«Aquí tienes el pienso —dijo Camila trayendo la tortilla de jamón—. Esto de ser a un tiempo ayuda de cámara del señorito, señora y doncella de la señora, cocinera y criada es cargante, ¿verdad? ¡Ay! quién fuera rica, para estar todo el día abanicándome en mi butaca.
¡Y qué apetito, Dios inmortal! Los dos lo tenían bueno, y a mí se me iban los ojos tras los pedazos que metían en la boca. Observé que ella se reservaba para que a él le tocase más de la mitad de la tortilla. Él también, direlo en honor suyo porque es verdad, fingía estar harto para que a su mujer le tocase más. Por fin quedaba un pedazo que ninguno de los dos quería tomar. «Para ti, hija…». «No, para ti, nenito».
«Vamos —decía yo—, no se sabe cuál de los dos tiene más gana. Echar suertes… No, yo decidiré. Que se lo coma la hiena.
Y echándose a reír, se lo comía, y él se mostraba más feliz. Hacían el café en una maquinilla rusa. Al mismo tiempo devoraban pan a discreción y queso manchego, de que tenían repuesto abundante. Sin saber cómo, la conversación iba rodando a las esperanzas de prole. ¡Oh! Belisario vendría. Hacían proyectos, contando con él, como si lo tuvieran allí en una silla alta, con su babero al pescuezo. «Vendrá, vendrá el señor Belisario —decía ella encendiendo el alcohol—. Verán ustedes como con los baños de mar…
—Eso, eso, los baños de mar.
Para realizar aquel viaje, todo se volvía economías y arreglos. «Pero si os pago el viaje… dejaos de cálculos —les decía yo. Constantino se incomodaba cuando yo hablaba de pagar. No quería, por ningún caso.
¡Oh, cien mil veces dichoso! Lo poco que tenían lo disfrutaban y lo gozaban con inefables delicias. El día que recibieron ciertos dineros de doña Piedad, con los cuales contaban para ayuda del verano, estaban los dos como locos. Camila se había hecho ya su sombrero de viaje, comprando el casco y los avíos, y armándolo ella misma por un modelo que le prestó Eloísa. El vestido y el pardessus eran desechos de su hermana, arreglados por la misma Camila. Se vestía ¡ay dolor! aquella imponderable virtud con los despojos del vicio.
Mientras hacían ellos sus preparativos, yo no sabía cómo matar el aburrimiento. Fui algunos días a la Bolsa y al Bolsín, acompañado de Torres, y me entretuve haciendo operaciones de poca importancia. Consagraba también algunos ratos a mi tío, que estuvo todo el mes de Junio metido en casa, muy aplanado, con cierta propensión al silencio, síntoma funesto en el más grande hablador de la tierra. El pañuelo de hilo no se apartaba de sus ojos húmedos; el continuado suspirar producíale una especie de hipo. Pensando que se había metido en algún mal negocio, le supliqué que se clareara conmigo. No era mal negocio, pues hacía tiempo que estaba mi hombre retirado del trabajo. Ya no podía; le faltaban fuerzas; había dado un bajón muy grande. La causa de su trastorno era el mal de familia, que le atacaba en forma de un fenómeno de suspensión. Parecíale que le faltaba suelo, base; que se iba a caer… Pero pronto pasaría, ¡sí…! Procuraba vencer el achaque fingiéndose alegre. Sin saber por qué se me antojó que detrás del síntoma nervioso de la suspensión había otra causa. Estos jaleos espasmódicos suelen provenir de lo que menos se piensa, y lo difícil es descubrir el punto vulnerado y atacar allí el mal. Hablé a mi tío con cariño, incitándole a que tuviera franqueza, espontaneidad. ¡Pobre señor! Se aferraba en su misterio y no quería decirme la verdad. Pero con gancho se la saqué al fin. En una palabra, mi buen tío había tenido pérdidas considerables; no podía veranear y no sabía de qué fórmula valerse para decir a su esposa «por este año no hay viaje». Solicitar de Medina un anticipo era lo natural; mas él no se llevaba bien con su yerno, a causa de una cuestión de que me hablaría más adelante. «Pero tío, por Dios, ¿es posible que usted se ahogue en tan poca agua? ¡Estando yo aquí…! ¡Ni que fuéramos…!
