Aquel mismo día, no se dónde, oí decir que Eloísa estaba enferma. Era cosa de la garganta, indisposición pasajera tal vez, la neurosis de la pluma. No hice caso ni pensé en ir a verla. El general Morla me entretuvo toda la tarde, enseñándome las armas que había adquirido recientemente, y sus variadas colecciones, que no se acababan de ver nunca; tal era su riqueza. Tenía una de clavos arrancados de las puertas de Toledo, otra de bacías de barbero y otra de muestras de escritura, la cosa más galana y famosa que se podía ver. Habíalas hechas con las dos manos a la vez, que eran una maravilla de destreza caligráfica. Vi también botones militares, espuelas, estribos y mil herrajes diversos, todo muy limpio y admirablemente clasificado por épocas. De mañanita se iba mi hombre al Rastro, en cuyos revueltos tenderetes había encontrado verdaderas joyas arqueológicas.
Comimos juntos aquella noche, y recayendo la conversación sobre intereses, indicome el deseo de poner en mis manos parte de sus economías para que yo se las colocara en mis negocios, dándole la renta que me pareciese bien. Él no entendía ni jota de compra y venta de papeles. Su Bolsa era el Rastro, donde parece que reviven las anécdotas de cien generaciones en los desechos y barreduras de las mismas. No me gustaba encargarme de intereses ajenos, pero por ser Morla quien era y por la confianza ciega que en mí tenía, consentí en ser su depositario.
Y ya que hablo de negocios, diré que había logrado con ellos lo que me propuse, a saber, distraerme y ganar algún dinero. A estas ventajas debo añadir la actividad física que por necesidad era inherente a tal género de vida, y aunque tenía coche, resolví usarlo poco para que el ejercicio me desentumeciera. De noche me imponía la obligación de visitar a mis amigos en los distintos círculos a que concurrían. Por charlar un poco con el amigo Arnáiz iba al círculo de la Unión Mercantil, de que él era Presidente; por ver a Severiano y a Chapa, iba un rato al Casino, y Morla y Villalonga me llamaban hacia el Ateneo. De estos círculos era yo socio, aunque calentaba poco los divanes en ellos. Al Bolsín no iba sino cuando tenía que ver necesariamente a Torres, o a Samaniego, que siempre estaba allí de una a dos, la hora de liquidar, llamada propiamente de Bolsín. Aquel círculo me era muy antipático, dicho sea sin ofender a nadie. A la sala de liquidación no le faltaba más que el vino para parecerse a una taberna. Por las noches la invadían los cobradores y zurupetos, jugando al tresillo en las mismas mesas donde por el día se mataban y se casaban las diferencias; y los escuetos salones eran para mí lo más aburrido del mundo, salvo cuando corrían noticias de bulto. En estos casos, el Bolsín era el centro de las palpitaciones comerciales, el gran simpático que reflejaba la excitación de todo el Madrid financiero. Pero en noches normales, parecíame un casino soso, no exento de grosería. El gallito de él era Torres, que todo lo animaba con sus dicharachos crudos, con su costumbre de tutear a todo el mundo y aquella risa repentina, entre marrullera y soez, que desde la escalera se oía, y a la cual algunos daban toda la importancia de un signo de lenguaje y presumían de saberlo traducir.
