12

Cada vez hay más hojas en blanco. Este nuevo periodo lleva trazas de parecerse a su vida de antaño, salpicada de días insulsos, sin gusto, sin olor.

Aun así, marca con una crucecita roja cada fecha, y en casi todas las medias páginas figura una letra en negro: una ele.

La ele significa Lina. ¿Es definitivo? ¿Sólo una prueba? Su mujer llega por la tarde al dar las tres y se sienta a su lado, de través, para poder verle la cara.

—No me quejo, René. Admito todos mis errores. Sólo te pregunto una cosa: ¿alguna vez has hablado de verdad conmigo, salvo en los primeros tiempos, cuando me preguntabas sobre mi vida? Soy tonta, lo sé, y no tengo la menor instrucción…

Ambos hacen un esfuerzo. Siguen reinando largos silencios, durante los cuales Lina aplasta el cigarrillo en el cenicero para encender otro, y, por hacer algo, contemplan el patio o fingen interesarse por lo que ocurre en el pasillo.

Con fecha 16 de febrero, Maugras escribe: «Falsos débiles».

¿Perderán también sentido estas palabras? En el momento en que las escribe, con la mano izquierda, en la agenda, ve las cosas con bastante claridad. Lina ha suspirado, una hora antes:

—¡Tú eres fuerte! No necesitas a nadie.

¿Produce él esa impresión? Es falsa. O, en cualquier caso, su fuerza sólo existe si se le compara con los débiles.

Y a quien habría que envidiar es a los débiles, pues ellos se apoyan en los fuertes.

A estos últimos nadie les ayuda, les alienta ni les compadece. Si caen, la gente se muestra despiadada y más bien se alegra de lo que considera una justicia inmanente.

¿Él es fuerte o débil? Se plantea esas preguntas sin intentar darles respuesta. Pero sí sabe que en la voz de Lina se traslucía hace un rato un asomo de rencor, a pesar de la dulzura que ella muestra en el transcurso de sus visitas casi diarias, dulzura que confiere a esas entrevistas conyugales un carácter como amortiguado.

Físicamente, no obstante su aspecto frágil, sus excesos y sus deseos periódicos de morir, Lina es más resistente que él. Por eso es él quien está en el hospital y ella la que viene de visita. Su enfermedad dejará secuelas. Un día sufrirá una recaída y ya no se levantará. Lina se quedará viuda.

«No hay contacto».

Está escrito en la media hoja correspondiente al 19 de febrero, pero debió de ocurrir el jueves 18. Mademoiselle Blanche empujó la silla de ruedas al pasillo y Maugras conoció por primera vez la planta.

Vio la sala, que resultó tan grande como se la imaginaba. Unos enfermos estaban acostados, otros sentados al borde de la cama o en sillas, algunos en sillas de ruedas como la suya.

Aparecían representados todos los estadios de la hemiplejia, de suerte que podía visualizar de una ojeada las distintas etapas de su dolencia: lo que pasó, lo que pasa ahora y lo que le espera.

No le hicieron traspasar la puerta, pero casi todas las miradas se volvieron hacia él. Conserva un recuerdo muy amargo de la experiencia.

Probablemente sabían que era el enfermo de la habitación privada. Y aunque lo veían por primera vez, sus rostros no reflejaron la menor simpatía, ni el menor asomo de cordialidad o intento de acercamiento.

Tampoco vio hostilidad. Sólo indiferencia. Mademoiselle Blanche lo advirtió hasta tal punto que se apresuró a empujarle en dirección opuesta, hacia una sala de consulta y un cuartucho bastante triste que utilizan las enfermeras como comedor.

¿Se equivocó respecto a los ocupantes de la sala grande? En el breve espacio de tiempo que los observó, tampoco sorprendió contactos entre ellos. Se diría que, al igual que tiende a hacer él, se parapetan en la enfermedad.

«Yemas».

