Nada, nada, que el dichoso idilio no parecía por ninguna parte, ni en la calma ni en la tempestad. Aquel naufragio de novela con que yo soñaba no quería venir tampoco, y eso que una tarde… Veréis lo que nos pasó. A lo mejor apareciose por allí un barco de guerra, una de esas carracas que sostenemos y tripulamos con grandes dispendios, para hacernos creer a nosotros mismos que poseemos marina militar. Érase el tal un vapor de ruedas, que tenía en buen tiempo la vertiginosa andadura de cuatro nudos por hora. No servía para nada; pero era novedad estupenda para estos pobres madrileños que nada saben de las cosas del mar. Toda la colonia quiso verlo, y la Concha se llenó de lanchas que iban hacia donde estaba fondeada la petaca. Los gatos de Madrid se quedaban con medio palmo de boca abierta, admirando la limpieza y el orden de a bordo, la gallarda arboladura, que no es más que un adorno, la presteza con que los marineros suben como ratones por la jarcia, la comodidad de las cámaras, el reluciente y limpio acero de la artillería, la abundancia de los pañoles de galleta. Era un jubileo. Nosotros fuimos también. ¡Pues no habíamos de ir…! Tomé un bote y nos metimos en él los tres, con más Augusto Miquis, su mujer y su cuñada. Más de una hora estuvimos a bordo, subiendo y bajando escaleras, registrando todo, acompañados de un oficial. Cuando, terminada la visita, volvimos a nuestro bote, nos sucedió un percance. El mar estaba algo picado. Con los balances que hacía el bote al entrar las personas, por poco zozobramos; después el marinero encargado de que aquel arrimara bien a la escala del vapor, se descuidó, y la pequeña embarcación, ya llena de gente, metiose debajo de la escala. El vapor entonces, en un balance, dio un fuerte golpe en nuestra proa con el pico de la escala. Fue como si levantara el pie y nos diera una patada. Por pronto que quisimos desatracar no pudimos, y al siguiente balance, el pico de la escala entró en el bote, oprimiéndolo. ¡Que nos hundíamos!… Fue un momento de pánico horrible. Grito de espanto salió de todas las bocas… Nada, que nos íbamos a pique. Un bulto, una mujer estuvo casi dentro del agua por el costado de estribor. Ciego me incliné para sostenerla. ¿Era Camila? Yo no vi nada; duró aquello lo que un relámpago, y pasome fugaz por la cabeza la idea de que yo iba a realizar un acto heroico. ¡Confusión, gritos, agua!… La humana forma que sostuve en mi brazo no era Camila, era la cuñadita de Augusto Miquis. Gracias que al echarle mano me agarré al bote con la izquierda, que si no, ¡sabe Dios…! Los brazos de la niña se me pegaron al pescuezo como un pulpo, sofocándome en tal manera que me habría sido muy difícil ser héroe. Quien hizo una verdadera hombrada fue Constantino, que en el momento aquel rapidísimo del peligro, cogió a su mujer, enlazándola con el brazo izquierdo, mientras echaba la zarpa derecha a la escala del vapor. Se necesitaba para esto una agilidad y una fuerza que sólo él tenía. Quedaron ambos suspendidos, y auxiliados por dos marineros del buque, pronto volvieron a nuestro bote. ¡Ni siquiera se habían mojado…! En fin, que todo quedó reducido a unas cuantas magulladuras, remojones y un grandísimo susto. Pero convinimos en que podía haber ocurrido una gran catástrofe. Pronto nos serenamos, y remando hacia el muelle nos pusimos todos de buen humor, y no hacíamos más que recordar los pormenores del lance, relatando cada cual sus impresiones. Camila reventaba de satisfacción. ¡No se había mojado nada! Apenas había cuatro gotas en su vestido. Y refería cómo la cogió el bárbaro con aquella fuerza de Hércules, y cómo se vieron suspendidos un instante a la escala, mientras el bote se iba a lo hondo. En toda la noche no habló mi prima de otra cosa, ni quedó persona conocida en San Sebastián a quien no refiriese el tremendo conflicto, abultándolo con gallardas hipérboles… «El bote parecía tragado por la mar… La escala subía… Constantino la cogió como una pluma y no le dijo más que agárrate bien… El vapor se los quería llevar… vio los picos de los palos rayando las nubes… se le fue la vista… el agua verde causaba espanto haciendo un gargoteo de mil demonios…».
