A pesar de las seguridades que dio el bueno de Zayas, yo no las tenía todas conmigo. Temía, más que la renovación del ataque de nefritis, un brusco estallido las complicaciones vasculares y encefálicas. Aunque Eloísa me instó a que me acostase, no quise hacerlo. Ella también estaba inquieta. Acordamos velar ambos, cargando juntos aquella espantosa cruz, como nos lo ordenaba la fatalidad de los hechos. El marqués y su hermana se fueron al despacho, donde se entretenían, ella rezando el rosario y él leyendo. Sería la una y media cuando Eloísa y yo volvimos a ponernos en triste centinela, cada cual a un lado del lecho del enfermo. Así estuvimos largo rato oyendo sólo el rumorcillo del reloj de la chimenea, que arrojaba los desmenuzados espacios de tiempo, como la clepsidra chorrea las arenas que caen para siempre. Observábamos el cadencioso, reposado aliento de Pepe, y al menor sonido que se pareciese a la emisión de una sílaba, nos entraba sobresalto y azoramiento. Creíamos que nos iba a decir algo aterrador con la solemnidad que es propia de labios moribundos. De improviso abrió el infeliz los ojos, miró a su mujer, cual si no estuviera seguro de quién era, volviose después hacia mí, y en tono tranquilo que revelaba completa posesión de sus facultades intelectuales, me dijo estas palabras: «Haz el favor de mandar que venga un cura. Quiero confesarme». Dijímosle que su estado no era para tanto, y él insistió en que sí lo era con tal energía que no quisimos contrariarle. «Esta noche me moriré —exclamó con una serenidad que nos dejó pasmados—. Esta noche se acabará esta vida que he deseado fuese útil, sin poderlo conseguir. Y no creáis que estoy afligido. Me muero resignado. ¿Qué soy yo en el mundo? Nada. Soy un cero que padece y nada más. La mayor parte de los que vivimos, ceros somos, y mientras más pronto se nos borre, mejor.
Le respondimos a dúo las primeras simplezas que se nos ocurrieron.
«¡Qué cosas tienes! No digas tonterías. Si estás bien…
—Que se te quite eso de la cabeza.
Y siempre más atento a mí que a los demás, ¡preferencia increíble! repitió su demanda:
«José María, tú que eres tan amable, tan complaciente, tráeme un cura. Mira que esto va de veras, y tengo en mi conciencia cosas que quisiera dejar aquí. Si no me confieso, sobre tu conciencia va; y si me condeno, carga con la responsabilidad… Soy cristiano, deseo cumplir. José María, Eloísa, sed amables, traedme un confesor.
Estas palabras tenían una solemnidad que en vano queríamos quitarle, atribuyéndolas a delirio de enfermo. En las miradas de Eloísa conocí que esta las interpretaba como desvarío de un cerebro alterado. A su vez, ella debió de conocer en las mías que yo entendía aquellos conceptos de otro modo, y pronto cambió la expresión de su rostro. La vi queriendo disimular alguna lágrima que se le saltaba de los ojos; y el marido, notando esta emoción le dijo: «Ni tú, pobrecita, ni Celedonio servís para estos lances. Más vale que os retiréis». Insistió luego en que le trajésemos al confesor; dijímosle que al día siguiente, y él contestó con cierto énfasis: «No, no, ahora mismo. Mañana ya no habrá tiempo». Serían las dos cuando enviamos el recado a la parroquia de San Lorenzo.
El cura tardó una hora en venir, y en este tiempo Carrillo siguió en el mismo estado, más bien con apariencias de mejoría. Hablaba alternativamente con su mujer, con Celedonio y conmigo, mostrándonos a los tres un cariño fraternal que, por la parte que me tocaba, no he podido explicarme nunca. La confesión fue larga. Mientras se verificaba, Eloísa y yo convinimos en que la ceremonia del Viático se celebraría al día siguiente con gran pompa, con asistencia de toda la familia y de los parientes y amigos de la casa. Acordamos en breve discusión algunos detalles. Se haría un bonito altar y se traería la mayor cantidad posible de hachas y plantas de salón. Tanto ella como yo queríamos que este acto piadoso tuviera muchísimo lucimiento. Ocurrionos también impetrar la bendición papal, y yo indiqué que por mediación de mi tío y del general Chapa, que eran amigos del Nuncio, se podía conseguir, costara lo que costase.
