¡Qué noche! Cuando todo concluyó, salí de la alcoba, deseando quitarme pronto la ropa, que estaba manchada de sangre. En el pasillo me vi a la claridad del día, que entraba ya por las ventanas del patio, y sentí un horror de mí mismo que no puedo explicar ahora. Parecía un asesino, un carnicero, qué sé yo… Saliome al encuentro Micaela, la doncella de Rafael, que me tuvo miedo y echó a correr dando gritos. La llamé; preguntele por su ama. Díjome que estaba en el cuarto del niño. En tanto Celedonio, los ojos llenos de lágrimas, me hacía señas para que volviese al gabinete, y me dijo entre sollozos que me sacaría ropa de su amo para que me mudase. La idea de ponerme sus vestidos me causaba un sentimiento muy extraño; no sé qué era; mas hallábame tan horrible con la mía que acepté. Púseme a toda prisa una camisa, un chaleco de abrigo y una bata corta del muerto. Pero deseando vestirme con mi ropa, mandé a Evaristo a casa para que me la trajera.
Dejando a Celedonio con los restos aún no fríos de su amo, fui en busca de Eloísa, cuya situación de ánimo me alarmaba. No la encontré en el cuarto del niño, que dormía profundamente, sino en el suyo, acometida de un fuerte trastorno nervioso, manifestando, ya sentimiento ya terror. Al verme con el traje de su marido, se puso tan mal que creí que se desvanecía. Fijábansele los síntomas espasmódicos en la garganta, como de costumbre, y con sus manos hacía un dogal para oprimírsela. «La pluma, la pluma —murmuraba con cierto desvarío—. ¡No la puedo pasar!». Le rogué que se acostara; pero negábase a ello. Micaela y yo quisimos acostarla a la fuerza, pero nos hizo resistencia. Estaba convulsa, fría y húmeda la piel, los ojos muy abiertos. «No vayas tú a ponerte mala también —dije con la mayor naturalidad del mundo—. Recógete y descansa. No has de poder remediar nada dándote malos ratos». Tuve que hacer uso de mi autoridad, de aquella autoridad efectiva aunque usurpada; hube de ordenarle imperiosamente que se acostara para que se decidiera a hacerlo. Noté en su obediencia como un reconocimiento tácito de la autoridad que yo ejercía. Micaela empezó a quitarle la ropa, la ayudé, porque mi prima, después del traqueteo nervioso, hallábase como exánime y sin movimiento. La metimos en la cama y la arropamos. ¡Ay! sentíame tan fatigado que caí en un sillón e incliné mi cabeza sobre el lecho. Allí me hubiera quedado toda la mañana, si no tuviera deberes que cumplir fuera de aquella habitación. En tal postura, y hallándome postrado y como aturdido, sentí la voz de la viuda que me llamaba. Alcé la cabeza. Sus palabras y sus miradas eran tan afectuosas como siempre. Sin nombrar al muerto, suplicome que atendiese a las obligaciones que traía el suceso, pues ella no tenía fuerzas para nada. Díjele que no se ocupara más que de su descanso, y le prometí que todo se haría de un modo conveniente. Vivo agradecimiento se pintaba en su rostro, y además la confianza absoluta que en mí tenía. Le arreglé la ropa de la cama, le di a beber agua de azahar, le entorné las maderas, corrí las cortinas para atenuar la luz del día, y poniendo a Micaela de centinela de vista para que me avisase si la señora se sentía muy molestada por la pluma en la garganta, salí, no sin promesa de volver pronto, pues esta fue condición precisa para que Eloísa se tranquilizara… «Por Dios, no tardes; tengo miedo —díjome al despedirme, con ahogada voz—; mucho miedo, y la pluma no pasa…
Trajéronme mi ropa y me vestí con ella. ¡Ay! qué peso se me quitó de encima cuando solté la de Carrillo, que además, me venía algo estrecha. A eso de las ocho llegaron mi tío, Medina, María Juana, y más tarde el marqués de Cícero. Atento a todo, daba yo las disposiciones propias del caso, y recibía a los parientes y amigos que se iban presentando. En lo concerniente al servicio fúnebre, allá se entendían Celedonio y los empleados de la Funeraria, pues yo me sentí como atemorizado de intervenir en ello. Recogí las llaves de la mesa de despacho y del mueble donde el pobre Pepe tenía sus papeles, y las guardé hasta que pudiera entregarlas a Eloísa, que al fin parecía vencida del cansancio y dormía con los dedos clavados en el cuello.
