Supongo que los que esto lean estarán ya fatigados y aburridos de tanto y tanto jueves. Pues sepan que mucho más lo estaba yo. Direlo con franqueza: los jueves me iban cargando. Aquel sacrificio continuo de la intimidad doméstica, de los afectos y la comodidad en aras de una farsa ceremoniosa, no se conformaba con mis ideas. Me gustaba el trato de mis amigos, la buena mesa en compañía de los escogidos de mi corazón, la sociabilidad compuesta de un poco de confianza amable y de un poco también de etiqueta, o sea lo familiar combinado con las buenas formas; pero aquel culto frío de la vanidad, quemando incienso en el altar del mundo, me lastimaba y aburría ya. Todo era viento, humo y la estéril satisfacción de que se hablara de la casa y del trato de ella. En fin, a las diez o doce semanas ya tenía yo los jueves atravesados en el gaznate sin poderlos pasar.
Eloísa también se me manifestó algo cansada; pero el respeto al maldito qué dirán impedíale suspender repentinamente las grandes comidas. La idea de que se susurrase que estaba tronada la ponía en ascuas, quitándole el sueño. Y si mi orgullo se sentía halagado por la fidelidad suya, que en tal género de vida tenía un mérito mayor, de esta misma satisfacción se derivaba mi zozobra por el temor de sorprenderla infiel algún día. La idea de que Eloísa me suplantara a lo mejor con alguno de aquellos tipos que la rodeaban, incensándola como a un ídolo, me enardecía la sangre, me agriaba el carácter, me ponía de un humor de mil diablos, desequilibrando mi ser y quitándome el dominio de mí mismo y las dotes de buen sentido que me transmitió mi madre. Pensando esto, yo descubría en mí no sé qué instintos de violencia y la disposición a ciertos actos que no sabía si calificar de locuras o de majaderías.
Ningún motivo real tenía yo para sospechar que Eloísa se aficionara a otro hombre, y no obstante, la vida aquella de galantería y de lisonja era para mí una vida de alarma angustiosa. Desgraciadamente, no podía apoyarme en el terreno de ningún derecho; no podía llamar en mi auxilio a la moral, y mis celos, impersonalizados todavía, debían luchar solos e inermes, cuando el caso llegara. Ninguno de los amigos de la casa me inspiraba temores en particular; inspirábanmelos todos. La colectividad era mi aprensión, y aquel coro de aduladores, mosca que me zumbaba en los oídos, era mi pesadilla. Obedeciendo algunas veces a esa instintiva necesidad de atormentarnos que sentimos cuando el sistema nervioso se sale de sus casillas, me entretenía en concretar mi inquietud, suponiendo cómo sería lo que aún no era, imaginando lo verosímil y convirtiendo los fantasmas en personas. La juventud fogosa de Manolito Peña, la opulenta vejez de Fúcar, la virilidad legendaria de Chapa, la osadía del Saca-mantecas, la fealdad misma de Botín, la insignificancia de otros me eran igualmente sospechosas. Habría deseado perderlos a todos de vista, y que Eloísa, por amor a mí, se asimilase las antipatías que su corte me inspiraba y acabase por despedirla.
Verdaderamente, de ella no podía tener queja. Nunca fue más amante que en la época en que a mí se me despertó el santo horror a los malditos jueves. Su cariño se sutilizaba, se hacía más ardiente y hasta quisquilloso y suspicaz. ¡Cosa rara! También ella tenía celos. Nunca me he reído más que un día que se me enojó porque… ¡vaya una simpleza! «porque yo visitaba muy a menudo a su hermana Camila». Poco trabajo me costó desvanecer sus inquietudes mimosas. Nos desagraviábamos fácil y agradablemente firmando paces que debían de ser eternas por lo apasionadas. ¡Qué mujer, qué vértigo, qué abismo de ilusión, dorado y sin fondo! Nuestras entrevistas nos parecían siempre cortas, y expresábamos el afán de no separarnos nunca, de empalmar las horas felices, pues cada fracción del tiempo que pasaba, marcando una pausa en nuestros goces, nos parecía algo que se nos había robado. La publicidad escandalosa de aquel enredo y la ausencia de todo peligro habíannos quitado la máscara. Ya no nos recatábamos, ya se nos importaba un bledo la opinión de la gente, que, por otra parte, no era severa con nosotros, pues nadie nos miraba mal, nadie extrañaba nuestra conducta, ni jamás oímos palabra o reticencia que nos acusase. Se nos veía juntos en público; dábamos paseos matinales; yo iba a su casa por mañana, tarde y noche, y entraba y salía y andaba por todos los aposentos de ella como si fuera mi propia vivienda.
En aquel período de embriaguez, mi salud se resintió algo. Zumbáronme los oídos, como siempre que mis nervios se encalabrinaban, y esta mortificación me entristecía lo que no es decible. Eloísa, siempre llena de ternura, trataba de alegrarme con su sonrisa franca y cariñosa. Su jovialidad, que tenía por órgano la boca más fresca que era posible ver, declaraba la juventud y lozanía de su temperamento, el cual se hallaba en su plenitud, sin asomos de decadencia como el mío. Se burlaba de mis males nerviosos y hacía propósitos de curármelos; pero lo que hacían sus medicinas era ponerme peor.
Excuso decir que en esta temporada, que no sé si fue dicha o tormento, o ambas cosas combinadas, la aptitud de los números se eclipsó en mí. Mi dualismo estaba desequilibrado; mi madre dormía, y la sangre andaluza de mi padre era la que mangoneaba entonces en mí. El pícaro vicio había acorralado en oscuro rincón del cerebro la energía educatriz de mis quince años de escritorio.
