V

Como me aficioné tanto a la casa de Medina, concurría casi todas las noches, después de dar una vuelta por el Bolsín. A este iba alguna que otra mañana, y después a la Bolsa hasta las tres. Mi coche me esperaba a la salida para llevarme al Retiro, donde me juntaba con Chapa y Severiano cuando ellos no paseaban a caballo. El general Morla me acompañaba a veces, para lo cual yo le recogía en su casa de la calle del Prado, y otros días almorzábamos juntos, bien en mi casa, bien en la suya, siendo para mí muy grata tal amistad. Tenía colecciones preciosísimas y mil rarezas que me mostraba con amor, amenizando la exhibición con la sal de sus incomparables cuentos.

Visitaba menos que antes, en aquellos días, la casa de mi borriquita, porque me parecía prudente un cambio de táctica. Hacíame el interesante y afectaba enfriamientos de mi pasión, mostrándome ante ella menos triste de lo que realmente estaba. Y quizás nunca fue tan grande mi desatino. Camila era mi idea fija, el tornillo roto de mi cerebro. Me acostaba pensando en ella y con ella me levantaba, espiritualizándola y suponiéndome vencedor de su obstinado desvío. A veces no me era fácil mi papel, y me clareaba demasiado con ella.

«Si enviudaras, Camila, si enviudaras —le decía—, al año eras mi parienta. ¿Sabes por qué trabajo ahora tanto? Pues porque quiero ser muy rico, muy rico, para cuando llegue ese día feliz. Y no lo dudes, llegará; el corazón me lo dice.

—Pues lo que a mí me dice —replicaba ella impávida—, es que si Constantino se me muriera, me moriría yo también. Yo soy así. Cuando quiero, quiero de verdad.

—Esas cosas se dicen, pero luego resulta que… Viene el tiempo y consuela.

—Mira, mira, no me hables a mí de enviudar —respondía poniéndose colérica—, porque te echo por las escaleras abajo. Constantino está bien fuerte; es un roble. Ya quisieras tú, tísico pasado, parecerte a él.

—¡Oh! verdaderamente, no resisto la comparación, sobre todo en el terreno físico…

—Ni en ningún terreno, vamos; ni en ningún terreno. ¡Vaya con el señorito este…!

A lo mejor me la encontraba con una cara de Pascua que me hacía feliz. «Me parece —decía secreteando, y despidiendo chispas de alegría de los dos braseros de sus ojos—, que ahora va de veras… Tenemos aquello».

¡Pobrecilla! Era feliz, esperando y viendo venir a Belisario, su segundo génito, a quien yo aborrecía cordialmente antes de su dudosa concepción. Pero las esperanzas de Camila se frustraban. La Providencia se ponía de mi parte, y el tal Belisario se quedaba por allá.

Poco a poco me había apartado de Eloísa. Mis visitas a ella fueron muy raras en Enero, y en todo Febrero no fui una sola vez. Enviábame cartas y recados que también iban escaseando lentamente. Creíme desprendido para siempre de aquella amistad que ya era para mí tediosa y repulsiva; mas ocurrieron sucesos que la resucitaron de improviso en mi pensamiento, dándome muy malos ratos. Un lunes de aquellos de María Juana, un lunes, sí, no recuerdo cuál, me enteré del caso, que era gravísimo, aunque no inesperado. La discreta ordinaria de Medina estaba aquella noche disgustadísima. Desde que entré, conocí el trago amargo que acababa de pasar. «Ahora mismo me han dado una noticia funesta —me dijo—. ¿No sabes nada? La pobre Eloísa… trueno completo. Está la infeliz en medio del arroyo. Bien sabía yo que esto tenía que venir; y lo siento, más que por ella, pues bien merecido lo tiene, por la vergüenza que cae sobre toda la familia. En una palabra, Fúcar —añadió, deslizando las palabras con muchísima cautela—, Fúcar, hace un mes, se declaró huido».

—Eso ya lo sabía.

—Después, uno de esos malagueños ricos, no sé cuál…

—También lo sabía.

—Pero el malagueño se ha cansado también, y estos días, la pobre se ha visto acometida de toda la Inglaterra con verdadera furia. Parece que tomó dinero empeñando el mobiliario, y si no hay quien lo remedie, la dejarán sin una astilla. Los cuadros, tapices y cacharros también se los llevan. Bien sé que es muy mala, que apenas merece compasión; pero estoy disgustadísima, no lo puedo remediar. ¡Pobre mujer! ¡Si pudiéramos hacer algo por evitarle esa vergüenza…! He consultado con Cristóbal, y él, como es tan bueno, no tiene in conveniente en facilitar alguna cantidad para evitarle el embargo. Nos quedaríamos con algunos muebles. Me gusta el espejo horizontal que tú le compraste, y no me parece mal la sillería de raso del gabinete. Tú podías encargarte de arreglar esto.