Camila recaló por allí a eso de las diez, acompañada de Constantino; mas como tenía que dar de mamar a su nene, lo llevó consigo, y el lúgubre silencio de la casa se vio turbado por el clarinete de Alejandrito. Almorzamos mi tío, Raimundo y yo de mala gana, y luego nos encerramos los tres en el despacho para redactar la papeleta fúnebre y poner los sobres. Sentado donde Pepe se sentaba, no sé qué sentía yo al ver en torno mío aquellas prendas suyas, ¡amargas prendas!, en las cuales parecía que estaba adherido y como suspenso su espíritu. Allí vi estados de recaudación de fondos filantrópicos, circulares solicitando auxilios de corporaciones y particulares, cuentas de suministro y víveres y otros documentos que acreditaban la caritativa actividad de aquel desventurado. Cuidamos mucho de que en la redacción de la papeleta no se nos olvidara ningún título, detalle ni fórmula de las que la etiqueta mortuoria ha hecho indispensables. «El excelentísimo Sr. D. José Carrillo de Albornoz y Caballero, maestrante de Sevilla, Caballero de la Orden de Montesa, etcétera… Su desconsolada viuda, la Excelentísima… etc., etc.». No se nos quedó nada en el tintero; y en las direcciones que pusimos a los sobres ninguna de nuestras amistades pudo escaparse.
La señora, por razón de su estado, no podía dar órdenes, y los criados se dirigían a cada instante a mí, como si yo fuera el amo, como si lo hubiera sido siempre, y me consultaban sobre todas las dudas que ocurrían. Y aquella autoridad mía era uno de esos absurdos que, por haber venido lentamente en la serie de los sucesos, ya no lo parecía. Ved, pues, cómo lo más contrario a la razón y al orden de la sociedad llega a ser natural y corriente, cuando de un hecho en otro, la excepción va subiendo, subiendo hasta usurpar el trono de la regla. Y cosas que vistas de pronto nos sorprenden, cuando llegamos a ellas por lenta gradación, nos parecen naturales.
Rogóme Eloísa que no saliese de la casa hasta que no se verificara el entierro. Así tenía que ser, pues si yo no estaba en todo, las cosas salían mal. El marqués de Cícero, que se ofrecía constantemente a ayudarme, no servía más que de estorbo; y mi tío tenía ocupaciones indispensables aquel día. Sólo Constantino y Raimundo prestaban algún servicio, aunque sólo fuera el de hacerme compañía. La viuda no recibía a nadie, ni a sus más íntimas amigas. Acompañábanla su madre y hermanas, y sin llorar, consagraban alguna palabra tierna y compasiva al pobre difunto.
Por fin vi concluido todo aquel tétrico ceremonial, y respiré cual si me hubiera quitado de encima del corazón un peso horrible. No quise ir al entierro, y Eloísa aplaudió con un movimiento de cabeza esta resolución mía. Cuando se extinguió en las piedras de la calle el ruido del último coche, mis trastornados sentidos querían volver a la apreciación clara de las cosas. Pero la imagen del infeliz hombre que había despedido su último aliento sobre mi pecho, clavándomelo como un puñal, no se me apartaba del pensamiento. ¿Cómo explicarme sus sentimientos respecto a mí? ¿Qué noción moral era la suya, cuál su idea del honor y del derecho? Ni aún viendo en él lo que en lenguaje recio se llama un santo, podía yo entenderle. ¡Misterio insondable del alma humana! Ante él, no hay que hacer otra cosa que cruzarse de brazos y contemplar la confusión como se contempla el mar. Querer hallar el sentido de ciertas cosas es como pretender que ese mismo mar, desmintiendo la ley de su eterna inquietud, nos muestre una superficie enteramente plana.