Cuando salió el cura de la alcoba, le acompañé al comedor, donde estaba dispuesto un chocolate, que no quiso aceptar. Tenía que decir misa a las ocho. Fumamos un cigarrillo, y él, fijando en mí sus ojuelos sagaces (era viejo y muy curtido en aquellos lances), pronunció estas palabras que me parecieron impertinentes:
«Ese buen señor es un mártir.
—¡Un mártir, sí! —repetí yo como si dijera amén.
Aún me parecía poco, y lo remaché:
«¡Es un santo!
Entonces el clérigo, echándome una rociada de humo, y mirándome como si me atravesara de parte a parte con sus ojos, exclamó: «¡Dichosos los que no temen la muerte, porque están puros!».
Iba yo a soltar una sentencia análoga; pero creí más correcto no decir nada, y le devolví su humo mezclado con el mío. Después de una pausa, los ojuelos volvieron a flecharme. Creí sorprender no sé qué tremenda ironía en aquel intruso forrado de negro, cuando me dijo: «¿Es usted hermano de la señora?
De buena gana le habría respondido: «¿Y a ti qué te importa, tontín, que yo sea hermano de la señora, o lo que se me antoje ser de la señora?». Pero este terrible disparate no salió de mis labios.
«No, señor —le respondí, tragándome el humo—. Soy… de la familia.
Pronunció luego el dichoso clérigo algunas palabras consoladoras, de las de rúbrica, y se despidió. Le acompañé hasta la puerta. Ya tenía yo muchas ganas de perderle de vista.
Carrillo me mandó llamar. Estaba impaciente por tenerme a su lado, y tal vez quería decirme algo importante. En el gabinete que precedía a la alcoba vi a Eloísa sentada en una butaca, inclinada la cabeza y el rostro entre las manos. Lloraba en silencio. Creí de pronto que durante el tiempo que yo estuve con el cura, mi prima y su marido habían cambiado algunas palabras; pero después supe por ella que no. La solemnidad y gravedad de las circunstancias, la compasión, el temor religioso, la importancia del acto que su marido acababa de realizar habíanla impresionado enormemente. No se atrevía a franquear la puerta de la alcoba. Sentía pavor, respeto, vergüenza, no sabía qué.
Entré, y acercándome al lecho, advertí que el enfermo estaba sereno; sólo que tenía la voz tomada, y alrededor de los ojos un cerco oscuro, muy oscuro. «Si vieras qué tranquilo estoy ahora —me dijo con cariño—. Tú no lo creerás porque eres irreligioso. Tampoco creerás que tal como estoy no me cambiaría por ti». Le contesté, después de mucho vacilar y confundirme, que en efecto, la vida humana era una broma pesada, y que cuanto más pronto se libre uno de ella, mejor. Él dijo que una hora de conciencia pura vale más que mil años de salud y de ventura, con lo que me mostré conforme aunque sobre ello parecíame que había mucho que hablar. Le insté a que descansara, dejando las reflexiones morales para el día siguiente; pero él no quiso, y siguió hablándome del estado felicísimo en que se encontraba. «Créeme, José María —me dijo dos o tres veces—, te tengo lástima como se la tengo a todos los que viven sin fe. Enmiéndate, corrígete. No des importancia a lo que no la tiene». Y mirando al techo, exclamó después con expresión de indescriptible júbilo: «¡Qué gusto poder decir ahora: no he hecho mal a nadie!».
