Gran silencio en la mesa. Rompiolo al fin el general con estas palabras: «Cuando digo yo… oye, Santiaguito, sírveme Jerez.
Sánchez Botín no sabía disimular el furor que le dominaba por causa del maldito Monsieur Petit, que no puso aquel día en la mesa la lista de platos. Resultado de esta preterición, (que parecía una estratagema traidora) fue que mi hombre se atracó de roastbeef a la inglesa, y cuando aparecieron las codornices ya no le quedaba para ellas todo el hueco estomacal que merecían. Se podían leer en las serosidades lobulosas de su frente sus irritados pensamientos. Estaba verde, y sus gruesos labios engrasados se estremecían como los labios de los perros cuando van a ladrar. «Esto no pasa más que aquí. Vale más ir a un mal restaurant», de seguro diría. Al través de las gafas de oro, sus ojos inyectados y como queriendo salirse del casco, arrojaban destellos de odio contra el pobre Mr. Petit.
Poco a poco volvió a sonar el metal de cuchillos y tenedores sobre la porcelana. Ligera oleada de animación, corriendo de una punta a otra de la mesa, agitó la doble fila de cabezas. Cada cual comunicó a su vecino sus observaciones, unos en voz baja, otros en alta voz. En aquella mesa rara vez se hablaba sin doble sentido. Debajo de la conversación verbal, serpenteaba la intencional como la víbora entre hojas. Interpretarla y devolverla era el encanto de los comensales. Las circunstancias no pudieron hacer que aquella conversación nuestra fuese lúgubre, aunque sólo se hablaba de enfermedades y de la aterradora muerte. La marquesa de San Salomó iba preguntando a todos, uno por uno si tenían miedo a la muerte y en qué forma se les presentaba al espíritu. Cada cual respondía cosas diferentes, la mayor parte poco ingeniosas. Fue la misma Pilar quien dijo: «Yo soy cristiana católica y vivo preparada. A pesar de esto, no me gusta ver entierros»… «Es que no tiene usted la conciencia tranquila» dijo no sé quién, derivándose de esto un tiroteo de frases, esmaltadas de discretas risas. «Me parece que les estoy viendo a todos ustedes —dijo Pilar—, bajando de patitas al Infierno»… «Como la llevemos a usted por delante»… «¡A mí! Usted está mal de la cabeza. ¡A mí!»… «Sí, señora. Y si usted se empeña en no ir, elevaríamos una sentida exposición a Dios, pidiendo que la destinara a usted a nuestro departamento»… «¡Aunque sólo fuera en comisión de servicio!». Siguió a esto un gran debate, sobre si hay o no Infierno, si el Limbo es verdad o figuración teológica, y por último, hacia qué parte cae el Purgatorio.
Me parecía mentira que la comida se había de concluir. Cuando acabó, fui a enterarme por mí mismo del estado de Carrillo. El ayuda de cámara, a quien encontré en el pasillo, díjome que habían metido al señor en un baño caliente, y que ya estaba mejor. Pareciome en verdad muy aliviado cuando le vi. Regresé al salón donde estaban tomando té y café bajo los auspicios de la marquesa. Esta debió de conocer en mi cara que llevaba noticias buenas, y me preguntó con mucho interés por el enfermo. Díjele lo que sabía, y ella, tomando tonos de intimidad y de secreto, hablome así:
«¡Qué noche para la pobre Eloísa! Dígale usted que no se apure; que se esté por allá. Yo entretendré a esta gente como pueda.
—Precisamente, me acaba de encargar dé a usted un recado semejante.
—¿Y está mejor, es cierto? —me preguntó mirándome de un modo que era nueva apelación a mi confianza.
—Diré a usted. Yo creo que esto es una remisión pasajera. El pobre Pepe está muy malo; hace tiempo que lo vengo diciendo…
—Yo también… Cuidado que pasarán ustedes malos ratos. Eloísa no es para cuidar enfermos. Usted tampoco… Y la verdad, no hay cosa más triste que estar viendo padecer a una persona de la familia sin poder aliviarla. Vale más, mucho más, que acabe de una vez…
—Sin duda alguna —le contesté, por contestar algo.
—Dígame usted —añadió arrimándose más a mí y acentuando el tono de confianza—. ¿Carrillo ha dejado intacta la fortuna que heredó de la marquesa de Cícero?…
—Señora, habla usted como si ya… —respondí espantado.
—¡Qué tonta!… Quiero decir, dejará… Es verdad que todavía no ha concluido… ¡pobrecillo!
—Creo que sí —contesté mintiendo, porque decirle la verdad era como mandar un comunicado a la prensa—. Sí, su capital permanece intacto.
—¿Sí?… ¿de veras? —dijo sonriendo y dando al de veras ese dejo de burla que es tan elocuente en el lenguaje popular—. O usted se ha caído de un nido o piensa que me he caído yo. Voy a darle una taza de té para que se le aclaren las ideas.
—Gracias… Pues decía que el capital permanece intacto… Carrillo es un hombre prudente.
