Y en la Trinidad, ocupándome de lo que no me importaba, no podía apartar de mi mente las virutas que me había sacado aquel cepillador, las cuales subían enroscándose desde mi corazón a mi cerebro. Lo que íbamos a solicitar era que el Ministerio le comprara al Saca-mantecas unos papeles o pergaminos viejos que, al decir de un informe académico, interesaban grandemente a la historia patria. Con estos auxilios oficiales trampeaba mi amigo. Tiempo hacía que chupaba del Estado en una u otra forma, ya socolor de comisiones en el extranjero, para estudiar cualquier cosa de que él entendía tanto como de afeitar ranas, ya con el aquel de las excavaciones arqueológicas que se hacían en una finca suya, allá por donde Cristo dio las tres voces.
El Ministro nos recibió a los tres con toda la cordialidad de su temperamento andaluz y maleante. Era un hombre de palabras flamencas y de pensamientos elevados, iniciador de más osadía que perseverancia. Aquel día estaba de buenas. Después de ponerse a nuestras órdenes, añadiendo que nos daría el copón si se lo pedíamos, llevome aparte y me dijo mil perrerías. Yo era un acá y un allá. Cuando se desvergonzaba en broma, me parecía un gran talento que necesita abonarse constantemente con palabras estercolosas, todas las materias de lenguaje en descomposición que manchan, apestan y fecundan. Por fin, en términos comedidos, me reprendió amistosamente por mi apatía política. Yo no me cuidaba de nada; no hacía caso de las quejas de mis electores, y estos tenían que valerse de otros diputados para impetrar el favor oficial. Yo era, en suma, un padrastro de la patria. Contestele que dejaría gustoso un cargo que me aburría soberanamente. Insistí mucho en esto de mi fastidio político; pero durante aquella misma conversación, en que intervino también Villalonga, se posesionó de mí una idea. Quizás me convenía variar de conducta, mirar a la política con ojos más amantes, pues con ayuda de este útil instrumento, podía ir reparando mi agrietada fortuna. Salí de la Trinidad, dejando al Saca-mantecas con Villalonga en la habilitación. Deseaba averiguar a todo trance por qué capítulo cobraría, y cuándo le daban el libramento, pues le hacía mucha falta.
Lo mismo fue verme solo en la calle, que volver a pensar en Eloísa. Las virutas se enroscaban más… No sé si aquella mujer me inspiraba compasión tan sólo, o un sentimiento de despecho y envidia, que podría considerarse como reincidencia de la antigua pasión. Lo que había dicho el Saca-mantecas me hería en lo vivo, y ansiaba tener la evidencia de ello. Al instante me acordé de Evaristo, mi criado antiguo, aquel perro fiel que yo había colocado en casa de Carrillo. Hícele venir a mi casa, y me contó cosas que me sacaron los colores a la cara. Tuve que mandarle callar. Cuando me quedé solo, estaba nerviosísimo, me zumbaban horriblemente los oídos. Pasé una noche muy aburrida, porque Camila y su esposo fueron al teatro, y no tuve con quién entretener la velada. Me cansaba el teatro, me fastidiaba la sociedad. «Mañana —pensé—, o voy a casa de esa… a decirle cuatro cosas, o reviento». No tenía derecho a pedirle cuentas de su conducta; pero se las pedía porque sí, porque me daba la gana, porque aquel Fúcar se me había atragantado, y eso de que bebiera en la copa que yo bebí me sacaba de quicio. Mi egoísmo había de resollar por alguna parte para que no estallara dentro. «La voy a poner buena —pensaba—. ¡Venderse por dinero! Es una ignominia en la familia que no debo consentir.
Fui por la tarde. Estaba furioso, deseando llegar para deshogar mi ira. ¿Qué cara pondría delante de mí? ¿Se disculparía?… Quedeme frío al entrar, cuando advertí cierta soledad en la casa. El mismo Evaristo fue quien me dijo: «La señora ha salido para Francia en el expreso de las cinco de la tarde».
¡Ah, miserable! huía de mí, de mi severa corrección, de la voz que le iba a ajustar las cuentas por su liviandad y por haber pisoteado el honor de la familia. ¡Qué vergüenza!… ¡y yo qué necio!
A la tarde siguiente bajé a la estación a despedir a la familia de Severiano Rodríguez, y me encontré a Fúcar que se acomodaba en un departamento del sleeping car.
«Hola, traviatito —me dijo abrazándome—. ¿Manda usted algo para París?
—Que usted se divierta —le respondí, afectando no sólo serenidad sino contento hasta donde me fue posible.
Algo más hablé, dándole a entender que no me inspiraba envidia sino compasión, y nos despedimos hasta la vuelta. «Yo no pienso salir de España —añadí—. No quiero hacer gastos. Necesito tapar ciertas brechas y reedificar ciertas ruinas…». Y como él se riera, concluí con esto: «Los convalecientes compadecemos a los enfermos… Adiós, adiós… Deje usted mandado… Divertirse.