En Abril se me recrudeció de un modo espantoso aquel desatinado cariño que le puse a mi borriquita, y me dejé dominar y vencer de mi desvarío hasta llegar a un punto cercano a la imbecilidad. Ya no había fuerzas de la razón ni de la voluntad que me contuvieran. El no poseer lo que con tanto ardor deseaba poníame como tonto y en situación de hacer verdaderas sandeces. Mi amor propio, herido también, se daba a los demonios. Mi saber de negocios se oscureció, y el gusto de ganar dinero quedó reducido a muy secundario lugar. Desde que abría los ojos hasta que los cerraba, aquella maldita hembra salvaje, feliz, burlona y siempre incomprensible para mi ceguera intelectual, no se me apartaba del pensamiento. Iba conmigo al Bolsín y a la Bolsa y la veía en las figuras estampadas en talla dulce sobre el sobado papel de los billetes de Banco; y formaba parte de mí mismo, como un instinto, cual una idea innata que no se puede desechar. ¡Ay qué borriquita aquella! ¿Qué le había dado Dios para enamorarme así, con delirio y afanes de muerte? ¿Sería simplemente la falta de éxito lo que me arrebataba? ¿Se me quitaría aquel vértigo si viera satisfechas mis insensatas ansias?
Últimamente no hacía yo extremos delante de ella, porque solía enfadarse y ya tenía morros para muchos días. Díjome seriamente una vez que si continuaba con mis tonterías de la edad del pavo, se mudaría de casa, se marcharía de Madrid en caso necesario, pues no le era posible aguantarme más. Tuve que recoger vela, mucha vela, no menudear tanto mis visitas, y estas acortarlas todo lo que me era posible. Hallábame en su presencia algo cohibido, no sabiendo a veces qué decirle, pues de no vaciar lo que dentro tenía, mi estupidez era absoluta. ¿Hablar? ¿y de qué? Yo no sabía hablarle más que de una cosa, y esto me estaba vedado. Por lo cual valíame de mil subterfugios para decirle siempre lo mismo aparentando decirle otra cosa. ¡Maldita pasión aquella que no tenía ni el consuelo de ser sincera!
A solas me despachaba yo a mi gusto, caldeando el horno de mi pensamiento y haciendo vivir allí mi ilusión como si la incubara. Y tenía particular gusto en suponer siempre a Camila refractaria a mis sugestiones de amor ilícito. Mi fantasía me arreglaba las cosas de otra manera más gallarda. Ved aquí cómo. La borriquita no quería por ningún caso adulterizarse, como graciosamente había dicho a su hermana. Pero Constantino se moría, y muerto el obstáculo, casábame yo con ella, y vivíamos en paz y en gracia de Dios. De este modo venía a mí con el prestigio inmenso de una gran virtud, y yo me relamía de gusto pensando en la dicha de hacer pareja y familia con aquella encarnación de la alegría humana, con aquella siempre pura, picante y sabrosísima sal de la vida. Por este camino íbame siempre más contento y encandilado que por ningún otro de los que la imaginación me mostraba. ¡Sí, Camila viuda, Camila mi mujer, por la ley, por la Iglesia, con la mar de bendiciones sobre nuestras cabezas! Este era mi ardiente anhelo. Si al fin Dios me concedía tanta ventura, hallábame dispuesto a ser el hombre más religioso del mundo y a darme todos los golpes de pecho que fueran compatibles con la solidez de mi caja torácica.
Las consecuencias de este delirio no tardaban en sacarse por sí mismas, y se me aguaba la boca pensando en que de Camila y de mí había de nacer aquella serie de héroes por orden alfabético sin parar lo menos hasta la N. Tendríamos a Belisario, después a César, Darío, Epaminondas… hasta el mismísimo Napoleón. Pero ¡qué demonio! He aquí que una contrariedad grave surgía inesperadamente. Y si eran hembras, ¿qué nombres de heroínas les pondríamos? En fin, todo se arreglaría. Lo que importaba era que ella fuese mi mujer, y verla a mi lado para siempre, amándome con aquella constancia incomparable con que amaba a su burro. Y entonces yo me estaría a su lado todo el santo día, reiríamos, jugaríamos, constantemente ocupados en los dulces quehaceres domésticos, y encaminando y dirigiendo la heroica y alfabética prole.
Fijóseme entonces la idea de que todos los males nerviosos, fueran o no provenientes de la diátesis de familia, se me quitarían cuando me casara con ella. No más ruido de oídos, no más debilidad anémica. Mi mujer me infundiría su potente salud y hasta su hermosísimo apetito. Lo llamo así, porque una de las cosas, podéis creerlo, que más me encantaban en ella, era sus envidiables ganas de comer. No sé si los idealistas dirán, como ella, que esto es papa; pero tómenlo como quieran. El apetito de Camila, rayano en la voracidad, (si bien comía siempre con compostura y buenos modos) era para mí uno de sus principales hechizos. Lo he dicho antes y lo repito ahora para que nadie lo dude. Aquel buen diente me entusiasmaba; era algo tan resplandeciente en el orden físico como su conciencia en el orden moral; era el contrapeso de la misma conciencia, fenómeno que, armonizado con la paz interior, establecía en aquel privilegiado ser un hermoso y fecundo equilibrio.