De tiempo en tiempo había como una tentativa de emancipación de la tal aptitud; pero el ruido de oídos la sofocaba en medio del entumecimiento cerebral. Cierto que hice más de una vez apreciaciones mentales acerca de lo que debía de costar el estrepitoso boato de Eloísa y la gala de sus celebrados jueves. Cierto que Fúcar me hizo ver que en la casa de Carrillo se gastaba más del triple de la renta del capital. Varias noches, al retirarme a casa, iba pensando en esto; pero la excitación me impedía pensarlo con claridad y energía, y la sedación venía luego a adormecerlo todo, números y alarmas. Había además otra circunstancia digna de tenerse en cuenta para explicar mi pereza aritmética. Transcurría el tiempo; llegaba Febrero del 83, y Eloísa no me pedía nunca dinero. No parecía tener apuros ni ninguna clase de dificultades monetarias. Fuera del desembolso mensual de los regalitos, yo no tenía que dar tijeretazos en el talonario de mi cuenta corriente.
Ni ella me hablaba de intereses, ni yo a ella tampoco. Había quizás en ambos el temor de despertar un problema que dormía debajo de nuestras almohadas. Lo único que me permití fue hablar perrerías de los jueves, criticarlos bajo el doble aspecto moral y económico, y pedir que desapareciesen de la serie del tiempo.
«Pienso como tú —me dijo la muy mona—; pero yo digo lo que el Gobierno. Es preciso estudiar la reforma, porque si se hace de golpe y porrazo, podría ser inconveniente.
—Cuando los Gobiernos no quieren hacer una reforma —le respondí—, dicen que la están estudiando. Pero si la reforma no consiste en establecer sino en suprimir, el mejor estudio es obrar con valentía… Tú temes que te saquen alguna tira de epidermis. Mira, de todos modos, con jueves o sin ellos, te la han de sacar. Con que así, no te esclavices.
Y esto lo decíamos media hora antes de la señalada para la comida. Aquel jueves el pobre Carrillo estaba bastante mal y no se presentaría. Le vi en su cuarto, y la profundísima lástima que me inspiró estuvo por mucho tiempo como estampada en mi alma. Aún hacía el pobrecito violentos esfuerzos por vestirse; aún mandó a Celedonio, su ayuda de cámara, que le trajese el frac; pero no pudo ni meter el brazo derecho en la manga. Se desplomaba. En su lastimoso estado, lo que principalmente sentía era no poder hacer los honores de la casa aquella noche, como todas, y encargaba a su mujer que atendiese a los invitados y no hiciera caso de él. Eloísa estaba aturdidísima. De buena gana habría despedido a sus comensales. Mas no; era preciso hacer un esfuerzo supremo, presidir la mesa, estar en todo y recibir luego a cien o doscientas personas. ¡Tormento mayor!…
No tardaron en entrar Chapa, el Saca-mantecas, Peña, el secretario de la Legación de Holanda, después el ministro de Fomento, luego Botín y el general Morla. Todos, conforme iban llegando, se creían en el deber de poner una cara muy atribulada al enterarse de la indisposición del amo de la casa. Eloísa estaba realmente triste. Su situación en lo que llamaré el terreno aflictivo era bastante delicada; pues si aparecía muy afligida podrían dudar de su sinceridad, y si, por el contrario, se presentaba serena, las críticas serían más acerbas. Comprendí, oyéndola hablar del enfermo con los convidados, que hacía esfuerzos para hallar el justo medio sin poderlo conseguir. A veces iba muy lejos en el camino del dolor, y conociéndolo, la reacción en el sentido de la calma era demasiado fuerte. Nunca vi lucha más horrible con las conveniencias sociales; y si las palabras de los amigos eran perfectamente discretas, sus miradas, al menos a mí me lo parecía, revelaban una ironía despiadada. Y Eloísa estaba triste en realidad. Sólo que a veces se le antojaba que debía estar más triste, y a veces que debía estarlo menos, resultando de aquí que nunca acertaba con el tono exacto de la nota que quería afinar.
La de San Salomó llegó a última hora. Era la única señora que teníamos aquella noche. La comida empezó silenciosa, y por una de esas fatalidades de la conversación, que no es posible vencer, sólo se hablaba de enfermedades, de médicos, de aguas minerales. De rato en rato, un criado traía noticias del señor para tranquilizar a la señora. Estaba mejor, se le iba pasando el ataque. Con esto se sosegaba Eloísa, y todos hacíamos el papel de que se nos transmitía por arte mágico su contento. Pepe estaba en su habitación acompañado del médico y de su ayuda de cámara. Sólo el marqués de Cícero, como de la familia, había entrado a verle. Después ocupó en la mesa la cabecera que al enfermo correspondía, y entreveraba los bocados con suspiros. El general Morla me tocó al lado, y hablamos de la enfermedad de Pepe con la misma calma que si se tratara de lo buenas que estaban las codornices trufadas. «Este hombre se va —me dijo—. He visto morir a muchos de ese mismo mal, que debe de ser cosa del hígado. Cuando menos lo piense Eloísa, se queda viuda. Tal vez esta misma noche». Después me contó la muerte de Narváez, la de Pastor Díez, la del general Manso, la de Carlos Latorre, la del marqués de Valdegamas. Aún no había dado fin a esta fúnebre crónica, cuando se sintió en lo interior de la casa un ruido extraño. Algo muy grave ocurría. Todos nos quedamos fríos. Los tenedores, suspendidos sobre los platos con el pedazo de fond d’artichauts au supreme, aguardaban que se aclarase el angustioso misterio para seguir hacia su destino. Sólo Botín oía mascando. Levantose Eloísa bruscamente y fue a la puerta antes de que entrase el ayuda de cámara, a quien sentimos venir a la carrera. Oímos cuchicheo de zozobra y ansiedad. Eloísa corrió hacia adentro, Celedonio también.