Continué por muchos días sintiendo en mí al inglés. Y no se circunscribía esta fecunda energía materna a la esfera de la economía doméstica, sino que penetraba impávida en el terreno moral, y allí me rebullía y alborotaba ordenándome afrontar un cambio de vida, un rompimiento que resolviera de una vez para siempre todos los problemas del corazón y de la aritmética. Mas tan tímida era esta energía en lo moral, que no pudo acallar el tumulto de mi sensual egoísmo. ¡Eloísa perteneciente a otro!, ¡otras manos amasando aquella pasta suave y amorosa!, ¡otro paladar gustándola y otra boca comiéndosela…! No, esto no sería, aunque lo pidiese y ordenara con su prosaica voz el enflaquecido bolsillo. Y de apoyar esta negativa se encargaba mi perturbada razón con sofismas tomados de aquel falso idealismo que Raimundo ponía en ridículo con tanta saña. La caballería, o si se quiere, la caballerosidad, me vedaba aquel rompimiento. No era delicado ni decente que yo abandonase, por una mísera cuestión de dinero, a la que me había dado a mí su vida y su honor. El todo por la dama se metía en mi alma por la puerta falsa de la sensualidad, y una vez dentro, hacía un estrépito de mil demonios, echando unas retahílas calderonianas y volviéndome más loco de lo que estaba. ¡Abandonarla, cuando tal vez la causa de su ruina era agradarme, cuando su lujo no era quizás otra cosa que el afán de hacerme más envidiable a los demás, y de dorar y engalanar el trono en que me había puesto! No, ¡todo por la dama! Ante sus lágrimas, ante la ley que me tenía, superior y anterior a todas las contingencias, ¿qué significaba un puñado de monedas?
Verdad que el puñado, después de emborronar mucho papel, resultaba ser una friolerita así como sesenta mil duros, más bien más que menos. Era un trago demasiado fuerte para que pasase por el estrecho gaznate de la caballería; pero al fin pasó. Hice que la traidora me llevase a casa todos los datos del desastre, todos los papeles, apuntes y cuentas, y al fin logré poner orden en aquel caos de empréstitos para pagar intereses, de intereses acumulados al capital, de cuentas pendientes y facturas no abonadas. Era absolutamente indispensable quitar de en medio la voraz langosta de prestamistas, que en poco tiempo habrían devorado todo. Con esto el puñado engrosaba más. ¡Dios misericordioso! Me salían ochenta mil duros casi en cifra redonda. ¡Oh, con cuanto horror se me representaron entonces las superfluidades que no podía menos de asociar a la leyenda aquella de las cuentas de vidrio! Con el poder de mi mente pulverizaba yo todo el personal de los jueves famosos, los vestidos renovados tan a menudo; aquel Mr. Petit, farsante, ladrón, que se embolsaba cada semana tres o cuatro mil reales para gastos de comedor; aquel cocinero jefe, a quien se daban veinte mil reales al mes para el gasto de la plaza; los tres pinches, los cuatro lacayos… ¡ladrones, asesinos, secuestradores! ¿A qué cuento venían el portero de estrados, la doncella extranjera, la berlina de doble suspensión y otros mil y mil despilfarros, ya del personal, ya del material de la casa?… Tarde era ya, mas era tiempo. Degüello general y adelante.
Una vez decretado el degüello, quedeme más tranquilo. El pellizco dado a mi fortuna era un pellizco de padre y muy señor mío; pero aún me dejaba rico. Todo iría bien si Eloísa entraba con pie resuelto por la senda de las economías. Eso sí, yo estaba decidido a hacerla entrar de grado o por fuerza. Para esto me sentía con ánimos. Por encima de todo, del amor mismo y de la vanidad, había de estar en lo sucesivo el arreglo.
