II

Ningún día de gran comida dejó Eloísa de sorprendernos con alguna novedad, añadida a las riquezas de su bien puesta casa. Aquella noche (una de tantas), al entrar en el segundo salón, vi dos personas, cuyo rostro, facha y traje parecían completamente anómalos en tal sitio. Eran dos pinturas, la una de Domingo, la otra de Sala. Mi prima las había adquirido aquella semana, y no me había dicho nada para darme la gran sorpresa en la noche del jueves. Habíalas colocado a los dos lados de la puerta que comunicaba el salón con su gabinete, y puso ante cada una un reflector con vivísima luz, que, iluminando de lleno las figuras, las hacía parecer verdaderas personas. Ambas eran de tamaño natural y de más de medio cuerpo. La de Domingo era un viejo, un pobre, quizás un cesante, vestido de tela gris, arrugado el rostro, plegados los ojos. Creeríase que la luz del reflector ofendía su cansada vista, y que nos miraba con displicente miopía, ofendido y cargado de nuestro asombro. Porque no vi jamás pintura moderna en que el Arte suplantara a la Naturaleza con más gallardía. El toque era allí perfecto símil de la superficie de las cosas, y se veía que sin esfuerzo alguno, el pincel, convertido en poder fisiológico, había hecho la carne, la epidermis, el músculo, los cañones de la mal rapada barba, el pelo inerte, y por fin el destello y la intención de la mirada. Aquel mismo toque habilísimo era luego la lana y el algodón de la ropa, la seda mugrienta del fondo. «Esto ya no es pintar —decía Eloísa, sacando las cosas de quicio—: es hacer milagros.

La figura de Sala era una chula. Contemplándola, todos nos reíamos, y a todos se nos avispaban los ojos. Los suyos parece que bebían de un sorbo la luz del reflector y nos la devolvían en una mirada dulce y llena, significando con ella un atrévanse ustedes. Su tez pura, su entrecejo irónico indicaban tal vez que era una gran señora disfrazada. El traje, el pañuelo por la cabeza y mantón de Manila podrían suponerse antojo de un momento para encaprichar la hermosura noble revistiéndola de las gracias populares. No era una ficción, era la vida misma. Sin duda iba a dirigirnos la palabra. Nos sonreíamos con su sonrisa; nos sentíamos mirados por ella, la conocíamos y la tratábamos. ¡Que una superficie cubierta de colores viva y aliente así!… Eloísa no cesaba de decir, gozando en nuestra admiración: «¡Qué alma tiene!».

La dama enchulada y el viejo pobre fueron el éxito de aquel jueves, como en el precedente lo habían sido los tapices antiguos, cartones de Brueghel, que decoraban el comedor. Pero dejemos las cosas que parecían personas, y vamos a las personas que parecían cosas. Uno de los principales devotos de mi prima era el marqués de Fúcar. A cada lado de la chimenea del segundo salón había tres sillones, uno de los cuales ocupaba Eloísa. El inmediato se le reservaba al marqués, y respetando este derecho consuetudinario, cualquiera que lo ocupara se lo cedía en cuanto él entraba. Era Fúcar bastante viejo; pero se defendía bien de los años y los disimulaba con todo el arte posible. Era abotargado, patilludo, de cuello corto, y parecía un cuerpo relleno de paja por su tiesura y la rigidez de sus movimientos. Se teñía las barbas; y como los tiempos no consienten la ridiculez de la peluca, lucía una calva pontifical. Demostraba Fúcar a la señora de Carrillo una como adhesión caballeresca. A veces, la edad caduca pesaba en su ánimo lo bastante para convertir aquella devoción en una especie de cariño paternal, traduciéndose en consejos galantes, antes que en galanterías. Muy a menudo y cuando parecían más interesados en una conversación frívola, trataban de negocios. Eloísa, que empezaba a pensar mucho en los fabulosos aumentos que ciertos hombres de pesquis dan a su capital en poco tiempo, arrastraba la conversación de Fúcar hacia aquel terreno. «Diga usted, marqués, ¿venderé las Cubas para comprar ese Amortizable que ha inventado Camacho?». Esta y otras cláusulas parecidas sorprendí más de una vez al acercarme al grupo.

