Porque en aquellos días tenía yo muy pocas ganas de andar por el mundo; sentía no sé qué secreto, abrumador hastío, y un indefinible anhelo de la vida de familia, de reposo moral y físico. No pudiendo satisfacerlo cumplidamente, compartía mi tiempo entre la casa de Eloísa y la de Camila, huyendo de círculos, teatros y reuniones mundanas o políticas que me aburrían soberanamente. En la primera de aquellas casas alternaban para mí las horas tristes con las horas entretenidas, pues si bien la fatiga y cierta tibieza del corazón hacíanme padecer, pasaba ratos agradables charlando con Eloísa de aquellos proyectos de pobreza, que tanta gracia tenían en su boca, o poniendo en vigor con rigurosa actividad el plan de economías que debía salvarla. Yo mandaba allí como si fuera el amo y disponía a mi antojo de todo. Hice un desmoche horrible de criados, y tuve el gusto de plantar en la calle al danzante de Mr. Petit y al jefe de cocina, con sus tres pinches. Una mujer bastante hábil, asistida de una pincha, se encargó de hacer de comer. Despedí también a la doncella camarera, que me parecía mujer de muchos enredos. Era italiana, de buen ver, llamábase Quinquina y había venido a España al servicio de una célebre artista del Real. Supe que había dado escándalo en la casa, dejándose requerir por los cocheros y lacayos, y que Pepito Trastamara la perseguía por los pasillos. Semejante trapisondista no debía seguir allí, y salió pitando, aunque Eloísa lo sintió porque la servía muy bien. De los mozos que lucían frac o librea en los grandes jueves, no quedó más que Evaristo, criado mío muy leal, a quien coloqué en la servidumbre de mi prima. Parecía estar en honestas relaciones con Micaela, la doncella de Rafaelito. Eloísa me aseguró que se casaban y que seguirían sirviéndola después de la boda. Agradábame que Evaristo permaneciera, porque me constaba de un modo absoluto su adhesión, y me convenía tener un perro de presa, un vigilante, un espía dentro de aquellos muros.
Entre tanto, las cuadras y cocheras se reducían a un tiro nada más. Los lienzos gustaban al ministro de Holanda, que probablemente se quedaría con ellos por una cantidad alzada. Eloísa daba a su prendera los zafiros para que los corriera, y todo iba bien, perfectamente bien. Para descansar de estas tareas de gobierno, solía pasar algunos ratos con Rafaelito, el más mono y salado chiquitín que podría imaginarse. Tenía ya dos años, y los disparates de su preciosa boca me encantaban más que todas las cosas admirables que han dicho los poetas desde que hay poesía. Sus agudezas, feliz ensayo de la malicia humana, eran mi mayor diversión. Para gozar de aquel hermoso oriente de una vida, provocaba yo y movía las manifestaciones rudas de su naciente carácter; le hurgaba para que se mostrara tal cual era, ya riendo como un loco, ya colérico; le sacaba de un modo capcioso las marrullerías, las astucias y los impulsos nobles del ánimo. Las horas muertas me pasaba a su lado, a veces tan chiquillo como él, a veces tan hombre él como yo. Componíale yo los juguetes, después de que entre los dos los habíamos roto.
