Le han extraído sangre y, contra su costumbre, ha preguntado para qué. Ha querido saber también su tensión arterial, que según Audoire es excelente.
En la media página del miércoles no hay más que dos anotaciones, una encima de otra.
«Pecho.»
«No soporto a Léon.»
Debido a lo que ello resume, lleva todo el día reconcomiéndose. En realidad, la segunda anotación debería aparecer en primer lugar, pues ha provocado, directa o indirectamente, la primera.
Desde su primer contacto, el enfermero de brazos velludos le ha caído antipático y le atormenta ser manipulado por él como un objeto inerte. Ahora, la cosa se ha agravado. No iba descaminado cuando intuía que cada día habría alguna novedad. Comienzan las sesiones de masaje, no ya de las piernas y los brazos, sino de todo el cuerpo, y el masajista resulta ser Léon.
Maugras está desnudo en la cama, indefenso, mientras las manos recias le toquetean. Además, el sudor del enfermero le repugna.
No sólo no soporta a Léon, sino a todos los hombres como él, los machos triunfantes, según expresión suya, que parecen siempre enarbolar su miembro viril con orgullo.
Nunca ha envidiado la inteligencia o la destreza en los demás. Siente celos de sus músculos y de su virilidad.
Ésa es la verdad, una verdad que no encara de buena gana. Todo eso le ha puesto de mal humor, y se ha vengado. Pero no la ha tomado con Léon, sino con Mademoiselle Blanche que, a su entender, le ha entregado en cierto modo a ese hombre.
Tras el masaje, han procedido entre los dos a acomodarle en la silla de ruedas. La mano izquierda de Maugras colgaba muy cerca del pecho de la enfermera, aunque el enfermero no podía verla.
Entonces, cínicamente, malévolamente, ha asido el pecho de Mademoiselle Blanche y lo ha estrujado con todas sus fuerzas.
Ella no se ha inmutado. Durante al menos una hora, Maugras no se ha atrevido a mirarla. La joven no ha hecho la menor alusión a ello, ni siquiera cuando se han quedado a solas, y él no se atreve a pedirle perdón, a tal punto se siente ridículo y odioso.
Máxime porque nuevos indicios le confirman en su creencia de que está enamorada del interno de gafotas, que se llama Gaston Gobet.
Podría añadir en su agenda: Día pésimo.
Bastan las otras dos anotaciones. Sus pensamientos ya no tienen la sugestión, el misterio que habían cobrado días antes.
Aun cuando ese misterio resultase a veces angustioso, lo echa en falta. Se siente desconcertado. No está en ningún sitio. Le da la impresión de vivir entre dos existencias.
Lina no ha telefoneado. No tiene noticias de ella, pues Besson no ha aparecido y ya no cuenta con verle cada día.
La media hoja del día siguiente, jueves, como ha sido un día totalmente neutro, ha estado a punto de quedarse en blanco. El cielo estaba encapotado y ha hecho un tiempo suave y mortecino. Ha acabado escribiendo, sin convicción: «Bancos».
¿Comprenderá algo, más adelante, si se le ocurre hojear esa agenda como un álbum de fotografías? Evita mirar las viejas fotos suyas, sobre todo las fotos de aficionado, donde se ve uno con personas a quienes ha perdido de vista, cogidos familiarmente del hombro o de la cintura a las del mar, en el campo, o en Dios sabe qué paraje olvidado.
«Bancos» debería recordarle un pensamiento al que ha dedicado un largo rato, junto a la ventana.
Comienza a distinguir de lejos a unos viejecitos de otros. Al principio, con la distancia, le parecían todos iguales, como hormigas.
Le sirven de referencia las barbas, los bigotes, el tipo de defecto físico, los andares. Están los que van siempre solos y los que van por parejas, los que se arraciman en pequeños grupos, los que caminan sin parar y los que se quedan sentados.
En su anotación alude a estos últimos. Ha observado que permanecen inmóviles, indiferentes, como ciertos peces que veía a través de las claras aguas del Mediterráneo. Al igual que con los peces, no bien se acerca otro viejo, se produce un temblor: se les advierte inquietos, dispuestos a defender su espacio vital. Una vez se ha alejado el intruso, el hombre del banco, que le sigue con los ojos, se tranquiliza y torna a sumirse en su ensoñación solitaria.
¿Seguirá eso teniendo sentido dentro de unos meses, o semanas, o incluso días? Ha agregado en la hoja del jueves las palabras: «Pasillos, no».
