Hablando pasamos a la estancia que había sido de Carrillo. Quise lavarme; pero no encontré agua.
—Yo te la traigo —me dijo Constantino cogiendo el jarro.
A poco volvió, y cuando me llenaba la jofaina, díjome en el tono más cordial:
—Quítale eso de la cabeza.
—¿Qué le he de quitar de la cabeza? ¿los adornos que le has puesto?
—No, hombre, la idea…
—¿Con que la idea?… Lo intentaremos, lo intentaremos.
Él se reía, y no cesaba de amenazar al marqués de Cícero. Le iba a freír, a abrirle un tragaluz en la barriga, a untarle de petróleo y pegarle fuego…
«¡Qué buen ayuda de cámara me he echado! Ya que eres tan amable, ten la bondad de decir a Micaela que haga café y me lo traiga aquí.
No había pasado un cuarto de hora, cuando sentí abrir la puerta. Hallábame en elástica, con la toalla sobre los ojos, la cabeza toda mojada, y no vi quién entró. «Déjelo usted ahí —dije creyendo que era Micaela; mas no tardé en ver a Camila poniendo el café sobre la mesa.
«Hola, borriquita —exclamé, dejando salir de mi alma la alegría que la llenaba—. Di una cosa, ¿y tu hermana?
—Durmiendo. Me parece que va bien.
—¡Contento está tu marido!… ¿Pero qué prisa tienes? ¿A dónde irás que más valgas? Oye…
Quise proceder con buena fe, pero no podía; la malignidad salía culebreando, como centella eléctrica, desde el corazón a la punta de mi lengua.
«Las mujeres prudentes no ponen esos hociquitos por un desliz del marido. ¡Pues tendría que ver! No seas inocente, no seas ridícula, no seas pueril. ¿Tú no has leído aquello de la Perfecta casada que dice…?
—Yo no he leído nada ni me da la gana de leer papas —exclamó a gritos, hecha una leona.
—Sosiégate… Lo que yo digo es que eres una tonta si crees que el marido de hoy puede ser un formalito de estos de aquí me ponen aquí me quedo. Sería hasta ridículo, sería…
No me dejó acabar. En un tris estuvo que me tirara a la cabeza la cafetera. Con sacudida de violenta cólera, se puso a gritar: «No estás tú mal… sin vergüenza… Déjame en paz».
«Ya te irás domando —pensé al quedarme solo, y un instante después pasé al cuarto de Rafaelín, a quien hallé sentado en el suelo, entretenido en armar un teatro de cartón. Su media lengua me enteró otra vez de la mejoría de su mamá, y después preguntome con palabras vertidas cautelosamente en mi oído, si yo me iba a quedar allí pa siempe. Respondile que sí y jugamos un rato. ¡Pobrecito niño! ¡Qué interés tan hondo despertaba en mí! Me lo habría llevado a mi casa, adoptándole por hijo, si su madre lo consintiera. Aquella madrugada, cuando me dormí en el diván, había visto en sueños a Eloísa muy mal pergeñada por las calles, con mantón pardo, pañuelo por la cabeza, las faldas manchadas de fango, llevando de la mano a Rafaelín, el cual tenía las botas rotas y enseñaba los tiernos dedos de los pies; el cuello envuelto en bufanda y el cuerpo en roñoso gabancito. Esta visión me oprimía el pecho, más por el hijo que por la madre. ¡Ay! Esta campeaba en la indiferencia de mi alma, como en un desierto árido y vacío. Pasaba por ella sin dejar rastro ni huella en aquel inmenso arenal.
Sin hartarme de jugar con el pequeño ni de darle besos, salí de la casa. Eloísa se había despertado y sentía gran alivio. El médico me dijo que la resolución era rápida y segura. No quise entrar a verla, porque la estaban curando, y la dejé un afectuoso recado. En mis correrías de aquel día por Madrid, experimenté lo que yo llamaba la congestión espiritual de Camila en mayor grado que nunca. La llevaba en mi corazón y en mi cartera, y la vi entre los apuntes de mis operaciones como la mosca que se ha enredado en la tela de araña. La vi en la ahumada atmósfera de la Bolsa y entre los movibles y bulliciosos corros. Muy distraído estuve, y conociéndome, no me arriesgué a operaciones delicadas, porque desconfiaba de la claridad de mi sentido. Era como algunos borrachos, que, conocedores de su estado, tienen la sensatez relativa de no celebrar ningún contrato mientras están peneques.