Unas hojas más adelante. De nuevo un cielo primaveral y pájaros que cantan desde las cinco y media de la mañana, pues amanece cada vez más temprano. El famoso castaño del Boulevard Saint-Germain estará floreciendo.

Durante las últimas semanas el tiempo ha sido excepcionalmente suave. En los árboles del patio ha visto, por primera vez en su vida, hincharse unas yemas.

Ha observado su trabajo interior, el esfuerzo de las hojas aún enclenques por deshacerse de su piel oscura. Ha pasado tantas horas observándolas que conserva de ellas una imagen animada, como las películas que muestran la eclosión de una flor.

Primera y última vez. Pronto ya no tendrá ocasión de observar las yemas. Se le borrarán de la mente.

Los días pasan cada vez más deprisa. Besson le visita raras veces, en un visto y no visto. Por su parte, Audoire continúa estudiándole, como estudiaría los progresos de un cultivo de laboratorio.

Al parecer, Maugras se adelanta a lo previsto, a la evolución normal de su caso: algunos días lo deplora; otros, en cambio, se impacienta por la lentitud de sus progresos.

Logra ya apoyar la pierna derecha y mover los dedos de la mano. Los mira con un asomo de emoción, como si recobrase una porción de sí mismo.

Está disgustado con Mademoiselle Blanche y no siempre se lo oculta. Ha tomado la costumbre de ausentarse cada vez con más frecuencia, de dejarle solo, no únicamente a la hora de comer, sino en otros momentos del día. ¿Sale a charlar con las demás enfermeras? ¿Corre a reunirse con el doctor Gobet, el interno de gafotas?

Está a su servicio y tiene la obligación de permanecer con él todo el tiempo. Su buen humor ya no es tan constante y Maugras empieza a arrepentirse del buen concepto en que la tenía. Es una mujer como las demás. Apenas se encuentra él mejor, le descuida.

Con fecha del 26 de febrero, alude a ella en una nota, que ha resumido, al igual que las otras, con una palabra enigmática:

«Suegra».

Han intercambiado confidencias. La cosa ha surgido hablando de Lina, que está más calmada y bebe moderadamente.

—Está muy bien lo que hace usted —le dice la enfermera, como si estuviera al tanto de sus relaciones con su mujer—. Necesita que la animen…

—¿Y usted no? —replica él.

Mademoiselle Blanche se ruboriza y se echa a reír.

—¿Se lo han dicho?

—Nadie me ha dicho nada.

—¿Lo ha adivinado solo?

—¿Por qué no se casa con usted?

—Tendremos que esperar años. Vive con su madre, que está delicada de salud. Su situación económica no es muy boyante, porque, como aspira a dedicarse al hospital y a la investigación, no quiere abrir una consulta privada…

»Como muchas mujeres que han tenido una vida difícil, su madre es celosa, y es incapaz de vivir sola. Tampoco soportaría depender de un matrimonio joven…

Maugras escucha sin sacar conclusiones. Cuanto oye queda grabado en alguna parcela de su cerebro, y ¿quién sabe?, tal vez algún día esos pequeños hechos, esas impresiones confluyan para formar un cuadro coherente.

¡Entonces comprendería! ¿Qué comprendería? ¿Qué busca oscuramente? ¿No es demasiado tarde?

Ahora le echa menos en cara a la enfermera el que le abandone a veces a su suerte. Tampoco la compadece.

«En la cola.»

26 de febrero. Debería ser un gran día. Llevan demasiado tiempo hablándole de él y no le ha deparado la menor satisfacción.

Todo lo contrario. Le han llevado en la silla de ruedas hasta el amplio ascensor en el que subiera, inconsciente, el primer día y en el que luego le bajaron para trasladarle a rayos X.

En esta ocasión han cruzado el patio, y ha visto a los viejecitos de cerca: los viejecitos le hacen el mismo caso que los enfermos de la sala.

Le sorprende la envergadura de los edificios, de los que él sólo ocupa una minúscula casilla. ¿No le quita eso a él importancia? Ha sido, y sigue siendo, un individuo dentro de una multitud.