Se trata, una vez más, de un hecho anodino. A eso de las once, cuando acababan de sentarle en la silla de ruedas, pues Audoire había pasado a verle después del masaje y se había entretenido, Mademoiselle Blanche le ha propuesto:
—¿Quiere dar una vuelta fuera de la habitación?
Sólo conoce el pasillo y la sala grande por los ruidos y las sombras que desfilan ante su puerta. Ha mirado a la enfermera con una especie de terror, como si sospechara que quiere lanzarle a arrostrar nuevos peligros, y la protesta ha brotado espontánea de su boca:
—¡No! —E inmediatamente ha agregado, avergonzado—: Todavía no…
Porque adivina que ya no le perdonarán sus cambios de humor. Se supone que en lo sucesivo se comportará dignamente, como un hombre normal. ¿Cómo explicarles que no ha llegado el momento, que necesita hacerse a la idea, resignarse? Ojalá pudieran seguir el hilo de sus pensamientos.
Al otro lado de la puerta, también hay un grupo, como el del patio. Observa a ambos grupos, de lejos, amparado por una pantalla protectora, sin mezclarse con ellos. Mas ¿qué sucederá el día en que lo paseen por el pasillo y vea la sala grande con sus propios ojos?
¿No necesita todo hombre pertenecer a una comunidad? Si su padre adquirió el hábito de acudir cada día al café a la misma hora, fue no tanto para beber, cuanto para ocupar su puesto entre los demás. Le esperaban para empezar la partida. Le traían su vaso de vino antes de que lo pidiera. Cuando miraba el reloj, por encima de la barra, alguno de los jugadores le espetaba: «Tu hijo puede esperar diez minutos…».
Se da en todos los niveles. En Le Grand Véfour, también ellos forman un grupo. ¿Quién sabe? Tal vez no sea mera vanidad, o el afán de honores y medallas, lo que ha llevado a un Besson a presidir tantos comités o a un Marelle y a un Couffé a ingresar en la Academia y a hallarse en los jurados de todos los premios literarios.
Acumulan cargos, frecuentan mil y un ambientes, y así se hacen la ilusión de poseer una personalidad múltiple.
Él también pertenece a numerosas entidades, Lina corre cada noche a reunirse con su mundillo y vuelve a ver a la misma gente los domingos en casa de Marie-Anne.
Sigue sin tener noticias de ella. Duda en pedirle a Mademoiselle Blanche que telefonee a la Residencia George V, y, si al final decide no hacerlo, no es por orgullo ni por indiferencia.
En dos o tres ocasiones, la enfermera ha prendido una cerilla y se la ha acercado a la pipa, que empieza a tener mejor sabor y que logra ya fumar hasta el final.
Si eso sigue así, habrá más hojas en blanco en la agenda.
Los días van haciéndose más cortos conforme se los llenan más. Le dejan varios minutos de pie junto a la cama. Al final le ha cogido gusto y logra afeitarse con la mano izquierda. Se ha cortado ligeramente encima del labio.
Una visita, el viernes por la mañana. Hubiera debido esperárselo, pues se lo había anunciado Hélène Portal. Desde la ventana, ha visto aparecer un Rolls, que cruza majestuosamente el patio.
El coche se ha detenido bajo la ventana, en un lugar en que no podría verlo sin asomarse. Todavía no puede asomarse, y además la ventana está cerrada, ya que vuelve a hacer frío y aun se diría que va a nevar.
La enfermera jefe acompaña personalmente a François Schneider, que se presenta impecable y recién afeitado. Es un hombre enjuto, fornido a sus sesenta y cinco años, y apenas peina canas.
En su palacete de la Avenue Foch, dispone de un auténtico salón de peluquería y de un gimnasio con toda suerte de aparatos. Cada mañana pasan su peluquero, su manicura y su profesor de yoga. Se mueve con la agilidad y la cadencia de un gimnasta o un bailarín.
—Así que ha decidido usted desentenderse del periódico, ¿eh?… No tema. No vengo a insistirle en que lo dirija desde aquí.
También él está metido en un montón de ambientes: Bolsa, carreras de caballos, consejos de administración, círculos mundanos, pero el único círculo que le interesa, el Jockey Club, todavía no le ha admitido.
Su mujer, que tiene la misma edad, es muy gorda y asume sus grasas como un reto. No le acompaña a ningún sitio y le trae sin cuidado que él tenga amantes y les regale joyas, a pesar de que el grueso de la fortuna que posee el matrimonio lo ha aportado ella.
Come. La comida se ha convertido en su única pasión.