Fúcar se reía, y después de bromear un poco le aconsejaba lo que creía más conveniente.

«Oiga usted, marqués; ¿quiere usted hacerme dobles por cinco o seis millones nominales? ¿Quién es su agente de Bolsa?… Este tonto (dirigiéndose a mí), no quiere ir a la Bolsa. Quita allá… No tienes iniciativa, no tienes ambición. Podrías duplicar tu capital en poco tiempo si fueras otro.

El marqués echábase a reír, y mirándome…

«Aprenda usted niño —me decía—. Esto se llama navegar en golfos mayores.

—Marqués —proseguía ella—, me voy a tomar la libertad de hacerme su socio. ¿Quiere usted que le dé diez mil duritos para que me los ponga en las contratas de tabacos? ¿Qué rédito me dará?

—¡María Santísima! ¡qué mujer! —exclamaba Fúcar con alarma jocosa—. Eloísa, me compromete usted…

—O si no, me los pone en un préstamo del Tesoro.

—Si el Tesoro no pide ya prestado, hija mía. Eso cuando tengamos otra guerra civil.

—Pues en las contratas de tabacos. ¿A ver? ¿qué rédito?

—Creerá usted que las contratas… —gruñía el marqués fluctuando entre las bromas y las veras.

—No haga usted caso, marqués —indiqué yo—. Estas mujeres ven todo con la imaginación. Desconocen la Aritmética: lo único que saben de ella es multiplicar.

—Sí, las contratas dan muchos millones.

—¿Qué le parece a usted? —decíame Fúcar sin poder contener la risa—. Me va a descubrir. Me saca los colores a la cara. Aprenda usted, niño, aprenda. ¡Contratas de tabaco!… Corriente; al año le devuelvo a usted los diez mil duritos duplicados… Pero me ha de prometer usted que con ese dinero fundará un Hospital para fumadores desahuciados.

La risa del prócer llenaba el salón. Aun los que no podían oír lo que decía celebraban su gracia. Fúcar era allí muy popular; y envanecido de ello, gustaba de oírse, hablando, y se enojaba cuando le contradecían. Conmigo tenía deferencias cariñosas. Una noche, apartándome de un corrillo de los que allí se formaban, me acorraló contra un mueble para decirme en secreto: «Traviatito, es preciso que se dedique usted a los negocios para tener contenta a la señora. No se fíe usted del amor puro. La señora tiene los espíritus muy metalizados. Me ha preguntado lo que es comprar a plazo, en voluntad y en firme. He tenido que darle una lección de cosas de Bolsa sin olvidar las triquiñuelas del oficio… Mucho ojo, que la señora piensa demasiado en el dinero. No se envanezca usted, y créame; aumente su capital, si puede, no sea que alguno le desbanque. Usted vale mucho, pero no hay que fiarse; pues se dan casos…

Otro de los asiduos era el general Morla, hombre muy ameno, verdadera enciclopedia histórico-anecdótica de Madrid desde el año 34 hasta nuestros días. Tenía la memoria más prodigiosa que cabe en lo humano; recordaba la primera guerra civil, toda la historia política y parlamentaria y toda la chismografía del siglo. Había sido ayudante del general D. Luis de Córdova, luego compañero íntimo de Narváez, y por fin inseparable amigo de D. José Salamanca, cuyos arranques geniales elogiaba a cada instante. Los motivos secretos de los cambios políticos en el anterior reinado los sabía al dedillo, y las paredes de Palacio eran para él de una transparencia absoluta. De las infinitas trapisondas privadas que amenizan la vida de Madrid, ninguna se le había escapado. No necesitaba esforzarse para satisfacer todas las dudas, pues el archivo de su memoria, admirablemente catalogado, le suministraba sin demora el dato, la noticia o enredo que se le pedía. Cuando nos contaba algún lío, hacía mención de la calle, el número de la casa, el piso, nombraba a las personas todas de la familia, y si no le cortaban el hilo, refería los belenes del padre o de la madre en la generación anterior. Este narrador entretenidísimo era quizás el maestro más grande del arte de la conversación que he visto en España. Cuando se muera no quedará nada de él, pues jamás ha escrito cosa alguna. Le incitamos a escribir sus memorias, que serían el más sabroso y quizás el más instructivo libro de la época presente; pero él se excusa de hacerlo con la pereza y con su poca habilidad de escritor. En efecto, los grandes conversacionistas rara vez aciertan a interesar cuando escriben.