Se había prometido contar las ventanas cuando tuviera ocasión. Hay demasiadas, y demasiadas puertas, escaleras numeradas, pasillos, enfermos que esperan en los diferentes servicios, hombres y mujeres de blanco que corren Dios sabe adónde.

Cruza una parte del patio, pasa bajo una de las bóvedas, porque hay varias, y desemboca en un patio más pequeño, ante una dependencia que parece un gimnasio.

Lo es, en efecto. Es el servicio de rehabilitación, donde se supone que recobrará el uso de sus miembros.

¿Imaginaba que la cosa se desarrollaría en privado, como durante el primer periodo de su enfermedad? Una enfermera, sentada ante una mesa junto a la puerta, marca una crucecita en la lista mecanografiada cada vez que se presenta un enfermo.

—¿Maugras?… Espere… ¿Es para la primera sesión?

Mademoiselle Blanche habla a media voz, dejándole en el patio, y Maugras teme que los enfermos que pasan junto a él renqueando, echando los pies hacia un lado o apoyándose en las muletas, vuelquen la silla de ruedas.

Lo conducen hacia unas barras paralelas, situadas en medio del gimnasio. En el suelo aparecen pintados grandes cuadrados blancos y negros, como un tablero de damas. Un puñado de hombres y mujeres hace cola.

—Tenemos que esperar a que nos toque… —susurra la enfermera.

Ahí está haciendo cola, él que llevaba más de treinta años sin hacer una sola.

Algunos, a su alrededor, han acudido por sus propios medios y se comportan como si estuvieran en su casa. Las mujeres son casi todas mayores. Sólo ve dos jóvenes, feas ambas.

Guiados por un médico o un enfermero —ignora lo que son—, los enfermos, de uno en uno, pasan por entre las barras, a las que se aferran para avanzar en línea recta. Lo que más le choca es la seriedad y concentración con que se mueven.

Podría parecer un juego, pero no lo es, y todos ellos lo saben. La gente se empuja para avanzar y observa con mirada fría los progresos de los demás.

A juzgar por lo que ve, la mayoría pertenece a la clase modesta, e incluso pobre, con la que hace tiempo que ha perdido contacto.

—Maugras… —le llaman.

—Le toca a usted. ¡Ánimo! —le dice Mademoiselle Blanche mientras le ayuda a levantarse de la silla de ruedas.

Allí ella no tiene que intervenir. Ha venido a acompañarle y lo deja en manos de los especialistas.

—Apoye la mano en la barra… Eso es… El pulgar más separado… ¡Sí, hombre, sí! Claro que puede abrir más el pulgar…

¿Sienten los niños la misma angustia cuando intentan dar los primeros pasos? Lástima que nadie lo recuerde.

Pasa de un cuadrado a otro, tan concentrado como los que han desfilado antes que él. Más allá, hay una bicicleta fijada en el suelo y en ella pedalea un hombre de bigote gris, ajeno a lo que le rodea.

Maugras teme que lo suban a ese aparato. Pero hoy no le toca todavía. Le alejan más de su enfermera y le llevan ante una rueda de madera, que ha de hacer girar con ayuda de una manivela.

—Con la mano izquierda no. Con la derecha…

Le apoyan la mano en el mango de la manivela.

—Déle vueltas. Sin miedo…

Busca a la enfermera con los ojos para pedirle auxilio. Allí no es una excepción, como arriba. No existen enfermos de pago y enfermos corrientes. Se siente como en el ejército. No ha sido soldado, pero imagina así la vida de cuartel.

Al salir, está bañado en sudor, no tanto por los ejercicios cuanto porque esa primera experiencia le ha alterado en lo más hondo. Si de él dependiera y pudiera hacerlo, no volvería.

Con fecha 28 de febrero: «Iniciales».

Sus pijamas son de seda y llevan iniciales bordadas en el lado izquierdo. Eso le hace sentirse incómodo cuando acude a la sala de recuperación y se esfuerza en cruzarse el batín.

