Al entrar en la casa, todo cuanto en ella vi me anunciaba desolación, ruina, tristeza. Evaristo, sin librea, estaba encendiendo un brasero en el patio, asistido del cochero, en mangas de camisa y con chaleco rojo. Soplaba aquel día, que lo era de principios de Marzo, un vientecillo Norte que afeitaba. Los dos criados me saludaron y les pregunté por su señora. Enseñándome la lista, pusieron muy mala cara los dos. La escalera estaba glacial y el pasamanos empolvadísimo. No sé cómo me entró aquella indignación que no pude reprimir. «Evaristo —grité—. ¿No os da vergüenza de que las personas que entran vean esta escalera? Mira cómo me he puesto las manos. ¿En qué estáis pensando?». Y salió a decirme, gorra en mano, que no podían atender a todo, y que la casa era muy grande. Seguí subiendo. A mí qué me importaba que limpiaran o no; ni qué tenía yo que ver con semejante cosa…
Desde la antesala me interné en los pasillos; mas por la mampara de cristales alcancé a ver la sala de juego con las paredes desnudas. Vi sillas en montón, patas arriba, como dispuestas para que se las llevaran, y flecos de riquísimas cortinas que arrastraban por el suelo. La primera persona que me encontré fue Micaela, que estaba en el gabinete de Eloísa, partiendo en tiras una sábana de hilo. Antes de que yo le preguntara, la doncella, leyendo en mi cara el deseo de saber, me dijo: «Yo creo que hoy está mejor; pero anoche, por poco…». Daba dolor ver el gabinete desmantelado, casi vacío de las admirables porcelanas de Sévres, Sajonia y Barbotine que antes lo adornaban, conservando sólo dos o tres acuarelas de escaso mérito. Los clavos indicaban dónde estuvieron las obras superiores. Agujeros horribles en la pared, mostrando el yeso y la tapicería desgarrada, marcaban el sitio del espejo biselado que había ido a parar a casa de Torres. En cambio quedaban begonias de trapo caídas de sus jardineras y llenas de polvo, fotografías apiladas sobre la chimenea, un caballete de nogal y oro sirviendo de percha para colgar cajas de sombreros, ropas y corsés de raso negro pendientes de sus cordones. Camila no tardó en entrar. Traía su delantalillo azul, y un puchero del cual salía vaho repugnante. Agitaba el contenido con una cuchara, y lo hacía caer de alto para que se enfriase. «¿Ya estás aquí? —me dijo en voz baja sin mirarme.
—No sabía nada hasta este momento. Me lo dijo Manuel Trujillo.
—Hazte el bobito… Demasiado lo sabías.
—Pero creí que era alguna desazón ligera.
—No está mala desazón. Anoche creímos que se nos iba. ¡Pobrecita! Y siempre preguntando: «¿Ha venido?». No quería mandarte llamar, sino que vinieras tú por ti mismo.
—Hija, no sabía…
—Francamente —afirmó mirándome cara a cara—, lo que has hecho es una indecentada… Porque, sea lo que quiera, pórtese bien o mal, en eso no me meto, cuando una persona se muere… todo se perdona. Y tú la has querido, tú la has hecho pecar…
—Pero ¿cómo está, cómo está? ¿Es cierto que hay mucha gravedad? —le pregunté sintiendo un dogal en mi garganta.
—Mucha. Pero hoy está mejor que ayer. La hinchazón ha bajado algo. Ya no padece tanto. Dices que no sabías… ¡tonto! ¿Pues no te dijo Ramón que anoche me quedé aquí?
—No me ha dicho nada.
Y dale que le darás al menjurje aquel, que era espeso, viscoso, almidonáceo y parecía tener leche a juzgar por su blancura.
«Esto es una cataplasma… —me dijo Camila bajando más la voz—. ¡Pobre Eloísa! Si entras a verla, ten cuidado de no dejar conocer la impresión que te ha de causar. Está horrible, espantosa. No la conocerás. Haz como que no encuentras en ella nada de particular. Más que el dolor y la fiebre, la mortifica la idea de lo fea que se ha puesto. No hace más que llorar y pedir a Dios que se la lleve antes que dejarla así.
