III

Empezó a dar vueltas por mi cuarto como si estuviera en su casa, quitose el manto y la cachemira y los tiró sobre el sofá. Luego, viendo que allí no estaban bien, pasó a mi alcoba para ponerlos sobre la cama. Se miró al espejo, y llevándose ambas manos a la cabeza, hizo un ligero arreglo de su peinado. Después volvió hacia mí.

«¿Y cómo está hoy Pepe? —le pregunté.

—Está muy animadito —replicó—. Tiene compañía para todo el día. No pienso volver hoy por allá. ¿Y tú?

Díjele que no tenía ganas de salir.

«Pues te acompañaré. Mando un recado a casa diciendo que almuerzo con mamá. ¿Pero vas a tener visitas de amigos? Entonces, señor mío, que usted se divierta… Lo mejor será que no recibas hoy a nadie.

Anticipándose a mis deseos y a mi pereza, llamó a mi criado y le dio órdenes. Yo no estaba en casa. El señorito no recibía a nadie… ni al lucero del alba. Corriendo otra vez hacia mí, me dijo:

«¡Oh, si esto fuera París, qué buen día de campo pasaríamos juntos, solos, libres!… ¿Pero a dónde iríamos en Madrid? ¡Si aquí se pudiera guardar el incógnito!… Créelo, tengo un capricho, un antojo de mujer pobre y humilde. Me gustaría que tú y yo pudiéramos ir solitos, de incógnito, de riguroso inepto, como dijo el del cuento, al puente de Vallecas, y ponernos a retozar allí con las criadas y los artilleros, almorzando en un merendero y dando muchas vueltas en el Tío Vivo, muchas vueltas, muchas vueltas…

—No des tantas vueltas, que me mareo. Si quieres ir, por mí no hay inconveniente. Mira, almorzaremos aquí. Da tus órdenes a Juliana… Después, más tarde, a las cuatro o cuatro y media, nos iremos en mi coche a un teatro popular, a Madrid, o a Novedades, tomaremos un palco y veremos representar un disparatón…

—Sí, sí —gritó, dando palmadas con júbilo infantil—. ¡Y cómo me gustan a mí los disparatones! Echarán Candelas, o quizás El terremoto de la Martinica.

—O El Pastor de Florencia, o Los Perros del Monte de San Bernardo.

Echó a correr hacia lo interior de la casa para hablar con Juliana y darle órdenes referentes a nuestro almuerzo. Después subió al principal para dar un vistazo a su mamá y mandar desde allí el recado a su marido. Al volver a mi lado, encontrome de un humor alegre, dispuesto a saborear las delicias de un día de libertad. Repetí a mi criado las órdenes. No estaba en casa absolutamente para nadie, ni para el Sursum corda… Felizmente, mi tío y Raimundo, con quien no rezaban nunca estas pragmáticas, estaban aquel día fuera de Madrid en una partida de caza.

Almorzamos. Híceme la ilusión de estar en París y en un hotel. Nadie nos turbaba. De la puerta a fuera estaba la sociedad, ignorante de nuestras fechorías. Nosotros, de puertas adentro, nos creíamos seguros de su fiscalización, y veíamos en la débil pared de la casa una muralla chinesca que nos garantizaba la independencia. ¡Con qué desprecio oíamos, desde mi gabinete, el rumor del tranvía, las voces de personas y el rodar de coches! Y más tarde, cuando la turba dominguera se posesionó de la acera de Recoletos, nos divertimos arrojando sobre aquella considerable porción del mundo que nos parecía cursi, frases de burla y de desdén. ¡Valiente cuidado nos daba que toda aquella gente viniera a rondarnos! Lo que hacía la sociedad con aquel ruido de pasos, voces y ruedas era arrullarnos en nuestro nido.

Y atisbando detrás de la persiana de madera, veíamos pasar a muchos conocidos. Algunos iban por la acera de enfrente. Por la de mi casa vimos grupos de amigos, el general Morla, el Saca-mantecas y Jacinto Villalonga, que andaban a buen paso y no pararían hasta el Hipódromo. «Mira la ordinaria de Medina —me dijo Eloísa, llamándome la atención hacia su hermana, que pasó con su marido—. ¡Qué gorda se está poniendo! Han dejado el carruaje en la casa de Murga, y no podrá ir más allá de la Biblioteca. Vimos también a Pepito Trastamara en un cochecillo que parecía una araña, y él era otra araña. Fuera de los caballos, que tenían aire de nobleza, y del lacayo, que era un hombre, todo lo demás era risible, grotesco. Chapa apareció en el coche de Casa-Bojío, y Severiano a caballo. Poco antes había pasado su señora, que era legalmente señora de otro. ¡Qué lejos estaban todos de sospechar que les mirábamos desde aquella escondida atalaya, que nos reíamos de ellos y que los compadecíamos por no ser libres y felices como lo éramos nosotros!