Ya estaba yo arrepentido de haberme metido en aquel pueblo, donde jamás se me arreglaban las cosas para pillar sola a Camila. Si ella hubiera querido no habrían faltado ocasiones; pero como las esquivaba por todos los medios, de nada me valía que yo las buscase.
Descubrió el manchego una sala de armas en la ciudad vieja, y nos íbamos todos los días allá. El ejercicio de la esgrima debía de ser muy saludable combinado con los baños. Augusto nos acompañaba casi siempre para presenciar nuestros asaltos. Su salvaje hermanito, en quien era necesidad orgánica poner en variadas flexiones y contracciones los poderosos músculos, hacía, antes o después de tirar el florete, ejercicios gimnásticos de los más rudimentarios. Se subía por una cuerda, se colgaba de una barra, andaba largo rato en cuclillas. Contemplábale yo con la admiración que inspira todo bruto incansable. Quizás mi odio me hacía tenerle por más bruto de lo que era en realidad.
Pero sí, era un gañán, sin género alguno de duda. Si no lo probaran otras cosas, lo probaría su maldita maña de divertirse con los juegos de fuerza o de manos, que, según dice el refrán, son juegos de villanos. Sí, villanía es dar puñetazos sin venir a cuento, agarrarle a uno la mano y apretársela hasta hacerle dar un grito, cogerle a uno descuidado por la cintura y suspenderle en el aire, con otras gansadas sin maldita la gracia. Tales juegos me cargaban. Yo le decía: «estate quieto, no me busques». (La confianza en que vivíamos nos había llevado a tutearnos sin saber cómo). Le tenía ganas; habría gozado mucho dándole un buen porrazo, ya que el matarle no estaba en mis sentimientos ni en las costumbres suaves de la época. A ratos eché yo de menos las edades románticas en que se destripaba a cualquier rival por un quítame allá esas pajas.
Un día concluimos nuestro asalto, yo rendido de fatiga, él tan campante como si nada hubiera hecho. De repente empezó con las gracias villanas que antes mencioné. «Constantino, que te estés quieto». Yo estaba nervioso, de muy mal humor, y con ganas de darle una zurra. «Que no me busques, Constantino; que no quiero bromas»… Pero él dale que dale, tan pesadote que no se le podía aguantar. De improviso, viéndome sobado y golpeado estúpidamente, nació en mí un ardiente apetito de brutalidad; cegué, perdí el tino, no supe lo que me pasaba, y echándole ambas manos a su pescuezo robusto, caímos, rodamos… Él tenía más fuerza muscular que yo; pero el odio, según creo, centuplicó las mías. La verdad es que le tuve un instante acogotado, y gocé ferozmente en la extinción de su aliento. Recordando después aquella escena, heme avergonzado y espantado de que los hombres más pacíficos se conviertan tan fácilmente en fieras.
«Es demasiado —dijo Augusto, que empezaba a alarmarse—. Para juego basta.
Mi fuerza, puramente nerviosa, por lo mismo que fue tan grande, duró poco. El manchego se repuso, y desasiéndose, ganó pronto ventaja. No tardé en estar debajo. Cogiome las manos, sujetándome los brazos con el peso de su cuerpo, dejome sin movimiento ni respiración, hecho un lío, una momia. ¡Cómo ostentaba su poder ante mi debilidad! Así me tuvo un rato, dueño de mí, mirándome y escarneciéndome como si yo fuera un muñeco con apariencias de hombre. «Muévete ahora» me decía, apretando más las argollas de hierro de sus dedos. Y tras esto soltó una carcajada de jayán vencedor, estúpida, mas no rencorosa. Cuando aflojó, yo apenas respiraba. No tenía fuerzas ni para despegarme del cuerpo la camisa. Él continuaba riendo, de un modo franco y leal, que por esta misma cualidad me era más odioso. «Bromas pesadas —repitió Augusto—. Eres un bruto, Constantino…».
Nos serenamos al fin. Él se reía, y yo disimulaba mi encono, figurando tener también ganas de reírme. Todo había sido chanza, juego, gimnasia de capricho… Declaro que le guardé rencor, y para mí decía con gozosa esperanza: «En el mar nos veremos, gandul».
