10

La agenda no es roja, como la del George V. Está encuadernada en cuero artificial de un color verde grisáceo y el papel es rugoso. ¿La ha elegido expresamente Mademoiselle Blanche muy vulgar? Si es así, ha estado inspirada y se lo agradece.

Maugras ha buscado inmediatamente la hoja del martes 2 de febrero, y la ha marcado con una cruz roja. Como dudaba en añadir una anotación, ha acabado, con una sonrisa un tanto amarga, escribiendo con la mano izquierda la palabra urinario. Un término que siempre ha aborrecido. No ha escrito servicio ni meadero.

Más cruces en los días siguientes: el 3, el 4, el 5, el 6, el 7 el 8. Nada más. Produce una impresión de vacío y es irónico el contraste entre esas medias páginas, marcadas con una crucecilla junto a la fecha, y los días tan densos que representan.

Precisamente por haber sido demasiado densos prefiere no escribir nada. Las horas transcurridas en la cama no pueden resumirse, pues todo ha contado, todo ha tenido una importancia similar, el roce en su mejilla de los cabellos de la enfermera, ciertas pisadas en el pasillo, los círculos que arrojaban las campanas al cielo, las figuras tras la puerta acristalada, una visita de Audoire o de Besson; por último sus pensamientos, unas veces dilatados, otras, por el contrario, tan condensados que venían a ser como una transcripción taquigráfica de sus pensamientos.

Una crucecilla. Mejor así. Más adelante, ya que parece que va a haber un más adelante, le bastará. A no ser que la crucecilla ya no le diga nada y se encoja de hombros.

El día es tan rico en acontecimientos como los anteriores, incluso más. Así y todo, se limitará dentro de un rato a reducirlo a tres palabras: «Sin embargo, viven».

Luego, tras cavilar un instante, añadirá, con un asomo de sonrisa en los labios: «Pipa».

Ya sabe el nombre del enfermero de los grandes bíceps, barbilla azulada y pinta de suboficial: Léon. Han vuelto a requerir sus servicios tres veces, la primera para volver a echarle en la cama tras pasar un cuarto de hora en la silla de ruedas, la segunda, después de la siesta, para acomodarlo de nuevo en el carrito y, por último, para volverle a acostar. Cada vez, al notar el contacto de los músculos del enfermero, Maugras se ha encogido con asco.

Por la mañana ha tenido lugar la gran visita de los martes. El doctor Audoire, seguido de sus alumnos, ha permanecido largo rato en la sala grande antes de entrar a verle, solo, con expresión preocupada.

Debe de haber casos graves entre sus pacientes, tal vez casos que requieran tomar una decisión difícil. Ha mostrado su satisfacción al ver a Maugras en la silla de ruedas y se ha pasado un buen rato palpándole los miembros músculo por músculo y doblándole lentamente cada articulación.

—Todo va muy bien… Nuestro amigo Besson pasará a verle luego.

Cuando tienen algo que decirle, se encarga de ello Besson. Al principio le irritaba. Sin embargo, es lógico. Audoire se ocupa, como especialista, de su enfermedad actual. Besson, que es su médico desde hace tiempo y que le ha curado todos sus arrechuchos, le conoce mejor.

Reconoce ahora que ese reparto de responsabilidades, esa jerarquía que en ocasiones le ha hecho reaccionar contra ellos y contra todo el hospital, resulta imprescindible.

Si hubiera podido trazar, día tras día, el retrato de ambos médicos tal como los iba viendo, se encontraría ahora ante una serie de rostros distintos. ¿Y si hubiera trazado su propio retrato? ¿No aparecería un René Maugras distinto cada hora?

Besson d’Argoulet se ha mostrado relajado y no se ha creído obligado a adoptar un tono jovial. Hoy ha estado casi natural. No ha sido exactamente el hombre de las comidas en Le Grand Véfour, pero tampoco el médico que trata de remontarle la moral al paciente.

—No te inquietes si te sientes desorientado durante unos días. Tienes que comprender que es lógico que así sea. Durante una semana has dependido de quienes te rodeaban, como si te hubieran privado de tu personalidad. Ahora estás volviendo poco a poco a tu vida normal, así que espérate nuevos bajones. Por cierto, tengo que hablarte de Joséfa…

—Ya no volverá…

—¿Quién te lo ha dicho?

—Nadie… Me he dado cuenta cuando se ha marchado esta mañana.

Las frases largas le siguen costando. No siempre da con las palabras, y sin embargo, para sus adentros, puede hilvanar y deshilvanar ideas a su antojo.

—Lo siente mucho, pero no puede hacer nada. Es una enfermera especializada y la necesitan en otros sitios. Pasas las noches tranquilas. Tienes un timbre al alcance de la mano. Si quieres, te busco una enfermera. Tú decides…

—¿Y Mademoiselle Blanche?

—Se quedará contigo mientras estés aquí.

Una especie de trueque. Si consiente en pasar la noche solo, le dejan a Mademoiselle Blanche.