Todo se arregló, y por la tarde estaba aquel excelente sujeto tan curado de su ruinera, como si en su vida la hubiera padecido.
A Raimundo se lo llevaron mis tíos consigo a Asturias, lo que agradecí mucho, pues cargar con aquel apéndice a San Sebastián me habría sabido muy mal. Al partir, me dijo con oficioso misterio que iba decidido a emprender un gran trabajo. Llevaba el plan de una obra, y en el sosiego y frescura de Gijón se pondría a trabajar en ella con ahínco. ¡Ya vería yo, vería el mundo absorto lo que iba a salir! No quiso decirme lo que era para darme la sorpresa hache. Francamente, experimenté vivísima satisfacción al perderle de vista.
Pensé marcharme yo también; pero tuve que detenerme una semana más en Madrid, porque acertaron a pasar por la corte dos señoras amigas mías, respetabilísimas, de casta mestiza anglo-hispana, como yo, y a las cuales no podía menos de tratar con las mayores consideraciones. Eran las de Morris, mejor dicho, una de ellas era Morris y Pastor, la otra Pastor y Morris, tía y sobrina, ambas solteronas, distinguidísimas y ricas. La de Morris debía de tener setenta años; pero se conservaba bien; era algo pariente de mi madre, y siempre me hablaba del tiempo en que me había tenido sobre sus rodillas, fajándome, limpiándome los mocos y dándome cucharadas de maizena. La Pastor, su sobrina, era más joven; ambas parecían de cera, pulcras como el armiño; sus ojos eran cuatro cuentas azules, enteramente iguales y simétricas. La concordancia de sus miradas y de sus movimientos era tal, que a veces parecía que la una movía las manos de la otra, y que la Morris estornudaba o tosía con la boca de la Pastor. La tía leía mucho, así en inglés como en español, y tenía sus puntas de literata; trataba a Spencer y a George Elliot. La sobrina pintaba, como pintan las inglesas, haciendo habilidades más bien que obras artísticas, embadurnando placas de porcelana, trozos de papel de arroz, y ahumando platos para rascarlos con un punzón. Sus acuarelas tenían frescura sosa, y siempre expresaba en ellas alguna idea moral. Aunque no pintara más que un riachuelo reflejando un álamo, yo no sé cómo se las componía que siempre salía la moral. Eran ambas las personas más agradables, más buenas, más finas, más delicadas que se podían ver en el mundo.
La cuna de la Morris había sido Gibraltar; la de la Pastor, Jerez. Fueron íntimas de Fernán Caballero, y por ella adoraban a Andalucía. Vivieron mucho tiempo en Londres; pero tuvieron desgracias de familia; se habían quedado casi solas, y su fortuna disminuyó con la quiebra del Scotland Bank. Total, que acordaron terminar sus nobles días en la tierra de María Santísima.
Detuviéronse en Madrid para verme, porque la Morris me quería mucho, me besaba como a un niño y lloraba acordándose de mi madre. «Si me parece que fue ayer cuando naciste… Me acuerdo muy bien. Fue una noche en que hubo muchos truenos y relámpagos. Tu madre se asustó, echose en la cama y… te tuvo. Paréceme que te estoy viendo ya grandecito, pero no tanto que levantes del suelo más que esta mesa. Eras humilde, delicadito de salud y caprichosillo».
Tuve, pues, que acompañarlas en Madrid, llevarlas al Museo y servirles de cicerone. Mary (la pintora), tenía locos deseos de verlo. ¡Había oído hablar tanto de él! Con muchísimo gusto desempeñé yo aquella noble misión. No me separé de ellas mientras estuvieron en Madrid, y había que verme a mí con mis Pastoras (Camila dio en llamarlas así) siempre a remolque, ambas forradas con sus luengos y severos sobretodos de dril, y ostentando en la cabeza unos sombrerotes no muy conformes con lo que por aquí se usa, anchos, ahuecados hacia dentro y con mucha espiga, mucha amapola y otras silvestres florecillas. Camila decía que no podían haber escogido sombreros más propios unas damas que se llamaban las Pastoras. Guardeme bien de presentarlas a mi prima, pues de seguro habría oído de personas tan recatadas el terrible shoking.