Me acuerdo de haber dado un gran suspiro al oír esto. Camila y Micaela empezaron a extender aquella pasta sobre los trapos, soplando a la vez para que se enfriase. Después pasaron las dos a la alcoba, en la cual, al abrirse la puerta, noté que había completa oscuridad. Sentí lamentos que me traspasaron, con los cuales se confundían las voces cariñosas de las dos enfermeras. «Si no te lastimamos; si es aprensión tuya…». «No tenga usted cuidado, señorita. La cataplasma está muy pegada y la vamos sacando poquito a poco…». Y seguían los quejidos y ayes de angustia, con invocaciones a la Virgen y a toda la corte celestial.
Cuando Camila volvió al gabinete, me susurró al oído estas palabras: «Ya sabe que estás ahí. Se ha excitado un poco. Dice que no entres todavía; espérate. Ha mandado cerrar bien las maderas para que no entre ninguna luz. Cuidadito con lo que te he advertido». Transcurrió bastante rato, y al fin Micaela apareció en el umbral, haciéndome señas de que pasara. Entré con vivísima emoción. No veía absolutamente nada. La atmósfera de la alcoba era espesa, repugnante; ambiente de enfermería que se hace irrespirable para todo el que no lo acometa con el desinfectante de la abnegación y del amor. A mí me tiraba a matar, oprimiéndome los pulmones. Micaela salió. Acerqueme al lecho, y palpando hallé el respaldo de una silla. Al sentarme dije palabras cariñosas, de fórmula, no sé cuáles. Oí entonces la voz aquella, apagadísima y desentonada por la fiebre, pronunciando estas palabras:
«Por fin… pareciste… Tú habrás dicho: «Que se muera como un perro»…
Con las palabras salía del lecho un vaho infecto y pesado.
«¡Qué cosas tienes! Es que no sabía… Ya me ha dicho Camila que estás mejor.
—¡Ay, mejor! —exclamó la voz con desaliento—. Si me muero, si estoy hecha una miseria, una asquerosidad… No quiero que me veas. Estoy horrible.
—No te sofoques, hija. Eso pasará. Y no estás tan desfigurada como crees.
—¡Ay! chiquillo, tú no me has visto. Si me vieras te espantarías, te parecería mentira que me quisiste.
Me incliné hacia ella.
«No, no te acerques, por Dios… Estoy rodeada de miseria humana. Pase el morirse; pero morirse así, apestando…
—No te agites. Me marcho, si no eres razonable.
—No, quédate otro poquito… Pero no me mires. Si ves algo, mandaré a Micaela que eche la cortina y que tape hasta la última rendija. No quiero que veas este adefesio que te gustó tanto cuando era de otra manera.
—¿Pero qué es al fin? Aún no sé lo que tienes.
Contome en palabras breves su enfermedad. Empezó por un recrudecimiento de aquella sensación de la pluma. Pronto se determinó una angina, con fiebre intensísima. El médico dijo que era una angina maligna. No podía tragar; se ahogaba. De pronto empezó a hinchársele el cuello… un bulto horrible, que crecía por horas, y la fiebre subiendo, y el cerebro trastornado… delirio, inquietud. La noche última, por fin, cuando ya creía que se ahogaba, empezó la resolución… ¿Para qué hablar más de aquello? Era un horror.
«¿Qué tal la calentura? —le pregunté—; dame acá una mano.
Sentí la mano que venía a buscarme. La busqué y nos encontramos. ¡Oh! ardía.
«Tienes muy poca fiebre —le dije, observando que tenía mucha y que las pulsaciones eran muy irregulares.
Le besé la mano una, dos, tres veces, conociendo cuánto gusto le daba con ello.
