III

Al siguiente nos sorprendió Eloísa con otra novedad (pues cada uno de estos interesantes días traía su sorpresa), un proyecto hermoso, una colosal reforma que iba a emprender en su palacio para ensancharlo y mejorarlo. Por los planos que enseñaba a todos los amigos, se veía que la obra era tan sencilla como grandiosa. Vais a verla. Consistía en poner al patio una cubierta de cristales, haciendo de él un salón espléndido, algo como la famosa estufa de Fernán Núñez. La imitación de las grandes casas y el afán de rivalizar con ellas, era la demencia de mi prima… Sigamos con la reforma. Cubierto de cristales el patio, lo llenaría de plantas soberbias, latanias, rododendros, azaleas, araucarias, helechos arborescentes; cubriría las paredes con tapices, y para remate y coronamiento de tan bella obra, había discurrido llamar en su auxilio a uno de nuestros artistas más ingeniosos y originales. Sí, Arturo Mélida le pintaría la escocia, una escocia monumental, una obra no vista, lo más elegante, lo más inspirado que se podría imaginar. Eloísa daba cuenta de ella como si la estuviera viendo. El día anterior había convidado a comer al célebre arquitecto, pintor, escultor y dibujante, el cual le había explicado su idea. Sería una procesión de figuras helénicas representando todos los ideales del mundo antiguo y los prodigios del moderno, la Filosofía peripatética y el Teléfono de Eddison, las Matemáticas de Euclides y la Educación Física de Spencer, el Osiris egipcio y la Vacuna de Jenner, la Geografía de Herodoto y el Cosmos de Humboldt, el barco de Jasón y el Acorazado de Zamuda, los Vedas y el Darwinismo, Euterpe y Wagner…

Eloísa daba cuenta de la obra, cual si la estuviese viendo, aunque equivocaba las citas, por no ser muy fuerte su erudición. Se me figuró que echaba chispas como un cuerpo electrizado. Le tomé el pulso, y… pueden creerme, tenía calentura. La pluma misteriosa se le atravesaba en la garganta, haciéndole tragar mucha saliva. En toda la noche no habló de otra cosa. Hubiera deseado hacer la reforma en un día y que el gran artista se la pintara en unas cuantas horas por arte mágico.

«Será una maravilla —dijo Manolito Peña—. Veremos aquí las Mil y pico de noches.

Este Manolito Peña era de los constantes. Al principio llevaba a su mujer; pero después iba solo. Bien sabéis que es muy listo, charlatán, y que con su palabra fácil se ha hecho un puesto en la política, porque sabe hablar de todo, y saca unas figurillas y unas monadas retóricas, que entusiasman a las señoras de la tribuna de ídem. Él y Gustavo Tellería eran los dos oradores de la reunión, los que hablaban más alto, cediéndose el turno de los párrafos estrepitosos y afectados. Gustavo, militante en el partido católico, no estaba tan adelantado en su carrera política como Peña; pero al fin, harto de desgañitarse platónicamente, empezaba a mirar la consecuencia como una virtud que no da de comer. Ya con un pie metido en el partido conservador, estaba resuelto a meter los dos cuando Cánovas volviese al poder. Había reñido con la marquesa de San Salomó, cada vez más intransigente y más encastillada en la integridad de su ideal católico-monárquico; pero se trataban como amigos. Manuel Peña tenía ideas políticas más radicales que las que profesara en su propio partido, y no las ocultaba en su conversación. Esto no impedía que la de San Salomó tuviera por él preferencias que hacían poner el paño en el púlpito al Saca-mantecas.

El general Chapa era muy joven. ¡Dos entorchados antes de los cuarenta años! Para desvanecer la confusión que esto pudiera ocasionar, me apresuro a decir que era general en el campo y corte de Don Carlos; entre los españoles, caballero particular, capitán de ejército en 1870, prófugo después, y afortunadísimo en la guerra civil. Gozaba fama de muy valiente y arrojado. Era simpático, bella persona, guapo, caballeresco, alegre, instruido, de mucho mundo, mucha labia y de muy buena sombra en amores. Hablaba pestes de los curas y sostenía que por culpa de ellos no había triunfado la causa. Sus proezas militares no eran tan famosas como las mujeriles. Se le señaló durante algún tiempo como amante de la duquesa de Gravelinas; pero él, procediendo con delicadeza, nos lo negaba hasta a los más íntimos. De otras conquistas no hacía misterio. Yo le quería mucho; solíamos pasear, ir al teatro y almorzar juntos. Por unos días me molestaron ciertas aproximaciones que noté; tuve celos; él los desvaneció con lealtad; nos explicamos e hicimos el trato de respetarnos mutuamente nuestros dominios, pues a su vez él tenía de mí la infundada queja de que yo obsequiaba demasiado a la marquesita de Casa Bojío.

