IV

Salí a mis quehaceres y volví sobre las cinco. ¿Por qué he de ocultar una cosa que me desfavorece? La compasión por Eloísa me atraía verdaderamente; mas el deseo de encontrarme con la otra no me impulsaba menos hacia la calle del Olmo. Dicho en plata, me ilusionaba el ver allí a Camila, hecha una interesante enfermera; y si al acordarme de su infeliz hermana, se aplacaban los fuegos de mi querencia, cuando suponía a la enferma salvada y mejorada, no podía menos de recrear mi espíritu en la idea de tropezarme con Camila en los rincones y callejuelas de aquel solitario caserón que tan bien conocía yo. Debo decir que mi locura, bien por no ser correspondida hasta entonces, bien por la depuración de mi espíritu en el trabajo, se había vuelto platónica. Siempre que podía hablar con Camila a solas, pintábame como un enamorado entusiasta, pero tranquilo, admirador frenético de sus eminentes virtudes y de la misma resistencia que me había puesto en tal estado. Y era verdad esto que le decía; la tal borriquita se me había subido a lo más alto de la cabeza, allí donde se mece, a manera de nube, lo puramente ideal, lo que es y no es, lo que nos habla de otros mundos y de Dios, haciéndonos a todos un poco poetas, religiosos o filósofos según los casos.

Yo no me alegraba de que Eloísa se pusiese peor; al contrario, lo sentía mucho; pero deseando que se mejorase, sentía que Camila no estuviese allí todo el día y toda la noche con su delantal azul, aunque sus manos olieran a cataplasma. Cómo compaginaba y conciliaba mi espíritu estos dos deseos, no lo sé decir. Pero es el espíritu tan buen componedor que sin duda resultaría un arreglito en mi conciencia, escarbando mucho en ella para buscarlo.

Dejo esto por ahora, y sigo con la otra infeliz. Moreno Rubio, después que la vio al anochecer, me dijo que aunque la mejoría se había iniciado, no las tenía todas consigo. Explicome lo que era aquello con todos sus pelos y señales, dándome a conocer la resolución posible, el proceso reparador en caso favorable, la complicación en el caso contrario. Pero no repito las palabras de aquel observador eminente por no cansar a mis lectores, ni entristecerles con estos pormenores tristísimos de la desdicha humana. Digamos sólo, con la religión, que somos polvo, inmundicia, y que siendo tan mala cosa, todavía ha de haber quien quiera regalarse con nosotros, y estos golosos de nuestra podredumbre son los gusanos.

Yo no pasé a ver a Eloísa, porque no se excitara; pero a eso de las diez se puso tan inquieta que nos alarmamos. Estábamos allí mi tía Pilar, Camila, Constantino y yo. Raimundo se había marchado a las nueve, y el tío Rafael vendría más tarde. Empezó la enferma a hablar como una tarabilla; a ratos lloraba; a ratos anunciaba su muerte. Pedía que yo entrase; después que no. Quería estar a oscuras; luego la oscuridad le daba miedo y era forzoso encender la luz. Desde la puerta le oí decir llorando: «Me muero, conozco que me muero. Es terrible morirse así, en este muladar… Dios me perdonará. ¿Está ahí José María? A él le encargo que no entre aquí ningún cura; ¡no, no quiero ver curas…! Ya me las arreglaré sola con Dios». La fiebre era muy alta aquella noche, y estaba la pobre agitadísima. «No quiero luz; ¿no he dicho que quería estar a oscuras? ¿Es que me quieren mortificar?» gritó moviendo mucho los brazos. La alcoba quedó en tinieblas, y entonces me llamó para que le pusiera el termómetro y le observara la temperatura. «Constantino me engaña siempre —me dijo—. ¡Para él nunca paso de 39, y yo conozco, por este fuego de mi cuerpo, que debo tener 41, 42, 50…!».

—María Santísima, ¡qué volcán!

Le puse el termómetro debajo del brazo, y esperé sentado junto a la cama.

«¡Oh!, ¡qué mal me siento! La cabeza se me abre, se me desvanece, se me va; se me arranca la vida… me muero esta noche. ¿Estarás aquí cuando dé las boqueadas?… ¿me cerrarás los ojos? ¿Te dará horror verme tan fea y echarás a correr? Sí, lo estoy viendo, lo estoy viendo. Dios mío, yo he sido mala; pero no para tanto… Nada, lo que yo digo, si tú te hubieras casado conmigo, yo habría sido menos loca; pero no quisiste, y me dejaste en medio del arroyo.

Esta febril locuacidad me lastimaba oprimiéndome el corazón. No cesaba de decirle: «Serénate, cállate la boca, procura dormir. Estás un poco excitada de los nervios, y nada más».

