Primer martes de abril. Sus amigos se hallan de nuevo reunidos en Le Grand Véfour, donde su asiento está vacío. Debe de haber otros ausentes, pues son las vacaciones de Semana Santa. A nadie se le ha ocurrido en esta ocasión mandarle el menú. Tal vez uno de los comensales ha preguntado de pronto:
«Por cierto, ¿dónde está René?».
«¿Volverá a ser el mismo de antes?», ha murmurado otro.
¿Qué habrá contestado Besson?
Cada vez hay más hojas en blanco en la agenda. No aparece ninguna ele estos días.
«No para de telefonearme, René. Ya no sé qué contestarle.»
Lina se refiere a Marie-Anne, a quien lleva evitando seis semanas, para castigarse o para purgar su conducta.
«No veo por qué no puedes volver a verla.»
«¿Tú crees?»
Lina está pasando unos días en Cannes con Marie-Anne. Se han marchado en plan «solteros», como dicen ellas. Maugras ha pensado mucho en su mujer, a pesar de que cada vez experimenta mayor dificultad, por no decir repugnancia, para concentrarse.
Cuando Lina se despierta, al mediodía, con la cabeza pesada, la boca pastosa y angustiosas punzadas en el pecho, ¿le vienen a la mente imágenes, como le ocurría a él aquí los primeros días, cuando se despertaba y aguardaba que tañesen las campanas?
Al igual que él evocaba a veces Fécamp, contemplándose a sí mismo con ternura, ¿evoca ella las calles populosas de la Guillotière, donde se iniciaba, de niña, a la vida?
Cada uno posee su Fécamp, sus imágenes en blanco y negro, duras, desesperantes.
El 10 de abril, escribe en la agenda: «Cada uno, uno».
Otra anotación que le resultará incomprensible dentro de unos meses, o que le hará ruborizarse.
Aunque no cree en la actitud de abnegación hacia el género humano, ¿no cabe entrever la posibilidad de que cada uno ame a un solo ser y le haga feliz?
Tales pensamientos se le antojan ya tan simplistas y ridículos que busca palabras misteriosas para resumirlos.
La primavera está en su esplendor. Los sábados y domingos, los coches desfilan pegados los unos a los otros a doscientos metros de su ventana. En una hora, o menos, pese a los atascos que retrasan la circulación, sus ocupantes se plantarán en pleno campo.
Ha escrito también: «Joséfa».
Lo ha hecho por un arrebato de deseo sexual que le ha recordado a la enfermera que le velaba por las noches. Apenas puede ya reconstruir su rostro. Le viene al pensamiento su cuerpo tumbado en la cama plegable, sus labios carnosos, el nacimiento de su pecho, la mano escondida en la cálida oquedad de la ingle.
Se prometió hacer el amor con ella y no la ha vuelto a ver. ¿En qué hospital, en qué clínica pasará ahora las noches?
Debido a Joséfa y al rebrote de su vida sexual, escribe al día siguiente: Barbès.
Un nombre de bulevar, de cruce, de estación de metro. Para él, evoca a Dora Ziffer, la única mujer de las comidas en el Véfour.
Ocurrió hace veinticinco años, o más. Había trabajado parte de la noche con ella, en la imprenta, preparando la maqueta de la revista femenina que todavía dirige Maugras.
En la calle, buscaron un taxi y, cuando por fin encontraron uno, él le ofreció:
«¿La dejo en su casa?».
«No. En Barbès.»
Se quedó desconcertado. ¿Qué se le había perdido a Dora, a las cuatro de la mañana, en un barrio de bastante mala fama?
«No me importa confesárselo, René. Con usted no me da vergüenza… Esta noche, necesito un hombre.»
En suma, le explicó que nunca se había ligado sentimentalmente porque, al concluir el acto sexual, su pareja le inspiraba asco y odio.
«Puede que sea orgullo. No lo sé. Al no tener amantes y como mis sentidos son exigentes, de vez en cuando me dejo caer por ciertas calles, o ante determinados hoteles… Me entiende, ¿no?»
Entonces no. Ahora sí.
Pero supongamos que un hombre se metiera en la cabeza cambiar a Dora Ziffer, salvarla contra su voluntad…
¿Tiene él derecho a salvar a Lina? ¿No es lo que ha intentado hacer? Ella tan pronto ha puesto buena voluntad como le ha plantado cara, llegando incluso a veces a odiarle.
Debe tomarla como es.
Le ha mandado un baúl lleno de ropa y de objetos personales. Como el armario es demasiado pequeño para que quepa todo, el baúl permanece de pie en un rincón de la habitación.
