IV

Mi tío Rafael iba todos los jueves; pero no estaba a sus anchas, porque haciendo gala de conversacionista, la competencia del general Morla que hablaba más que él y era oído con más atención, le abrumaba. Cuando aquellas dos aptitudes se ponían frente a frente, era gracioso ver cómo se disputaban la palabra, cómo discretamente corregía el uno las narraciones del otro. Cada cual se jactaba de saber más que su contrario y de poder añadir un detalle estupendo a su relación. Mi tío Serafín fue, al principio, algunas veces. A menudo se le encontraba dormido en el gabinete de Eloísa. Se aburría, y no teniendo allí el amparo de su carrik, no podía hacer de las suyas. Como había adquirido el hábito de levantarse temprano para ir al relevo de la guardia, el buen señor no podía prolongar sus veladas. Retirábase casi siempre a cosa de las once, a su casa de la calle de Capellanes, vivienda misteriosa y desconocida donde jamás había entrado ninguno de la familia, porque él no recibía a nadie ni se dejaba sorprender en su intimidad doméstica.

Puntual en las comidas era D. Alejandro Sánchez Botín, persona antipática, entrometida y de una vanidad pedantesca. Decíase de él que no iba allí más que a comer, y que tenía distribuidos los días de la semana entre siete casas acreditadas por la habilidad de sus cocineros. De este gastrónomo se contaban mil historias ridículas. Llevaba en los faldones del frac bolsillos de hule para almacenar allí dulces, jamón fiambre y otras golosinas. Decían que jamás almorzaba, que al levantarse se tomaba un gran tazón de agua de malvas, preparándose así para el gran hartazgo de la noche. A nadie he visto comer con más estudio, ni poner en la comida una atención más respetuosa. Para él, la mesa era verdadera Misa, el holocausto del estómago. Llegaba en esto hasta la mayor grosería, y cuando no ponían menú escrito, preguntaba a los criados qué había con objeto de reservarse para lo más de su gusto. Muchas veces que le tuve a mi lado, me anticipé a su curiosidad, diciéndole, con afectada importancia: «Hoy estamos de enhorabuena. Tenemos el famoso poulard à la Regence y las bouchées à la Montglass.

Era un vicioso, al decir de la gente; mujeriego de la peor especie, de un paladar sensorio tan estragado como lleno de caprichos. Vivía separado de su mujer y tenía muchos cuartos. Tres veces había desempeñado en Cuba pingües destinos, y cada vez que volvía con media isla entre las uñas, repetía la sagrada fórmula «España derramará hasta la última gota de su sangre en defensa etcétera

Me repugnaba aquel hombre, y más aún desde que Eloísa me dijo que le hacía el amor con hipócrita misterio y groseras ofertas de dádivas. Por no escandalizar no le puse en la calle cuando tal supe. No se me ocultaba el desprecio y el asco que mi prima sentía hacia un sujeto tan abominable por todos conceptos, y que se hacía además ridículo con sus pretensiones de guapeza. Era un viejo verde, que después de comer aparecía abotagado, pletórico; y sus ojos vidriosos, grandes, muy parecidos a los de los besugos y tan miopes que los corregía con cristales de número muy alto, decían que allí no había más que apetitos, usurpando el lugar del alma. Lo mismo Eloísa que yo resolvimos echarle, eliminándole con maña de las reuniones; pero él no entendía de indirectas, y se pegaba a la casa como una ostra.

Mi tía Pilar no iba nunca los jueves por la noche a casa de su hija. Su indolencia crecía diariamente con su torpeza muscular; aborrecía las ceremonias, y no se encontraba bien sino en su casa, después de haberse zarandeado dos o tres horas en coche. En su comedor pasaba las veladas, dormitando, cuando no iban a hacerle compañía las amigas vecinas, bien la de Torres, que vivía en el tercero, bien la de Bringas que habitaba en la inmediata calle de Olózaga.