«Mira ya el termómetro y no me engañes.

Salí del gabinete para observarlo a la luz. Marcaba 40 y tres décimas. ¡Qué mala cara debí poner cuando lo estaba mirando!

«¿Ves?… no hay motivo para que te inquietes —declaré volviendo a su lado y guardando el termómetro—. Tienes 38 y unas décimas.

—¿Es de veras?

—¿Quieres verlo?

—¿No me engañas?

—Ya sabes que yo…

Pues se lo creyó; mas no por eso estuvo más tranquila en las horas que siguieron.

«Nada, nada, yo me muero esta noche. Siento que me desquicio, que la vida se me quiere escapar. ¡Qué espanto me da…! No, Señor, Dios mío, yo no me quiero morir, yo soy joven, yo no he sido mala… Si yo misma te lo he dicho, rezando, es que me he calumniado.

Tras larga pausa en que la sentí murmurar vocablos ininteligibles como si rezara, volvió a expresarse con la misma agitación. «No te digo que me perdones, porque sé que me perdonarás de todo corazón. ¿Y a ti, grandísimo pillo, quién te perdona? Porque tú eres tan malo como yo, quizás peor. A ver, hazte el valiente, confiésame en este momento solemne tus picardías. ¿A que no las confiesas? ¿No ves que me muero? Dame ese gusto. ¿Quieres que te dé un ejemplo? Pues te voy a confesar todo lo malo que he hecho, absolutamente todo.

Rebeleme contra aquel propósito, más bien nacido del desvarío febril que de un vigoroso móvil de conciencia. «Si te pones así, me enfado; es que me enfado de veras. Me marcharé».

«No, eso nunca —exclamó rompiendo a llorar—. Quiero que estés aquí, que me veas cuando expire…: ¿Llorarás? Dime si llorarás.

—¡Pero mujer, qué tonterías…!

—Dime si llorarás… Es que quiero saberlo.

—Bueno; pues sí, lloraré, y mucho.

—¿Y me besarás las manos?… las manos nada más, porque la cara… Se me quita la contrición cuando pienso en lo horrible que estaré. Pero acuérdate de cuando estuve guapa; acuérdate y cierra los ojos… ¿Me harás una caricia?… ¡Mira que si no, resucito y te…!

Hacía extraños gestos con los brazos. Yo se los metía entre las sábanas, recomendándole la tranquilidad en los términos más cariñosos. «Hija mía, no hagas locuras. Vas a pasar una noche infernal.

—Es que no me quiero morir, es que no me da la gana —clamó, ahogándose en llanto copioso—. ¿Pues por qué me pongo así, si no por el miedo que tengo…?

—No seas tonta, y no tengas miedo. Si estás bien; si apenas tienes fiebre; si Moreno me ha dicho que no hay cuidado… Vaya, no hables de muerte.

—¿Pues no he de hablar si la veo, si la siento venir…?

—Patrañas, hija; aprensión…

—¡Y morir así, como arrojada en una pocilga, revolcándose en miserias y como si mis propios pecados me estuvieran comiendo por todas partes! Yo he visto una estampa en las prenderías, en la cual hay uno que agoniza, y salen de debajo de las almohadas bichos muy feos y asquerosos, lagartos y demonios horribles que lo roen y se lo comen. Así estoy yo, así me muero yo.

Pensé que las bromas harían mejor efecto en su espíritu que la seriedad, y tomándole una mano y besándosela con el mayor calor posible, le dije:

«¿Pues qué querías tú, morirte como la Traviata, con mucho amor, tosecitas y besuqueo? Si eso pretendes, se puede hacer. Por mí no ha de quedar.

Pareciome que se sonreía, y esto me animó a seguir por aquel camino.

«Bien sabes tú que no va de veras, que si lo sospecharas, no estarías tan charlatana. Esos son mimos, no terror de la muerte. Tú buscas lo que los franceses llaman una pose, y la postura no parece.

—¡Ay, hijo, no te rías de mí! ¿Cómo puedes pensar que yo tenga esas ideas en medio de esas prosas…? Porque estas sí son prosas, chico. Si no hay mayor castigo para una mujer que tener asco de sí misma, yo estoy bien castigada. Acepto la muerte si la considero como una gran lejía, en la cual me voy a chapuzar…

Y como si su espíritu tomara de improviso con esto una dirección de consuelo, me estrechó mucho la mano, diciéndome:

«Joselito… si por casualidad me salvo, ¿me volverás a querer…?

—Sí… de ti depende que te pongas buena pronto, no sofocándote sin motivo.