Se atiborra, sobre todo de dulces, y se pasa el día echada en una tumbona, o jugando a la canasta con amigas tan golosas como ella; no camina más de cien metros al día.
Todo eso nada significa. Maugras ya no busca el sentido de las cosas. Las registra. O las extrae del fondo de su memoria, las sopesa un momento y las desecha.
¿Para qué ha venido François Schneider? Está allí totalmente fuera de lugar. Es la antítesis de los incurables del patio, de los enfermos de la sala grande.
No obstante, algún día estará enfermo también, moribundo, conectado por un tubo al frasco de dextrosa o en una cámara de oxígeno.
Ha querido verle con sus propios ojos, tal vez abogar por Colère, a quien aterra su responsabilidad.
Maugras, que lo conoce, está seguro de que ha hablado con Audoire para saber exactamente a qué atenerse.
Deja, al salir, una leve estela de perfume en la habitación. No le cae bien a Mademoiselle Blanche. La enfermera no necesita comentarlo para que Maugras lo adivine, y eso le gusta. En el fondo, tampoco deben de hacerle gracia los machos estilo Léon.
Lo han llevado a la cama y justo antes de comer le han traído una carta sin sello con el membrete del George V. Reconoce la letra de Lina. Le ha mandado el mensaje por mediación de Victor, que no ha pedido verle y se ha marchado.
«René.»
No escribe «querido René» y Maugras lo prefiere así. René, a secas, es más directo, más íntimo. Lo de querido se le escribe a cualquiera.
«Estoy que no vivo. Nunca me he sentido tan desgraciada. Te necesito. ¡Llámame, te lo suplico!
»Te quiero, René.
»Lina»
Mademoiselle Blanche, por discreción, desvía la mirada mientras él lee varias veces la nota. La letra es vacilante, lo que significa que estaba sobria. Antes de la primera copa es incapaz de controlar el temblor de las manos.
¿Sigue en cama? Él ha estado a punto de morir, y tan enfermo que puede afirmarse sin miedo a exagerar que ha sido un momento crucial en su vida. Sin embargo, aún no está repuesto y es ella la que le pide auxilio.
Típico de Lina. Nunca ha mostrado interés por nada más que por sí misma. Necesita que se ocupen de ella como lo hace ella de la mañana a la noche, pues problemas no le faltan y, si no, se los inventa.
Le asusta la vida. Le asusta la soledad. También le asusta la multitud, y la gente, tanto si es gente que no conoce como si la conoce demasiado. Y por eso, porque tiene miedo, incluso ante una Marie-Anne, bebe y habla, intenta convencerse de que existe y de que, a pesar de todo, ella cuenta también un poquito.
—¿Le traigo la comida?
¿Por qué no? ¡En su estado no puede salir corriendo hacia el George V!
—Luego le pediré que telefonee a mi mujer para decirle que he recibido su nota y que puede venir cuando quiera.
La enfermera se huele complicaciones, pero no lo deja traslucir.
Con todo, instantes más tarde, mientras Maugras come con la cuchara siguiendo sus indicaciones, no puede evitar el preguntarle:
—¿Llevan mucho tiempo casados?
Ya se lo ha dicho. ¿Lo ha olvidado, o se equivoca él?
—Ocho años el mes que viene.
En el supuesto de que Mademoiselle Blanche se hubiera atrevido a seguir preguntándole, la conversación presumiblemente habría proseguido en estos términos:
«¿Ella era ya así?».
«Casi.»
Salvo que aún no bebía.
«¿Dónde la conoció?»
«En un pasillo de la televisión francesa, en los estudios de la Rue Cognacq-Jay…»
Es cierto. La televisión, aquella mañana, acababa de grabar una mesa redonda en la que participaba él como representante de los grandes periódicos. Al salir del estudio, se entretuvo con un antiguo colaborador en el pasillo. Ante la puerta de un estudio contiguo, hacían cola una treintena de jovencitas, más o menos de la misma edad.
«¿Qué esperan?»
«Necesitan figurantes, dos, según creo, para un espacio dramático, y ellas son las candidatas…»
Reanudaron la conversación, y Maugras acabó mirando sólo a una de las muchachas, la antepenúltima de la cola.
¿Qué le llamó la atención en ella? ¿Su aspecto calamitoso, trágico? Su largo rostro blanco parecía más largo con el pelo que le colgaba sobre las mejillas y le caía, en desorden, sobre los hombros.
Llevaba un abrigo arrugado, sus tacones estaban gastados y tenía una carrera en una media.
Tenía un aire mísero y patético. Fijaba los ojos con tal intensidad en la puerta tras la cual se decidiría su destino que daban ganas de tranquilizarla.