Eloísa atendía y agasajaba mucho al anciano general, uno de los primeros favoritos de la casa. El jueves que faltaba era un jueves soso y desgraciado. A menudo se formaba en torno a él, en la sala de juego, corrillo de hombres solos, que era un verdadero festín de la más sabrosa comidilla. Salía uno de allí con la cabeza dulcemente mareada, como cuando se ha bebido mucho y bueno; y se adquiría de la humanidad idea semejante a la que tenemos de la salud después de haber hojeado un Diccionario de medicina.

La chismografía del general Morla era puramente histórica. Rara vez despellejaba a las personas que estaban aún en activo. Otro amigo de la casa, a quien no nombro, tenía la especialidad de cebarse en la carne viva, prefiriendo la de los allegados y presentes. Severiano Rodríguez le llamaba el Saca-mantecas, porque se sorbía las reputaciones crudas. Era persona de intachables formas. En la conversación general, bromeando con Eloísa o sus amigas, daba mucho juego. Su galantería exquisita y refinada encantaba a las damas. Había tenido buena figura, y aún conservaba restos de ella, presumiendo de ojos vivaces, de un busto airoso y de pie pequeño. Sin duda daba mucha importancia a su bigote y su mosca que, con las canas, habían venido a ser de un rubio ceniciento. Lo que más me cargaba en aquel hombre era que, al entrar en cualquier local, echaba miradas furtivas a los espejos para verse y admirarse. Gozaba fama de afortunado en faldas; pero tenía ya un par de desventajas casi insuperables: su edad, que frisaba en la vejez, y su falta de dinero. Era uno de los hombres más entrampados de la creación, y vivía perseguido sin tregua por diferentes espectros en forma de cobradores de tiendas. Oí contar que sólo en el ramo de perfumería debía sumas fabulosas.

Cuando hacía corrillo, no perdonaba nada. Más de una vez hizo disección horrorosa de la pobre marquesa de San Salomó, que no distaba veinte pasos del lugar de la hecatombe. De Eloísa y de mí, ¿qué no diría? Severiano me contaba horrores, vomitados por el Saca-mantecas a poca distancia de nosotros. Tales cosas, por la exagerada malicia y la mentira que entrañaban, no ofendían como cualquier verdad secreteada con palabras ambiguas. «Que yo estaba ya tronado; que Fúcar era el que pagaba; que Manolito Peña estaba en camino de ser mi sucesor en la plaza de amante de corazón…». Tales majaderías sólo merecían desprecio. Lo más gracioso era que el Saca-mantecas había hecho el amor a Eloísa, habíala acosado, durante una temporadilla, con declaraciones ardientes, en las cuales lo rebuscado de las cláusulas no ocultaba lo repugnante del desvarío senil. Últimamente, el despecho le había vuelto un tanto fosco. Se hacía el interesante, presentándose con cara de hastío. Saludaba ceremoniosamente a Eloísa, al entrar, dándole la mano con brazo muy corto. Jugaba al juego del desdén el muy mamarracho. Bien lo conocía ella y bien se reía de él. Cuando Severiano o algún otro amigo interrogaban al Saca-mantecas sobre su actitud displicente, respondía, inflándose mucho: «Es que yo me he vuelto ya antidinástico».

¡Y para dar lugar a tales anomalías; para vivir constantemente acechada, escarnecida, solicitada y requerida, se sacrificaba mi prima a una etiqueta que no vacilo en llamar cursi, pues era una mala imitación de la ceremoniosa, natural y no estudiada etiqueta de las pocas grandes casas que tenemos! ¡Y se gastaba tontamente su caudal, aparentando un bienestar que no poseía, ostentando un lujo prestado y mentiroso! ¡Y todo por tener una corte de aduladores y parásitos! ¡Comedia, o mejor, aristocrático sainete! Yo lo presenciaba aquellos días y aún no me daba cuenta, por la embriaguez que narcotizaba mi espíritu, de lo absurdo, de lo peligroso, de lo infame que era.

