Puesto que usted no lo quiere confesar —me dijo—, volvamos la hoja».

Mas yo no la quise volver, y otra vez hice el panegírico de la pobre calumniada, de aquella virtud que yo quería que no lo fuese en el momento mismo de tomar tan a pechos su defensa. ¡Sabe Dios que me hubiera sido muy grato mentir en tal ocasión! Tuve un rasgo de maldad, de esos que nacen del amor propio o de la miseria que llevamos dentro, como por fuera nuestra sombra, y eché a perder aquel ardiente elogio de la calumniada, diciendo esta gran tontería: «Créame usted, Manolo, mi prima Camila es una virtud intachable. Puede que no lo sea mañana, pero hoy por hoy lo es».

Y él, incrédulo siempre. ¿Es que aquella opinión era de las cosas que se caen de su peso? ¡Triste cargo de conciencia, sin comerlo ni beberlo, como se suele decir! Tal golpe me faltaba para llevarme al último grado de la confusión y del trastorno físico y moral. Con verdadero terror hallé en mi estado no sé qué semejanza con el de Raimundo en sus días de crisis. El furor imaginativo era síntoma de mi desorden como del suyo, porque últimamente di en la flor de forjar historias como las de él, y aun más extravagantes y pueriles todavía. Cáusame cierta vergüenza el tener que confesarme del pecado infantil de suponer lances que jamás pasan en la vida, y que ni aun en la literatura se ven ya, como no sea en romances de ciego, en aleluyas o en algún inocente libraco de los que leen las porteras en sus ratos de ocio. Figurábame ser príncipe disfrazado que salvaba a una joven desconocida. La joven me tomaba por pastor, y yo me volvía loco de amores por ella. Otras veces era ella mi salvadora asistiéndome en una grave enfermedad, y adiós disfraces y tapujos… Cuando la chica descubría que yo era príncipe, se le caían las alas del corazón pensando que no me había de casar con ella. Mucho lloro, pataleo y sofoquinas. Yo le guardaba la gran sorpresa para el final; y cuando se enteraba la pobre de que habría casorio, me quería comer a besos. Excuso decir que la tal soñada mujer mía era Camila. Y tras esta historia, la misma empezada por segunda y tercera vez, o bien otra nueva tan tonta, ridícula y disparatada como la anterior.

No puedo comparar mi espíritu sino a una cuerda muy estirada y vibrante que al menor choque o rozamiento respondía con ecos intensos, o bien con un son repentino que hacía saltar mi ser todo cual si estuviera montado sobre muelles. Para producir estas vibraciones en mí no eran necesarias causas mayores. Cualquier incidente sin importancia, la vista de un objeto que no tenía maldita relación con mi estado, un libro, una estampa, un árbol, el semblante de cualquier transeúnte, el oír una frase dicha al lado mío, heríanme y pulsábanme haciéndome sonar. Era una sacudida que me producía brevísimo rapto de júbilo, y en seguida sensación de tristeza, harto más larga y de variable intensidad, según los casos.

No me hice cargo de mi semejanza con Raimundo hasta un día que me tropecé con él en la calle de Alcalá, y me dijo, paseando juntos: «Anoche me acosté pensando que me había casado… mujer ideal, cosa rica… Imaginar un día de bodas con todos sus incidentes es cosa que le doy yo a cualquiera… Pues nada, que me lo creí. No pienses; todo era un delirar casto y platónico, la cosa más ideal que puedes figurarte. El relieve que las cosas tomaban en mi mente era tal, que llegué a coger miedo y encendí la luz. Porque en la oscuridad veía yo a mi novia como te estoy viendo ahora a ti. Era una criatura tan sumamente superferolítica y angelical, que la idea sólo de poner las manos en ella me parecía una profanación».

¡Y yo que imaginaba algo semejante! «Di —le pregunté—, ¿cómo estás del reblandecimiento?».

—Muy mal, chico, muy mal. Me parece que ya no escapo. ¿Por qué lo decías? ¿Acaso tú…?

—Pudiera ser.

—Prueba a ejercitarte en el triple trapecio… Es la mejor manera de conocer…

—¿Cómo es ese triquitraque que tú dices?…

Me lo espetó dos o tres veces, tropezando mucho; y fui tan necio que puse atención en aquella carraca, y cuando me quedé solo en casa lo repetí para observar si los músculos de la lengua me anunciaban desquiciamientos de mi sistema nervioso. Aquel día me inspiró tanta lástima Raimundo, pintome con tintas tan fúnebres la situación angustiosa de su erario, sin pedirme nada explícitamente, que le di una limosna. En mi furor imaginativo, llegué a figurarme que besaba el billete como los chiquillos mendigos besan el ochavo que se les arroja. Fuese contento y muy mejorado.

A casa de Camila subía yo muy poco. Habíame propuesto no asediarla más, y aguardar circunstancias que me fueran favorables. Alentaba yo la secreta convicción de que el día menos pensado todo había de variar; de que ocurriría una de esas repentinas vueltas del destino que nos sorprenden y nos dan hecho lo que poco antes nos pareciera imposible. Este presentimiento no se me quitaba de la cabeza. «Esperar, esperar —me decía—. En tanto, la Providencia o Satán trabajarán secretamente en favor mío».

Una mañana recibí en caja facturada en gran velocidad un regalo de mis amigas las Pastoras. Era una obra de arte, acuarela como de tres cuartas de ancho por dos de alto, pintada por Mary y dedicada a mí. Representaba un remanso, un molinito, sauces, chimenea humeante, y creo que había también unos niños y algún corderillo o dos. La cosa, ignoro por qué, resultaba de una moralidad edificante. Yo no sé cómo era; pero de allí se desprendía que debemos ser buenos. «Corro a enseñarle estas papas —dije; y cargando yo mismo la lámina subí.

La propia Camila me abrió la puerta. Estaba sola. Había despedido a la criada, y se veía en el caso de tener que hacer ella misma la comida. Otro quizás no la hubiera encontrado bella en aquella facha; pero a mí me pareció encantadora, ideal. Tenía puesta una falda vieja y el delantal blanco y azul; pañuelo liado a la cabeza a estilo vizcaíno; las mangas remangadas; el cuerpo con chambra no muy justa; sin corsé, porque el calor y la agitación del trabajo no se lo permitían; el seno bien tapadito, pero acusándose en toda la redondez gallarda de su sólida arquitectura. Tal figura se completaba con el calzado, que era un par de botas viejas de Constantino. «Mira qué patas tan elegantes tengo —me dijo adelantando un pie—. Como hoy estoy de faena, me pongo estas lanchas para no estropear mis botas ni ensuciar mis zapatillas.

En el pasillo, vimos el cuadro, pero a escape, porque ella no podía ausentarse de la cocina.

«Una de dos —me dijo—, o te recopilas o vienes para acá. No puedo recibirte en otra parte. Si quieres ayudarme a fregar o mondarme estas patatitas, no creas que me he de oponer.

Entré con ella en la cocina, y me senté en una silla que tenía el fondo hundido. Junto a esta silla había otra. El magnífico mueble que estaba a mi derecha era una tinaja; enfrente el fogón. Los elegantes vasares no ostentaban cacharritos japoneses ni porcelanas de Sajonia y Sevres, sino otros más útiles chismes, y además las cenefas de papel picado con figuras de toreros.