«¿Las conoces?»
«A algunas, las asiduas… Muchas se presentan automáticamente en cuanto anuncian una obra de teatro para la televisión…»
«¿Y la antepenúltima?»
«¿La del pelo grasiento? No la he visto nunca. Es la primera vez que viene por aquí.»
¿Advirtió que hablaban de ella? ¿Comprendió que acababa de tocarle una fibra sensible a uno de los dos hombres que se comportaban allí como en su casa? Al final fijó en Maugras una mirada que era a un tiempo resignada e implorante.
Éste volvió dos o tres veces la cabeza hacia ella, y luego se quedó observándola.
«Parece no poder con su alma…»
«Algunas se desmayan, porque no han comido en las últimas veinticuatro horas.»
«¿Crees que tiene alguna posibilidad?»
«Me sorprendería. La obra se rueda con trajes de época, Y. la verdad, no me la imagino en la corte de Luis XVI…»
Bodin estaba sorprendido del interés que mostraba su ex jefe, y éste estuvo a punto de marcharse sin preocuparse más de la muchacha. Intervino el azar, pues llamaron a Bodin al estudio que acababan de abandonar, y luego se despidieron.
«Hasta otro día…»
Una vez solo, Maugras vaciló. En aquel momento eran ya varias las muchachas que le miraban esperanzadas, sospechando que era un personaje influyente en la casa. ¿Por qué a una de ellas se le escapó la risa? Esa risa también estuvo a punto de cambiar el destino de Lina.
Así y todo, él reprimió su azoramiento y, llegándose hasta ella, murmuró:
«¿Le importaría acompañarme, señorita?».
«¿Yo?»
Echaron a andar juntos hasta el final del pasillo, torcieron a la izquierda y de nuevo a la izquierda. Maugras no sabía adónde llevarla. Estaba convencido de que actuaba movido por la curiosidad o la compasión. Abrió en vano dos o tres puertas, buscando un despacho vacío.
«Vamos afuera…»
La muchacha le seguía como sonámbula. Cuando salieron a la calle, Leonard se abalanzó para abrirles la portezuela.
«Aún no… Espérame un rato más.»
Y llevó a la muchacha al café más próximo.
«¿Qué quiere tomar?»
«Un café con leche.»
Lo pidió, mientras ella seguía mirándole con la misma intensidad.
«Usted no trabaja en la televisión, ¿verdad?»
«Así es.»
«Es usted el director de un periódico; lo sé, he visto su foto. ¿Por qué me ha traído aquí?»
«Me han dicho que no tenía usted ninguna posibilidad de conseguir el trabajo que ofrecían ahí arriba.»
«¿Qué quiere usted de mí?»
Se mostraba recelosa, agresiva.
«Charlar…»
«¿Nada más?»
«Podría encontrarle otros trabajos de extra, quizás algún papelillo…»
«Ni usted mismo se lo cree.»
«Quizá le dé un empleo en el periódico…»
«No sé hacer nada… No soy ni taquígrafa ni mecanógrafa, hago faltas de ortografía y soy muy desordenada…»
No despegaba los ojos del cestillo de los cruasanes, posado encima de la mesa.
«¿Puedo?»
«No faltaba más…»
«¿Se nota que tengo hambre? ¿Me ha traído usted aquí porque lo ha adivinado? Sé que queda folletinesco, pero la verdad es que no he probado bocado desde ayer al mediodía…»
«¿Dónde vive?»
«Desde esta mañana, en ningún sitio…»
«¿Sus padres?»
«No tengo padres… Me educó una tía…»
«¿Vive su tía en París?»
«En Lyon…»
«¿Y ya no cuida de usted?»
«Me escapé de su casa…»
«¿Cuándo?»
«El mes pasado.»
«¿No quiere regresar a Lyon?»
«Primero, que ya no me querría con ella, porque me llevé todo el dinero que encontré. Bueno, tampoco era una cantidad importante; la prueba es que ya no me queda nada. Segundo, que quiero vivir en París…»
«¿Por qué?»
La muchacha se encogió de hombros y alargó la mano para tomar un segundo cruasán.
«Y usted, ¿por qué vive aquí? ¿Ha nacido en París?»
Devoró ocho cruasanes y, al final, apenas podía tragar. Siguió las manos de Maugras con la mirada mientras éste sacaba la cartera y elegía billetes.
«¿Se han quedado sus cosas en el hotel?»
«Qué remedio. No quieren devolvérmelas hasta que no pague lo que les debo.»
«¿Bastará esto?»