He dado a conocer algunas de las principales figuras de aquellos dichosos jueves. Aún faltan bastantes. Entre estas no merece preterición una que, como sombra errante, iba de aquí para allí, atendiendo a todos, diciendo a cada cual una palabra agradable, jovial con este, con aquel grave, tocando las distintas cuerdas de la conversación según el diferente ritmo de cada uno. Era un hombre enfermo, consumido, lastimoso; era Carrillo, el dueño de la casa, tan atento a sus deberes y tan esclavo de las reglas de la etiqueta, que se le veía luchando angustiado con su debilidad para estar en todo y cumplir correctamente hasta la hora del desfile. Y tan rápida era su decadencia, que cada jueves parecía estar peor que el jueves precedente. Daba lástima verle. Un sudor se le iba y otro se le venía. Sin voz, ni aun fuerzas para tenerse en pie, quería obsequiar a Fúcar con un dicho de negocios, a otro con una frase política, a este con una indicación literaria, a aquel con un tema de sport. Sus propias aficiones no se le quedaban en el tintero, y le veíamos sacar del pecho con fatiga jirones de aliento para explicar los triunfos de la Sociedad de niños.

Cuando ya era tarde y se le veía ¡pobrecito! haciendo los imposibles por sostenerse en su terreno, Eloísa se iba hacia él, cariñosa, y le hacía mimos de mamá, incitándole al descanso. «Retírate, Pepe, no te fatigues. Estás haciéndote el valiente, y no puedes, hijo mío, no puedes. El calor te hace daño, la conversación te marea. Te conozco que tienes dolor de cabeza y que lo disimulas. ¿Por qué eres así? A mí no me engañas. Tú padeces y callas. Retírate; José María y yo iremos después a hacerte compañía si estás desvelado».

Pepe no obedecía. Aun se enojaba un poco, no queriendo que su mujer ni nadie dudasen de las fuerzas que no tenía. Era como los ciegos que se empeñan en ver y se amoscan cuando alguien sospecha que ven poco. Era como los sordos que no confiesan nunca que oyen mal y equivocan todas las palabras. Contra las advertencias de Eloísa, quería estar en su puesto hasta el fin, ser obsequioso con todos, y oponerse enérgicamente a que alguno se aburriera. Siempre estaba dispuesto a hacer la partida de whist o tresillo, o bien a aguantar el chorretazo de ciencias sociales con que se desahogaba un sabio impertinente de quien todo el mundo huía como de la peste.

Una noche Fúcar me tocó en ambos brazos, y acorralándome, como de costumbre, contra la pared, me dijo:

«Hola, Traviatito, escúcheme usted un momento. ¿Sabe usted que el pobre Pepe está muy malo? Ese hombre no llega al verano… Pero voy a otra cosa. Temo mucho que el crac de esta casa venga más pronto de lo que creíamos… Lo he sabido hoy por una casualidad. Han tomado dinero, no sé bien la cifra, hipotecando la Encomienda, esa hermosa finca del Barco de Ávila. No podía ser de otra manera. Esta gente no ha podido apartarse de la corriente general y gasta el doble o triple de lo que tiene. Es el eterno quiero y no puedo, el lema de Madrid, que no sé cómo no lo graban en el escudo, para explicar la postura del oso, sí, del pobre oso que quiere comerse los madroños y por más que se estira, no puede, ¿qué ha de poder?… Porque verá usted. Estas juergas de los jueves cuestan mucho dinero. Ojo al oso, niño, que, al paso que vamos la debacle no tardará.

Sentí escalofríos al oír esto. Yo lo sospechaba, mejor dicho, lo sabía; pero en el atontamiento estúpido en que me tenían el amor y la vanidad, no paraba mientes en ello. La idea de que Eloísa hablase más o menos afablemente con el general Chapa (otro tipo de quien hablaré pronto), absorbía por entero mi atención. Mucho extrañaba que la pícara no me hubiera dicho nada del préstamo con hipoteca de la Encomienda. Era preciso hablar de esto… Pero sigamos con los jueves.