A la Bolsa iba yo entonces todos los días, unas veces decidido a hacer algo, sin meterme muy a fondo, otras por tomar el pulso al juego. Corriéndome hacia la derecha, me encontraba con la alta Banca, entre cuyos individuos tenía yo buenos amigos. Solía tropezar con Partiendo del Principio, que en dos palabras me daba a conocer la excelsitud de sus conocimientos, y no perdonaba ocasión de hacerme saber que yo era un inocente, y que la humanidad toda pasaba desapercibida para un sujeto tan perspicuo como él. Medina no faltaba ningún día, y se paseaba de largo a largo en el espacio aquel de la derecha, conforme entramos, sin pararse un momento. Andando, daba sus órdenes a Samaniego, que bajaba del parquet con frecuencia, y se ponía de acuerdo con Torres. Este no iba todos los días; se había crecido mucho para prodigarse. Cuando se aparecía por allí, toda aquella gente de los corros le miraba con cierta veneración, y él se inflaba lo indecible. En el murmullo del local, tan semejante al zumbido de una colmena, sonaban sus risas prontas, ásperas y estridentes, parecidas al rasgar de telas que se oye pasando por la calle de Postas a las horas de más venta. Comúnmente se venía hacia mí, y concertábamos una operación modesta. En aquel local siempre me tuteaba; era costumbre arraigada en él, de la cual sólo se eximían Ortueta, Urquijo y otros pocos por quienes tenía adoración. Era un asombro ver cómo se lanzaba a mayores, haciendo operaciones arriesgadísimas, por sumas fabulosas, con mediación de Samaniego, pero sin publicar.
Torres no salía del local sin que le anunciara el coche un lacayo cargado de pieles. Daba compasión ver al pobrecito muchacho sudando cada gota como un puño. Pero el agiotista creía sin duda pregonar mejor su riqueza por medio de zaleas que ahogaban a aquel infeliz mancebo, y no se las quitaba hasta muy entrado el tiempo de calor. En esto no imitaba a sus patriarcas Ortueta y Urquijo, que hacían gala de retirarse siempre a pie. Partiendo del Principio, después de espatarrarse un momento delante del parquet, limpiarse el sudor de la frente con cierta pausa, a que él quería dar aires de gravedad, y decir cuatro sandeces, se iba en su victoria camino del Retiro, donde le esperaba No Cabe Más, siempre de tiros largos, siempre estrenando, siempre en perpetuo domingo o Corpus o Jueves Santo por lo chillón y nuevecito y llamativo de cuantos perendengues llevaba.
Un día me dijo Medina, sin detener el paso, por lo cual tuve que dejarme ir con él: «¿Sabe usted que Eloísa está mal?
—¿Mal de intereses? Ya me lo suponía.
—No, de salud… Debe de ser cosa de cuidado.
Como en seguida hablamos de un tema en extremo interesante, la liquidación del siguiente día, fin de mes, se me fue del magín Eloísa y su mal.
«Esta liquidación va a dar algunos disgustos —gruñó Medina—. Sainz me tiene que aflojar diez mil pesetas, Cecilio setenta y cinco mil. ¿Quién liquida por ese Cañizares de los espejuelos verdes? Creo que lo hará Paco Rojas. ¿Y usted, qué tal? Ya, ya sé que tengo que aflojar a usted doce mil pesetas, pero las casaremos si Rojas tiene algo a favor de usted.
Aquella noche, en su casa, sacamos nuestras notas de liquidación, y matando y casando, obtuvimos nuestros respectivos totales. Él y yo quedábamos casi a la par. Un tal Sainz, con quien yo había hecho muchas dobles, y que en aquel mes hizo conmigo una operación alta, nos tenía que entregar a Torres, a Medina y a mí, por diferencias, unos noventa mil duros. La liquidación fue algo penosa, porque Sainz estuvo al ras de presentarse en quiebra. Nos tragamos nuestro susto, pues, aunque la operación había sido pública, y con todas las formalidades, si el tal no tenía, era forzoso tomar lo que quisiera darnos. Por fin, el 2 de Marzo, Sainz se presentó en el Bolsín a proponernos saldar sus compromisos con una partida de Cubas y otra de Obligaciones de Osuna.
«Si usted no quiere las Osunas —me dijo Medina—, yo las tomo todas.
—Me es igual —respondí.
Y concertamos que Cristóbal tomaría las Cubas y yo todas las Osunas. Aquel mismo día, en el Bolsín, salió del corro de contratación una voz gangosa que me dijo: «Doña Eloísa está muy mal». Era la voz del cobrador de Medina, amigo y protegido de mi tío.
