VII

Vimos pasar a Manolo Trujillo, a quien Camila conducía de la mano hasta la antesala, donde le esperaba un criado. El infeliz sonreía con tristeza, y en cada habitación dejaba un gran suspiro, cual si quisiera señalar su paso por ellas poniendo aquí y allí jirones de su alma. Hice señas a Camila para que no le dijese que yo estaba allí. No quería entretenerme. Poco antes había salido también la otra visita, y María pasó a ver a su hermana. Yo también pensé entrar, pero la borriquilla me dijo:

«Eloísa no quiere que entres. La señora no está visible más que para los ciegos… Dice que te des una vuelta por aquí mañana.

Yo no deseaba otra cosa, y me marché, no sin detenerme en el primer gabinete, fingiendo que tenía algo que hacer allí. Mi intención era esperar a Camila para echarle el guante cuando pasara y decirle algo. Pero no pareció, y aburrido me retiré. Aquella tarde supe por la criada que Camila fue a su casa a disponer sus cosas; pero antes de que Constantino volviera del paseo a caballo, ya estaba ella de vuelta en la calle del Olmo. Miquis estuvo toda la noche desesperado, diciendo: «Ya no aguanto más. Si mi mujer me tiene en esta soledad otra noche, voy y me tiro por el viaducto.

Al día siguiente era mi santo, y recibí algunos regalos. Muy temprano mandé a Eloísa un magnífico ramo de flores, y a eso de las once fui a verla. Micaela y Camila se reían en mis barbas, después de darme los días. «La enferma estará ya bien cuando andan los tiempos tan bromísticos» —pensé.

Ya iba a pasar, cuando mi prima me detuvo. «Espere usted, caballero; no tenga usted el genio tan vivo». Y diciéndolo, sacaba de una cómoda un gran velo de tul de seda.

«¿Qué es eso?

—La mortaja —respondió riendo a carcajadas lo mismo que Micaela.

—¡Vaya unas bromitas de mal gusto!

Rafael salió a mi encuentro y le di los dulces y los juguetes que le traía.

«Ya puede usted pasar, caballero —me dijo la de Miquis saliendo de la alcoba.

Y entré con el niño en brazos. En la estancia había mucha claridad, y un fuerte olor de sahumerio. Parecía que se entraba en una alcoba de parida. Mi primera mirada fue para la cama en la cual creía ver la destruida belleza de mi amor de antaño; mas no vi sino una cosa muy extraña que por de pronto me impresionó. Fue como cuando vemos inesperadamente un féretro. Y féretro pagano era aquello sin duda, como comprenderá el lector por la breve pintura que voy a hacer. En vez del cobertor ordinario, la cama ostentaba una colcha riquísima de raso azul bordado de oro, que se había salvado no sé cómo del desastre de la viuda de Carrillo. Esta yacía entre sábanas, envuelta la cabeza en aquel tul de seda que yo había visto poco antes, dispuesto con graciosos y elegantes pliegues. Al través de la diáfana tela se veía y no se veía el rostro de la enferma. Los ojos lucían; pero las deformidades de la garganta quedaban disfuminadas y como perdidas en los cambiantes y tornasoles de la tela. Así de pronto, se veía la cara como si estuviera cristalizada en el fondo de uno de esos feldespatos que tienen reflejos de ópalo y ráfagas de nácar. Alrededor de la cabeza, Camila y Micaela habían puesto flores, muchas flores, sacadas del ramo mío y de otro que mandó Manolo Trujillo, esparcidas con arte y gracia, afectando lo que los retóricos llamaban un bello desorden. Bajo la colcha se modelaba como un bosquejo de escultura el cuerpo de Eloísa, recto, y sobre el raso azul aparecían los brazos con mangas de finísima y olorosa batista, y luego las manos blancas y sedosas con ricos anillos en los dedos regordetes. En toda la estancia los búcaros más lindos de la casa ostentaban flores. Yo no tenía idea, hasta entonces, de la coquetería mortuoria.

«¡Famoso cuadro! —exclamé pasada la primera sorpresa—. Está bien ideado y bien compuesto». Y ellas, ríe que te ríe, la una en mis barbas, la otra debajo del tul.

—Estas bromas me prueban que ya estás fuera de peligro.

—Cállate, no me hagas hablar. Se descompone el cuadro.