Respondí que no quería meterme en tales enredos, y que allá se entendieran como quisiesen; que si los prenderos le vendían hasta la última silla, ella tenía la culpa; que si se la sacaba del atolladero, inmediatamente se metería en otro, porque era mujer para quien nada valía la experiencia. María Juana convino en esto, y no hablamos más del asunto, aunque bien se le conocía a mi prima que no podía pensar en otra cosa. A última hora díjome que se sentía afectada de su dolencia constitucional; aquella insufrible sensación de tener entre los dientes un pedazo de paño y verse obligada a mascarlo y tragarse los pedazos. Debía de ser cosa horrible. Estaba pálida y se quejaba de un fuerte dolor de cabeza, por lo cual su cariñoso marido la obligó a retirarse.

Medina, Torres y yo hablamos luego del triste asunto con más conocimiento de causa, pues Torres tenía algunos datos numéricos sobre el desastre de la Carrillo, y nos contó horrores. Medina se llevaba las manos a la cabeza, diciendo: «¿Pero esa loca en qué gastaba tanto dinero? Fúcar le daba, el malagueño le daba, y siempre más, más. ¡Oh! ¡Madrid, Madrid! Yo me aturdo pensando en esto. Por el decoro de mi familia, estoy dispuesto a hacer un sacrificio y evitar el escándalo, sacrificio completamente desinteresado, pues no quiero adjudicarme ningún mueble. No, lo he dicho a mi mujer y lo repito: por la puerta de esta casa no quiero que me entre ningún trasto de los de allá. Creería que se me metía en casa un maleficio… Soy algo supersticioso. Doy con gusto alguna cantidad con tal de evitar una vergüenza; pero conste que ese dinero lo tiro por la ventana… No quiero espejitos, no quiero monigotes de tierra cocida ni por cocer, no quiero cacharrería…

También yo, viendo la generosidad de Medina, me brindé a contribuir al mismo fin para decoro de los Buenos de Guzmán; y Torres ofreció encargarse de entrar en negociaciones con los acreedores. No hallándose en el caso de tener escrúpulos, se quedaría con algunos objetos de mérito artístico. Luego tuvimos que callarnos, porque se nos acercó mi tío Rafael, que sabía también la catástrofe; pero no hablaba de ella. Tiempo hacía que el pobre señor estaba muy cambiado, triste, pensativo, con tendencias a la taciturnidad, fenómeno muy raro en él; pero aquella noche le vi completamente agobiado por secreta pesadumbre. Apenas hablaba, se distraía con frecuencia, y daba unos suspiros que partían el alma. «Usted debiera irse al monte por dos o tres días —le dije. Y él me contestó, mirando al suelo, que aquello no se remediaba con montes. Su estado físico corría parejas con su abatimiento moral, y la humedad de sus párpados era tan grande, que ni un momento soltaba el pañuelo de la mano.

Encontré a María Juana bastante mejorada al día siguiente, mas no completamente bien. ¡Todavía el maldito paño!… Y apretaba los dientes y reclinaba la cabeza en el sofá, mirándome con cierto desvanecimiento en los ojos. «Por supuesto —decía de improviso—, he comprendido que Cristóbal tiene razón al no querer que entre aquí ningún trasto de aquella casa. Cristóbal sabe ser generoso. Así se portan los hombres. No harían todos otro tanto.

Y un día después, ya completamente sosegada de los pícaros nervios, me dijo con desabrimiento: «Al fin creo que Torres se queda con el espejo horizontal y con el cuadro de Sala. Seguramente los tomará por un pedazo de pan, porque esa gente es así. ¡Quién le había de decir a Paca, hace doce años, cuando era doncella de servicio, que iba a tener en su casa tales preciosidades! Es un escándalo cómo sube esta gentuza, y cómo se va apoderando de lo que no les corresponde por su falta de educación».

Paca era la mujer de Torres, y aunque amiga de mi prima, la amistad no obstaba para que esta la tratase como la trató en aquella ocasión, con increíble menosprecio. Hízome de ella y de sus escasas dotes una pintura cruel: apenas sabía leer; era mucho más ordinaria que No Cabe Más, y únicamente se recomendaba por su falta de pretensiones y lo bien que cuidaba de sus hijos. No tardé en comprender que María Juana le perdonaba a Paca Torres su escasa educación; pero no aquella desvergüenza de acaparar los objetos de gran lujo que habían pertenecido a Eloísa. La mayor de las groserías es la improvisación de la fortuna, y poner las manos sucias, mojadas aún con el agua de un fregadero, en los emblemas de nobleza, perteneciente por natural derecho a las personas bien nacidas.