Pues todos estos sueños míos venían a tierra en cuanto caía en la cuenta de que Miquis no se moría ni llevaba camino de eso. ¡Si estaba hecho un acebuche y no padecía la más ligera dolencia!… ¡Qué chasco me llevé un día! Subí, y la misma Camila me abrió la puerta. «No hagas ruido —me dijo—, que hoy no he dejado levantar a Constantino, porque ha pasado mala noche. Debe de ser un pasmo. Estuvo inquieto y con una punzadita en el costado que me alarmó.
—¿Qué me cuentas, hija, qué me cuentas?
—Pienso que le pasará. Le he dado mucha flor de malva, y he mandado llamar a Augusto.
Pensé que de aquel modo suelen empezar algunas pulmonías graves, de esas que despachan en tres días al hombre más robusto. «Si será, si será al fin…». ¡Ira de Dios! Al día siguiente estaba el manchego como si tal cosa, comiendo como un animal y rebosando vida.
No he vuelto a decir nada de aquel proyecto suyo de servir en un escuadrón de reserva. Como mi prima me dijo que ella también se iría a Burgos cosida a los faldones de su esposo, resolví no pedir el destino; pero deseando colocarle, solicité una plaza en la Dirección de Caballería, y entre el Ministro, que quería servirme, y Morla, que lo tomó casi como cosa suya, la cosa se hizo a principios de Abril. Marido y mujer me estaban muy agradecidos, y yo muy esperanzado con la seguridad de que mi hombre se pasaría en el Ministerio la mayor parte del día. Temí que en vista de su inutilidad le pusieran en la calle; mas no fue así. Él era naturalmente torpe; pero se aplicaba, ponía sus cinco sentidos en el trabajo y concluía por vencer su rudeza. Cuando estaba en casa, su mujer le ponía los libros en la mano, le mandaba leer y estudiar, tratándole como una madre vigilante y cariñosa trataría a un niño que está en vísperas de exámenes. «Cacaseno, lee; mira que no has de ser un podenco toda la vida. Es preciso saber algo, aunque no mucho, porque si fueras sabio, hijo, me apestarías.
—Pues te respondo de que no lo seré —solía él contestarle—. Estate tranquila.
Por el general Morla, que a petición mía tomó informes en la Dirección, supe, ¡oh sorpresa! que estaban contentos con él. Dejome esto turulato. El chico era trabajador, aplicadillo, y no tan torpe como yo creía. Su propia conversación revelábame a veces no sé qué progresos de cultura. Ya no decía tantísimo disparate; ya había aprendido a callarse cuando ignoraba una cosa, lo que no es mal principio de sabiduría, y aun de vez en cuando se atrevía a manifestar, poniéndose muy colorado, opiniones que encerraban, no diré que talento, pero sí buen sentido y una apreciación clara de las cosas.
«Hija, tu borrico se va volviendo una lumbrera —decía yo a Camila.
Y ella, reventando de vanidad, callaba.
«Constantino es un chico que vale. Durante algún tiempo su mérito ha estado oscurecido por falta de pulimento. En manos de una mujer de inteligencia, ese muchacho sería otra cosa.
Esto lo decía (habreislo comprendido), la pomposa María Juana, con cierto aplomo pedantesco y doctrinal. Aquel día había ido a ver a su hermana. La costumbre de esas visitas era reciente en ella, pues antes se pasaban meses sin que asomara las narices por allí. No una vez sola sino dos o tres expuso el generoso móvil que la guiaba al personarse en la humilde vivienda de su hermana menor, el cual no era otro que enseñar a esta algo de lo mucho que no sabía, infundiéndole ideas de orden y gobierno. «¿Pues sabes —le dijo Camila con buena sombra—, que si hubiera estado esperando por ti para aprender a gobernar mi casa ya estaría fresca?».
No dándose por vencida, María Juana afirmó que aunque su hermanita había aprendido bastantes cosas por sí, aún le faltaba mucho que saber. No era esto simple jarabe de pico, pues la sabia solía enviar aquellos días, cuando no los traía ella misma, regalos de poca importancia, pero muy de agradecer. A veces era un cacharrito para adornar la consola, piezas sueltas de ropa blanca y mantelería, cuchillos y tenedores, una cortina que a ella no le servía, una lámpara que le sobraba.
«Estoy asombrada —me dijo Camila—, de ver cómo se corre mi señora hermana.