Y Rafaelito se impresionó tanto con aquella extraña apariencia de su madre bajo el velo, que rompió a llorar espantado. Logramos tranquilizarle, sacándole de la alcoba y dándole dulces.

La mejoría de Eloísa era tan manifiesta que, según había dicho Moreno, el restablecimiento completo sería obra de una semana. Deseaba ella ver luz, recibirme, hablar conmigo, y su presunción ideó aquel artificio del velo, que sin molestarle, ocultaba su fealdad. «¡Tenía ya unas ganas —me dijo—, de ver claridad, de oler flores, de estar entre cosas bonitas y frescas, y apartar de mí tanta pestilencia, que mandé sacar la colcha, adornar la habitación y esparcir las flores por la cama! Todo es en obsequio tuyo, por celebrar tus días. ¿No es verdad que hace bien? ¿Qué te has creído al entrar? Ello debe de parecer cosa antigua, del paganismo, así como cuando van a enterrar a una ninfa o a quemarla viva… Siéntate; no hagas visita de médico. Hoy vais a almorzar todos aquí. Vendrán Raimundo y mamá. Me alegraría de que viniese también María Juana.

«En nombrando al ruin… —dijo esta apareciendo en la puerta.

Sorpresa y risas. La ordinaria de Medina no celebró la ocurrencia menos que yo. A Raimundo, que vino un poco más tarde, pareciole excesivamente teatral y sacó a relucir a Ofelia, Beatrice Cenci, Ifigenia y otras muertas célebres. La cosa era, según él, digna de un cromo de a peseta. Fuimos a almorzar, y lo hicimos todos con buen apetito, a excepción de Camila, que distinguiéndose siempre por su buen diente, estuvo aquel día un tanto desganada. Se le dieron bromas, y adelante. Después de las doce, cuando Raimundo se hubo marchado con el pesar de no encontrar forma humana de darme un sablazo, las dos hermanas y yo acompañábamos a la enferma, que persistía en la farsa aquella del velo. Camila retiró la colcha de raso azul, y se sentó a lo moro sobre la cama, cerca de donde se veía el bulto de los pies de Eloísa. Atenta al mete y saca del gancho, con el hocico un tanto alargado, ceñudilla y triste, parecía abstraída de la conversación general.

«Camila, ¿cuándo te divorcias? —le preguntó Eloísa.

—Déjame a mí… No tengo gana de bromas.

Y volviéndose a mí Eloísa: «¡Ay qué escena te perdiste la otra noche! ¡Yo estaba muriéndome, y sin embargo me reía! Todo fue por no sé qué tonterías que le dijo el marqués a Constantino. Él se puso como un tomate. Habías de ver a mi hermana. Cuando el marqués se fue, saltó como una hiena contra su marido… le cogió por las solapas, empezó a decirle cosas; ¡pero qué cosas!… ¡Cuando yo me reí, estando como estaba…! Luego le olía la cara, el pecho, le olfateaba como los perros, diciendo: «Sí; no me lo niegues… ¿No te da vergüenza, truhán? Traes pegado el tufo o el bouquet podrido… Lárgate, quítate de delante de mí, no me pegues esa peste… Me divorcio, no quiero más hombre, me emancipo, me adulterizo»…

Eloísa la imitaba muy bien. Camila, bastante colorada y sin apartar los ojos de su obra, se sonreía de esa manera equívoca en que las contracciones de los labios son como un esfuerzo destinado a impedir que broten lágrimas.

«Al pobre Constantino un sudor se le iba y otro se le venía —prosiguió la otra—. No decía más que: «pero mujer… si no huelo, si no huelo…

Por fin vimos brillar la lagrimilla en las pestañas de la señora de Miquis. ¡Qué mona estaba! Me la hubiera comido.

«Vaya, cállate ya —dijo a su hermana—. No me hables más de ese pillo.

—¿Pero no le has perdonado todavía? ¡Qué tonta eres!

—Hija, un desliz… ¿Qué hombre, por santo que sea, no tiene un mal pensamiento?

—¿Pero tú estás segura de que olía? —apuntó María Juana.

