Estaba mi indómita borriquita sentada en una silla, con un pie descalzado, probándose botas y zapatos de Eloísa, que Micaela iba sacando de uno de los armarios.
«Mirad, mirad —gritaba Camila, riendo y muy excitada—. Hay aquí quince pares de botinas nuevecitas. Si parece que no se las ha puesto más que una vez…
—¡Dios mío! —exclamó la hermana mayor dando a su voz los acentos más enfáticos de la justicia—. ¡Tal gastar de mujer! Es verdad; si está todo nuevo…
—Mira qué par —decía la otra—. ¿Y estas bronceadas? ¿Ves qué pespuntes? Lo menos valen ocho duros. La suerte de ella es que yo tengo el pie un poquito más grande que el suyo; que si no, aquí me surtía para tres años. Estas me vienen que ni pintadas, y las hago noche. ¿No te parece, José María, que debo llevármelas?
—Sí, hija, apanda todo lo que puedas. Bien ganado te lo tienes con velar aquí noche y día.
Y seguía probándose botas… «¡Ay! esta cómo aprieta; pero se irá ensanchando… Nada, para mí. Lo que siento es que no haya calzado de hombre, para abastecer también a mi marido… Veamos esta otra. Mira, ¡qué bien! Ni encargadas, chico.
Nos fijamos entonces en el maniquí, que estaba en un ángulo, arrumbado, tieso, desnudo, con una pata rota, y la estúpida mirada perdida en el vacío de la habitación como asombrándose de que se le tuviera en menos que una persona.
«Mira, aquí probaba Eloísa sus vestidos —observó María Juana, echándole los lentes y elevándolo a la dignidad que él deseaba tener.
—Te voy a enseñar una cosa que te va a dejar lela —dijo Camila viniendo hacia nosotros con un poco de cojera, pues traía un zapato suyo en un pie y una bota de Eloísa, de tacón alto, en el otro.
De uno de los armarios sacó un vestido.
«Mira esta falda con delantera de encajes…
—Y es todo del más rico Valenciennes. ¿Pero esto se lo llegó a poner alguna vez?
—Creo que no —indiqué—, lo reservaba para el gran baile.
—Ahí tienes… Yo me llevaría esta falda a casa para hacer una parecida con encajes de imitación; ¡pero bueno se pondría Medina!
—Obsérvala, fíjate mucho y podrás imitarla.
—¿Y este traje negro? —prosiguió Camila sacándolo—. Mira el sello de Worth… Es uno de los dos que recibió hace poco. Pues espérate, que te voy a enseñar más. A mí no me tientan estas cosas, pero me gusta verlas y apandarlas si puedo.
Y siguió mostrando prendas ricas, hermosas, elegantes.
«¡Pero esa loca vivía como una princesa! —exclamaba María Juana, confundiendo en un solo acento, por modo extraño, el desprecio y la admiración—. Claro… pronto tenía que venir el batacazo».
—Hay aquí un sombrero —dijo Camila sacándolo, poniéndoselo y mirándose en el gran espejo de pivotes—, que me está haciendo tilín. ¿Veis qué bien me está? José María, ¿qué tal?
Con los ojos le decía yo que estaba monísima.
«¿No es verdad que está diciendo «cógeme»?
—Sí, hija, aprovéchate. Ella no lo usará más probablemente —le dijo su hermana—. ¡Qué ridículo afán de renovar las modas cada día!
—Para mí, para mí el sombrerito —repitió mi adorada, quitándoselo y acariciándolo—. Y hay aquí unos retazos con los cuales voy a sacar siete corbatas para Constantino. A ti te haré una también. Pero ¡quia! no… No me volverá a pasar lo de las camisas.
Mi prima mayor no se hartaba de admirar trapos. De su boca salían alternativamente expresiones que no concordaban bien unas con otras. «¡Qué mujer más loca!, ¡qué sibaritismo estúpido!… ¡Pero qué cosa más elegante, qué chic! Da gozo ver esto…
«Micaela —dijo Camila, apartando su botín—, haz el favor de ver si se han ido ya esos moscones.
Los moscones no se habían ido; pero la hermana de Cícero se estaba despidiendo ya. María Juana y yo pasamos al gabinete y nos sentamos juntitos en un diván. Ella estaba pensativa, yo también, atendiendo con disimulo a los movimientos de Camila, que entraba y salía a ratos.
«¡Qué enseñanzas tan grandes encierra este palacio! —me dijo la señora de Medina poniéndose la careta filosófica que había adoptado casi como una prenda de vestir, y que verdaderamente no le sentaba mal—. Esto enseña más que libros, más que sermones, más que nada. Mírate, mirémonos todos en este espejo… ¿Pero a dónde va a parar esta mujer, gastando siempre lo que no tiene, y dándose vida de princesa?… ¡Ah! lo que yo dije. Carrillo era un pobre simplín, y en tales manos mi hermana tenía que perderse. ¡Si hubiera caído Eloísa en poder de un hombre como Medina, que es la prudencia, la rectitud andando…!