Al principio se ha puesto unos pantalones de franela y una chaqueta de estar por casa. Camina del brazo de Mademoiselle Blanche. Sigue teniendo cierta dificultad para alzar el pie y lo mueve trazando con él un semicírculo.
Muchos de los que frecuentan la sala de recuperación caminan de la misma manera, y sus rostros empiezan a resultarle familiares. Hay en particular una anciana, a quien apenas le quedan dientes, casi calva y con un hombro más bajo que el otro, que le sonríe tan pronto le ve.
Se diría que acecha su llegada. Él le devuelve la sonrisa y se dirige a ocupar su sitio ante los aparatos.
Durante una larga semana, se desanima, pues, en vez de experimentar progresos, parece como si diera marcha atrás.
—Les pasa a todos los enfermos… —le asegura Mademoiselle Blanche.
No acaba de creerla. Los culpa a todos ellos, pues está convencido de que no se esfuerzan al máximo, de que el personal de reeducación le tiene manía y le dedica menos tiempo que a los demás.
A veces los espía, cuenta los ejercicios que hace cada uno, al igual que un niño cuenta los caramelos que le dan a su hermana.
Lo otro también le pasa. Y hasta tal punto que una tarde en que Lina está sentada junto a él, bañada por un rayo de sol, le pide:
—Ayúdame a levantarme…
Es la primera vez que le pide ayuda, y Lina se queda de una pieza. Maugras hace que lo acompañe hasta la cama y se tumba, mientras ella sigue sin entender.
—Ven…
—¿Quieres…?
Lina mira hacia la puerta, pues ésta no tiene llave ni cerrojo y cualquiera puede entrar en el instante menos pensado.
—¿Me desnudo?
—Quítate sólo las bragas.
No se esperaba hacerla tan feliz. Ella se ha visto obligada a desempeñar el papel activo y ha acechado la aparición del placer en el rostro de su marido.
¿Quién sabe? Puede que se arreglen las cosas entre ellos. Es paciente. Se muestra lo más cariñoso que puede.
«Los ballets.»
La nota es del 27 de abril. Han ingresado a un paciente a las once de la mañana.
Desde la ventana, a veces incluso desde el patio, ha presenciado numerosas llegadas de pacientes y otras tantas despedidas. La escena es siempre la misma. Las llegadas tienen lugar en ambulancia, y cuando aparece ésta el personal espera invariablemente en determinado lugar del patio, los enfermeros con su camilla, el interno de guardia con el estetoscopio colgado del cuello, la enfermera jefe…
Le recuerda los ritos de los hoteles de lujo, con sus mozos de las maletas, ascensoristas, recepcionistas, botones que corren de un lado para otro… Todo se desarrolla con la precisión de un ballet: buscan al doctor Audoire a través de las salas, preparan las jeringuillas, el recipiente de dextrosa a la cabecera de la cama…
Los que se marchan suelen ir acompañados de su mujer y de sus hijos. El enfermo echa a andar, caminando ladeado, y la familia lleva sus bártulos. Algunos tienen un taxi esperando. Otros cruzan andando el patio y van a esperar el autobús a la esquina de la calle.
Maugras cambia el pantalón de franela por un pantalón más ligero. Le traen los periódicos de la mañana. A las once, telefonea a Colère.
Se le hacen pesadas las horas muertas. Cinco minutos antes de bajar a recuperación, ya se muestra impaciente y se enfada con Mademoiselle Blanche, pensando que van a llegar tarde.
La última anotación en la agenda es del 18 de mayo. Un nombre, como en el caso de Joséfa. Sin embargo, éste no evoca el menor pensamiento erótico: «Delphine».
Delphine es la enorme Madame Schneider, que no puede casi caminar de gorda que está, y únicamente piensa en comer.
Al escribir su nombre, se mofa de sí mismo, pues empieza a parecérsele. No porque empiece a echar carnes, sino porque, desde que se despierta, sólo piensa en lo que le darán de comer. Dado que los menús del hospital son insípidos y monótonos, los completa con otros alimentos llegados del exterior, de cuya compra encarga a su mujer.
La cosa empezó un día en que le apeteció un salchichón. No tardó en tomar la costumbre de añadir algo al menú, y ahora Lina ya no lleva el paquete, pues pesa demasiado.
Leonard sube con ella. A Maugras no le molesta, de cara a los demás enfermos, que aparezca su chófer por la planta.