Hicimos coro las dos y yo para impetrar el perdón del oliente culpable; pero Camila no se daba a partido. Después que se serenó un poco, nos dijo que Constantino deseaba le dieran un mando en la reserva, y que ella se oponía si el destino era fuera de Madrid. «Pero ya no me opongo. Si se lo dan para Burgos, como dijeron, vaya con Dios. Quiero estar sola, quiero descansar de tanto trabajo. Soy una esclava; yo coser; yo hacer la comida; yo lavar; yo planchar; yo cepillarle la ropa y embetunarle las botas; yo vestirlo; yo lavarlo; yo barrer mientras él duerme la mañana; yo escribirle las cartas a su familia; yo hacer café; yo ponerle los cigarrillos en la petaca y contarle los que se ha de fumar cada día; yo enseñarle mil cosas que no sabe, hasta el modo de andar, y darle lección de lo que ha de decir cuando va a una visita; yo pensar por él, educarle, criarle como a un niño y dejar de comer para que él se abone a los toros… ¡Que se vaya con mil demonios!».

—Pues, hija —dije yo prontamente—, si le conviene Burgos, dalo por hecho. Hoy mismo pido el destino a Quesada, que es grande amigo mío.

—Ya puedes coger tu sombrero y echar a correr para el Ministerio —replicó la de Miquis.

—No tan fuerte, mujer.

—Piénsalo…

—¡Siempre eres así, qué prontitudes!

Las otras dos siguieron dándole bromas, y yo mirándola, muy satisfecho del giro que aquello tomaba.

Salí para ir a la Bolsa, donde tenía un asunto muy urgente, y cuando volví, Camila había ido a su casa. Eloísa estaba sola y dormida, ya sin el velo. Miré su tremenda deformidad, y salí de puntillas de la habitación. En el gabinete me estuve hasta después de anochecido esperando a Camila, que llegó a eso de las siete, muy triste, suspirona y con pocas ganas de hablar. Díjele que al día siguiente me ocuparía del destino de Miquis si ella persistía en sus ideas, a lo que me contestó, con un alfiler en la boca, doblando su velo: «¿Pues no he de persistir? No más, no más… Descansaré al fin de domar brutos. ¡Oh! hay mucho que hablar. ¿Vendrás esta noche?

Este vendrás me sacó de quicio; sonaba ante mí como el chirrido de las puertas del Cielo cuando se abren, y como me lo dijo muy claro, quitándose el alfiler de la boca, a mí se me hacía la mía agua. ¡Ya lo creo que iría! Antes faltara una estrella del cielo que yo a la cita aquella, que me parecía tan dulce como maliciosa. Las nueve eran cuando entré en la casa. «Si hay gente, me luzco —pensaba. Afortunadamente, no había nadie más que mi tía Pilar, que llegó poco antes que yo. Iba allí a dormirse. Pero las cosas se me arreglaban mal, porque Eloísa estaba muy despabilada, y, poniéndose el tul, hízome entrar y rogome que me sentara a su lado.

«Ave María, chico, no me acompañas nada. Estás un ratito, por punto, y en cuanto pillas una ocasión te evaporas… Yo cuento los minutos que estás aquí solo conmigo, y… de fijo que a ti te parecen siglos. ¡Ay! lo que va de ayer a hoy. ¡Qué tiempos aquellos! Se me arranca el alma cuando me acuerdo. ¡Y tú tan fresco! Dirás que yo tengo la culpa. Es cierto; pero no hablemos de culpas. Siéntate ahí y dame conversación; cuéntame algo…

¡Y yo que no tenía malditas ganas de plática! Pero no había más remedio. Hablé, hablé de mil cosas tontas y hueras, deseando vivamente que le entrara sueño y me dejara salir. Pero ¡quia! Mientras más me aburría yo, más se despabilaba ella. Pedíame noticias de mis negocios, de lo que hacía en la Bolsa, de mis ganancias. ¡Oh! hablando de dinero se entusiasmaba, excitándose mucho. Su pasión era el vil metal, viniera como viniese. Por fin, no sabiendo ya qué hacer ni qué decir, llegueme al secreter que frente a la cama estaba y en una de cuyas gavetas tenía ella el dinero para su gasto diario.

«Estará la patria oprimida —indiqué abriendo el cajoncillo y viendo muchos cuartos, poca plata y bastantes papeles—. Chica, qué arrancada estás. ¿Qué veo? Papeletas de Peñaranda de Bracamonte… ¿Y billetes? ni medio. Son las últimas astillas del naufragio… ¡Qué desolación!