«Pero hombre, si la señorita María Juana me ha dicho anoche que ya estaba bien…
Por la tarde subí a ver a Camila. No estaba. «La señorita —me dijo la criada—, ha ido a casa de su hermana, que está muy malita»… «¿Y el señorito Constantino?»… «Ha salido a caballo como todas las tardes.
«Con que sigue mal la infeliz… —pensé al retirarme—. Bueno; mañana iré a verla.
Y llegó mañana y no fui tampoco. Se necesitaba un espolazo mayor para decidirme. Hallábame en la Bolsa. Poco interés aquel día. Acerqueme a los distintos corros, que estaban muy desanimados. Generalmente, en estos pelmazos humanos dominan los hongos número dos y las americanas de mal traer; hay algunas capas, y por lo común formas no muy exquisitas. Hay corro que parece de apreciables tenderos de ultramarinos; el del Perpetuo, enracimado en la barandilla, es el más bullicioso. Pero aquel día sólo había un poco de vida en el de los Aguadores, o sea los que operan en Cubas. Del de los Negritos, que es el más modesto, salió una destemplada voz que me dijo: «D. José María, el señor Trujillo estaba preguntando hace un rato si había venido usted». Pertenecía esta voz a un individuo que imitaba a Torres en la manera de reír y en la costumbre de tutear; dedicábase a comprar picos, y operaba en chinchorrerías. Su especialidad era estar siempre de capa hasta el cuarenta de Mayo lo menos; se llamaba Mazarredo, y cuando hacía un buen negocio, expresaba su gozo imitando el canto de la codorniz con gran escándalo y risa de todos los concurrentes a la Bolsa.
Al oír que Trujillo quería hablarme corrí al ángulo segundo de la derecha. Aquel no era el Trujillo que yo conocía, sino su primo Manolo, joven muy simpático, rico, soltero, elegante, de buena figura. Desde el año anterior había empezado a padecer de la vista, y perdiéndola gradual y rápidamente, a la fecha de lo que escribo estaba ciego del todo. Era un dolor verle, con los ojos cuajados y fijos, la cara pálida, ansiosa, queriendo ver y no viendo nada. El pobrecito se hacía la ilusión de que veía algo, y los amigos cuidábamos de no quitársela por completo. «¿Qué tal, Manolo?»… «Mejor, mejor —respondía infaliblemente, pasándose una mano por delante de los ojos—. Principia a aclarar el derecho… Me veo perfectamente los dedos». Todos los días, como quiera que estuviese el tiempo, se vestía correctamente, y un criado le llevaba a la Bolsa a eso de las dos y cuarto y le sentaba en aquel ángulo, de donde no se movía hasta que a las tres y media volvía el mismo criado a recogerle. Aunque era joven, se había estrenado en los negocios, para los que tenía gran capacidad, y no podía vivir sin respirar durante un rato aquella atmósfera picante, en la cual no se sabe qué es más espeso, si el aire cargado de humo o el ambiente aquel de las cotizaciones saturado de números. Hay gustos muy raros.
Senteme junto a él, y aún no le había estrechado la mano, cuando, dando un gran suspiro, me disparó estas palabras:
«¿Con que Eloísa se muere?…
Dejome frío la noticia y la puse en duda.
«No, no es cuento. Anoche he estado allí… Muy mala, muy mala la pobre. Es cosa de la garganta, del cuello, no sé qué. Dicen que está horriblemente desfigurada. Yo, como no la puedo ver, siempre la veo hermosa.
Manolo Trujillo había sido, antes de perder la vista, uno de los más fervientes y al mismo tiempo más discretos admiradores de Eloísa. Después de su ceguera, la visitaba de vez en cuando, haciendo gala de una especie de inclinación alambicada y platónica, sentimiento muy propio de un caballero que ha visto mucho y ya no ve nada. No esperé a que acabara de contarlo, y deplorando mi descuido, corrí a la calle de Olmo.