Salióme a los labios una pregunta amarga y cortante; mas a la mitad de la frase, sentimientos de delicadeza me hicieron callar. No dije más que esto: «¿Y qué me cuentas de tu…?».
Ella comprendió que le preguntaba por Fúcar y se puso encendida. Su vergüenza despertó compasión en mi, y corté el concepto en el punto que he dicho. Inmutose la prójima un rato, y levantándose, dio varias vueltas por la habitación, como si quisiera enterarse de las novedades que había en ella. No quise mortificarla, y seguí la conversación en el terreno en que ella tácitamente la ponía.
«Dime, habrás traído de París maravillas.
—Algunas chucherías, poca cosa —replicó, mirándome otra vez y serenándose—. Ya lo verás. Quiero saber tu opinión. Algo he traído para ti.
—Gracias.
—Si no hay por qué dar gracias. Repito que todo lo he traído para que tú lo veas y digas si es bonito. Siempre que compraba algo, me decía: «¿le gustará esto?». Y cuando se me figuraba que no te había de gustar, ni regalado lo quería.
Empapándome entonces en moral, como esponja sumergida en un cubo de agua, en esa moral de librito de escuela que nos sirve de mucho para echar discursos y de muy poco para regular las acciones, le dije que no se acordara más del santo de mi nombre; que yo no pensaba poner los pies en su casa, etc. Ni un niño acabadito de salir del colegio con toda la Doctrina, el Juanito y el Fleury metidos en la cabeza se habría expresado mejor.
«Eso lo veremos —replicó Eloísa, en pie delante de mí—. Vamos, no hagas el honradito de comedia. Ven a mi casa, sin malicia, con buen fin, como un amigo, y te enseñaré mis compras de París. No te preparo ninguna emboscada… ¿Con que vendrás? Tú podrás hacer lo que quieras; pero si no vas a verme, vendré yo aquí, te marcaré, te perseguiré. ¿Serás capaz de echarme de tu casa?
—¡Quién sabe…!
—¿A que no? Todavía me atrevería yo a apostar una cosa.
—¿Qué?
—Vamos a ver; una apuesta… ¿A que te chiflas otra vez por mí?
—A que no.
—A que sí.
—Apuesto todo lo que quieras.
Ambos nos echamos a reír, y concluyó por besarme la mano, como hacen los chicos con los curas que encuentran en la calle.
«Quedamos en que mañana te mando a Rafael —me dijo, arreglándose la cabeza delante del espejo.
—Sí, tengo muchos deseos de verle.
—Vamos a ver, con franqueza. ¿Qué tal me encuentras?
—Según lo que quieras decir. Distingo.
—Sin distinciones.
—Te encuentro muy francesa —repetí, faltando a la verdad por molestarla.
—¡Dale!… Me enfada eso más que si me dijeras una mala palabra. Si quieres decir la mala palabra, suéltala, ten valor, ponme la cara como un tomate, pero no me insultes con rodeos.
—Como quiera que sea, estás hermosísima —declaré, mostrándome más sensible a sus pruebas de cariño—. Las locuras que yo hice las hacen otros; mejor dicho, otros harán locuras más locas… ¡Qué dramas leo en tu cara, hija, y también tragedias, que ahora están en borrador! Te voy a llamar Madame Catastrophe. ¡Pobrecito del que…! En fin, hemos de ver horrores.
—¡Ah! tengo que contarte —dijo, tras una explosión de risa—. Tengo que contarte. ¿Sabes que Pepito Trastamara está loco por mí y quiere casarse conmigo?
—Péscale, no seas tonta. Hazte cargo de que tienes por marido a un galguito o a un King Charles. Serás duquesa, y libre como el aire. Pero la cuestión de cuartos creo que no anda bien en esa casa. La Peri está liquidando lo poco que resta. Mucho ojo, Eloísa.
—¿Ves? sin querer te estás tomando interés por mí; me estás dando consejos —replicó con mucha monería—. Si no puedes, hombre, si no puedes desligarte de mí; si te intereso sin que lo eches de ver… ¿Con que no me conviene Pepito Trastamara?… ¿Y ser duquesa? Pepito heredará al marqués de Armada-Invencible; fíjate en esto.