«Es el doble de lo que necesito. ¿Todo ese dinero me da usted?»
«Sí.»
«¿Por qué?»
Maugras no sabía cómo contestar a esas preguntas tan directas; de ambos, era el que se sentía más incómodo.
«Por nada… Para que levante usted esos ánimos. Venga a verme mañana al periódico.»
«¿Me dejarán pasar?»
Estaba acostumbrada a las antesalas y a la altivez de los conserjes. Maugras le entregó una tarjeta en la que añadió unas palabras de su puño y letra.
«Mejor después de las cuatro.»
«Gracias…»
De pie, ya en la acera, ella le miró subir al coche y no se movió hasta que éste dobló la esquina.
Así empezó todo.
La enfermera va y viene entre la habitación y el teléfono del pasillo.
—Su mujer pregunta a qué hora le molestará menos.
Maugras prefiere que le encuentre en la silla de ruedas. La última vez, tenía las piernas en alto.
—Entre las tres y las cuatro.
A Mademoiselle Blanche debe de parecerle puro egoísmo y ridiculez su negativa a que conecten un teléfono en la habitación. Al final consentirá. Acabará cediendo ante ellos. Ve llegar el momento en que hará lo que a ellos les dé la gana y sólo se resiste por sistema.
Y también por ganar unos días. No está preparado; le aguijonean el pasado, el presente y el futuro. Ni siquiera le queda ya el recurso de adormilarse. A la hora de la siesta, permanece terriblemente despierto, contemplando el techo, mientras la enfermera vuelve de cuando en cuando las páginas de un libro.
Lina va a aparecer e ignora lo que le dirá, la actitud que adoptará ante ella. La quiere, no le cabe duda. Posiblemente la quiso desde el primer día.
Buena prueba de ello es que, al día siguiente de conocerse en la Rue Cognacq-Jay, mientras se preguntaba en su despacho si ella acudiría o no, se sintió desamparado, nerviosísimo, como nunca le había ocurrido hasta entonces.
Se echaba en cara no haber anotado su dirección, imaginaba a la muchacha perdida por París, sentía tal impaciencia que echó a todo el mundo del despacho y se puso a caminar a lo largo y a lo ancho mientras se fumaba pitillo tras pitillo.
Lina se presentó y, cuando se sentó ante él, no supo qué decirle. Acabó haciéndole preguntas patosas, entre otras sobre sus padres, y ella le contó que habían muerto los dos, siendo ella niña, en un accidente de tren, cerca de Aviñón.
¿Se le había pasado la exaltación que le embargaba? La llevó al despacho acristalado donde se seleccionan las respuestas a los anuncios por palabras, el único lugar donde podía darle trabajo.
Había varias chicas abriendo las sacas que traía una camioneta de correos varias veces al día y clasificando las cartas según los números que aparecen en los sobres. Las chicas, vestidas con una bata gris, trabajaban a las órdenes de una matrona muy parecida a la enfermera jefe.
«¿Cuándo empiezo?»
«Mañana mismo si quiere…»
¿Decepcionado? ¿No decepcionado? Al día siguiente, se limitó a llamar a la matrona para cerciorarse de que Lina había acudido al trabajo. Creía que se le había borrado de la mente; pero tres días más tarde, tras darle mil vueltas, bajó a la hora en que la muchacha salía del trabajo.
«La acompaño», le dijo cuando ella se disponía a salir.
Aunque no ignoraba que las otras muchachas intercambiaban miradas, le traía sin cuidado lo que pensasen. La llevó a cenar a un restaurante del Barrio Latino donde no le conocían y siguió haciéndole preguntas, como si necesitase saberlo todo sobre ella.
¿Qué le atrajo hasta tal punto? Ocho años después, no se le ocurre una explicación satisfactoria. O más bien se le ocurren muchas, todas ellas contradictorias.
También ella le hizo preguntas, concretas, poco delicadas.
«Tendrá usted un buen piso.»
«De momento no. Vivo en una casa antigua, en el Boulevard Bonne-Nouvelle. Me están acondicionando un antiguo palacete en la Rue de la Faisanderie.» «¿Es un barrio elegante?» «Esa fama tiene.» «¿Es usted casado? ¿Divorciado?» «Divorciado.» «¿Vive con alguna amante?» «No.» «¿Se acuesta con sus secretarias?»
Contestó que no. En realidad era una verdad a medias. Se acostaba con algunas, de pasada. Si conservó tanto tiempo su casa de la Porte Saint-Denis, donde no recibía a nadie, fue en cierto modo porque dudaba en romper los últimos vínculos con el pasado.