María Juana tampoco iba a las comidas ni a las tertulias de su hermana. No armonizaban aquellas dos cuerdas de son y ritmo tan diferente. A Medina sí le vi algunas noches, no en la comida, sino en la recepción. Jugaba al tresillo con mi tío, o charlaba con Sánchez Botín de cosas de política, de asuntos de Ultramar y del poco dinero que iba quedando en la famosa Perla de las Antillas. Generalmente se le hacía poco caso, y su modestia y cortedad de genio eran tales, que más parecía agradecerlo que sentirlo. Hablando conmigo una noche en confianza, en un rincón donde nadie nos oía, la cabeza muy alzada para que las palabras franquearan mejor el gran espacio entre su pequeñez y mi buena estatura, los dos pulgares escondidos bajo las solapas del frac, y tocando el piano sobre el pecho con los ocho dedos restantes, el buen ordinario de Medina me dijo que no tenía palabras para hacerme comprender lo que le cargaban aquellas reuniones; que iba a ellas simplemente por hacer el gusto a María Juana, quien le mandaba asistir para que le contara todo lo que viese. Sí; al volver a casa, tenía que repetir cuanto había oído y hacer descripción circunstanciada de personas y cosas, y si se le olvidaba algo o lo confundía, su mujer se impacientaba. Érale odiosísima aquella vida de lisonja y mentira; aborrecía las comedias sociales, y adoraba lo positivo, el bienestar seguro y sin zozobra. Siendo su sistema gastar siempre menos de lo que se tiene, le daba rabia la ceguera estúpida de los que hacen todo lo contrario. Nunca le gustó a él darse pisto, ni aparecer como sabio o como elegante sin serlo, y se encontraba mal entre personas que están sin cesar representando lo que no son y haciendo un papel que no les corresponde. Por todas estas razones pensaba decir a su mujer que si quería saber lo que allí pasaba fuera ella en persona, pues él se daba de baja, y no volvería a poner sus pies en los salones de Eloísa. Aquel hombre juicioso y modesto, dejó de favorecernos desde el segundo o tercer jueves.

La pobre Camila no concurría a las fiestas de su hermana por varias razones. Importantísima era la de no tener vestidos; es decir, tenía uno, pero no era cosa de presentarse todos los jueves con los mismos trapitos de cristianar. Otra razón de peso era que, cumplidos los vaticinios que indecorosamente nos hiciera el día de la célebre comida, allá por Octubre había dado a luz un muchachón, del cual fui padrino, y que tenía todas las trazas de ser tan bruto como su padre. Este fue dos o tres noches a casa de Carrillo; pero se encontraba tan fuera de su centro, se parecía tan poco aquel recinto al grosero café donde él solía concurrir, que le faltó tiempo para desertar. Era un tagarote que no sabía dónde ponerse, ni hallaba con quien hablar, ni él hacía más que ir de un lado para otro, aburrido y desconcertado. Sólo en el marqués de Cícero hallaba de vez en cuando un punto de apoyo, por ser ambos manchegos, cazadores y tener más ancho el círculo de los perdigones que el de las ideas. «¿Y tu mujer?» le preguntaba yo todas las noches. «Bien —me respondía—. Sigue empeñada en no poner ama. Lo cría ella misma». Yo sabía que estaban bastante mal de metálico. Aunque era medio loca, Camila me inspiraba algún interés y lástima; y habiendo notado en su casa ciertas privaciones, supe valerme de medios delicados para socorrer sus faltas y para que mi buen ahijado no estrenase la vida en medio del desamparo y la desnudez.