El gracioso de la reunión era mi primo Raimundo, que no faltaba ningún jueves. Su hermana subvencionaba su puntualidad, atendiendo a veces a sus gastos menudos. No todas las noches estaba de humor para divertir a la gente, y cuando la aprensión del reblandecimiento dominaba en su espíritu, no había medio de sacarle una palabra. Mas por lo general, la vanidad y el gusto de verse aplaudido podían en él más que todo. Sus teorías ingeniosas amenizaban las comidas; la atención sonriente de su escogido público le inspiraba, y aguzaba el ingenio para que las paradojas salieran cada vez más sutiles y enrevesadas. En medio de aquel fárrago de ideas sacadas de quicio, brillaba comúnmente un rayo de perspicacia que, penetrando en lo más oscuro del cuerpo social, lo esclarecía con luz muy parecida a la de la verdad. Su inteligencia despedía una claridad fosforescente, que fantaseaba las cosas, sí; pero con ella se veía siempre algo, a veces mucho.

Dábale por las vindicaciones. Gustaba de ir contra corriente general, defendiendo lo que todo el mundo atacaba, redimiendo el sentido común de la cautividad filosófica y retórica. Hacía el panegírico de Nerón, de los Borgias y de Mesalina, levantaba a Felipe II y a Enrique VIII de Inglaterra, sostenía que Don Opas fue una buena persona, y hasta para Caín tenía una frase de indulgencia. Una noche hizo la defensa de lo más calumniado, de lo más escarnecido y vilipendiado en los siglos que llevamos de civilización, el dinero. ¡María Santísima, las pestes que se habían dicho del dinero desde los principios, desde el balbucir de la literatura y de la historia! Sólo con lo que los poetas han escrito en escarnio del más precioso de los metales había para llenar una biblioteca. Es que los poetas tenían al dinero una ojeriza especial de raza. ¡Ah! sí, al contrario de ciertos perros, que enseñan los dientes al mendigo harapiento, los poetas ladran siempre a los ricos. ¡Llamar vil al oro!… El orador pasó revista a las comedias en que se pone de vuelta y media a los que tienen cuartos, ensalzando a los pobres. «Porque, fijarse bien —decía—; en la conciencia general se asocian las ideas de pobreza y honradez. Vamos a ver, si yo hiciera una comedia en que probara, y lo probaría, que los que tienen dinero, sea por herencia, sea por ganancia, están en situación de ser más honrados que el pobre, me la patearían, ¿no es cierto? ¡Buena pita me esperaba! Por eso no la quiero escribir…». Después ponía la cuestión en un terreno en que la manejaba a su antojo con la destreza de un jugador malabar. Atención: la causa de nuestro decaimiento nacional era el falso idealismo y el desprecio de las cosas terrenas. El misticismo nos mató en la fuente de la vida, que es el estómago. Desde que el comer se consideró función despreciable, la mala alimentación trajo la degeneración de la raza. El estómago es la base de la pirámide en cuya cúspide está el pensamiento. Sobre base liviana no puede elevarse un edificio sólido. Desde el siglo XIII viene haciéndose entre nosotros una propaganda cargantísima contra el comer. La caballería andante primero y el misticismo después han sido la religión del ayuno, el desprecio de los intereses materiales. Ya tenéis aquí un principio de muerte; ya tenéis atrofiado uno de los principales nervios del poder de una nación, la propiedad. No dicen la propiedad es un robo, como los socialistas modernos, pero les falta poco para decir que es pecado. La caballería funda la gloria en no tener camisa, y el misticismo dice al hombre: «La mayor riqueza es ser pobre… Desnúdate y yo te vestiré de luz». En fin, estupideces, y por añadidura, guerra sin cuartel al agua. Lo que entonces se llamaba el Demonio, es lo que nosotros llamamos jabón. Todos los desprecios acumulados sobre la propiedad, sobre el buen comer y la cómoda satisfacción de las necesidades de la vida, vienen a reunirse sobre la infeliz moneda, a quien se mira como el origen de todos los males. Los que durante una vida de trabajo se han hecho ricos, concluyen por arrepentirse, y dedican su dinero a fundaciones pías. El orgullo está en vivir a la cuarta pregunta, y en pedir limosna. Jamás se ofrecen como ejemplo ni el ingenio ni el trabajo, sino la miseria, el desaseo y la sarna. No hay un santo en los altares que no haya ido allí por haber cambiado el oro por las chinches.