Sí, en la mar era yo más fuerte, mucho más, porque nadaba muy bien, y Constantino apenas se mantenía sobre el agua. Siempre nos bañábamos juntos; era yo su maestro; enseñábale a mover los brazos, jugábamos y saltábamos, cabalgando en las olas. Cuando Camila estaba en el baño, hacía yo más, ¡oh! entonces hacía verdaderas proezas. Orgulloso de aquella habilidad que aprendí en la niñez, alumno de la marítima Inglaterra, esperaba a que mi borriquita estuviese presente para irme muy afuera, muy afuera, hasta que ya no podía más. Decíanme todos, al volver, que perdieron de vista mi sombrero de palma, lo que me llenaba de satisfacción. Todas las personas reunidas en la playa estaban con gran ansiedad, y corrían murmullos de alarma. A mi triunfal regreso, dando brazadas a las olas y abofeteando la espuma, era recibido con vítores y plácemes. Yo me ponía muy hueco, si Camila estaba presente; si no, no. No veía más que a ella, saliendo de su caseta ya vestida, colorada, fresca; y me decía con amable reprensión: «¡Qué susto nos has dado! Creí que no volvías más. A ver si te dejas de gracias».
Pues un día, el que sucedió a la escena de la sala de armas, nos bañábamos, como siempre, todos a la vez. Entrambos Miquis hacían sus pinitos sobre las olas. Constantino se me montó encima, hundiéndome un rato en el mar. Salí furioso. Había llegado mi ocasión. Cegué otra vez, y agarrándole por el cogote me sumergí con él, diciendo entre dientes: «Traga agua, perro, trágala». Un instante nos balanceamos en el agua; dimos contra la arena. Sentí la sacudida hercúlea de mi víctima, que procuraba echarme la zarpa en los apuros de la asfixia. Cuando salí a la superficie, pensé por un momento que Constantino se había ahogado, y sentí terror. Camila, que estaba lejos, empezó a chillar. Pero su marido salió de repente, atontado, pataleteando, escupiendo agua, vomitándola… Su aparición fue acogida con carcajadas por los circunstantes. Yo me reí también, y braceando agujereé una ola. Creí que no me seguiría; pero impávido me siguió, haciendo gestos de ira cómica, la única ira que en él cabía. Y me acometió, saltome a los hombros, y sus poderosas manos me hundieron a su vez. Dentro del agua, oí una voz que llegaba a mis oídos con esa vibración penetrante con que el mar transmite los sonidos. Camila gritaba: «Constantino, ahógale». Estas palabras, rasgando la masa verde y movible del mar, parecían el ras del diamante al cortar el vidrio… Y en verdad que al oírlas tuve miedo, y creí que en efecto me ahogaba. Por suerte, ambos volvimos pronto a la superficie, y nos acogieron las mismas carcajadas de antes. Tuve que reportarme y disimular. Augusto decía: «juegos pesados y de mal género, que pueden ser peligrosos». Camila reía también; pero yo no podía apartar de mi mente aquel ahógale, que me parecía dicho con toda el alma; se me quedó dentro de los oídos como cuando nos entra agua en ellos, y no la podemos extraer, ni atenuar la gran molestia que produce. Salí del baño aturdido y con despecho, que no excluía la vergüenza de haber sido tonto y brutal.
Después, al abandonar la caseta, donde permanecí largo rato procurando serenarme, vi a los dos esposos correteando por la playa y recogiendo conchas como dos inocentes. Nunca había estado mi prima tan hermosa. Los baños de mar habían puesto el sello a su robustez gallarda. Hablando de su apetito, lo pintaba con las hipérboles más graciosas. «Se desayunaría con un cabrito si no fuera de mal tono… Sentía que las chuletas no tuvieran izquierda y derecha para comérselas dos veces… Por punto no devoraba una langosta entera». Su asnito no le iba en zaga en esto. Ambos tenían coloración tostada y encendida, por efecto del sol, del agua de mar y de aquel apetito de la Edad de Oro. Ambos revelaban el apogeo de la salud y del vigor físico, así como el grado culminante de la alegría, que es consecuencia de aquel feliz estado. El indiferente que les veía y les escuchaba no podía menos de alabar a Dios ante una pareja tan bien dispuesta para los goces y los trabajos humanos, ante aquel admirable tronco que arrastraba sin esfuerzo alguno, relinchando de gusto, el carro de la vida.