Réstame hablar del marqués de Cícero, tío de Carrillo. Era primo de Angelita Caballero, quien le había dejado dos casas y la corona, la cual, a su muerte, pasaría a exornar la frente de Pepe y sus herederos. Como figura decorativa pocos hombres he visto más notables que D. Antonio Álvarez Tuñón y Caballero. Era lo que antes se llamaba un real mozo. Mas se podría ofrecer un buen premio a quien probase que existía un ser humano de menos sal en la mollera que aquel bendito marqués, a quien jamás sorprendió nadie en posesión de una idea. Lo más que hacía era repetir mal las ajenas y desfigurarlas. Las suyas versaban siempre sobre la adoración de su persona como hombre guapo, y se parecía al Saca-mantecas en la fea maña de echar ojeadas a los espejos para gozarse y ponerse muy hueco. Tenía largos y lucidos bigotes, como los del general León, a quién sin duda tomaba por modelo. No he visto nunca una cabeza más hermosa. Era digna del cincel de Benvenuto y de las fábulas de Esopo, por su belleza y su falta de seso. Decía Severiano Rodríguez que cuando el marqués hablaba de algo que no fuera caza, le crujía el cerebro; tan violento esfuerzo tenía que hacer. En distintas épocas de su vida le dio por hacerse magníficos retratos que repartía a los amigos. En unos estaba con un vestido de caza muy majo, en otros de caballero del tiempo de Felipe IV, también de caza, con el lebrel a un lado. En los escaparates de un célebre fotógrafo andaba en gran tarjeta iluminada y en traje de caballero de Calatrava, con birrete y catorce varas de manto blanco. Últimamente se retrató con un león a los pies. No hay que decir que el león era disecado. A todos los amigos dio un ejemplar, y recibí el mío con una expresiva dedicatoria. Mucho tiempo conservé en mi poder la imagen del prócer cinegético, con el fiero león a los pies, hasta que tuve la suerte de que mi tío Serafín me librara de ella. Fue la única expoliación de que me he felicitado siempre.

Lo bueno que tenía el marqués era que no murmuraba de nadie. Es que no se le ocurría nada que no fuera conversación de perros y de monterías antiguas y modernas. Mi tío, él y otro que tal hacían a veces una insufrible trinca. Desde tiempos remotos gozaba de un empleo en el Ministerio de Estado. Hasta la muerte de la Caballero había sido pobre y oscuro, uno de esos aristócratas trasconejados que vegetan en una oficina, y no molestan a nadie, ni dan que hacer a los políticos, ni meten ruido, ni alardean de linajudos, ni envidian ni son envidiados. Aquel bendito debía su insignificancia a la carencia absoluta de ideas, a su aspecto agradable y a no tener más pasiones que las inofensivas de vestirse bien, cazar y retratarse.

Era muy puntual en las comidas, y no lo hacía mal. Comía y callaba. ¿Qué diré de los demás aún no designados? Fáltanme espacio y ganas, aunque no memoria. ¿Hablaré de Pepito Trastamara, un hominicaco a quien yo ponía por ejemplo cuando quería demostrar a Carrillo el vivo contraste de nuestra aristocracia con la inglesa? ¡Y sobre el cimiento de Pepito Trastamara quería edificar aquel soñador el organismo de los lores españoles, el sólido estamento que, enlazado al poder popular, forma el más admirable de los sistemas! Allá por el cuarto o quinto jueves llevó Carrillo a un joven redactor del periódico de su partido. Era un muchacho listo, que pronto sería diputado y metería ruido. Hablaba por los codos siempre que encontraba quien le oyera, y se sabía al dedillo, casi tan bien como Pepe, todo lo concerniente al Parlamento largo, al Bill de derechos, a las picardías que hizo Titus Oates y otras muchas cosas que traen siempre a mal traer los anglómanos.

Después de la comida iban tantos, tantos, que no acertaría a contarlos. Vi literatos de varias castas, políticos muy grandes, de cola entera como los pianos, de media cola y píccolos. Vi académicos que habían escrito cosas bellas y otros que no habían escrito maldita cosa; militares en diferentes situaciones, varios artistas, algún diplomático extranjero, ministros en activo, entre ellos el de Fomento, amigo y paisano mío; vi a Cimarra, que se había reconciliado con su suegro, el marqués de Fúcar, y resignádose a que su mujer viviera maritalmente en Pau con León Roch; vi tal cantidad de personas y alimañas que era aquello un museo matritense, mejor para apreciado en conjunto que para reproducido en sus múltiples, varias y pintorescas partes.