No le respondí. Pero los pensamientos me congestionaban el cerebro. Ocurriéronme tantas cosas, que habría necesitado una resma de papel si intentara escribirlas. Si por instantes admiraba aquella conformidad hermosa, a veces me ocurría que Carrillo faltaba a la verdad al sostener que nunca hizo mal a nadie, pues se lo había causado a sí mismo en grado máximo; jamás tuvo la estimación de su propio ser, fundamento de la vida social; había sido un suicida civil, y no se redimía, no, echándoselas de místico a última hora. Protestaba yo de aquel estado de perfección en que se suponía, y me venían al pensamiento ideas crueles, despiadadas, absurdas quizás, en las cuales algo había de envidia, algo de venganza; pero que entonces me parecían fundadas en el criterio de la eterna justicia. «No —decía yo para mí, inquieto y trastornado—, no te hagas el santo. No lo eres, porque no has combatido, porque no es virtud la falta absoluta de energía, tanto para el mal como para el bien. No nos hables de gozar la bienaventuranza eterna. Sí; para ti estaba el Cielo. Si quieres salvarte, di que me has aborrecido y que me perdonas… Matándome, nos habríamos condenado juntos. Pero no has tenido ni siquiera la intención de ello, y me estrechas la mano y me llamas amigo… ¡Ah! miserable cero; no me llevarás contigo al Limbo, que va a ser tu morada… ¿Qué casta de hombre eres? ¿Son así los ángeles? Pues reniego de ellos…
Estos y otros desatinos me bullían en la mente. Para acabar de marearme, Carrillo me dijo: «Procura conducirte de modo que cuando te mueras estés tranquilo como yo ahora».
No pude vencerme y se me escapó una sonrisa. Quise recogerla, pero las sonrisas, como las palabras, no se pueden recoger. Él la tomó por expresión de lástima, y afirmó que se sentía muy bien, mejor que yo, y sobre todo, mucho más tranquilo. No le respondí sino con el pensamiento, diciéndole: «Esa tranquilidad desabrida para nada la quiero. ¡Morirme sin haber querido o sin haber odiado a alguien! ¡Morir sin despedirse de una pasión, sin tener alguien a quien perdonar, algo de que arrepentirse! ¡Sosa, incolora y tristísima muerte!
Después pareció que escuchaba. Ponía su atención en los sollozos de Eloísa. «Esa pobre —murmuró con afabilidad que me causaba pena—, está pasando sin necesidad una mala noche. Dile que se acueste. Acompáñala, consuélala, no la dejes que se entregue al dolor». Salí para cumplir este encargo. Pero ella no me hizo caso, y continuaba en el mismo sitio. Al poco rato, Carrillo empezó a mostrar gran inquietud. Me alarmé. Entre Celedonio y yo le incorporamos en el lecho. Quiso hablar y no pudo; llevose una mano a los ojos… Gemidos roncos salían de su garganta. Acudió su mujer, afanada, secando sus lágrimas. Entonces, de la boca del desdichado vi salir alguna sangre, después más, más. Ni él hacía esfuerzos para lanzarla fuera, ni parecía experimentar dolor. No la arrojaba él; ella se salía serenamente, como el agua que afluye hilo a hilo del manantial. ¡Momento de consternación en las tres personas que presenciábamos aquel fin de una vida! Fue tan rápida y tan grande la descomposición del rostro de Pepe, que Eloísa se impresionó mucho. La vi aterrada, próxima a perder el conocimiento. «Vete —le dije—, vete de aquí». Pero su propio terror la clavaba en aquel triste lugar. Entró Micaela y le ordené que se llevara a su señora. La doncella le rodeó la cintura con su brazo, y la que muy pronto iba a ser viuda salió, tapándose los ojos. El marqués de Cícero, que había entrado de puntillas, huyó despavorido, con las manos en la cabeza.
Cuando Celedonio y yo nos quedamos solos con el moribundo, este me echó los brazos, uno al cuello, otro por delante del pecho, y apretome tan fuertemente que me sentí mal. Me hacía daño. ¿Qué fuerza era aquella que le entraba en el instante último, al extinguirse la vida?… Pasó por mi mente una idea, como pasan las estrellas volantes por el cielo. «¡Ah! —pensé— aquí está al fin ese odio que te rehabilita a mis ojos. La última contracción del organismo que se desploma es para expresarme que eres, que debes ser mi enemigo…». Luego oprimió su rostro contra mí, y de su boca salió un bramido fuerte, profundo, que parecía tener filo como una espada… Creí sentir un dardo que me atravesaba el pecho. Con aquel gemido se acabó su desdichada vida… Le miré la cara, y en sus ojos vidriosos vi cuajada y congelada la misma expresión de amistad leal que me había mostrado siempre… No, ¡pobre cordero! no me odiaba… Costome trabajo desasirme del brazo de aquel inocente que quería sin duda llevarme consigo al Limbo.