La idea de ir al teatro perdió terreno. La pereza nos clavaba en donde estábamos. Mejor estaríamos allí que viendo los disparatones de los teatros populares. ¿Qué disparatón más grato y entretenido que el nuestro? El tiempo y nuestra languidez nos mecían y nos engañaban, dándonos nociones muy oscuras acerca de la duración de aquellos diálogos vivos o de los ratos de sopor que les seguían.

En medio de tanta indolencia, una idea me inquietaba de vez en cuando, haciendo correr por mi cuerpo vibraciones nerviosas. Era la idea de que el buen rato que yo pasaba, lo pudiera pasar otra persona; pues aquel ramillete de gracias que me deleitaba era más hermoso cada año, y con su creciente lozanía indicábame que resistiría sin ajarse las caricias de muchas manos. El mismo derecho que yo tuve teníanlo otros. Todo estaba en que ella quisiese dejarse coger. Aunque ya no me sentía tan entusiasmado como al principio, la idea de que no fuese exclusiva para mí y sagrada para los demás helábame la sangre. Pero ya, ya lo sería, porque en un plazo que pudiera ser breve nos casaríamos y… ¿Y si después, cuando estuviese bien pertrechado de derechos, algún mortal, tan afortunado como yo lo era entonces, me robaba lo que yo robaba?… ¡Ah, buen cuidado tendría yo!… ¿Para qué servían la energía y la autoridad?… Estos recelos no se calmaban ni aun con el juramento, dado entre mil ternezas y tonterías, de una lealtad a prueba del tiempo, de una fidelidad que rayaba en el romanticismo pedantesco por su elevación sobre todas las cosas humanas. Nuestro cuchicheo variaba de asunto y de tono. No tratábamos de cosas exclusivamente ideales y voluptuosas. La viva imaginación de Eloísa trajo al altar de Cupido expresiones que no encajaban bien entre las medias palabras del amor, y prosaísmos que no se entreveraban bien con las rosas; pero todo cuanto venía de ella, si bien no ahondaba ya tanto en mi corazón, me entretenía, me seducía, me deleitaba.

«Si tú quisieras —me dijo, después de un largo silencio—, lograrías ser mucho más rico de lo que eres. Con el capital que tienes y tu experiencia de los negocios, podrías, trabajando… Quiero decir que aquí el que no dobla el capital en pocos años, es porque no quiere. Fúcar me lo ha dicho. ¿Te ríes? ¿Me preguntas el secreto? No es secreto: demasiado lo sabes. El inconveniente que hay ahora es que el Tesoro está desahogado y no hace ya empréstitos. Durante la guerra, Fúcar y otros como él triplicaron su fortuna en un par de años. No te rías, no abras esa bocaza. Yo siento en mí arrebatos de genio financiero. Me parece que sería un Pereire, un Salamanca, si me dejaran… Vamos a ver, ¿por qué tú que tienes dinero y sabes manejarlo, no vas a la Bolsa a hacer dobles? ¿Por qué no te haces amigo, muy amigo de los ministros, para ver si cae un empréstito de Cuba, ya que en la Península no se hacen ahora? Con que el ministro de Ultramar te encargara de hacer la suscrición, dándote el 1 por 100 de comisión, o siquiera el medio, ganarías una millonada. De este modo ha ganado Sánchez Botín muchos cuartos… lo sé… me lo contó Fúcar. Di que eres un perezoso, que no quieres molestarte. Eres diputado y no sabes sacar partido de tu posición. ¿Por qué no te quedas con una línea de ferrocarril, la construyes y después la traspasas a algún primo que cargue con la explotación? Te admiras de lo que sé. Qué quieres… me gustan estas cosas. Fúcar me habla galanterías, y yo le digo que la mejor flor con que me puede obsequiar es contarme cositas de estas y decirme cómo se hacen los negocios. Si tú tuvieras empeño en ello, Fúcar te daría participación en sus contratas de tabaco. ¡Lástima que no hubiera guerra civil! pues si la hubiera, o te hacías contratista de víveres o perdíamos las amistades.

Cuando tan repentinamente saltó Eloísa con aquella perorata, quedeme perplejo, absorto, dudando de lo que oía; pero pasada la primera impresión, me eché a reír, sí, me reía con toda mi alma, no comprendiendo aún la gravedad que entrañaba aquel insano entusiasmo por cosas tan contrarias a la condición espiritual de la mujer. Mirábalo yo como una gracia más, como un hechizo nuevo, hijo de la moda. Lejos de asustarme, mi ceguera era tal, que me reía viendo los incipientes resoplidos del volcán en cuyo cráter dormía yo tan descuidado.