Ha sustituido el vino del hospital por el burdeos que bebía antaño. Oliver, el dueño del Véfour, le manda de cuando en cuando una terrina de paté, de manera que monopoliza todo un rincón de la nevera.
«¿Dentro de cuánto tiempo, doctor?»
«¿Se siente usted capaz de aguantar seis semanas más? Si no, se verá obligado a venir cada día a hacer los ejercicios.»
No es práctico. No se pueden compaginar dos vidas tan distintas.
«Seis semanas…», repite Maugras.
Están a finales de mayo.
«Tal vez cinco… Eso depende mucho de usted.»
Si por él fuera, se aferraría a los aparatos de recuperación hasta quedarse agotado. No entiende por qué cierran esa sala los domingos y festivos. ¿Con qué derecho le hacen perder uno y a veces dos días por semana?
Saldrá en la época de vacaciones. Desde que puede moverse, su hija ha dejado de venir a verle. Fernand Colère, en cambio, viene varias veces por semana, cargado de carpetas y pruebas, de modo que la habitación está cada vez más llena y Maugras pasa a veces dos horas sin ver a Mademoiselle Blanche.
Continúa, por superstición, trazando crucecitas en la agenda. Seis semanas, tal vez cinco, ha dicho Audoire, Y. como los prisioneros, cuenta los días.
Seguramente en el periódico le tendrán preparado un recibimiento y le esperará todo el personal reunido, con vino y champagne.
Los médicos le han advertido que, durante varios meses, seguirá echando el pie hacia un lado y moviendo con torpeza la mano derecha.
¿Por qué ha de sentirse humillado?
Es el final. Cuatro semanas. Tres. Llegan unos enfermos y se van otros. Los viejos de uniforme gris azulado siguen sentándose en los bancos, buscando la sombra; y para ellos no existe tal marcha, como no sea la definitiva.
—¿Adónde iremos, René? ¿A Arneville?…
No. Ni tampoco a Porquerolles. No lo sabe. No tiene importancia. Tal vez no vaya a ningún sitio.
En julio y en agosto no hay comidas de los martes en Le Grand Véfour. Hasta septiembre u octubre no se reunirá con sus amigos.
¿Lo encontrarán cambiado? ¿Y sus colaboradores, que llevan tanto tiempo sin verlo?
En el periódico, habrá seguramente un discurso, en cualquier caso un brindis.
Se detiene una ambulancia bajo la ventana. Tráfago en los pasillos y en la sala. Ha llegado un hombre en coma, que ignora el revuelo que provoca y que va a vivir lo que le ha tocado vivir a él.
Curiosamente, la escena le aterra y le pone melancólico a un tiempo. Tiene casi un pie fuera de allí. Incluso su habitación, llena de objetos personales, no pertenece ya del todo al hospital.
Durante un tiempo escuchó los ruidos del pasillo, el tañido de las campanas, y acechaba, inmóvil en su cama, la aparición del hombre de la «cabeza de palo» que venía por las mañanas a contemplarle en silencio.
¿Cuántas mañanas? Muy pocas en realidad, aunque no por ello dejan de constituir una parte importante, por no decir fundamental, de su vida.
Se ha sentido muy próximo a los viejos de uniforme que fuman en pipa sentados en los bancos del patio. Ahora apenas les lanza una mirada distraída y la pipa que comprara Mademoiselle Blanche está guardada en un cajón.
Lina le trae cigarrillos. Le ha regalado una pitillera y un mechero de oro con sus iniciales grabadas.
Se impacienta. A ratos siente miedo.
¿Sabrá todavía? Vivir como los demás, quiere decir. Porque él ya no es exactamente como ellos, ni volverá a serlo nunca.
Audoire también lo sabe y lo mira muy serio. ¿Acaso los enfermos que ve marchar, acompañados por su familia…?
Aunque apenas ha encontrado respuestas, se ha formulado preguntas, demasiadas preguntas tal vez, que llevará siempre dentro de sí.
¿No estaban ya allí?
Hará como antes, se afanará en no pensar.
Ya ha empezado a hacerlo.
—¡Oiga! Colère, ¿eres tú? ¿Quién ha sido el imbécil que…?
Lina, que está a su lado, le mira y le escucha, aguardando su turno. ¡Pues claro! ¡Estará tierno con ella! ¿Acaso no desborda ternura?
Si al menos hubiera podido…
¡Bah! Se hace lo que se tiene que hacer, y ya está. Se hace lo que se puede.
Un día, irá a ver a su padre a Fécamp, con Lina.
Noland (Vaud), 25 de octubre de 1962