Perplejo estuve durante dos días sin saber qué vendería para salir del paso. ¿Me desprendería del Amortizable, de las acciones del Banco de España o de las Cubas? Mi tío decía que no me deshiciera del Amortizable, cuya alza veía segura. Si continuaba en el Ministerio nuestro amigo y paisano Sr. Camacho, veríamos dicho papel a 65. Las acciones del Banco, después del aumento de capital, andaban alrededor de 270. Mi padre las había comprado a 479. Aun contando con el dicho aumento, la venta me traía pérdidas. Por fin, después de pensarlo mucho, resolví sacrificar las acciones y las Cubas. Este papel, según mi tío, iba en camino de valer muy poco, y con el reciente pánico de la Bolsa de Barcelona, se había iniciado en él un descenso que sería mayor cada día. Vendí, pues, con pérdida, pues no podía ser de otra manera. Por aquellos días se estrecharon mis relaciones con Gonzalo Torres, amigo de mi tío y vecino de toda la familia. Vivía en el tercero de mi casa, en el cuarto inmediato al de Camila. Era jugador afortunadísimo, y a menudo me proponía que me asociara a sus operaciones. Hícelo algunas veces, y siempre con tal éxito que no me faltaban ganas de tomar más a pechos aquel negocio, y lo habría hecho seguramente si el amor no me tuviera preso y secuestrado, incapaz para todo lo que fuese extraño a sus ardientes goces.
El agente de quien Torres y mi tío eran clientes, después de que realizó mi operación de venta de títulos, propúsome la compra de una casa. Torres también me lo había indicado, pues las condiciones en que se vendía la finca eran realmente buenas. Procedía de un embargo de bienes y vendíase judicialmente con tasación demasiado baja. Hice mis cuentas y no me pareció mal negocio. Deseaba afincarme, colocando en sólido una parte de mi capital. Di órdenes de vender más Amortizable, y el producto lo dividí en dos partes. Una ¡ay dolor agudísimo, no inferior a los del cólico nefrítico! era el destinado a poner a flote la concha de Venus, que estaba a punto de naufragar. Con la otra parte compré la casa, que estaba en la calle de Zurbano y era nueva y bonita. Me daría una renta de 4 por 100, menos que el papel seguramente; pero si he de decir verdad, la renta del Estado empezaba a inquietarme por la inseguridad de las cosas políticas, el malestar de Cuba y la anunciada operación de crédito del Banco de España, el cual, habiendo tomado sobre sus hombros la inmensa carga de la colocación de los nuevos valores, comprometía quizás un poco su porvenir.
El año 83 hallome, pues, con una merma considerable en mi fortuna y con cierta tendencia a trocar la condición de rentista por la de propietario. Mi cuenta corriente no me recordaba, ni con mucho, el apólogo de las vacas gordas, pues tanto la ordeñé, que hubo de terminar el año en los puros huesos. No sólo contribuyeron a esto mis frecuentes regalos a Eloísa, en cachivaches o joyas, y la pasión que le entró por coleccionar ojos de gato de todos los matices, sino otras obligaciones enfadosas de que no pude librarme. Entre estas, no fue la menos cargante el padrinazo del chiquillo de Camila. Habiéndome brindado a ser su compadre, cuando lo del embarazo me parecía ridícula farsa, la muy loca se dio prisa en cogerme por la palabra, y allá por Octubre del 82, como he dicho, descolgose con un ternero, a quien todos celebraron por robusto y bonito, pero que a mí me pareció dechado perfecto de la fealdad de los Miquis. Le tuve en la pila bautismal mientras el cura le lavaba la mancha que traía por el pecado de nuestros primeros padres, y después, como padrino generoso, tuve que darme yo un lavatorio de bolsillo, cuyo postrer chorretazo vino la fin de año con las cuentas de Capdeville. En verdad, no me pesaron estos derrames, porque los señores de Miquis no nadaban en la abundancia, y ganaban mis afectos por el recogimiento en que vivían. Al chico le pusimos el nombre de Alejandro, por un hermano de Constantino que había muerto en Madrid algunos años antes.
Sigamos. El día en que ultimé el arreglo de la deuda de mi prima, esta se presentó en mi casa a las once de la mañana. Ya habían sido pagadas las cuentas, habíanse recogido los pagarés que estaban en poder de Torquemada. Sólo faltaban algunas menudencias para las cuales destiné cierta suma que recogería la propia Eloísa. La cantidad aguardaba sobre la mesa en un paquete de billetes pequeños, y junto a la misma mesa estaba yo, algo fatigado de tanto sumar y restar, aunque sin otra molestia, gracias a Dios. Aún tenía en la mano la pluma, plectro infeliz de aquel poema de garabatos, cuando Eloísa llegó a mí pasito a pasito por la espalda, echome los brazos al cuello, cruzó sus manos sobre mi corbata, oprimiéndome la garganta hasta cortarme la respiración, alborotándome el pelo y echándome atrás la cabeza para lavarme la frente con sus labios húmedos; a todas estas riendo, diciendo mil tonterías, llenándome de saliva los párpados y las mejillas, y vertiendo en mi oído un filtro, un veneno de palabras cariñosas, que después, por maldita ley física, se había de convertir en zumbidos insoportables.
