¿Por qué Camila no era mía? vamos a ver, ¿por qué? Antojábaseme que habría sido el más feliz de los mortales teniéndola por esposa. No me contentaba con robarla al hogar y al tálamo de otro hombre; quería ganármela legítimamente y tomar posesión de ella ante el mundo y ante Dios. Sí, tal era la mujer que me convenía; Camila, sí, y no otra, pues cuando uno se liga a una mujer para toda la vida, es preciso que esta lleve en su temperamento aquellos raudales de dicha, aquel reír inefable y aquella santa salud. ¡Qué fatalidad, llegar siempre tarde! La interposición del marmolillo de Miquis me parecía una mala pasada de mi destino. ¡Dios me quería mal, me estaba trasteando y quedándose conmigo! ¡Cuánto disparate! También pensaba mucho en la primera impresión que me causó la señora de Miquis cuando la conocí. ¿Por qué me fue antipática? ¿Por qué la juzgué tan severamente? ¡Ah! Porque en aquellos días yo era idiota; no me quedaba duda de que era el mayor majadero del mundo, pues la misma equivocación que padecí con Camila la tuve con respecto a Eloísa, a quien estimé adornada de mil virtudes, sin adivinar su diabólica pasión por el lujo. ¿Y si después de ganar y poseer a Camila, me salía con un defecto semejante? Porque equivocado una vez, equivocado mil y quinientas… No, no, no; esta no tenía ninguna chispa del Infierno dentro de sí, como la otra; esta era la alegría, alma del mundo, la rectitud guardada en el vaso de la jovialidad… Tenía que ser mía en una forma u otra, y después era indispensable que el marmolillo reventara o que se le llevaran los demonios, para legitimar mi victoria.
Faltábame aún ensayar otro idilio, puesto que el piscatorio y el campestre no me habían servido de maldita cosa. Les convidé, pues, a dar un paseo por Bayona y Biarritz. Augusto y su mujer y cuñada vendrían también. Brindeles con un viajecito hasta Burdeos; pero no aceptaron. Mi idea era pasarle a Camila por delante de los ojos las tiendas francesas de novedades, y observar, al menos, qué cara ponía y si era su ánimo completamente inaccesible a cierto género de tentaciones. Cuando íbamos en ferrocarril camino de la frontera, dije a mi borriquita que se comprara lo que quisiese, un par de abrigos de invierno, tres sombreros, media docena de corbatas, dos o tres vestidos de alta novedad; en fin, que aprovechara la ocasión surtiéndose para todo el año. «No me lo digas dos veces —contestaba entre carcajadas—, mira que te arruino.
¡Ojalá que quisiera arruinarme! Con secreta satisfacción observé que el aspecto de las tiendas de Bayona la puso seria, que miraba mucho y con atención profunda, que ella y la mujer de Augusto discutían sobre lo que veían. A ruego mío entraban en algunas tiendas, pero sin escoger nada. Augusto hizo algunas compras insignificantes. Yo intenté hacerlas considerables; pero Camila no quería tomar nada, sino de acuerdo con su manchego, que a cada paso consultaba el portamonedas y hacía cuentas tácitas. No pude conseguir que aceptasen nada de lo que les ofrecí. Para obtener alguna ventaja en este terreno, tuve que hacer un regalo general, obsequiando a cada uno de los que formaban la partida.
«Pero vamos a ver, tonta, ¿por qué no te compras este abrigo…? Yo te adelanto el dinero. Ya me lo pagarás cuando puedas. Constantino, ¿no es verdad?
Constantino decía que nones.
«Y este sombrero… ¿ves qué bonito?
—Vámonos, vámonos —decía Camila, muy seca—. Me carga este pueblo. Esto es una farsantería.
—Al menos —insistía yo—, que acepte tu marido este paraguas, y tú… No me desaires. Me enfadaré si no aceptas este pardessus.
—Quita allá… Voy a parecer una de esas tías… No quiero, no quiero.
Fuimos a Biarritz y almorzamos en el Hotel de Embajadores. Felizmente, Miquis se encontró un amigo que le invitó a jugar una partida de billar en el Casino. Paseamos en tanto los demás por los alrededores de la Villa Eugenia, por las playas de los Locos, de los Vascos y por los vericuetos del Puerto Viejo. Augusto y su mujer y su cuñada se entretuvieron hablando con una familia conocida. Solo ya con Camila, la llevé por los senderos rocosos de La Chinaougue, cerca del Casino y del Puerto de los Pescadores. ¡Qué gusto verme solo con ella! Aquel ratito me parecía la gloria. Tuve el tacto de no hablarle directamente de amor. Observé en ella cierta indolencia, menos alegría que de ordinario, y una atención particular y compasiva a lo que yo decía, y a las quejas que exhalé sobre mi suerte y la soledad de mi vida. De pronto dijo: «Estoy en ascuas. Ese individuo con quien ha tropezado Constantino es una mala persona, uno de sus amigotes de Valladolid. Temo que me le pervierta.