Dando cabezadas enérgicas me mostraba yo conforme con estas sabidurías.
«¿No te da gozo de verte libre de la esclavitud de estas paredes? Escapaste de milagro, porque tuviste un buen pensamiento, una inspiración. Di que no crees en el ángel de la guarda. Y ahora, parece como que tienes la nostalgia de esta perdición; parece como que no quieres afianzar tu victoria ni ponerte a seguro de otra caída. Si te descuidas, ya estás otra vez por los suelos. Porque tú eres muy débil, tú no sabes vencerte; tú no eres como yo, que me domino, soy dueña de cuanto hay en mí y no hago nunca más que lo que me dice la razón.
La miré mucho y sonriendo, único modo de expresarle la admiración que aquella excelsa virtud me producía.
«No es para que te pasmes… Vosotros los hombres sois más débiles que nosotras. Os llamáis sexo fuerte y sois todos de alfeñique. ¡Nosotras sí que somos fuertes! Ese maldito poeta inglés, ese Shakespeare era de mi misma opinión. Lee el Macbeth… aunque supongo que lo habrás leído. Fíjate en aquel personaje, hecho de la miel del cariño humano, en aquel pobre hombre capaz de hacer el bien, y que hace el mal cuando la grandísima bribona de su mujer se lo manda; fíjate en ella, en Lady Macbeth, que es el nervio y el impulso de la acción toda en aquel drama de los dramas. En fin, que nosotras somos el sexo fuerte, y sabemos ser heroínas antes de que ustedes intenten ser héroes. De todo esto deduzco que vosotros escribís y representáis la historia; pero nosotras la hacemos.
Aunque no podía ver bien claro a qué cuento venía todo aquello, expresé mi admiración otra vez con nuevos y más recargados aspavientos, ponderando el sentido crítico y lo escogido de las lecturas de mi prima.
«Eres una mujer excepcional —le dije, haciendo como que me entusiasmaba—, una mujer de cuya posesión…
Yo no sabía cómo acabar la frase. Busqué la sintaxis más sencilla para decirle: «No conozco ningún hombre digno de que tú le quieras de verdad. El que mereciera tal honra debería ser la envidia de nuestro sexo, que tú con razón quieres que se llame sexo débil».
—No seas tonto, no veas en mí nada superior —replicó aventándose con modestia, de esa que se tiene a mano como un abanico para darse aire—. Como yo hay muchas. Sólo que no se nos encuentra así… a la vuelta de una esquina. Hay que buscarnos. Y el que…
No oí el resto de la frase, que sin duda era cosa buena, porque me distraje viendo a Camila que pasó por la habitación como buscando algo, y miraba debajo de los muebles. Cuando volví en mí, no alcancé sino estos ecos: «Yo soy mi rey absoluto, y no hago nunca sino lo que yo misma me mando… Ya lo sabes; no creas que tratas con esas que andan por ahí… Algo va de Pedro a Pedro. Vete sosegando y acostumbrándote a la idea de que no todo el campo es orégano. Cuando te domines, experimentarás la satisfacción purísima de ser dueño de las propias pasiones y mandar en ellas, como ese domador que entra en la jaula de los leones y les sacude…
—Sí; pero se dan casos de que a lo mejor el leoncito saca las uñas y…
—No, no hay uñas que valgan, y sobre todo, en este caso mío no hay peligro… te juro que no hay peligro —declaró, tomando con más presunción la actitud de heroína—… No pienses más en esas locurillas que me has dicho la otra noche… Aprende de mí a quitar de la cabeza esos celajes de tormenta. ¡Y si vieras qué tranquilidad después de haberse limpiado bien! Cuesta un pequeño esfuerzo, pero se consigue, créelo, se consigue. Oye mi plan curativo: redúcese a una cosa muy sencilla; es una toma fácil, dulce, agradable, casi un refresco…
—Ya…
—Nada, que te tomas a Victoria. Cierra los ojos, hombre, y adentro. Ese matrimonio es mi orgullo; es la más santa de mis obras de caridad. Anoche hablé de ello con Medina, y créelo, se entusiasmó. Pareciome que se disipaba la ojeriza que te tiene.
—Yo no me caso —manifesté con énfasis.
—Lo veremos, lo veremos —respondió acalorándose—. Cuando a mí se me pone una cosa en la cabeza… Si te obstinas, perdemos las amistades. Mira, mira, desde ahora te digo que no vuelvas a entrar en mi casa, que no me dirijas la palabra, que no me mires a la cara. Yo no existo para ti.
