Cuando era adolescente, la mayoría de los libros, encuadernados en tela negra y con un grato olor a papel enmohecido, que sacaba de una biblioteca, contenían un prólogo, y confieso que, en los más de cuarenta años que llevo escribiendo, lamento a veces que dicha costumbre haya pasado de moda. Recuerdo con especial nostalgia ciertas novelas de Conrad, precedidas, no sólo de un primer prólogo, sino de otro a la segunda edición, o incluso a la tercera, de un prefacio, de una advertencia y de toda una serie de textos familiares que me fascinaban casi tanto como el propio relato. Ello constituía para el escritor, al margen de su obra, una toma de contacto directa con el lector. Los novelistas actuales se prodigan también con frecuencia en los periódicos, en la radio y en la televisión, pero no siempre llegan como antes a quienes leen sus obras.
No voy a referirme aquí a mis intenciones, ni mucho menos pretendo tratar de la doctrina literaria. Hubiera podido, en última instancia, limitarme a utilizar la fórmula ritual, de uso habitual en las películas: «Los hechos que aquí se relatan son puramente imaginarios y cualquier semejanza entre los personajes y personas reales es mera coincidencia».
Tal precaución viene a ser, desde hace ya bastantes años, imprescindible, por más que en ocasiones resulte ineficaz, pues nuestros contemporáneos gustan de reconocerse en las obras novelescas, sobre todo si abrigan la esperanza de extraer de ello un provecho material.
Tan es así que el novelista queda en una posición difícil. Hace veinticinco años, por ejemplo, hallándome en París, escribí Le coup de Lune, una novela cuya acción transcurría en Gabón, en Libreville, concretamente en un hotel situado en la linde entre el núcleo urbano y la selva ecuatorial. Me resultaba imposible recordar el nombre del hotel en el que me alojara dos años atrás, y tampoco quería citarlo. Por tanto, elegí para mi libro el nombre más improbable: Hôtel Central. Así y todo, acerté de lleno y, unas semanas más tarde, la dueña del hotel gabonés se presentó en París y me denunció.
Esa experiencia, por desgracia, se ha repetido no pocas veces, con variantes. ¿Cómo encontrar un apellido verosímil que no ostente nadie en el mundo? ¿Y si, al evocar una ciudad de provincias, se ve uno obligado a hacer referencia al prefecto, al fiscal, al alcalde o al comisario de policía? Si pinta uno a su personaje gordo y calvo, ¿no lo será también el auténtico? Y si la mujer de éste aparece en el libro flaca y charlatana… En uno de mis libros recientes, Les autres, me impuse recrear una ciudad entera, con su río, su Palacio de Justicia, sus iglesias, sus calles, sus tiendas… Pero ¿cómo vaciar de gente Bicêtre, si tenía que hacer aparecer a un especialista, a unos médicos internos y a una enfermera jefe? ¿Podía pintar, por ejemplo, a ésta pelirroja, o morena, o describirla como mujer dulce o autoritaria, sin exponerme a dar en el clavo?
Pues bien, afirmo que, aunque he visitado el hospital de Bicêtre, no me he tropezado allí con ninguno de los personajes descritos en este libro. Lo mismo digo de mi director de periódico, mi abogado y mis dos académicos: ¡juro que me los he inventado!
Como sea que mi novela no es una novela en clave, repito la consabida fórmula: «Toda semejanza con personas reales es mera coincidencia».
Y sigo echando de menos los prólogos del siglo pasado, mucho más personales y deliciosos.
Georges Simenon