III

De la propia crudeza de mis males físicos y morales, brotó súbitamente la idea del remedio. Así es la Naturaleza, genuinamente reparadora y medicatriz. La idea que me abrió horizontes de salud fue la idea del trabajo. «Si yo tuviera un escritorio, como lo tenía en Jerez, y además mis viñas y mis bodegas, estaría muy entretenido todo el año, y no pensaría las mil locuras que ahora pienso, tendría salud y buen humor». Así me hablaba una mañana, y tras la idea vino la resolución de practicarla. ¿Pero en qué trabajaría? Ocurriéronme de pronto varias clases de ocupaciones comerciales, de las cuales me había hablado la noche anterior Jacinto María Villalonga. Él traía no sé qué belenes en Fomento. Había tirado ediciones sin fin de libritos agrícolas para que el Estado los hiciera comprar a los Ayuntamientos. Se presentaba a todas las subastas, ya fueran de carreteras, ya de obras de reforma en los Museos, bien de impresión de Memorias o de los revocos que constantemente se están haciendo en el vetusto edificio de la Trinidad. Luego Villalonga cedía el negocio con prima, si había quien se lo tomase. Pero con esto y otros muchos enredijos que en el Ministerio traía, y por los cuales le vi sacar muy a menudo libramientos y órdenes de pago, nunca salía de trampas. Tan arruinado y lleno de líos estaba, que sin duda por sus desordenados gastos y vicios, no había mes que no necesitase dinero. A mí me debía más de ocho mil duros, y esta deuda empezaba a inquietarme.

Los negocios de que me habló y que me interesaron eran más amplios que sus oscuros manejos burocráticos: «Traer trigo de los Estados Unidos y establecer un depósito en Barcelona; instalar máquinas para el descascarado del arroz de la India, obteniendo previamente del Gobierno la admisión temporal; llevar los vinos de la Rioja directamente a París por la vía de Rouen, y a Bélgica por la de Amberes…». Esto me parecía bien, sobre todo el negocio de vinos, en el cual algo y aun algos se me alcanzaba a mí.

Levanteme una mañana dispuesto a hacer un viaje a Haro y dar una vuelta por El Ciego, Casalarreina, Cenicero, Cuzcurrita y demás centros de producción… Pero esto era meterme en faenas penosas. Nada, nada, más valía que, quietecito en Madrid, buscara un modo de trabajar. El negocio de banca con Londres y París me seducía; pero está muy acaparado. Hablando con mi tío, este me hizo ver que el estado de la Bolsa era muy a propósito para zamparse en ella hasta la cintura. La persistente baja, motivada por los sucesos de Badajoz y el azoramiento de los tenedores extranjeros, convidaba a meterse en danza, teniendo serenidad y empuje.

Pues decidido. Pensando en esto, activáronse mis fuerzas y recobré la alegría. Por el trabajo, que trabajo era y de los buenos, obtendría yo dos beneficios: evitar los males que causa la holganza y restablecer mi fortuna en su primitiva integridad. Desde el día siguiente me puse al habla con mi amigote Gonzalo Torres, de quien he hablado antes un poco. Ahora tengo que hablar mucho de él, pues bien lo merece este tipo esencialmente madrileño, el más madrileño quizás que encontré en los años que en la Corte estuve. Aquel gato se había enriquecido en pocos años con atrevidos agios; tenía coche, estaba edificando una casa magnífica en la Ronda de Recoletos, y vivía muy bien, sin gran boato externo. Su facha era ordinaria, su estatura menos que mediana; la nariz pequeña y los ojos enormes, huevudos, con ceja muy negra. Presumía de guapo, y miraba a todas las mujeres que encontraba en la calle como perdonándoles la injusticia de que no le miraban a él. En este terreno era insufrible. Cuando le daba por relatar sus conquistas, no se le podía oír, porque decía muchas mentiras, revelando un pesimismo depravado. Ninguna a quien él había puesto los puntos, había dejado de caer. No es por tanto de extrañar que llegara mi hombre a adquirir, por su propia experiencia, el convencimiento de que todas eran unas… tales.