—Por Dios, María, esa pena es demasiado cruel.
—Yo soy así… Nada, nada, se queman las naves, y adelante. Bien para ti, bien para mí. Y se acabaron los peligros y las luchas; se acabó esa tentación tonta, que me ha obligado a reconcentrar todas las fuerzas de mi espíritu, padeciendo mucho, créelo, padeciendo mucho… ¿Piensas que todo sale a la cara? ¿piensas que no hay procesiones por dentro, cuando más vivo se repica?
—Pues si tú eres fuerte —le dije con fingido arrebato—, yo soy débil; yo no sé ni quiero vencerme. Mientras más te empeñas tú en ser heroína, más vulgar soy yo; y es que luchando vales más, y a los encantos que tienes, añades el de la grandeza. Piensa lo que quieras; pero yo no cedo, yo no hago pinitos en la cuerda de la virtud, porque no sé hacerlos; se me va la cabeza, caigo y me estrello. Mejor, me gusta estrellarme. Despréciame si esto te parece una indignidad, pero no me digas que te imite, María; yo no soy de esa madera de santidad. Déjame que te admire, que te idolatre a mi manera, sin aspirar a cosa tan grande…
No sé cuántas tonterías dije, invenciones del momento, palabras confitadas y artificiosas, semejantes a esos castillos de caramelo y guirlache que se regalan el día del Santo. Ella afectaba oírlas con pavor; pero en realidad le sabían a cosa dulce y regalada. No sé qué me habría contestado con sus filosofías y sutilezas. Quedeme sin saberlo, porque entró Camila de improviso y nos cortó el coloquio diciéndonos: «¿Han visto ustedes por alguna parte mi obra? No sé dónde la he dejado».
—Si la tengo en el bolsillo —grité yo, sacándola, y tirándole el ovillo y lo demás.
¡Necio! ¡Yo que pensé que la había dejado con intención junto a mí para volver a sentárseme al lado!
Como Camila estaba delante, María Juana no sacó más sabidurías, ni yo tenía gana de que las sacara. Habiéndonos quedado solos otro ratito, díjome sin venir a cuento:
«No sabes lo bueno que es Medina. No tienes idea de sus virtudes, tanto más meritorias cuanto más circunspectas. Compárale con tanto perdido como hay por ahí, alguno de los cuales conoces tú muy bien… ¿Quieres saber un rasgo suyo? Pues oye. No viene acá porque dice que le apesta esta casa. Es una manía: la llama la antesala del infierno. Aquí está, según él, toda la podredumbre de extranjis… Pero siente lástima de Eloísa al considerarla enferma, arruinada, sin un cuarto. «Ahora —dice—, los amigos huirán de ella como del cólera… Debemos socorrerla, sin que ella misma sepa que la socorremos; pues si no es así, ¿qué mérito hay?
Sacó entonces la sabia una carterita de piel de Rusia sujeta con elástico, y abriéndola me mostró un manojillo de billetes de Banco, y me dijo: «Mira, hoy me ha dado esto Medina para las atenciones de Eloísa… Son cuatro mil reales en billetes pequeños… Me ha encargado mucho no le diga quién se los da, sino que se los ponga en la gaveta donde tiene el dinero… Mi marido es así; le gusta hacer el bien en silencio, sin estrépito, no como otros que se dan bombo cuando le tiran algún perro chico a un pobre…».
«El rasgo me ha gustado —afirmé con sinceridad—; pero hay una cosa… y es que mientras yo esté aquí, Eloísa no carecerá de nada. Es en mí un deber, y lo cumpliré.
Estábamos de rasgos, y yo no podía menos de sacar el mío. No me había acordado hasta entonces de socorrer a Eloísa; pero puesto que otro me echaba el pie adelante, yo me encalabrinaba un poco, queriendo ser el primero. Disputamos un rato, cada cual con nuestro tema.
«Te digo que haré lo que mi marido me manda.
—Te digo que no lo harás.
—¿Y tú qué tienes que ver…?
—Tengo que ver… que el socorro de Eloísa me corresponde a mí.
—No seas majadero.
—Pues no te empeñes; guárdate ese dinero.
—¡Qué pensará Medina!
—Nada, puesto que tú le dices que has cumplido su encargo.
—Claro… una mentira.
—Es venial.
—Ni venial ni mortal, caballero. ¿Qué piensa usted de mí?
—Pues arréglate como quieras…
—Pues mira, me guardo el dinero, y vaya esto sobre tu conciencia —exclamó con arranque y un poquito de elocuencia patética—. Contigo no valen los buenos propósitos. Eres el genio del mal, y corrompes cuanto se te acerca.