—Agua; me muero de sed.

Se la dio Camila: y cuando nos quedamos de nuevo solos, díjome que se sentía mejor. Su piel estaba húmeda.

«Ahora te vas a dormir.

—Si soñara que me volvías a querer, creo que despertaría muy mejorada.

Respondile que podía soñar lo que fuera más de su gusto, y desde aquel momento empezó a calmarse. Quejose de vivos dolores en la cara; pero no debieron de ser muy fuertes, porque a eso de las dos ya dormía, si bien con inseguro sueño. Salí de la alcoba, rendido de cansancio, y me encontré a mi tía Pilar, profundamente dormida, y a Camila despierta, aunque con mucho sueño. Disputamos, como era natural, sobre quién había de descansar… Que ella, que yo. El reposo de la enferma fue breve, y pronto la oímos que nos llamaba. Micaela y Camila estuvieron más de una hora con ella, dándole medicinas, curándola y mudándole hilas y trapos. Mala noche pasó la infeliz. A la madrugada, descabecé un sueño en el despacho de Carrillo, sobre el sofá de cuero, frío y desapacible.

Despertome, ya entrado el día, una voz que al pronto no conocí. Era la de Constantino, y poco a poco surgió en mitad de mi campo visual la figura de este, abrutada, tosca y respirando honradez. «¿Cómo está Eloísa? —le pregunté con susto, sospechando que me iba a dar una mala noticia.

—Ahora duerme —replicó de muy mal talante, paseándose en la habitación con las manos en los bolsillos—. Va mejor.

—¿Pero qué tiene este bruto para estar tan malhumorado? —me dije para mi sayo.

Sacome pronto de dudas, pues era Constantino tan rudo como inocente, incapaz de guardar secretos.

«¿Has visto a Camila? —me preguntó.

—Anoche, sí.

—¿Sabes que hemos reñido?… Anteanoche… aquí… Una bobería… un soplo, chismes, calumnia. Le dijeron que me habían visto ir de picos pardos…

—¿Qué me cuentas?

—Todo es paparrucha —añadió, dando un gran suspiro y alargando más el hocico—. Camila se la ha tragado, y no la he podido desengañar. No nos hablamos. Anoche no pude dormir, pensando en ella. ¡Me parecía mi casa tan vacía, chico…! Me figuraba que mi mujer se me había muerto; no, que se había ido con otro, y…

—Eres un bebé… ja, ja, ja.

—Créelo… por poco me echo a llorar…

—¡Ay, Dios mío, qué célebre!… Constantino, eres un niño de teta…

—¡Y ahora —prosiguió haciéndose el fuerte, mas sin poderlo conseguir—, he venido acá con unas ganitas de verla…! ¡Qué afán! Si me figuro que no he visto en cuatro años su cara. Pues llego; me dicen que está en el cuarto de Rafaelín durmiendo; voy allá, empujo la puerta, y ella salta y me la tira a los hocicos y se cierra por dentro, y me grita: «¡Vete a los infiernos, perdido, gatera, chulapo!».

—Bien, hombre, bien. Anda, vuelve a picos pardos… Me alegro… —le dije, sintiéndome inspirado y locuaz—. ¡Ah! perillán. ¿Crees tú que el matrimonio es cosa de quita y pon? ¡El matrimonio, la cosa más santa, la institución más respetable, más augusta, más…!

—¡Quítate allá, y no me vengas a mí con retumbancias!

—¡Estos pilletes se figuran que el tálamo es trampolín… y profanan la santidad de la familia, y hacen burla de la virtud de una intachable esposa…!

—¿Te quieres callar?…

—No, señor, no me callaré… Tu conciencia no se subleva, no se te levanta como un fantasma para decirte: «Constantino, ¿qué has hecho de la paz del hogar?».

—¿Pero todo eso es cháchara o qué…?

—¡Qué ha de ser broma, hombre, qué ha de ser broma! Ya ves que estoy indignado.

—Que me caiga muerto aquí mismo, que me mate un rayo —juró con vehemencia salvaje—, si yo he ido a picos pardos. Que me vuelva buey ahora mismo si he tocado, desde que me casé, más mujer que la mía. ¡Mírala, por esta!

—Valiente hipócrita estás tú… ¡Con esa jeta de lealtad y esas inocencias, me parece…! Y lo que es ahora no la convences. Buena estará.

—Se me figura que quien le llevó el cuento fue el marqués de Cícero… ¡Ay, si le cojo! Le arranco los bigotes y después se los hago tragar… ¡Decir que yo…!, ¡cuando el que venía de picos era él, él… el muy monigote, pinturero…!