Y casi nunca dejaba la ilustre señora de Medina de hacer escala en mi casa, al entrar en la de su hermana o al salir de ella. Siempre estaba de prisa, y todavía no se había sentado, cuando ya se quería marchar o al menos manifestaba intenciones de ello. ¡Y qué interés demostraba por mí! «Tú estás malo; a ti te pasa algo muy grave. Si no tienes absoluta franqueza conmigo, no podré acudir en tu socorro». Y mirándome con ojos dulces, no se hartaba de incitarme a la confianza. Quería una confesión total de mis belenes y aventuras; ansiaba saber hasta lo que nunca se dice, y érame forzoso obsequiarla con algunas mentiras para que me dejase en paz. Un día su vivo afecto resplandeció más desinteresado que nunca, llegando a decirme, no sin emplear bonitas circunlocuciones y perífrasis, que yo estaba en el caso de que se me aplicara el benéfico tratamiento que Madama Warens empleó con el pobre Juan Jacobo para apartarle del vicio. «¿Y quién es capaz de comprobar —añadió—, el inmenso sacrificio que esto entrañaba para la bondadosa Madama Warens? Nadie. Ni el mismo Rousseau juzga a aquella excelente señora con la benevolencia que se merece. ¡Qué difícil es penetrar el móvil de las acciones humanas! Ni las que parecen buenas ni las que parecen malas se pueden justipreciar por lo que resulta. Si la conciencia tuviera una cara suya, exclusivamente suya, veríamos cosas muy singulares. ¡Cuántos que pasan por grandes delincuentes o por monstruos de egoísmo serían vistos de otra manera!
Otras veces su tono era muy distinto, tirando a lacrimoso y pesimista. «No debo hacerme la ilusión de que pueda existir en el fondo de mi alma algo que me disculpe; ni menos dar a este algo un saborete de idealismo humanitario para que pase mejor. No pasa; es moneda falsa, y la suenan y miran allá arriba, y me la tiran a la cara diciendo: ¡señora, usted es una!… Me desprecio yo misma; tengo ratos de secreta tribulación y hasta me parece que soy peor que Eloísa, que es cuanto hay que decir». Contestábale yo con frases tan rebuscadas como las suyas, que de antemano preparaba, disimulando con palabrotas y epifonemas de las de repertorio el arrepentimiento que, al poco tiempo de haberme metido en el fregado, empezaba a sentir. Porque hay cargas que se hacen más ligeras cada día, y otras que empiezan livianas y son al poco tiempo insoportables. En cierto terreno, las filosofías, el discretismo y la tendencia a sacar las cosas de quicio, son lluvia importuna que ahoga la ilusión sin lavar el pecado. Y declaro ingenuamente que sobre todas las cosas que inquietaban mi espíritu en aquellos días, vino a molestarme y aburrirme la tenaz idea de hallar un modo hábil y delicado de romper lazos que me eran odiosos apenas establecidos. ¡Buena tenía yo la cabeza para sacar virutas de amor filantrópico y de psicologías enrevesadas que ni el Verbo las entendía! Ni qué otra cosa sino mareos podía producirme aquello de amarme por salvarme, y el sacrificio del honor pequeño al honor grande. A más de esto, aquellos en mal hora nacidos tratos se desvirtuaban a sí mismos por el sin número de precauciones, llevadas a un extremo ridículo, que inventaba mi prima como para expresar en forma práctica y visible sus escrúpulos de conciencia. Exageraba los peligros y aun parecía que los buscaba; creíase perseguida por fantasmas, y hablaba de sus terrores con cierta afectación dramática. ¡Y vuelta a insistir en lo de que su conciencia valía más que sus actos, en que quizás llevaba en su espíritu gérmenes de redención!
Para remate de todo este jaleo, hacía paralelos entre su marido y yo. ¡Ah! Por más que la personalidad física me diera a primera vista alguna ventaja, el otro valía más, ¡qué diferencia entre el ser moral de uno y otro! Aquél sí que era hombre. Ella no le merecía. ¿Qué le había de merecer? Pero ya que no otra cosa, elevábase en cierto modo hasta muy cerca de él por la admiración que le inspiraba. Por fin, este sacro respeto sería la medicina que debía volver la perdida salud a su conciencia. ¡Y que yo no entendiera una palabra de estas cosas tan sabias! Declaraba, eso sí, con la mayor humildad, que me reconocía muy inferior moralmente al Sr. de Medina, y el secreto y maligno gozo de haberle jugado tan bonitamente la mala pasada no excluía la sinceridad de aquella declaración. «Me alegro que lo conozcas —decía ella—. Eso prueba que tu entendimiento no se ha extraviado. Esto pasará pronto, tiene que pasar. Ha sido uno de esos desvaríos que nacen de una buena intención, y son como una línea recta que se tuerce por querer ser demasiado recta. (El demonio me lleve si lo entendía yo). Desaparecerá seguramente este repliegue de nuestra vida sin dejar señal, y entonces haz por querer y reverenciar a Medina; ponle cariño, penétrate de su mérito colosal, tómale por modelo si puedes, constitúyete en su imitador hasta donde alcancen tus débiles fuerzas. Yo te alentaré, no te dejaré de la mano. ¡Feliz tú si consigues asimilarte aquellas virtudes…!». Y por aquí seguía. No me fiara yo de ciertas ventajas personales, que en rigor para nada valen. ¿Qué significan las prendas físicas? Absolutamente nada, pues son cosa que se deslustra y pierde con el tiempo. Lo que importa es la belleza del alma, ¡oh el alma!… ¡Pues no faltaba más sino que un buen palmito…! En fin, señores, que aquella sabia me tenía frita la sangre. Aquello no era vivir ni Cristo que lo fundó.