También empleaba algunos ratos en acompañar al pobre Carrillo, que apenas salía de su cuarto. Figurándome que tenía con él una deuda enorme, se la pagaba con buenas palabras y con atenciones cariñosas. Nada agradecía él tanto como que se le diera cuerda en cualquier tema de los suyos y en su fervoroso entusiasmo por la política inglesa. Yo sabía herir siempre las fibras más sensibles de su amor propio de propagandista y de anglómano. Con mi conversación se animaba, ponía en olvido sus crueles dolores y lanzaba su fantasía al espacio inmenso de los grandes proyectos. Mientras platicábamos, solía estar con nosotros el pequeñuelo. Pero ocurría un caso muy particular, que a mí no me causaba asombro, por estar ya muy hecho a las cosas contrarias a la Naturaleza y a la razón. El pequeño se divertía poco con su papá, y esquivaba el estar en sus brazos. Pronto conocí que le tenía miedo, y que el rostro demacrado de Carrillo, con su amarillez azafranosa, producía en el pobre niño un terror que no sabía disimular. La verdad era que hasta entonces el infeliz padre, harto ocupado con los hijos ajenos, se había entretenido poco con el suyo. Rafael no hallaba calor en los brazos de Pepe y venía a buscarlo en los míos. Ni dejaba perder ocasión el muy inocente de preferirme al otro. Carrillo dijo un día con amarguísima tristeza: «te quiere más que a mí» frase que se clavó en mi conciencia como un dardo. Hubiérame agradado que el pequeño no me acibarase el espíritu con sus preferencias; trataba yo de volver por los fueros de la Naturaleza ofendida; pero no lo podía conseguir. El chiquillo me adoraba. Viéndole desasirse con gesto desabrido de los brazos de su padre, sentía yo en mi alma un peso que me aplanaba. Le habría dado azotes, si no temiera que este remedio trivial agravase el daño. Y Carrillo me miraba como con envidia, y me hacía volver los ojos a otra parte, sobrecogido de inexplicable turbación. La imagen de aquel resto de hombre, fijo en su asiento, inmóvil de medio cuerpo abajo, flaco y consumido, de un color de cera virgen, con las manos temblonas y el aliento difícil, me perseguía en todas partes de noche y de día. Imposible, imposible expresar el sentimiento que me inspiraba, mezcla imponente de lástima y miedo, de desdén y respeto.
En casa de Camila pasaba yo algunos ratos por las mañanas antes de almorzar. Confieso que la loca de la familia me iba siendo menos antipática, y que en su endiablado carácter empezaba yo a descubrir cualidades no despreciables, que habrían lucido más, entresacadas de aquella broza que las envolvía. El cariño ardiente y sincero que parecía tener al simplín de su marido, era para mí una de las cosas más dignas de admiración que había visto en mi vida. La sencillez de sus costumbres y su alejamiento de las ostentaciones de la vanidad también me agradaban. Pero estas dotes recién descubiertas creía yo que no debían estimarse como positivas hasta que las circunstancias no las pusieran a prueba. Era cosa de verlo. Con quien yo no congeniaba era con mi ahijado, el más ruidoso y malhumorado cachorro que mamaba leche en el mundo. Muchas veces tuve que huir de la casa porque su clarinete me volvía loco. Era el tal de una robustez sospechosa, gordinflón, amoratado. No había equilibrio en aquella naturaleza, y su sangre, quizás viciada, se manifestaba en la epidermis con florescencias alarmantes. En vano Camila tomaba grandes tragos de zarzaparrilla y otros depurativos. El pequeñuelo mostraba rubicundeces y granulaciones que parecían retoños vegetales. No debía de estar sano, porque su inquietud crecía con su sospechosa robustez. Lo peor de todo era que Camila bajaba con él a mi casa cuando menos falta tenía yo de música, y la una con sus cantos y el otro con sus chillidos me daban unos conciertos matutinos y nocturnos que me aburrían.
Vuelvo a la otra casa, donde inopinadamente ocurrieron sucesos en el breve espacio de una noche, que dejaron indeleble recuerdo en mí. Si mil años vivo no olvidaré aquellas horas terribles. Eloísa, que por instigación mía había dejado de renovar su abono en los teatros, fue invitada aquella noche por una de sus amigas a un estreno en la Comedia. Dudó si iría; pero Carrillo se encontraba mejor que nunca; él y yo la instamos a que fuera. No eran aún las nueve, cuando Pepe se nos puso muy mal. Estábamos allí el ayuda de cámara, Villalonga y yo. Al punto comprendimos que el enfermo sufría una crisis de las más graves. Mandé inmediatamente por el médico y también quise mandar a buscar a Eloísa; pero Carrillo, en aquel paroxismo que parecía la agonía de la muerte, tuvo una palabra para oponerse a mi deseo, diciendo: «No, no, déjala que se divierta la pobre». En esta frase creí sorprender un desdén supremo; pero seguramente me equivocaba, y lo que había era un espíritu de condescendencia llevado a lo último.