Eloísa no chistaba. Entonces saqué un paquetito de billetes de veinticinco pesetas, y se lo puse allí sin decir nada. Ella debió de ver lo que hice, porque cuando volví junto al lecho me dijo: «Gracias a ti, no tendré que vender lo poco que me queda para mandar a la botica. Ya sabes que siempre se te quiere, aunque tú te hagas el interesantito.

Y vuelta al endiablado palique de negocios y de mis operaciones. Yo no tenía sosiego, porque sentía a Camila entrando y saliendo en el gabinete próximo, como inquieta. El asiento me quemaba, y habría dado no sé qué por poder dejar a Eloísa con la palabra en la boca y marcharme. Pero ella no ponía ni dejaba poner punto ni coma. Estaba hambrienta de conversación; y yo rabiando de inquietud, excitado, el alma fuera de allí, pidiendo a Dios que entrase alguien para endosarle a mi interlocutora. «Me parece —dije al fin—, que tanto hablar ha de hacerte daño a la garganta. Mucho gusto tengo en conversar contigo; pero será mejor que nos callemos y que me retire, a ver si te duermes.

Lo mismo fue decirlo, que se puso hecha un basilisco. «¡Siempre lo mismo! Si es lo que yo digo: te aburro. Estás aquí por punto, y no ves la hora de dejarme. ¡Qué desconsideración, viéndome enferma, consumida en esta miseria!… Confiésalo, ¿no es verdad que te soy antipática?

Yo no lo confesé; pero sí que me lo era. Digo más: en aquel momento la odiaba. Parecíame un sueño estúpido que yo hubiera querido a semejante mujer, y que aun en aquel caso la aguantara, por un sentimiento de delicadeza llevado al extremo. Disculpeme como pude, aunque debí de hacerlo muy mal, a juzgar por las quejas de ella. Al cabo, no pudiendo resistir más la impaciencia que me devoraba, salí con no sé qué pretexto. Pilar dormía en un sillón del gabinete. Creí oír la voz de Camila en la pieza inmediata, que estaba a oscuras. Pasé a ella, y… el vozarrón de Constantino fue lo primero que hirió mis oídos, sí, su odiosa voz que decía: «niña de mi alma, me muero por ti». Como el pájaro salta de la rama al sentir ruido, así saltó Camila de encima de las rodillas de su esposo cuando yo entré. Fue un susto momentáneo, pues no habiendo malicia en aquella confianza matrimonial, se volvió a sentar sobre él y se hicieron los dos una bola delante de mí; con tanta apretura se abrazaban. Ella le cogía cabeza como si se la quisiera arrancar, y le decía: «¡ay mi asno querido!, ¡qué rico eres!». Él la mordía, gritando: «te como», y ella… ¡Mal rayo! Lo peor fue que se volvió hacia mí, y me dijo: «Ya ves, José María, nos hemos reconciliado».

—Ya podríais —repliqué, disimulando mi mal humor—, dejar esas cosas para cuando estuvierais solos en vuestra casa.

—¡Miren el tísico este…! ¿Pues qué hacemos de malo? Si es cosa natural…

—¡Digo… y tan natural…!

—Que no es lo que te crees… Si todo se reduce a querernos… Mira tú; no tendría inconveniente en hacer esto en la Puerta del Sol…

—Entonces, ¿por qué diste un salto cuando yo entré?

—Porque me asustaste.

—Vamos a ver, ¿y cuál de los dos ha pedido perdón al otro?

—Los dos.

—¿Y cuál era el ofendido?

—Los dos.

—¿Y quién tenía razón?

—Él y yo.

—¿Y era verdad o era mentira lo de…?

—Mentira, mentira.

—Pues sí… idos a vuestra casa.

—Ahora mismo —dijo Camila inquieta, levantándose—. Aquí no hago falta ya. ¡A nuestra casita!… ¿Nos prestas tu coche, esperpento?

—Sí, abajo está, podéis tomarlo.

Constantino me daba abrazos sofocantes, demostrándome su leal cariño y su corazón de angelote. No recuerdo bien lo que hice después; tan aturdido estaba y tan requemada tenía la sangre. Creo que volví al lado de la pobre enferma, y que estuve charlando con ella como una máquina, diciendo mil vaciedades, hasta altas horas de la noche, en que se quedó dormida.