«¡Ah! esto de las contratas es mi fuerte —proseguía ella con vehemencia humorística—. Fúcar me ha contado cosas que pasman. Pregúntale a Cristóbal Medina lo que hacía su padre. Pues muy sencillo. Como el Gobierno no tenía medios de transporte, el maragato se iba al Ministerio de la Guerra y decía: «Yo pongo a disposición del Gobierno dos mil carros en tanto tiempo, a razón de tanto». Luego no ponía más que mil quinientos, y cuando se moría una mula vieja, o veinte o doscientas, (y no valía cada una diez duros) el veterinario certificaba… «mula de primera» lo que quiere decir cuatro mil reales por cadáver de mula. Después la Administración militar liquidaba, y allá te van millones… Si digo que tú eres simple. Yo, a ser tú, me daría mis trazas para saber cuándo iba a subir el Amortizable y… ¡a comprar se ha dicho! Si yo pudiera seguir en mi tren de antes, invitaría al ministro de Hacienda, a todos los ministros, y les embobaría con cuatro palabras amables, y me haría dueña de todos los secretos de la alta banca… ¿Y quién te dice, bobo, que no podrías tú correr con el pago del cupón en Londres, negociando letras?… También se procuraría que el Gobierno comprara acorazados para que tú, como quien hace un favor, te encargaras de hacer los pagos… Por que sí, hay que fomentar nuestra marina de guerra. O si no, búscate comisiones en Fomento. ¿Con qué crees que ha pagado Villalonga sus trampas sino con lo que va sacando de las compras de máquinas en Inglaterra? ¡Oh! yo sé mucho… Esa isla de Cuba es todavía, aun de capa caída como está, una verdadera mina que no se explota bien. ¡Ah! se me ocurre ahora que lo que debe hacer España es venderla. Y mira, nadie mejor que tú se podría encargar de las negociaciones en los Estados Unidos, en Alemania o en el Infierno. Con que te dieran el medio por ciento de corretaje…

Estaba yo tan alucinado que tomaba estas cosas por jovialidades sin sustancia… Con tales tonterías se pasaba el tiempo, y por fin la adusta hora de la separación llegó. Hubo parodias grotescas de Romeo y Julieta. «Esa claridad mortecina no es, como dices, la del gas, sino la del crepúsculo. El cielo, teñido de rojo, celebra con siniestro esplendor las exequias del día. Es la pseudo-aurora que este año da tanto que hablar a la gente supersticiosa»… «No, es el gas, el gas. Ya el mensajero de la noche, corriendo de farol en farol con un palo en la mano, va colgando luces en las ramas de los árboles»… «Te digo que es la tarde»… «Te digo que es la noche»… «Un rato más»… «¡Horror de los horrores, las siete!».

La vi disponerse aprisa, arreglarse el cabello ante el espejo. Su coche había venido a buscarla. Más tarde nos volveríamos a ver en su casa. Aunque parezca extraño y en contraposición a todas las leyes del sentimentalismo, yo deseaba ya que me dejase solo, pues me entraba súbitamente un tedio, un cansancio contra los cuales nada podía lo poco espiritual que en mí iba quedando. «Abur, abur; ¡qué tarde!»… «¡Que se te olvida el libro de misa!»… «¡Qué cabeza! No faltes esta noche. Hablaremos de negocios… El mejor negocio es ser pobre, no tener nada, no esperar nada. Déjame que me mire otra vez. ¿Qué tal cara tengo?»… «Así, así»… «Abur, abur. ¡Ay! que se me traba la cachemira en la silla. Parece que los muebles me retienen y no quieren dejarme salir. Pillo, no faltes. Si no vas, te sacaré los ojos… Pues he de mirarme otra vez. Se me figura que llevo escrito en mi cara… Jesús, ¡qué tarde es!… ¿Y el otro guante?»… «Aquí está, sobre la silla»… «¡Ah! mira, me llevaba tu pañuelo… El cuerpo del delito. ¡Cómo nos delatamos los grandes criminales! Merezco la horca. Bueno, me colgaré de tu cuello, así… ¿A que no me levantas? No puedes, no tienes fuerza. Abur, abur: tengo un hambre atroz. En cuanto llegue a casa, me haré servir la comida… Caballero»… «Señora»… «Encantada de conocer a usted… Me parece usted algo tímido. No se decide»… «Señora, usted se me antoja una sílfide, un hada sin consistencia corpórea, sin realidad física»… «¡Burlón! otro abrazo. Tu amor o la muerte… Que te espero»… «¡Eh! sin vergüenza, no pellizques»… «Te dejo ese cardenal para que te acuerdes de mí cuando mires a otra. Al fin me voy. ¿Por qué no vienes conmigo?»… «Tengo que vestirme»… «Si parece que has salido de un hospital… ¿Qué tal? ¿Estás malito?»… «Abur, abur… Largo de aquí»… «Feo, apunte, mamarracho, adiós».