No por sentimentalismo. Más bien por superstición. Desde sus ventanas contemplaba el espectáculo de la vida plebeya, de aquel hormigueo ruidoso y vulgar.
Su trabajo le obligaba a recibir a gente y, pasados dos meses, cuando concluyeran las obras, se mudaría.
«¿Era usted de familia pobre?»
«Mi padre era un vulgar empleado.»
La muchacha seguía preguntando, muy seria, como si supiera adónde quería llegar.
«¿Tiene ganas de acostarse conmigo?… Confiéselo. Si no, no me habría esperado al salir del trabajo. ¿Adónde vamos?»
No era como las demás. Pero ¿era él mismo como los demás? ¿No nos consideramos todos distintos, sin serlo en realidad?
La llevó a su casa, donde ella, antes que nada, le pidió permiso para darse un baño. Ya entrada la noche, siguieron hablando, ella desnuda en la cama deshecha, él, en pijama, sentado en un sillón.
«Tenía doce años cuando mi tío empezó a acariciarme obligándome a que yo también le acariciara. A los trece años y medio, me tomó y me hizo mucho daño. Me habían recogido en su casa por caridad y no podía negarme».
»Mi tía se enteró, pues tiene la costumbre de mirar por las cerraduras. Es una mujer mala. Me hizo la vida imposible. Y a él también.
»Aun así, mi tío se las arreglaba para quedarse a solas conmigo de vez en cuando. No podía pasar sin mí y a veces, en la mesa, me miraba y se echaba a temblar…
»Estoy segura de que lo mató mi tía envenenándole poco a poco, porque nunca había estado enfermo…»
«¿Cuándo murió?»
«Hace un año. Desde entonces mi tía no me dejaba salir y me encerraba con llave cuando salía a comprar…»
Una semana más tarde, René recibió el informe de su corresponsal en Lyon. Lina se había visto obligada a enseñarle el carné de identidad al jefe de personal para darse de alta en la Seguridad Social. En Lyon vivía en la Rue Voiron, en pleno barrio de la Guillotière, tan populoso como la Rue des Dames o la Porte Saint-Denis.
Se apellidaba Delaine y, en las señas indicadas en el carné, vivía una tal Madame Delaine, que trabajaba de taquillera en un cine de la Avenue Gambetta.
No era tía de Lina, sino su madre, en cuya casa había vivido la muchacha hasta que la abandonara el mes anterior. Era viuda de un montador que había sido aplastado por una grúa diez años atrás. En Lyon, Lina trabajaba en una cartonería.
No existían tales tíos. Únicamente una niña que, desde los doce años, rondaba por las calles con los chicos.
«¿Por qué se inventó esa historia?»
«Para que se interesase usted por mí. Nadie se ha interesado nunca por mí, salvo mi madre para sacudirme cuando volvía tarde. Yo no cuento para nada, es como si no existiese. Ahora me echará usted, ¿a que sí…? Es culpa mía. No tenía que haber nacido.»
Era realmente infeliz, incluso cuando interpretaba un papel. Tras ocho años de vida en común, continúa igual de insegura. Da la impresión de que media un abismo entre ella y los demás y de que, al verse incapaz de salvarlo, se encierra en sí misma.
¿Quiso protegerla? ¿Se sintió responsable de ella? ¿Le fascinó su singular personalidad, en parte artificial? Lo ignora. Ahora va a venir y no está preparado para tomar una decisión.
¿Influyó en su decisión de antaño el hecho de que ella se lo debiera todo? Eso contó en el caso de Marcelle, a quien sacó de una portería para «trasplantarla», bien es verdad, a una habitación de la Rue des Dames.
¿Para qué darle más vueltas? No le satisface ninguna respuesta. Ni en lo referente a ella ni en lo referente a él. Lina miente, para luego pedir perdón. Se pasa la vida torturándose, sin reparar en que le tortura a él al mismo tiempo.
Lina se encuentra desplazada dondequiera que esté, pues sospecha que todo el mundo la mira mal. Y es que todo se lo toma como si se dirigiera a ella, incluso, en una conversación trivial, frases que no la atañen y en las que ve un ataque personal.
Desde la primera semana anduvo a la greña con la matrona que dirigía la selección del correo, y René, renunciando a colocarla en otro sitio, la instaló en el Boulevard Bonne-Nouvelle, donde ejerció de ama de casa.
Se empeñó en cocinar para prepararle sorpresas, y cuando regresaba a casa, se la encontraba deshecha en llanto porque se le había quemado el estofado.