«Puedes besarla sin cuidado —afirmó con acento de cariño que era como un alfilerazo en mi corazón—. Cuando supe que estabas aquí, hice que Micaela me las lavara… Es el único gusto que tengo ahora, en medio de esta suciedad, en medio de este pánico de la pestilencia que me mata más que el dolor.
«Esto no es nada, hija —repetí traspasado de lástima—. Dentro de ocho días verás qué buena te pones. Un poco de molestia, y nada más. Te acompañaremos, te cuidaremos mucho. ¿Te asiste Moreno Rubio?… Pues pierde cuidado. Eso no vale nada. Es un desahogo de la Naturaleza. Te vas a quedar luego más buena… y más guapa que antes.
—¡Ay! tú no sabes como estoy. Ocho días de fiebre muy alta me han dejado en los huesos… Entra tu mano, y toca, chiquillo.
Metí la mano por entre las sábanas tibias, húmedas y pegajosas, y allá en lo más caldeado, tropecé con su mano que me guiaba, mientras la quejumbrosa voz decía: «¿Ves?… ¿ves qué pellejos?… Soy la muerte, la muerte.
Advertí que lloraba, y le dije por consolarla cuanto me parecía propio del caso.
«¡Oh! no no, no me pondré bien —exclamó ella con amargura hondísima—. He sido muy mala, y Dios me está castigando. Pero por mala que una mujer haya sido, verse una entre esta inmundicia, verse así en los huesos…
—No te apures por las carnes, hija —le respondí haciendo un esfuerzo por reírme—. Verás qué pronto las echas; te pondrás gorda.
—¡Gorda yo!… ¡Jesús! No volveré a ser lo que fui. ¡Y este cuello, Dios mío, esta monstruosidad…!
—Vaya, estate tranquila. La conversación y estas sofoquinas te perjudican mucho. Te voy a dejar… No; si vuelvo, no te apures.
—¡He sido mala, lo conozco… pero bien merezco que me vengas a ver, por lo mucho que me acuerdo de ti! Lo que yo digo: Si tuvieras un perro y se pusiese enfermo de muerte, ¿no bajarías a verlo al sótano, y lo rascarías con un palo? Pues eso, eso… Yo no pretendo que te intereses mucho por mí; ¡pero llegar, darme un vistazo…!
En esto comencé a ver algo en la lóbrega habitación. Fuera porque mis ojos se habituasen a la oscuridad, o que entrara más luz por las rendijas del balcón, lo cierto es que vi, y más deseara no ver. De la oscuridad, amasada con el vaho del lecho en términos que ambos fenómenos parecían uno solo, destacose una forma confusa, de contornos tan extraños, que al pronto la creí determinación engañosa del bulto de las almohadas. Miré más, avivando el poder de mi retina cuanto pude, y causome indecible terror la certidumbre de que aquella monstruosidad era la cara que conocí en la plenitud de la gracia y la hermosura. Pareciome enorme calabaza, cuya parte superior era lo único que declaraba parentesco con la fisonomía humana. Mas en la inferior, la deformidad era tal que había que recurrir a las especies zoológicas más feas para encontrarle semejanza. ¡Pobre Eloísa! La impresión que sentí fue de tal manera penosa, que cerré los ojos para no ver más. Dios mío ¿por qué me permitiste ver aquella máscara horrible? Nunca la olvidaré. Parecíame ver expresadas en un solo visaje todas las ironías humanas.
«Nada, hija, te dejo sola para que descanses. No, no me voy de la casa, y entraré más tarde si te sientes bien. Descuida, que te sacaremos adelante.
—Bueno, hijito —replicó declarando en el tono su alegría—. Me haré la ilusión de que me quieres, a ver si de este modo me animo un poco.
Hice un gran esfuerzo para besarla en la frente. Para ello cerré bien los ojos. Cuando salí de la sofocante alcoba, iba pensando qué cruz tan pesada y espantosa es ser enfermero en frío, o sea cuidar a enfermos a quienes no se ama.