Dejé la pluma y me volví hacia ella. Nunca la vi vestida con más sencillez y al mismo tiempo con más elegancia. Venía en traje matutino, y traía en la mano el libro de misa. Era domingo, y antes de ir a mi casa había entrado en las Calatravas. Sin duda prevalecían en su espíritu las ideas religiosas, porque me dijo que yo era un ángel, y diciéndolo, arrojó sobre mi mesa el libro con tapas de nácar.
«¿Qué mujer no haría locuras por ti? —añadió luego—. Por ti, no digo locuras, sino verdaderas diabluras haría yo.
Ya me disponía a hablarle del contrato bilateral que habíamos celebrado, cuando ella, adelantándose a mi pensamiento con zalamera iniciativa y flexibilidad, me dijo:
«No, no tienes que predicarme. Ya lo sé, ya tengo la lección bien aprendida. Seré arreglada, económica; cambiaré de costumbres, haré desmoches espantosos, pero espantosos… En mí se ha verificado estos días una mudanza tal, que no me conozco. Tendrás que reñirme por las muchas vueltas que he de dar a un duro antes de cambiarlo. Te has de enfadar conmigo por los excesos, por las barbaridades que he de hacer en esto de gastar poco.
—Por Dios —indiqué asustado—, nada de celo excesivo.
—Déjame a mí. Tú me has abierto los ojos con tu talento de comerciante, y luego me has salvado con tu generosidad. Sería indigna de mirarte a la cara si no tuviera estos propósitos que tengo. ¡Si digo que te has de asustar cuando me veas hecha una pobre cursi, defendiendo el ochavo y apartada de todas esas farándulas que me han sido tan agradables y que han estado a punto de perderme…!
Tanto entusiasmo me alarmaba.
«No creas —prosiguió—, también hay algo de sacrificio; pero estos sacrificios y aun otros mayores, se hacen con gusto, cuando median… lo mucho que te quiero y el porvenir de mi hijo… Verás, verás.
Y contando por los dedos, hizo un bosquejo de las estupendas economías que había de realizar. «Fuera los jueves. Que cada cual vaya a comer a su casa… Fuera Mr. Petit, fuera el jefe de cocina, que son capaces de tragarse el presupuesto de una nación… Fuera todos los criados, a quienes he estado dando doce duros y dos trajes… Abajo el portero de estrados, que no sirve más que para enamorar a las doncellas… Abajo la doncella-costurera… Las cocheras y cuadras quedan en la cuarta parte… El ramo de vestidos y novedades suprimido por ahora… Vendo todos los zafiros, todos… Vendo la riviere, los cuadros de Sala y Domingo, el de Nittis, el Morelli, los cuatro grandes tapices, etc., etc… Liquidación del Arte… Y para concluir, reduciré a su mínima expresión las beneficencias de mi marido, y haré por que se suprima la Sociedad de niños…
«¡Alto allá! —dije yo, lastimado de ver cómo hería con su furibunda hacha económica la rama más sagrada del árbol de sus gastos—. Eso me parece una crueldad. Extremas mucho el programa. Al pobre Carrillo le quedan pocos días de vida, y es una infamia que se los amarguemos privándole de un entretenimiento que, por otra parte, es tan meritorio. Le anticiparíamos la muerte, le asesinaríamos. Señora, yo defiendo ese capítulo del antiguo presupuesto. Mis remordimientos votan porque subsista, y aun me atrevo a suponer que los de usted harán lo mismo.
Dije esto entre bromas y veras, y ella, comprendiendo mi delicadeza y asimilándosela, alabó muchísimo lo que acababa de oír y contribuyó al triunfo de mi enmienda, no tanto con el voto de sus remordimientos como con el de sus caricias.