«Por una vez que alguien se esfuerza en comprenderme, no sé más que darle disgustos…»
«Que no, Lina. Escucha…»
«Ya estás hablándome otra vez como a una niña.»
Se veía incapaz de vivir sin ella, pero, por otra parte, no sabía qué hacer. Intentó infundirle interés por la vida, conseguir que leyese, por ejemplo, pero los libros la aburrían enseguida, o la desesperaban porque encontraba similitudes con ella. Por las noches, ¡hasta le enseñaba a jugar a las cartas!
«¿Qué hacías al acabar el trabajo, antes de recogerme en la calle?»
«Sabes muy bien que no te recogí en la calle.»
«En el fondo vino a ser lo mismo. De todas formas, me hubiera tenido que ir con el primero que llegara para no dormir a la intemperie. ¿Qué hacías antes de conocerme?»
«Salía…»
«¿Y ahora por qué no sales?»
«Para quedarme contigo.»
Era cierto. Necesitaba su presencia.
«¿Qué te impide salir conmigo? ¿Te da vergüenza?»
Se había prometido meditarlo largo y tendido, llegar hasta el fondo, y ahora es demasiado tarde. Hubiera debido hacerlo cuando la cama le mantenía aún prisionero, antes de volver a ver el mundo desde la ventana. Acaso el drama de esos ocho años en común resida en que tanto ella como él necesitan que se ocupen de ellos. Creyó convertirla en un animal doméstico pendiente del sonido de su voz y ligó su vida a un ser que tan sólo obra a su antojo.
A ella le gustaría verle feliz. Es sincera. Tiene la casi total seguridad de que le quiere y de que sería capaz de morir por él.
¡Morir, pero no vivir!
Le duele ser una cadena que él arrastra, y al torturarse le tortura.
Diez, cien veces ha pensado que Lina es un monstruo de egoísmo. Luego, al tenerla, sollozando, en los brazos, se reprocha el haberla juzgado así.
Tiene que estar en el periódico a las ocho y media, con la mente clara, seguro de sí mismo, listo para tomar decisiones de importantes consecuencias. ¿Cuántas veces se ha acostado a las tres o las cuatro de la mañana, tras una agotadora escena en la que ella amenazaba con suicidarse y él acaba sintiendo tentaciones de hacerlo?
Fue presentándole poco a poco a sus amigos. Lina cayó rendida a los pies de algunos, para luego no querer volver a verlos. Con otros, por el contrario, se mostró, sin motivo, recelosa y agresiva. Su actitud creó situaciones delicadas. Le costó romper con algunos.
«No me aceptan porque soy tu amante y, a nuestras espaldas, se preguntan cómo has podido cargar con una piltrafa como yo. ¡Que sí, que soy una piltrafa! Tú mismo lo dijiste aquella noche, al salir del teatro, cuando me soltaste un bofetón en plena calle…»
En aquella ocasión, René, fuera de sus casillas, le gritó un montón de cosas, si bien le pidió perdón horas más tarde. Eso no quitó para que se casara con ella, cuando se mudó a la Rue de la Faisanderie.
Pretendía instruirla poco a poco, convertirla en un ama de casa, introducirla en la vida Parísiense… Le enseñó a vestirse, a confeccionar un menú, a sentar a los invitados en torno a una mesa…
«¿Qué quieres que haga, si me dejas sola todo el día?»
«Chata, tengo mi trabajo y no puedo…»
«Ya, claro… Tú existes… Tú ordenas y mandas… La gente te escucha… Tu trabajo es interesante… Todo el mundo te conoce y te respeta… En cambio, cuando vienen aquí tus amigos me miran como un objeto curioso…»
Eso fue así hasta que descubrió a la pandilla de Marie-Anne, donde se sintió a gusto porque entre ellos no existían pautas y todo estaba permitido.
Cuando regresaba por la noche cada vez la encontraba menos en casa.
«De parte de la señora, que no cenará en casa.»
«¿Sabe adónde ha ido a cenar?»
«Le ha dicho al chófer que la lleve a los Campos Elíseos.»
Lo han intentado ambos, porque justo es decir que ella ha puesto de su parte. Pero la cosa es superior a sus fuerzas, como una droga. Le atrae irresistiblemente la familiaridad de los bares de moda, donde la reciben con un: «¡Hombre, aquí está Lina!».
Sabe que eso no la lleva a ninguna parte, que está destrozándose, que el alcohol la mina.