—También Manolo Armada-Invencible está a la cuarta pregunta. No tienes idea de lo arrancada que anda la aristocracia. Pídele detalles a tu cuñado Cristóbal Medina, que le lleva las cuentas al céntimo.
—Voy creyendo, como mi hermano Raimundo, que aquí no hay más que mil duros, que un día los tiene este y después el otro…
—Ni más ni menos. Te profetizo que pasarás las de Caín. Hay poco dinero.
—Y muchos a gastar, lo sé.
Seguimos hablando de esto festivamente, riéndonos mucho, y procurando yo esquivar los recuerdos, que a cada paso hacía ella, de nuestros pasados delirios. Por fin se fue, asegurando que nos volveríamos a ver pronto en su casa o en la mía. Su hermosura, que realmente era para deslumbrar al más pintado, no despertaba en mí sentimiento alguno de cariño; sólo inquietaba mi superficie dejándome en paz el fondo.
El día siguiente lo pasé muy entretenido con Rafaelito. Era un niño preciosísimo, angelical, que o nada sabía de travesuras o no las hacía delante de mí por el respeto que yo le inspiraba. Su media lengua me encantaba, y su cortedad de genio me le hacía más interesante. Era muy formalito, y se pegaba, se cosía a mi persona, no dejándome a sol ni a sombra. Cuando le sentaba sobre mis rodillas para acariciarle, me pasaba la mano por la cara, tocándome con veneración, cual si quisiera cerciorarse de que yo era una persona viva y no imagen figurada por su deseo. Si entrábamos en conversación, iba soltando por grados su media lengua graciosa, dábame cuenta de los juguetes que tenía y de los que esperaba tener. Su manía entonces eran los globos. Si yo cogía un lápiz en la mano pedíame que le pintara globos; quería hacerlos con el pañuelo, con un papel, y se le figuraba que la cosa más estupenda del mundo era andar por el aire colgado de una bola que sube. Había visto en París un aeronauta, y tal espectáculo se le estampó en el alma. Hícele varias preguntas capciosas por ver si tenía alguna idea respecto a Fúcar, pero nada pude sacarle; sin duda Eloísa le había mantenido a distancia del marqués, porque el niño sólo tenía nociones confusas de aquel humano globo.
A donde quiera que yo iba por la casa me seguía Rafael. Se agarraba a mi mano y no quería jugar solo; no se divertía sin mí. En las mesas y credencias de mi gabinete había varios cachivaches de porcelana, entre ellos perritos, gatos, muñecos… Rafael les miraba con cada ojo como un puño; pero no se atrevía a cogerlos, ni siquiera a tocarlos con la yema del dedo índice. Yo le permití que jugara con aquellas baratijas, y él las cogía con más veneración que el sacerdote la hostia. Cuando yo envolvía en papeles los perros y gatos uno por uno para que se los llevara, la emoción no le dejaba respirar. Al abrazarle, noté que su corazón palpitaba como si se quisiera romper.
Por la tarde, muy a disgusto suyo, le mandé a su casa con Evaristo, que le había traído. Despedíase de mí con resignación, preguntándome si su mamá le dejaría volver otro día. En los siguientes, Eloísa no cesaba de mandarme recados informándose de mi salud, que no era buena, y con los recados solían ir cartitas rogándome que pasara a su casa. Viendo que yo no me daba a partido, fue ella misma a verme varias tardes. Por fin, una mañana me envió con el pequeñuelo una cartita diciendo que estaba mala y deseaba «verme a todo trance». Bien comprendí que lo de la enfermedad era un ardid; pero las flaquezas propias de la naturaleza humana en general y de la mía en particular me impulsaron a acudir a la cita. Toda aquella moral mía se la llevó la trampa.