En el terreno de los negocios sí que me gustaba oírle. Allí se descubría el hombre tal como era, con sus lados malos y sus lados buenos, el español agudo, vividor, de trastienda, que se mete por el ojo de una aguja y va en pos de su interés saltando por encima de cuanto se le opone, tipo perfecto del que no ve en la humana vida más ideal que hacer dinero, y hacia él marcha con los ojos cerrados, digo, abiertos y bien abiertos. Nos veíamos muy a menudo en mi casa y en Bolsa; a veces almorzábamos juntos, y me contaba diferentes episodios de su vida. Esta me pareció digna de estudio, como ejemplo de constancia y temeridad, de desvergüenza por una parte, de tesón por otra. Según me dijo, había pasado su niñez en un comercio de la calle de la Montera midiendo percales y bayetas, soñando siempre con ser rico y despreciando a su principal, un hombre apocado que tomaba el género en los almacenes de la plazuela de Pontejos para revenderlos, siempre con miseria y apuros y sudando la gota gorda en cada vencimiento. Contaba Torres que él, confinado en su mostrador, tenía los ojos del espíritu fijos constantemente en los célebres banqueros Urquijo y Ortueta, que vivían en la misma calle; y tenía cuidado de que no se le escaparan cuando pasaban por delante de la puerta de su tienda en hora determinada para ir a la Bolsa, o de regreso de ella. Ninguno de los dos tenía coche. Aquellos hombres eran sus ideales; ser como ellos su ambición. A veces poníase a mirar desde la calle a las ventanas de los respectivos escritorios, y soñaba con verse en local semejante, escribiendo facturas, firmando letras, cortando cupones; echándose después gravemente a la calle para ir a la Bolsa y rompiendo a codazo limpio las manadas de transeúntes.

Regañóle un día su principal, y se plantó en la calle. Como no tenía una peseta, pasaba mil agonías para vivir. Todos los días, cualesquiera que fuesen sus ocupaciones, pasaba por la calle de la Montera dos o tres veces, y si encontraba a Urquijo o a Ortueta se quitaba el sombrero y hacía una reverencia como si pasara el Viático. Tuvo que dedicarse a viajante de comercio para poder vivir; recorrió toda España en segunda, con muestras de chocolate de la Colonial, zapatos de Soldevilla y otros muchos artículos. Pero sus ganancias eran escasas, y se fijó en Madrid, al amparo de Mompous, que le daba algunos corretajes de venta y compra de terrenos. Sin que lo supiera Mompous, se asoció a un tal Torquemada, que hacía préstamos con usura. Torres buscaba víctimas, y las descueraban entre los dos. Hacían pingües negocios, facilitando dinero secretamente a las señoras que gastan más de lo que les dan sus maridos para trapos; y con la amenaza del escándalo, las ponían en el disparadero y las desplumaban. Bien relacionado el tal Torres con muchos tenderos de Madrid, se hacía cargo, mediante una prima de cincuenta por ciento, de realizar los créditos incobrables. Él apandaba las cuentas que habían ido cien veces a casa del deudor, encontrándose siempre con cara de palo, y previo el endoso del crédito en virtud de una ficción legal en que él (Torres) pasaba por inglés del tendero, se ponía en combinación con Torquemada, que era curial y tocaba pito en todos los juzgados, y apretando a la víctima con citaciones y embargos, por fin la hacían vomitar en conjunto o a plazos lo que debía.

Con estas socaliñas empezó a reunir su capital. Por una serie de trapisondas y de enredos que serían largos de contar, Torquemada y Torres se adjudicaron una carnicería, propiedad de un deudor insolvente. La cosa no habría tenido lances si a Torquemada no se le hubiera ocurrido que tras aquel negocio, podía emprender el de suministro de carne y caldo para los enfermos del Hospital provincial. Puso la puntería en la Diputación, y aquel año hubo locas ganancias. Los moribundos les hicieron a ellos el caldo gordo.

Pero los parroquianos insolventes eran la pesadilla de entrambos. Había entre estos un respetable sujeto, cesante, ex director, que tenía una familia numerosa y anémica, a la cual recetaban los médicos carne a la inglesa, o lo que es lo mismo, cruda. Consumían mucho, pero no pagaban jamás, y la cuenta crecía como espuma. Cuando pasó de mil reales y trataron de hacerla efectiva, vieron que la casa del señor aquel era un abismo sin fondo. Al huevero se le debían dos mil reales, al de ultramarinos seis mil y al carbonero unos mil y pico. El del pan cogía el cielo con las manos; y congregados todos un día en la puerta de la casa, armaron una chamusquina de todos los demonios. Lo que decía el señor aquel, ex director y caballero gran cruz de Carlos III: «Más le valía no haber nacido». Puestos todos los ingleses de acuerdo, quisieron hacer un Trafalgar en la infeliz familia, pero nada lograron. La familia insolvente y carnívora cambió de domicilio, dejando a los acreedores con dos palmos de narices. Sólo Torres, que era más listo que el huevero, el tendero y el carbonero juntos, olfateó el rastro, metió la cabeza, amenazó, y valiéndose de mil trazas ingeniosas, ya que no pudo sacar dinero, puesto que no lo había, obtuvo, en pago de la carne, un piano. Era el dulce instrumento en que tecleaba una de las niñas anémicas. Torres cargó con su presa y…