«Más nos valdría divorciarnos, René. Tú recobrarás tu libertad y no tendrás que cuidar de una loca. ¿Crees que estoy realmente loca? A veces me lo pregunto. Tu amigo Besson está convencido…»
«Cuando tuve la depresión y me prescribió una cura de sueño, quería que pasara seis meses en un sanatorio suizo donde atienden a la gente como yo…»
«En el fondo, sería preferible que estuviera loca de atar. En fin, todo llegará. Ojalá no tarde, y así podrás librarte de mí. Pero yo te quiero, René. Te juro que te quiero y que sólo te he querido a ti…»
Mientras René evoca esas escenas incoherentes, se dibuja ante sus ojos el dulce y sereno perfil de Mademoiselle Blanche, absorta en la lectura.
Es la hora. Entra Léon. Lo incorporan y lo ponen de pie. La enfermera le ofrece ponerle un pijama limpio en atención a Lina y, aunque se le antoja ridículo, acepta.
Una vez acomodado en la silla de ruedas, lo empujan hasta la ventana, desde donde vuelve a contemplar a sus ancianos que, con el día gris, parecen melancólicos y más lentos.
—¿Está usted inquieto?
—No.
—Procure no alterarse. Su vida privada no es de mi incumbencia, pero, en el punto en que está, la moral tiene enorme importancia…
La tranquiliza con una sonrisa. No habrá drama. Estará muy amable y muy cariñoso con Lina.
¿No es lo que le repite ella casi siempre: que necesita cariño? Le ha dado todo lo demás: su apellido, vestidos, pieles, joyas, amigos. Le ha dado todo el amor de que es capaz. E indulgencia. Compasión también, lo que tanto la subleva.
¿Qué entiende Lina por cariño? ¿Acaso no mira él a todo el mundo con cariño, y a ella más que a nadie, dado que representa a sus ojos un compendio de todas las debilidades?
A veces la coge por los hombros y la mira con emocionada curiosidad. Se diría entonces que ella espera. Pero ¿el qué? Si son palabras, René no acierta a encontrarlas.
¿Acaso no necesitaría él mismo, de vez en cuando, que alguien…?
No debe mostrar amargura. Tiene que estar relajado cuando llegue ella. Ve el Bentley, que cruza el patio; reconoce el bigotito de Leonard.
Lina sube. Enseguida oye sus pasos y se le encoge el corazón, como le ocurrió cuando la esperó por primera vez en su despacho, pensando que no vendría y que no había forma de dar con ella.
Cuando llama su mujer, Mademoiselle Blanche tiene la mano en el pomo de la puerta.
—¿Estás sentado?
Eso la desconcierta. Se le ven los ojos brillantes. Desde que escribiera la nota, ha tenido tiempo de beber. Está tensa, con los nervios a flor de piel, inquieta, sin saber adónde mirar ni a qué aferrarse.
—Perdona que te haya atosigado… ¿Cómo estás? ¿O sea que todavía quieres verme?
—Siéntate…
—¿Puedo fumar?
Fuma tan nerviosamente que da la impresión de que muerda el cigarrillo.
—Déjame mirarte… Se te ve tranquilo. No pareces enfadado conmigo…
Aunque trata de dominarse, Maugras advierte que va a romper a llorar. Y llora, con el rostro pegado al brazo de la silla de ruedas. Su escuálida espalda se agita con los sollozos.
—¡Te necesito tanto, René! Y estaba tan convencida de que no querrías verme. ¡Fue tan estúpido todo…! Ni siquiera sé cómo ocurrió… Bebimos mucho, como siempre que vamos a casa de Marie-Anne, y me puse nerviosa porque me daba la impresión de que la gente se reía de mí…
La mira como fascinado. No siente curiosidad por saber lo que ha ocurrido en la mansión de Candines, ni el motivo de su vergüenza. La mira y piensa que ella y él… No es fácil explicarlo. Tanto el uno como el otro han buscado su lugar en la sociedad, oscuramente. Él parece haber encontrado el suyo. Todo el mundo lo cree así…
—Entonces me quité toda la ropa, porque Jean-Luc me desafiaba a que lo hiciera. Luego…
Maugras alza la mano izquierda y la apoya en la cabeza de su mujer, en su cabello liso, que ya no está grasiento.
—Calla…
—¡No! Necesito que lo sepas. Jean-Luc me subió en sus hombros y los demás nos seguían con candelabros…
—Que si… Ya sé… ¡Calla!… No lo pienses más…
Lina llora y llora, como si sus lágrimas no fueran a agotarse nunca, y él, con la mano posada en su cabeza, fija la mirada en la pared desconchada que tiene enfrente.