Torres, Medina, Samaniego y otros me preguntaron por Eloísa, y a todos contestaba: «bien… si no es nada… un simple flemón». Manolo Trujillo, a quien acompañé un ratito, hablome de ella con amor y entusiasmo. Me complací en destruir su ilusión pintándole lo desfigurada que estaba. ¡El infeliz exhalaba unos suspiros oyéndome…! Era yo cruel sin duda; pero me salía esta crueldad muy de dentro, y sentía un goce extraño y vengativo al decir a los que me hablaban de ella: «Es un horror… no hay idea de fealdad semejante».
Volví a la calle del Olmo por la tarde, ¡y qué suerte tuve! El marqués de Cícero salía cuando yo entraba, Eloísa dormía, y Camila estaba sola. Se me arreglaron las cosas tan guapamente, que ni de encargo salieran mejor.
«No se harta de dormir la pobrecita —me dijo Camila sentándose junto a mí en el salón desierto, y sacando una obrilla de gancho con que se entretenía.
Ni caída del Cielo. Estábamos solos; nadie nos turbaba. No menté a Constantino ni hice alusión al disgustillo. Hablé tan solo de mí, de aquella pasión loca que me consumía, y que por providencia de Dios había venido a ser fina, delicada, platónica, lo sublime de la amistad, si me era permitido decirlo así. ¡Oh! yo no deseaba que ella faltase a sus deberes; adorábala honrada; quizás infiel no la adoraría tanto. Me entusiasmaba su virtud, y por nada del mundo destruiría yo esta celestial corona tan bien puesta en sus nobles sienes… Yo no pretendía de ella sino un cariño puro, leal, diáfano como el mío, enteramente limpio de deshonra y malicia. No recuerdo si saqué a relucir también lo del armiño, que es de reglamento; pero de fijo no se me quedó por decir lo del altar de mi corazón y otras imágenes muy al caso.
Y ¡cosa singular! estas tonterías, que ella calificaba siempre con el injurioso dicterio de papas, no la alborotaron aquel día como otras veces. Oíame callada, los ojos fijos en su obra, haciendo, al meter y sacar el gancho, las mismas muequecillas que hacía cuando trazaba números; y de tiempo en tiempo me miraba sin decir más que «papas, papas». Pareciome que aquello lo decía maquinalmente, y que en realidad mis palabras trazaban surco en su alma. ¿Sería ficción de mi anhelo? Ocurriome que aquella casa maldita obraba con perversa influencia sobre el resistente espíritu de la señora de Miquis, introduciendo en él por diabólico modo un germen de fragilidad. Porque era muy particular que, oyendo lo que había oído, no me llamase, como de costumbre, tísico, indecente, simplín. Estaba un tanto descolorida y pensativa, muy pensativa. Sobre esto no podía tener duda. Oyose el timbre eléctrico de la alcoba de Eloísa. La enferma llamaba. Levantose prontamente Camila, y cuando iba por la habitación próxima, le oí pronunciar con claridad su estribillo: «papas, papas». Un detalle precioso. Al retirarse dejó su labor en el sofá en que nos sentábamos; sí, allí, junto a mi muslo, quedaron el ovillo blanco, el gancho, la roseta a medio hacer. «Piensa volver, y volverá».
Pasó mucho tiempo, así como medio siglo, y viendo que no parecía, cogí la labor y metiéndomela en el bolsillo fui en busca de mi borriquita. Al salir al pasillo tropecé con una figura majestuosa que en tal instante empujaba la mampara de la antesala. Era la señora de Medina, que en el caso aquel de enfermedad grave, olvidaba sus resentimientos y sabía cumplir los deberes de familia. Creo que se alegró mucho de verme. Su cara de estatua de la Verdad se encendió un poco.