«De esta adquisición inesperada —me dijo—, arranca el negocio de alquiler y compostura de pianos que tuve durante tres años y medio. ¡Cómo se enlazan las cosas de la vida! De carnicero a músico. Torquemada siguió con el arbitrio de carnes, y yo acaparé el de almacén de pianos. Llegué a tener más de trescientas matracas, que alquilaba por tres, cuatro o cinco duros al mes a las alumnas del Conservatorio que soñaban con ser la Patti; a los compositores jóvenes que se creían unos Meyerbes, y para hacer boca, pergeñaban una zarzuelita; a las familias honradas y buenas parroquianas que querían educar a las pollas para señoritas finas, aunque al fin y a la postre vinieran a parar, como todas, en ser unas… tales.

Luego proseguía contándome cómo, al fin, reunidos unos seis mil duros, dejó los pianos para meterse de hoz y coz en la Bolsa, que era su ideal, por suponerse con aptitud nativa para el tráfico de papel. A los ocho días, ya sabía tanto como los viejos; adquirió pronto el golpe de vista, la audacia serena y el don de abarcar rápidamente las operaciones más complejas. Su éxito fue grande. Empezó el 73, cuando la renuncia de D. Amadeo, y las bajas considerables en los años de guerra civil le pusieron en las nubes. Era pesimista incorregible. Para él la campaña iba siempre mal, y los carlistas daban cada golpe que cantaba el misterio. Aquellos mismos seres venerables a quienes tenía por semi-divinos, Urquijo y Ortueta, los banqueros de la calle de la Montera, fueron sus amigos, y tan iguales a él que le daban ganas de tutearles. El 77 era ya el espanta-pájaros de la Bolsa. Todos observaban lo que él hacía para seguirle la correa. Recibía diariamente despachos telegráficos cifrados de sus agentes de Londres y París, para jugar en combinación con aquellas plazas.

«Y aquí me tiene usted —añadía—; hoy soy rico, pero me gusta vivir a la pata la llana, y si tengo carruaje, no es porque me haga falta, que yo gusto de andar en el caballo de San Francisco; únicamente lo uso para que esos brutos de la Bolsa me lo vean, y para que mi señora se pasee.

Oí decir que la señora de Torres fue criada de servicio, y que no sabía leer ni escribir; mejor dicho, que había adquirido con maestro estas indispensables enseñanzas después que la fortuna de su marido le dio títulos y fuero de persona decente. Yo la conocí más adelante en casa de María Juana, y me pareció una mujer excelente, modesta y sencilla. Moralmente valía más que su marido, y en figura le llevaba también no poca ventaja.

Pues bien, este Torres fue mi iniciador en aquella vida de trabajo bursátil. Lo primero que hice al meterme en danzas con él, fue ponerle los puntos sobre las íes. Yo no haría ninguna operación grande ni chica sino con intervención de un agente colegiado, porque no quería meterme en aventuras peligrosas. Torres operaba en grande con un desparpajo que me pasmaba, comprando y vendiendo a fin de mes, por sí y ante sí, sin ninguna seguridad legal, sumas fabulosas. Yo, por el contrario, resuelto a andar con pies de plomo por terreno tan peligroso, daba y tomaba mis dobles, compraba y vendía en voluntad o a fin de mes, siempre con la garantía de la publicación y de la firma del agente en la póliza, el cual agente era persona de respetabilidad, amigo de mi tío. Torres era muy listo, pero a mí no me faltaba trastienda para aquel negocio, y en todo Diciembre, así como en Enero y Febrero del año siguiente, vi coronados mis esfuerzos con éxitos no despreciables. Así me satisfacían más, teniendo por mejor sistema aquel tole tole, que los atropellos en que se metía el hortera y carnicero y músico y bolsista Gonzalo Torres.