El infeliz sufría horribles dolores. El cólico nefrítico se presentaba más espantoso que nunca, complicado con un gran aplanamiento. El médico auguró mal y se negó a administrar como inútiles las inyecciones hipodérmicas. El marqués de Cícero, a quien avisé, vino prontamente acompañado de su respetable y también insignificante hermana, y después de echar un vistazo al enfermo, salió de la alcoba, porque, según dijo, no tenía corazón para ver padecer. Fuese a las habitaciones más distantes, donde estuvo largo rato hablando con los criados, y después pasó al despacho. Le vi luego vagar por la antesala, echando ojeadas de admiración a los espejos y azotándose la pierna derecha con un bastoncillo. Cuando me tropezaba con él, pedíame noticias de su sobrino. Después se pasaba la mano por aquella frente hermosa digna de encerrar talento; se la frotaba como quien acaricia una gran idea que le cosquillea debajo del cráneo, y decía con el tono misterioso que se da a los descubrimientos: «¿Sabe usted, amigo, que ya van creciendo mucho los días? Hoy a las cinco era completamente claro». Aquella noche, afortunadamente, no llevó ninguno de los perros que solían acompañarle. A veces me llamaba con gran aparato de manotadas y chicheos para decirme al oído: «La pobre Angelita no sospechaba que Pepe viviría menos que yo. Estoy muy fuerte. Si Pepe hubiera seguido yendo al monte conmigo todos los sábados para volver los lunes, no se vería como se ve».
Me lastimaba mucho, no puedo ocultarlo, que el marqués y su hermana, advirtieran la ausencia de Eloísa en ocasión tan crítica. Ya me disponía a mandarle un recado… cuando la vi entrar. Eran las diez y media. ¿Cómo tan pronto si la función no podía haber concluido? No se ocupó ella de darme explicaciones, porque en el portal los criados la habían enterado de la gravedad del enfermo. Entró anhelante en la alcoba de este, y pasándole la mano por la frente, díjole algunas palabras consoladoras y afectuosas. Después corrió a quitarse el vestido de sociedad, que era un sarcasmo en tan lastimosa escena. Fui tras ella a su tocador, y mientras se mudaba de traje, contome en palabras breves el motivo de su temprana salida del teatro. La obra que se estrenó era muy inmoral, y todas las personas decentes se habían escandalizado; las señoras se salían, horrorizadas, de los palcos, y el público de butacas protestaba en murmullos. «Figúrate que el autor ha sacado allí unas tías elegantes, caracteres enteramente nuevos en nuestro teatro… Es un escándalo, una desvergüenza; es cosa que da asco… Lo único bueno de la obra son los trajes preciosísimos que han sacado las tales… ¡Qué lujo, qué novedad de telas y qué cortes tan admirables!». La gravedad de lo que nos rodeaba no le permitió darme más pormenores. «Pobre Pepe, ¡cuánto padece esta noche! —exclamó abrochándose la bata y mirándose en mi tristeza como en un espejo—. ¡Si le pudiéramos aliviar! Maldita medicina, que para nada sirve. Esta noche no nos abandonarás. ¡Me espanta la idea de quedarme aquí sola!… Siento que pases estos malos ratos; pero no hay más remedio, hijito. Hazlo por mí, por él, por todos. En estos casos se conocen los buenos amigos. Presumo que vamos a tener una noche muy mala, muy mala».