Yo les respondí que no se cuidara de su esposo, que era la persona más formal del mundo.
«Ese granuja le invitó a echar una mesa, y temo que me le arrastre al baccarat que hay en el Casino… No creo que mi marido caiga en la tentación. Bien sabe él que le arrancaría las orejas… Me tiene miedo, y no es capaz ni de decirme una mentirijilla. ¡Ah! mi asnito es muy bueno. Y no te creas, cuando se casó conmigo tenía todos los vicios. Jugaba, bebía aguardiente, se estaba todo el día en el café diciendo gansadas, hablaba de sus jefes con poco respeto, contaba los grados que iba a ganar sublevándose, decía mil tontunas, era sucio y ordinariote. Pues ya ves: poco a poco le he ido quitando todos esos vicios. No te creas… unas veces con blandura, otras con porrazos. Un día le hice sangre… porque yo, cuando pego, no reparo… Figúrate que le mandé apartar un baúl, y se escupió las manos para agarrarlo y hacer fuerza. ¡Ay, cómo me puse!, ¡me volé…!
Ved mi tontería… Estaba yo embelesado oyéndole estos cuentos de su intimidad doméstica.
«Poquito a poco —prosiguió—, le he hecho romper con todos sus amigotes. Les he ido degollando uno a uno… Hoy es un niño, un angelón, y me quiere más que cuando nos casamos. Si me preguntas que por qué nos casamos, no te sabré contestar. Nos entró muy fuerte a los dos. Nos vimos por vez primera una tarde que fui a merendar de campo en el Pardo con las de Muñoz y Nones, al día siguiente, que era martes, nos hablamos otra vez en el Retiro. El miércoles nos dijimos cuatro sandeces por el ventanillo de casa; el jueves, miraditas en la Comedia: el viernes, carta canta… contestación; el sábado nos volvimos a hablar y juramos morirnos o casarnos; el domingo quise yo almorzar fósforos, y el lunes Constantino en casa con permiso de mamá. Nos casamos contra viento y marea. La mamá de él, doña Piedad, se puso hecha un veneno, y en el Toboso se dijo que yo era una sinvergüenza, que había tenido que ver con muchos hombres. Llegaron hasta decir que… a ti te lo contaré en confianza… que yo había tenido un chiquillo. Ya ves que no me muerdo la lengua. Constantino me ha contado después todas estas tonterías de pueblo, y nos hemos reído. Su madre tenía el proyecto de casarle con una paleta rica, y él dejó todo, palurda y millones por mí. Ya ves qué mérito tengo. Después mi suegra se ha querido reconciliar conmigo, y yo le he escrito varias cartas. Soy yo muy cuca. ¿Sabes lo que dice ahora? Que tiene ganas de conocerme. Pero yo me estoy dando lustre, y no quiero ir a la Mancha. Iremos más adelante… Y aquí termina la presente historia. Nos queremos como Adán y Eva. Le domino y me tiene dominada. No te creas… si Constantino no hubiera tenido tantos vicios, y no me hubiese yo calentado los cascos para quitárselos, a estas horas nos habríamos tirado los platos a la cabeza.
No quise apartarla de aquel tema, en que tan espontáneamente se explayaba. Los recelos por la tardanza del otro la inquietaron de nuevo. Por fin lo vimos aparecer solo dando zancajos.
«¿Has jugado? —le preguntó ella, impaciente.
—Jugar, ¿a qué?
—Al baccarat.
—¿Yo?… tú estás loca. Puedes creer que no.
—Lo creo, lo creo —dijo ella, rebosando de confianza—. No hay más que hablar. Pero hazme el favor de no volverte a juntar con ese lipendi. Es un perdido, que no ha tenido una fiera que le dome… Mira, mira, qué bonito te has puesto.
—Si es la tiza, mujer, la tiza que se da a los tacos.
—No estás tú mal taco. En cuanto te separas de mí, ya no hay por dónde cogerte.
Augusto y su familia se nos reunieron, y nos volvimos a San Sebastián, ellos contentísimos, yo triste. Pero al día siguiente creí notar en Camila cierta tendencia a pensar demasiado en los vestidos y adornos de mujer que había visto. La esposa de Augusto y ella discutían con desusado calor sobre manteletas, pardessus, capotas y faralaes. ¡Si habría hecho el idilio trapístico más efecto que los otros! Porque yo la notaba un poco menos alegre, algo más atenta a cosas de vestir. ¿Se conmovería al fin aquella torre? «Quizás, quizás —pensaba yo—. Al fin tiene que ser de una manera o de otra. Tú caerás cuando menos lo pienses».