III

Cuando Camila me dijo: «nosotros no tenemos dinero para veranear y nos quedamos en Madrid», sentí una gran aflicción ¿De qué trazas me valdría para costearles el viaje y llevármeles conmigo? Dije sencillamente a mi prima: «Tú no has estado nunca en París, ¿quieres ir a dar un vistazo?». Pero se escandalizó de mi proposición echándome mil injurias graciosas. Yo estaba dispuesto a pagarles el viaje a San Sebastián o a donde quisieran, y con más gusto lo habría hecho llevándomela a ella sola; pero como no había medio de separarla del antipático apéndice de su maridillo, los invité a los dos. «Gracias —me dijo Constantino—. Si mi mamá Piedad me manda lo que me ha prometido, nos iremos unos días a San Sebastián o a Santander en el tren de recreo.

—¡En el tren de recreo! ¿Pero estáis locos?

—Sí, en el tren de botijos —afirmó Camila batiendo palmas—. Así nos divertiremos más. ¿Qué importa la molestia? Tenemos salud. La mujer de Augusto vendrá también.

—¡Qué cosas se os ocurren! Iréis como sardinas en banasta. Eres una cursi…

—Di que somos pobres.

—Vaya… Me han ofrecido habitaciones en una magnífica casa en San Sebastián. Viviremos todos juntos en ella. Id en el tren que queráis, aunque sea en un tren de mercancías.

Yo me regocijaba secretamente con la perspectiva de aquel viaje. «Allí caerás —pensé—; no tienes más remedio que caer».

A la noche siguiente, el tontín de Constantino entró diciendo que irían a Pozuelo, lo que desconcertó mis planes. Marido y mujer discutieron, y yo combatí el proyecto con calor y hasta con elocuencia. Por fin, apelé a las aficiones taurómacas de Miquis, hablándole de las corridas de San Sebastián. ¡Ya vería él qué toros, qué animación! Vaciló, cayó al fin en la red. Quedó, pues, concertado el viaje; pero ellos no podían ir hasta Agosto; y yo, muerto de impaciencia, agobiado por los calores de Madrid, tuve que estarme en la Villa todo el mes de Junio, viendo defraudados cada día mis ardientes anhelos. Aquella dichosa mujer era una enviada de Satanás para martirizarme y conducirme a la perdición. Como el badulaque de Constantino seguía de reemplazo, casi nunca salía de la casa. Las pocas veces que encontraba sola a Camila, convertíase para mí en una verdadera ortiga, no se dejaba tocar, suspiraba por su marido ausente y acababa de helarme hablándome de aquel Belisario que no venía, que no quería venir, que se empeñaba en seguir en la mente de Dios.

«Si no vas a tener más chiquillos… —decíale yo—; y da gracias a Dios para que no perpetúe la raza de ese animal manchego.

Al oír esto me pegaba con lo que quiera que tuviese en la mano. Y no se crea… pegaba fuerte; tenía la mano pronta y dura. Me hizo un cardenal en la muñeca que me dolió muchos días.

«Si sigues haciéndome el amor —me chilló una tarde—, le canto todo al manchego para que te sacuda. Puede más que tú.

—Sí, ya sé que es un peón. Pero ven acá, ¿cómo es posible que le quieras tanto? ¿Qué hallas en él que te enamore?

—¡Qué risa!… que es mi marido, que me quiere… Y tú no vienes más que a divertirte conmigo y a hacer de mí una mujer mala.

Y no había medio de sacarla de este orden de argumentos. «¡Que me quiere, que es mi marido!».

Un día, que la encontré sola, llegose a mí con cierta oficiosidad, y dándome un billete de quinientas pesetas, me dijo:

«Ahí tienes lo que me prestaste. Puede que ya no te acuerdes.

—En efecto, ya no me acordaba. Chica, no me avergüences… Guarda esa porquería de billete, y perdonada la deuda. Por algo somos primos.

—No, no quiero tu dinero. He pasado mil apuritos para reunirlo, y ahí lo tienes. Antes te lo pensaba dar; pero tuve que renovar el abono de la barrera de Constantino… ¡Pobrecito mío! ¡Cuánto he penado por que no se prive de la diversión que más le gusta! Para esto, he tenido que dejar de comprarme algunas cosillas que me hacían falta, y no comer postre en muchos días. Me habrás oído decir que no tenía gana. Ganitas no me faltaban. Pero es preciso economizar. ¡Economizar! ¡Qué cosa más cargante! discurre por aquí, discurre por allá; aquí pongo, aquí quito… Créete que me hacía cosquillas el cerebro… Pero todo se aprende con voluntad… Con que ahí tienes tus cuartos, y gracias.

—Que no lo tomo. Quita allá.

—Te echaré de mi casa.

—No me marcharé… Mira, ya me devolverás los dos mil reales cuando estés más desahogada. Debes suponer que no me hacen falta.

—Eso ¿a mí qué…?

¡Pobrecilla! Toda mi terquedad fue inútil. Tan pesada se puso, que no tuve más remedio que tomar el dinero, temeroso de que se enojara de veras.

«Bien —le dije—, guardo el billete; pero lo guardo para ti. Soy tu caja de ahorros. Esto y todo lo que necesites está a tu disposición. No tienes más que abrir esa bocaza y… enseñarme esos dientazos tan feos… Todo lo que poseo es para ti, para ti sola, gitana negra, loba.

Lo dije con tanto ardor, alargando mis manos hacia ella, que me tuvo miedo, y de un salto se puso al otro lado de la mesa.