«Ya sé que está mejor —me dijo—, y completamente fuera de peligro.
No habíamos dado diez pasos hacia el gabinete, cuando me tomó por un brazo, diciéndome: «Explícame una cosa. ¿Qué obra es esa que pensaba hacer Eloísa, esa estufa, ese techo de cristales?
Pasamos al segundo salón, y desde una de las ventanas que daban al patio hícele la descripción del proyecto.
«Pues de fijo habría sido muy bonito —observó mi prima—… Y lo que es ahora… da dolor ver lo desmantelado que está todo. Di otra cosa. ¿Dónde estaban los dos cuadros del viejo y la chula, con reflectores?
—Ahí, a los dos lados de esa puerta.
—Mira, mira; todavía quedan aquí unas cortinas preciosísimas. ¡Oh! qué ricas son. Toca, toca esta seda, esta pasamanería… Otra cosa. ¿Y en este hueco qué hubo?
—Un mueble inglés lleno de preciosidades.
—¿Es esta la puerta del comedor? —preguntó abriéndola—. ¡Ah! sí, comedor es. Parece una caverna. ¡Qué soledad! Ni mesa ni sillas. ¿Estaban aquí los tapices?…
—Sí, cogían toda la pared, incluso los huecos. Los de la puerta y ventanas se corrían como cortinas cuando empezaba la comida, y entonces no se veía interrupción ninguna. Todo en derredor era tapiz. Efecto bonitísimo.
—¡Sí que lo sería! —exclamó la ordinaria permitiendo a su cara expresar un interés inmenso—. Otra cosa. ¿Y por dónde entraban los criados a servir?
—Por aquella puerta que ves en el fondo. Pero delante de la puerta estaba el gran aparador. Los criados aparecían por un lado y otro de este. La puerta no se veía.
—¡Ah!… qué soberbio… Mira, todavía están los mecheros de gas. ¡Qué elegantes!
—En mi tiempo se encendían. Después…
—Ya, ya recuerdo lo que me dijiste. Muchas velitas… Estoy al tanto.
En eso vimos pasar a Micaela.
«Eh, Micaela. Me parece que ha entrado alguien. ¿La señorita tiene visita?
—Sí señor. Así está la hermana del señor Marqués de Cícero, y ese caballero ciego…
—¡Ah! el pobre Trujillo.
—Pues yo no paso hasta que no se vayan —indicó María Juana, haciéndome señas de que la siguiera—. Dime otra cosa. ¿El salón de baile no se abría sino muy de tarde en tarde…?
—Cierto. Casi siempre lo vi cerrado. No se había concluido de decorar. Eloísa pensaba inaugurarlo con un gran baile.
—Vamos por aquella puerta… Ve tú delante para que me guíes. Quiero que me saques de otra duda.
A todas sus preguntas contestaba yo lo primero que se me ocurría. Mostraba la sapientísima señora curiosidad viva y anhelo de conocer las costumbres de aquella casa en sus días de auge. A veces disimulaba este interés diciendo con solapado menosprecio:
«¡Cuánta tontería! Luego nos pasmamos de las catástrofes. Razón tiene Medina en decir que todas estas etiquetas son invenciones del Diablo.
Entramos y salimos, pasando de pieza en pieza. Yo estaba un tanto mareado, y con ganas de sentarme. «Es un laberinto este caserón —dijo mi prima—. Jamás lo he podido entender. ¿A dónde salimos ahora? ¿Qué puerta es esta?
—Por aquí se pasa al guardarropa de Eloísa.
Cuando yo decía esto, oímos la voz de Camila. Empujé la puerta y entramos.
«Esta pieza la conozco —manifestó la de Medina entrando con aire regio y calándose los lentes para arrojar una mirada en redondo a la estantería de roble—. ¿Verdad que es bonita? ¿Cuánto le costaría a Eloísa esta tanda de roperos?
—Vete a saber… Más costaría lo que está dentro —respondí sin hacerme cargo ya de nada, más que de Camila, a quien vimos… Pero esto merece párrafo aparte.