—Por Dios, Raimundo, ¡qué figuras tan naturalistas!

(Risas, escándalo, movimiento de asco en el selecto auditorio.)

«Sí, es la verdad. No hallo otra manera de decirlo. Durante siglos, los sobresalientes de una raza noble han estado educándola en la suciedad, en la pobreza, en el ayuno. Y claro, ¿cómo ha de haber agricultura, cómo ha de haber industria en un país así? En una palabra, comparemos la raza que ha tenido por maestros a Dominguito de Guzmán y a Teresita de Ávila, con la que ha seguido a los dos Bacones, Rogerio y el Verulamo… Sí, señoras, los dos Bacones… ¿Ustedes no saben quiénes son estos caballeros? Lo explicaré otra noche. En cambio, conocen la vida de San Pedro Regalado y de otros tales que están en el Cielo por predicar que no debíamos comer más que tronchos de berza y algún pedazo de suela mojada en vinagre. Así estamos; así hemos venido a ser una raza de médula blanda, sin iniciativa, sin originalidad, sin energía moral, ni intelectual, ni física; una raza ingobernable… Claro, con la tan ponderada sobriedad hemos llegado a no poder tenernos de pie. Nuestro imperio era grande; lo hemos ido perdiendo, y nosotros tan frescos. Despreciando el dinero, llamándolo vil, tomando el pelo a los ricos y arrojando sobre ellos tantas ignominias en verso y prosa, hemos dejado perder nuestras colonias. Viviendo en un mundo de fantasmas, perversa hechura de la caballería y la falsa santidad, hemos visto la extinción de nuestra industria. Por fin, al despertar en pleno siglo XIX, después de haber dormido la mona mística, nos encontramos con que los demás se nos han puesto por delante. Ellos viven bien, nosotros mal. Viendo lo que ellos son, hemos caído en la cuenta de que el dinero es bueno, de que la propiedad es buena, de que el lavarse no es malo, de que el comer es excelente, y de que las materialidades de la vida son excelentísimas. Queremos seguir tras ellos, queremos comer también; pero ¡quia!… ¡si no tenemos dientes, si hemos perdido la fuerza digestiva!… Cinco siglos de sobriedad han despoblado nuestras encías y atrofiado nuestro estómago. Tanto empeño tenemos en mascar y digerir como los demás, que al fin y al cabo… como esto no exige largo aprendizaje, logramos vencer las dificultades. Nos nace la dentadura, se nos arregla el estómago; pero resulta que no tenemos qué llevar a la boca, porque no trabajamos. Este hábito es algo más difícil de adquirir. Tanto nos dijeron «no te cuides de las cosas terrenas» que llegamos a creerlo, y la ociosidad dio a nuestras manos una torpeza que ya no podemos vencer. Claro, sin el estímulo del oro, ¿qué aliciente tiene el trabajo? Echen maldiciones al dinero, santifiquen la mendicidad y verán lo que sale. Una raza mal alimentada, no me canso de repetirlo, mal alimentada, que sólo digiere vegetales… y ahora voy a probar que la causa de todos nuestros males está en el cocido…

Nuevo movimiento de horror festivo en el auditorio.

«Pero Raimundo, ¡qué cosas saca usted!

—¡Naturalismo!

—Sí, se ha hecho tan naturalista que a veces hay que coger con tenazas lo que dice.

Y otra noche, el infatigable divagador tomaba otro tema y lo esclarecía con aquella lumbre de su cerebro tan parecida a una llama de alcohol, vagorosa, azulada, juguetona, y concluía porque se levantara contra él protesta unánime de risas y escándalo «¡Naturalismo! Por Dios, ¡qué naturalista, qué pornográfico se ha vuelto!». Estos socorridos anatemas sirven para todo.