Y no sólo fui aquel día sino otro y otros. La prójima parecía quererme como antaño; mas yo no veía en ella sino un pasatiempo, un entretenimiento breve, que endulzaba algunos instantes de mi vida amarga; y mientras más caía en aquellas embriagueces fugaces, sin interés alguno espiritual, mayor y más alta era la idealidad de mi pasión por Camila. Aquella loca afición no correspondida se alambicaba y se extendía, cogiéndome todo el ánimo y la vida toda, en la cual era un estado permanente. Sentía desarrollarse en mí dotes poéticas, inspiración fluida y crónica a estilo de la del Petrarca, porque a todas horas me sugería pasatiempos sutiles, de los cuales podrían salir sonetos a poco que me ayudase la retórica. Camila no se me apartaba del magín ni un solo rato, y tanto más presente la tenía cuanto más cerca de Eloísa estaba, o si se quiere, en el mayor grado de proximidad posible. La idea de que eran hermanas me cosquilleaba en la mente, violentando la fantasía para que llegase a la figuración de que eran una misma persona. ¡Y sin embargo, cuán distintas! El aire de familia me engañaba tan sólo breves momentos.
Si he de decir verdad, me agradaba el poquito de misterio y reserva que era forzoso emplear en mis entrevistas con Eloísa. Sin esta salsa, quizás aquellas crasitudes dulzonas y sin temple me habrían empalagado más pronto. Quiquina y Evaristo me introducían con muchos tapujos. Nunca menté a Fúcar, porque conocí que le repugnaba nombrarle. Pero un día en que hablábamos de las precauciones tomadas para aquellas entrevistas, se puso rabiosa, y señalando con el dedo índice la parte más alta de su cabello en desorden, se dejó decir:
«Estoy… de viejo pintado hasta… aquí.
No quiero pasar en silencio el cariño, el entusiasmo con que me enseñaba lo que había traído de París. En piezas de Choisy-le-Roi y de Barbotine tenía maravillas, jarrones inmensos sobre columnas, un grifo con una cartela enroscada que daba el opio, y mil chucherías de todos tamaños, en tal número, que apenas había ya en la casa sitio donde ponerlas. Enseñome también ricos encajes de Malinas, Bruselas y Alenzón, comprados por ella misma a las Beguinas de Gante, y otras mil cosas. No cesaba de preguntarme: «¿te gusta?» y si respondía que sí poníase muy alegre. En aquella época jamás me pidió dinero, ni lo necesitaba. (¡Pobres fumadores!) Por el contrario, advertía yo en ella un tácito deseo de que se le presentase ocasión de sacarme de un apuro. Un día, no sé si de los últimos de Octubre o Noviembre, que me oyó hablar de ciertas dificultades para la liquidación, sacome una cajita llena de billetes de Banco, de la cual aparté con horror la vista.
Acerca de ella corrían mil versiones infamantes. En París había desplumado a un francés, dando un lindo esquinazo a aquel esperpento de Fúcar; en Madrid mismo, sus favores habían recaído sucesivamente en un malagueño rico, de apellido inglés, en un ex-ministro y célebre abogado. Todo esto era falso y prematuro, puedo decirlo en honor suyo, relativo, sin temor de equivocarme. La calumnia, que más tarde dejaría de serlo, la perseguía por adelantado, como persigue a todos los que se portan mal, resultando que hay en ella un fondo de justicia. Reaparecieron los jueves, en los cuales había más confianza que durante mi reinado. Díjome el Saca-mantecas que se jugaba descaradamente. No iba ninguna señora, ni aun la de San Salomó, que era persona de manga muy ancha. Quiquina y Mr. Petit volvieron a la casa, y nuevos criados, y las mismas costumbres irregulares del año anterior.
Sabía Eloísa, eso sí, tomar en público los aires de una señora distinguidísima; y, lo que es más raro, conservaba parte no pequeña de sus relaciones; hacía visitas, iba a misa, era saludada por lo más selecto de Madrid. Oyéndola hablar, cualquier incauto la habría creído el espejo de las viudas. Parecía que no rompía un plato. Afanábase por la educación de su hijo, y le había puesto un aya francesa, de quien me dijo Evaristo que era más fea que el hambre. Su solicitud materna era quizás lo único que yo podía estimar en la prójima; pues por todo lo demás, sólo me inspiraba lo que es propio de las prójimas, lástima, interés nominal y desdén efectivo.