Para darme más que hacer, mis ilustres amigas me rogaron que me hiciera cargo de sus intereses. Tenían ciega confianza en mí. Endosáronme varias letras que traían, ordenáronme cobrar por cuenta suya ciertas sumas en casa de Weissweiller y Baüer, y se fueron. Despedilas en la estación del Mediodía, después de haber telegrafiado a Cádiz para que las fueran a recibir. Ambas lloraban cuando se separaron de mí.
Desempeñados con la mayor prontitud posible los encargos que me dejaron, pensé en salir de este horno. Estábamos a mitad de Julio. Los señores de Miquis no irían a San Sebastián hasta el 10 ó el 12 de Agosto. Los últimos días que vi a Camila estuve tan excitado, tan majadero, que dije muchas tonterías. Pintele mi desesperación en términos sombríos y románticos, porque me salía de dentro así. Le decía: «me mato, te juro que me mato si no me quieres». Y ella, riendo al principio, me miraba luego con un poco de lástima, exhortábame a ser razonable, y reía, reía siempre. También ella, en la edad del pavo, había querido matarse, y nada menos que con fósforos. ¡Cuánto se había reído de esto después!… ¿Acaso estaba yo en la edad del pavo? Seguramente así lo pensaba ella. Por fin vine a comprender que esta táctica era mala, porque no me daba buen resultado. En Camila no aparecían ni ligeros indicios de ser contaminada de mi romanticismo; al contrario, lo repelía, como rechaza el organismo las sustancias de imposible asimilación.
La mañana del último día que pasé en Madrid, hablamos Constantino y yo de esgrima, de caza y de caballos. Aquellas conversaciones de sport me entretenían, y a él le entusiasmaban. De repente, se me ocurrió decir: «Cuando volvamos de San Sebastián le voy a regalar a usted un buen caballo de paseo». Él se puso encarnado y miró a su cara mitad, como miran los niños a sus madres cuando temen que estas no les han de permitir aceptar un juguete.
«¡Un caballo! —repitió el manchego con éxtasis.
—¿Lo quiere usted andaluz, inglés o árabe?
—No, si no… ¿pero de verdad?… Usted…
La boca se le hacía agua. Camila le miraba con amor entrañable, y luego se dejó decir:
—Acéptalo, no seas tonto. Si te lo quiere regalar…
—Es que yo me enfadaría si no lo aceptara.
Constantino me dio un abrazo tan apretado, que creí que me ahogaba.
«Puesto que Camila no se opone, que sea andaluz, bravío, de estampa, de mucha cabezada, y que ande así… así…
Remedaba con la cabeza y las manos el empaque de uno de esos caballos petulantes, que cuando andan, parecen estar mirándose en un espejo. Luego imitaba el galope: tra-ca-trán, tra-ca-trán.
Poco después advertí en Camila sentimientos de la más pura gratitud por mi ofrecimiento del caballo. «¡Qué bueno eres! —me dijo, dejándose besar las manos, favor que hasta entonces no me había permitido. Y yo dije para mí: «Hola, hola, ¿qué es esto?». Francamente, era para maravillarme. Mil veces le hice ofertas valiosas sin conseguir que me las agradeciera. Habíale dicho: «Camila, te regalaré un hotel, te pondré coche, te pasaré seis mil duros de renta», y ella ¿cómo me contestaba? Riendo, injuriándome o tirando aquellas lindas coces de borriquita enojada, que eran mi encanto… En cambio, aceptaba y agradecía obsequios hechos a su marido. ¿Por qué? Ella se atormentaba con la idea fija de comprar un caballo a Constantino; pensaba en esto a todas horas, y tenía una hucha en la cual reunía dinero para aquel fin. ¡Pobrecilla! El regalo del caballo entrañaba una gran conquista para mí, la conquista del tiempo, porque Miquis se iría a pasear en él todas las tardes. Además, Camila se había entusiasmado con mi oferta, se había conmovido… A veces, por donde menos se piensa se abre una brecha. ¿Sería aquella la brecha de la inexpugnable plaza, la juntura invisible de una cota que parecía milagrosa?… Lo veríamos, lo veríamos. Me marché gozoso a San Sebastián, diciendo para mí: «Lo que es ahora, borriquita, no te escapas».