No son ellos quienes llevan una vida anormal, ni su pobreza constituye una excepción. La excepción, la inmoralidad la constituyen él y quienes, como él, viven al margen; con mayor motivo hombres como los hermanos Schneider.

Nada tiene él en común con los Schneider. ¿Por qué, pues, ha elegido su bando? ¿No ha cometido con ello una traición?

La sensación de malestar persiste hasta la noche. Le asalta de nuevo al oír las campanas, en las que no ha reparado desde hace varios días. Sin embargo, no han enmudecido. Quien no las escucha y ha dejado de prestarles atención es él. Agrega entonces en la agenda: «Ojo de la aguja».

La cosa se remonta a los tiempos del padre Vinage, cuya voz reconocería entre la multitud, sobre todo ese deje insistente, que penetraba más en el pecho que en el cerebro.

«Es más fácil que un camello entre por el ojo de una aguja que entre un rico en el reino de…»

Poco le importa el reino de los cielos, en el que ya no cree. ¿De veras no cree en él? En cualquier caso, se siente culpable, y ahora se complace en hacer cola, dejando incluso pasar delante a algunos enfermos.

Allí, quien no está en su lugar es él; él es el intruso.

Su lugar no es tampoco la Residencia George V, ni la mansión de Arneville. ¿Cuál es exactamente?

A ratos añora su vida en la Rue des Dames, no por Marcelle, a quien no echa de menos, sino por el goce que sentía al comer, el goce de tomarse un café con leche en la barra, de contemplar con envidia el escaparate de una charcutería, de permitirse un pequeño placer anhelado durante largo tiempo.

¡Y eso que cuando vivía en la Rue des Dames no ansiaba sino escapar de allí!

¿Cuál es el nivel razonable, legítimo? ¿En qué momento pierde uno la noción de los olores, de los sonidos, de las yemas que estallan?

¿Se fijan los viejos del patio en las yemas? Esos hombres y mujeres que se arrastran de un aparato a otro en el gimnasio, ¿no se preocupan únicamente de la vida que renace en sus músculos?

Cierto que, a lo largo de los siglos, algunas personas lo han abandonado todo para hacerse ermitaños o imponerse la disciplina y la pobreza de los monasterios.

Pero desconfía de ellos; cree tan poco en los santos como en la gente que se dedica en cuerpo y alma a las obras de caridad.

No puede volver a ser un modesto redactor en su propio periódico. Tampoco puede, como director, llevar la vida de sus empleados y coger el metro…

Martes 6 de marzo. Ni se ha acordado de que lleva aquí más de un mes. Sus amigos lo piensan por él, reunidos en Le Grand Véfour, como todos los primeros martes de cada mes.

Besson ha debido de contarles que ha entrado en periodo de convalecencia y de explicarles que la rehabilitación requiere mucha voluntad.

Para que le entren ganas de curarse pronto, le han mandado el menú de la comida y lo han firmado todos.

No se dan cuenta de que eso, para alguien que está aquí, supone saber que, en otros sitios, la gente come platos como éstos:

Crema de cangrejos al estilo Nantua

Rollitos de salmón con ostras

Torta de mollejas de ternera Montglas

Ensalada con trufas

Bomba helada Royale

Un botones le ha traído el menú, impreso en papel caro, y Maugras, sin enseñárselo a Mademoiselle Blanche, lo rompe en pedacitos, avergonzado.

Sin embargo, Lina viene a verle cada tarde en un Bentley, el mismo coche en el que él abandonará Bicêtre.

¿No le entran a veces arrebatos de impaciencia al ver la vida que fluye, ruidosa, tras los portalones del hospital?

Dos días más tarde consiente en que le instalen el teléfono en la habitación. En principio, por si su mujer necesita hablar con él. Se lo ha pedido ella.

«Por las noches, el pensar que no puedo contactar contigo…»

El aparato reposa sobre la mesita de noche. No lo ha utilizado. Todavía no es más que un símbolo.