«Si no te callas, tísico pasado —gritó—, te tiro este plato a la cabeza. Mira que te lo tiro…

—Tíralo y descalábrame —le contesté fuera de mí—; pero descalabrado y chorreando sangre te diré que te idolatro, que todo lo que poseo es para ti, para esa bocaza, para la lumbre que tienes en esos ojos; todo para ti, fiera con más alma que Dios.

Sus carcajadas me desconcertaron. Se reía de mi entusiasmo poniéndolo en solfa y apabullándome con estas palabras: «Sí, para ti estaba. ¿Ves esta bocaza? No beberás en este jarro. ¿Ves estos faroles? (los ojos). Otro se encandila con ellos. Emborráchate tú con las tías de las calles, perdido. ¿Ves este cuerpecito? Es para que nazcan de él los hijos que voy a tener, para agasajarlos, para darles de mamar. ¡Y rabia, rabia, rabia… y púdrete y requémate!

Constantino entró. Su aborrecida cara me trajo a la realidad. Le habría dado de palos hasta matarle. Pero en mis secretos berrinches, decía siempre para mí con invariable constancia: «Caerá, caerá; no tiene más remedio que caer».

Otro día les hallé retozando con libertad enteramente pastoril. Ella, que tenía calor hasta en invierno, estaba vestida a la griega. Él andaba por allí con babuchas turcas, en mangas de camisa, alegre, respirando salud. Ambos se me representaban como la misma inocencia. Parecía aquello la Edad de Oro, o las sociedades primitivas. Camila se bañaba una o dos veces al día. Era fanática por el agua fresca, y salía del baño más ágil, más colorada, más hermosa y gitana. Él no era tan aficionado a las abluciones; pero su mujer, unas veces con suavidad, otras con rigor, le inculcaba sus preceptos higiénicos; asimilándole a su modo de ser de ella. ¡Una mañana presencié la escena más graciosa…! Me reí de veras. Mi prima, vestida como una ninfa, daba a su marido una lección de hidroterapia. Desnudo de medio cuerpo arriba, mostrando aquella potente musculatura de gladiador, estaba Miquis de rodillas, inclinado delante de una gran bañera de latón. Su actitud era la del reo que se inclina ante el tajo en que le han de cortar la cabeza. El verdugo era ella, toda remangada, con la falda cogida y sujeta entre las piernas para mojarse lo menos posible. El hacha que esgrimía era una regadera. Pero había que oírlos. Ella: «restrégate, cochino; frótate bien; toma el jabón». Él: «socorro, que me mata esta perra; que me hielo; que se me sube la sangre a la cabeza». Ella: «lo que se te sube es la mugre; ráspate bien, hasta que te despellejes. Grandísimo gorrino, lávate bien las orejas, que parecen… no se qué». Y no teniendo paciencia para aguardar a que él lo hiciese, soltaba la regadera, y con sus flexibles dedos le lavaba el pabellón auricular con tanta fuerza como si estuviera lavando una cosa muerta. «Que me duele, mujer»… «Lo que te duele es la porquería —respondía ella pegándole un sopapo. Parecía meterle los dedos hasta el cerebro.

Después le frotaba con jabón la cabeza, la cara, el pescuezo, y él, apretando los párpados cubiertos de jabón, gritaba como los chiquillos: «¡no más, no más!…». En seguida volvía Camila a tomar la regadera y a dejar caer la lluvia, y él a pedir socorro y a echar ternos y maldiciones. El agua invadía toda la habitación. Se formaban lagos y ríos que venían corriendo en busca de los pies de los que presenciábamos la escena (mi tía Pilar y yo). Era preciso andar a saltos.

«Hija —dijo mi tía—. Vas a inundar el piso y a pudrir las maderas. Mira qué cara pone este, porque le estropeas su casa.

—Para eso la pago.

Y salía sin esquivar los charcos, metiendo los pies en el agua. Llevaba zapatillas de baño, de esparto, bordadas con cintas de colores; pero a lo mejor se le caían, y seguía descalza como si tal cosa, sobre los fríos ladrillos.

Su mamá se reía como yo. Díjome después: «Es increíble cómo esta cabeza de chorlito ha transformado a su marido. En esto del aseo, ha hecho una verdadera doma. Era Constantino uno de los hombres más puercos que se podían ver. ¡Qué manos, qué orejas, qué cogote! Y míralo ahora. Da gusto estar a su lado. Parece un acero de limpio. Verdad que mi hija se toma todas las mañanas el trabajo de lavarlo como lavaba al Currí, cuando tenían perros en la casa.

Poco después, Camila se presentó más vestida. Miquis llegó al comedor, colorado, frescote, con los pelos tiesos, riendo como un niño grande y abrochándose los botones de la camisa. «Estas lejías no las aguanta nadie más que yo… ¿Ha visto usted qué hiena es mi mujer?». Corría Camila a hacer el almuerzo, pues estaban sin criada, pienso que por economizar. «Patrona, que tengo gana… que le como a usted un codo, si no me trae pronto el rancho». Y sentíamos rumor de fritangas en la cocina, y estrellamiento y batir de huevos. «Ahora —me dijo Miquis con beatitud—, nos pasamos con una tortillita y café. Hemos suprimido la carne como artículo de lujo. Y tan ricamente… A todo se jace uno. Esta Camila es el mismo demonio. ¿Pues no dice que va a reunir dinero para comprarme un caballo?… ¡No sé qué me da de sólo pensarlo!… ¿Será capaz?

Miré a Constantino y advertí en su rostro una emoción particular. O yo no entendía de rostros humanos o se humedecían con lágrimas sus ojos. «Dios mío, Dios mío —pensé en un paroxismo de aflicción—, ¿por qué no he de poseer yo una felicidad semejante a la de este par de fieras?