—Lo que es eso… Se pasa de prudente. Pero vamos al caso. Si lo que usted me ha dicho es cierto, seguramente ha hecho usted muchos números.
—Algunos he hecho.
—Con franqueza… Respóndame usted a lo que le pregunto. ¿Cuando pase el luto, seguirán los grandes jueves?
Esta pregunta me enfrió la sangre. Pero pronto supe amoldarme a la situación y a las conveniencias, y contesté decidido, como la cosa más natural del mundo:
—¡Quia!… ¿Por quién me toma usted, señora? Creo que el presente es el último de los jueves habidos y por haber.
—Así, así, energía… Me gustan a mí las personas de carácter… Pero el hombre propone y… nosotras disponemos. A Eloísa le gusta esto, y si pudiera, todos los días de la semana los volvería jueves… ¡Qué disparates digo… ahora que está la pobre tan afligida…! Me cortaría esta pícara lengua. Usted tiene la culpa, usted…
En aquel instante, el marqués de Fúcar, que no había venido a comer, ocupó su puesto frente a la marquesa. Seis personas más formaban la corte de esta. Los que entraban a saludarla oían de su boca frases apropiadas al papel que hacía. Daba excusas por la ausencia de Eloísa, pintando con melancólicos colores las circunstancias en que estaba la casa. Su voz tomaba un tono patético, que habría hecho llorar a un cerrojo. Y cada persona que llegaba decía la indispensable formulilla de lástima y desconsuelo, echándola en el corrillo como se arroja la moneda de compromiso en la bandeja de plata de un petitorio. Suspiraba Pilar y daba las gracias en nombre de su amiga, añadiendo con religioso acento y expresivo arquear de cejas un Sea lo que Dios quiera.
Fue hacia donde estaban los fumadores, y después a la sala de juego, que parecía un verdadero casino. Algunos hablaban del suceso con entera libertad, y otros jugaban o reían sin acordarse para nada del pobre amo de la casa. Severiano, que entró de los últimos, me dijo:
«En el casino corrió la voz de que Pepe había muerto de repente en la mesa, cayendo sobre ti y derrumbándote un hombro.
De pronto vi pasar a Eloísa, que venía de las habitaciones de Pepe. Todos se abalanzaron a saludarla. Su cara revelaba contrariedad y tristeza, y el traje de color rosa-té, de sencillez arcadiana, le sentaba tan a maravilla que parecía una elegante pastora del pequeño Trianón, llorando ausencias de algún pastor de peluca. Dio afables excusas por su ausencia… Gracias a Dios, el pobrecito Pepe estaba mejor. Un coro de pésames por la enfermedad y de felicitaciones por la mejoría demostró cuánto la querían sus amigos. Oía mi prima el coro con aturdimiento de actriz que no está muy fuerte en su papel. La desconcertaba el temor de parecer demasiado triste o demasiado consolada. Aprovechando una ocasión propicia, me dijo al oído: «Ve allá… Quiere verte… No hace más que preguntar por ti».
Aunque tal visita me disgustaba, corrí al aposento de Carrillo, y al alejarme del tumulto de los salones, sentí como un secreto miedo supersticioso. Fuerte olor de láudano denunciaba la pasada batalla entre la química y el dolor. Era el olor de la pólvora. Celedonio y el médico, dos combatientes valerosos, estaban de pie junto al lecho. Vi en este el rostro amarillo de Pepe, que me recordaba el San Francisco, de Alonso Cano, macerado, febril y exangüe. Su nariz era como el filo de un cuchillo. Sus ojos tenían un cerco morado, y las pupilas atónitas un no sé qué de espiritual, de soñador, avidez de martirios y apetitos de inmortalidad. Fija en las almohadas, aquella cabeza de santo no tenía vida más que en los ojos y en las arqueadas cejas. La boca inmóvil y entreabierta, parecía endurecida por el pasado suplicio. Su corta barba de un color sienoso, y el cabello negro, partido con natural elegancia en gruesas guedejas, daban al total de la cabeza el aspecto de antigua escultura en madera con la pátina del tiempo. En mitad de la pieza, el baño despedía un vapor tibio que me sofocaba, como si el dolor que se había disuelto en el agua, se exhalara en ondas y viniera a mugir en mis oídos y a acariciarme la piel. En un ángulo, sobre el velador decorado con la vista del Parlamento inglés, estaba la encendida lámpara de bronce, en figura de candilón, despidiendo, al través de la bomba esmerilada, claridad blanda y lechosa. El médico, con el sombrero puesto ya, se estaba envolviendo el cuello en un tapa-bocas, pronunciando las fórmulas de despedida. «Ya no hago falta por esta noche. Mañana veremos. No hay cuidado». Y llegándose a Pepe le dirigió frases de cariño. «Mucha quietud, que eso no es nada. Dentro de unos días, volverá a su vida habitual». Fui con él hasta la habitación próxima, y al despedirle, me dio a entender con un mohín de su expresiva cara que si por el momento no había peligro, la enfermedad marchaba a pasos de gigante.