¿Por qué me tenía cariño aquel hombre? Si era un santo, yo me resistía a venerarle; si era un pobre hombre, algo había dentro de mí que no me permitía el desprecio. ¿Le despreciaba yo en el ardor de mi compasión, o le admiraba entre los hielos de mi desdén? Toda mi vida ¡ay! estará delante de mí, como pensativa esfinge, la imagen de Carrillo, sin que me sea dado descifrarla. Antes será medido el espacio infinito, que encerrada en una fórmula la debilidad humana.
A estas meditaciones me entregaba la tarde del entierro, encerrado en el despacho, sin otra compañía que la del busto de Shakespeare. El gran dramático me miraba con sus ojos de bronce, y yo no podía apartar los míos de aquella calva hermosa, cuya severa redondez semeja el molde de un mundo; de aquella frente que habla; de aquella boca que piensa; de aquella barba y nariz tan firmes que parece estar en ellas la emisión de la voluntad. Me daban ganas de rezarle, como los devotos rezan delante de un Cristo, y de interesarle en las confusiones que me agitaban, rogándole que pusiera alguna claridad en mi alma.
Al anochecer, cuando aún no habían vuelto del entierro los que fueron a él, me dirigí al cuarto de la viuda, a quien acompañaban su madre y hermanas. En los susurros de su conversación queda, me pareció entender que hablaban de modas de luto. Eloísa tenía en su regazo, dormido, al niño de Camila, y con esta jugaba Rafael. Pero más tarde, cuando mi primo Raimundo y el marqués de Cícero volvieron del cementerio, ostentando éste último una aflicción decorativa, que tenía tanta propiedad como el león disecado con que se retrataba, me alejé del gabinete para no oír las fórmulas de duelo que se cruzaban allí, como los tiroteos alambicados de un certamen retórico, cuyo tema fuera la muerte del pajarillo de Lesbia. Cuando iba hacia el despacho, sentí tras de mí unos pasitos que siempre me alegraban, y una vocecita que me llamaba por mi nombre. Era el chiquillo de Eloísa, que corría tras de mí. Le cogí en brazos, y sentándome le coloqué sobre mis rodillas. Él se puso al instante a caballo sobre mi muslo, y me echó los brazos al cuello. Su inocencia no había permanecido extraña a la tristeza que en la casa reinaba, y en sus mejillas frescas, en su frente coronada de rizos negros advertí una seriedad precoz, fenómeno pasajero sin duda, pero que anunciaba la formación del hombre y los rudimentos de la reflexión humana. Después de hacerme varias preguntas, a que no pude contestarle por lo muy conmovido que estaba, me cogió con sus manos la cara. Era de estos que quieren que se les hable mirándolos frente a frente, y que se incomodan cuando no se les presta una atención absoluta. Para satisfacer su egoísmo tiran de las barbas como si fueran las riendas de un caballo para que les pongáis la cara bien recta delante de la suya. Lo que me tenía que comunicar era esto:
«Dice Quela que ahora… tú… no te vas más a tu casa… que te quedas aquí.
Varié la conversación, dándole muchos besos; pero él, aferrado a su tema, ni me dejaba evadir, ni consentía que yo moviese la cara.
«Dice Quela que tú… vas a ser mi papa…
Este inocente lenguaje me lastimaba. No pude contestar categóricamente a las cosas más graves que yo había oído en mi vida. Por que sí, jamás de labios humanos brotaron, para venir sobre mí como espada cortante, palabras que entrañaran problemas como el que formulaban aquellos labios de rosa.
Dejele en poder de su criada, que vino a buscarle, y me retiré. La casa, como vulgarmente se dice, se me desplomaba encima. Sin despedirme de nadie me marché a la mía.