Volví antes que ella al lado de Carrillo. Encontrémele acometido de espantosos dolores, doblándose por la cintura como si quisiera partirse en dos, profiriendo ayes profundos, roncos y guturales que causaban horror. Parecía haber perdido el juicio. Sus gritos eran la exclamación de la animalidad herida y en peligro, sin ideas, sin nada de lo que distingue al hombre de la fiera. Eloísa se puso a su lado, pero él no reparó en ella; en mí sí, pues habiéndole rodeado el cuello con mi brazo para sostenerle en la postura que me parecía menos penosa, se aferró con ambas manos a mi cuerpo y me tuvo sujeto largo rato. Agarrábase a mí como si al asegurarse bien, clavándome las uñas, se sintiera aliviado. Últimamente reclinó la cabeza sobre mi pecho, dando un suspiro muy hondo. Mi prima se aterró creyendo que se moría, pero tranquilizonos el médico asegurando que la sedación comenzaba y que las arenillas habían pasado ya. El tal doctor no era una notabilidad de la ciencia, a mi modo de ver, aunque muy zalamero en su trato, razón por la cual muchas familias de viso le preferían a otros. Si la misión del facultativo es entretener a los enfermos y alegrar su espíritu con ingeniosas palabras y aun con metáforas, Zayas no tiene quien le eche el pie adelante. Por lo demás, ni él curaba a nadie, ni Cristo que lo fundó. Eloísa propuso aquella misma noche convocar junta de médicos para el día siguiente, y el de cabecera citó tres o cuatro nombres de los más ilustres. Después de haber recetado un calmante, arrepintiose y recetó otro, y por fin le vimos decidido a darle bromuro potásico.
«Debe de haber en esto una complicación grave —le dije, razonando con el sentido común—. ¿Habrá derrame cerebral?
—Quizás —replicó lleno de dudas—. Lo indudable es la completa atonía del aparato vesical y tal vez paralización de los centros nerviosos. Me temo mucho que haya bolsas arteriales, cuya rotura sería el desenlace funesto. Al principio se quejaba de frío en la espalda, y las fricciones le pusieron peor. El pulso acusa una circulación sumamente irregular.
Nada concreto nos decía aquel sabio, que había estado tres años estudiando al paciente y aún no le conocía. Entre Celedonio y yo, con ayuda de Villalonga, acostamos a Pepe en su cama, vestido para no molestarle. No parecía sufrir dolores agudos; pero su cerebro estaba profundísimamente trastornado. Hablaba sin cesar con torpe lengua, entrecortando las frases con risas que nos causaban espanto. Sentose mi prima por un lado del lecho y yo por otro. Zayas le contemplaba desde enfrente sin decir nada. Miraba Pepe a su mujer con estúpidos ojos; no la reconocía; tomábala por una persona extraña; se volvía a mí y confundiéndome con Celedonio, decía: «Tú, Celedonio, y José María sois las únicas personas que me quieren y me cuidan en esta casa». Eloísa y yo nos mirábamos con azarosa inquietud, sin pronunciar palabra. «¿Se ha ido José María? —preguntaba después el infeliz. «Aquí estoy, ¿no me ves?…». «¡Ah! sí; como estás vestido de sacerdote no te había conocido… ¿De cuándo acá…?
De este modo llegó media noche. El delirio disminuía. El marido de mi prima parecía entrar lentamente en un período comático. Calló al fin, y su respiración anunciaba sosiego, quizás un sueño reparador. Por fin el médico, asegurando que no había peligro inmediato, se despidió hasta la mañana siguiente. Villalonga se fue también. El marqués de Cícero, que estaba en el despacho leyendo periódicos, delante del busto de Shakespeare, díjome que no tenía sueño, que se quedaría hasta las tres o las cuatro, si me quedaba yo, y poco después Eloísa invitaba a él y a su señora hermana a tomar un emparedado, un poco de Burdeos y una taza de té. En el comedor les vi a eso de la una cenando silenciosos. Yo no tomé nada.