—Otra cosa se me olvidaba. Y te lo comento porque a tu mujer le preocupa. Teme que te deprima el ambiente del hospital. Estás acostumbrado a otro entorno, a que te atienda otra gente, a que se haga tu santa voluntad…

»No es imprescindible, en el punto en que te hallas, que estés bajo la vigilancia constante de Audoire. No hay inconveniente en que, esta misma semana, ingreses en la clínica que tú elijas, en Neully, por ejemplo… No están tan equipados como aquí para la rehabilitación, pero puede solucionarse…

Su no ha sido tan espontáneo y categórico que Besson se echa a reír.

—Bien… ¡Perfecto! No temas. Audoire no tiene intención de librarse de ti. Queda pendiente lo de Fernand Colère, que ha vuelto a llamarme esta mañana…

Maugras no le ha dejado acabar de hablar.

—¡No!

—En ese caso, supongo que tampoco querrás ver a nuestros amigos. Ellos también me telefonean…

—Prefiero estar solo…

Se cansa enseguida de hablar y entonces se le traban las sílabas. Tras hacer lo posible para que Besson se marche satisfecho, se ha abismado en la contemplación del patio, que le fascina.

El poder contemplar ese patio le ha hecho cambiar de humor y comienza a considerar sus problemas bajo otro prisma.

El patio es mucho más amplio de lo que había imaginado. Forma un inmenso cuadrilátero rodeado de edificios grises cuyas ventanas se promete contar cuando le dejen en paz.

Frente a él, se abre hacia el exterior un portalón donde dos hombres de uniforme montan guardia.

Más allá del portalón, los coches desfilan, se cruzan, se adelantan, la gente camina deprisa y gesticula.

Los viejos, a quienes divisaba antaño al pasar en coche por la Nacional 7, visten todos un traje gris azulado, con un ribete de color en la costura del pantalón, y, siguiendo el sistema que se utiliza para diferenciar los regimientos, estos ribetes son de dos o tres tonalidades distintas. Ha reparado ya en unos amarillos y rojos.

En cambio, no hay diferencias en lo que respecta a la lentitud o la inmovilidad. Si alguien echara un rápido vistazo al patio, creería que cada viejo está petrificado en su sitio como un soldado de plomo.

Aprovechando que hace sol, muchos están sentados en los bancos, pero no se percibe en ellos la indolencia de la gente que se sienta en los bancos de París. Da la impresión de que no hablan, de que no tienen ningún contacto los unos con los otros. Están encerrados en sí mismos.

Esta expresión, que Maugras empleaba antes como todo el mundo, ha cobrado sentido para él. Están encerrados en sí mismos. No son enfermos. Mademoiselle Blanche le ha enseñado que en el lenguaje oficial se les llama acogidos. Ella prefiere llamarlos «nuestros viejecitos».

Muchos fuman en pipa, como esos viejos pescadores de Fécamp que se pasan el día contemplando el puerto, pipas reparadas muchas veces con un alambre o con cinta aislante y que al aspirar el humo dejan oír un gorgoteo de saliva.

Parece como si Mademoiselle Blanche, no contenta con seguir la mirada de Maugras, siguiese también sus pensamientos.

—¿No ha fumado nunca?

—Sí.

—¿Cigarrillos?

—En pipa, a los dieciséis años. Más tarde, en París, cigarrillos… Bueno, las dos cosas… Lo dejé hace tres años, cuando se empezó a hablar del cáncer de pulmón…

Resulta paradójico: su periódico inició, en Francia, la campaña antitabaco, y mientras Maugras se dejó influir por su propia propaganda, Besson, siendo médico, sigue fumando un cigarrillo tras otro.

Le asalta un recuerdo desagradable, como cada vez que evoca su vida fuera de allí. A raíz de la campaña antitabaco, recibió llamadas telefónicas y visitas de personajes más o menos oficiales. Se le dio a entender que la campaña perjudicaba importantes intereses, entre ellos el interés nacional.

Incluso le presentaron estadísticas de las que se desprendía que los perjuicios del tabaco no estaban científicamente demostrados. Sacaron a relucir el tema de los contratos de publicidad y él cedió. La campaña quedó cancelada.

Su actitud no le avergonzó, por aquel entonces. Lo encontró natural. Se movía en una esfera en que se prescinde de las reglas que valen para el común de los mortales.

Ahora su horizonte se reduce a un puñado de pabellones regulares y monótonos como los de un cuartel, y su atención se concentra en el patio y en unas figuras mudas.

El anciano que venía a contemplarle por las mañanas ha sido enviado —no sin oponer resistencia— junto a su familia. Al igual que esos perrazos de los que intentan deshacerse sus dueños, regresó Dios sabe cómo a sentarse en su jergón del hospital. Dado que no pueden atarle, es posible que vuelva, y tendrán que conducirle una vez más a casa de su hija.

Sin embargo, viven.

Es su gran descubrimiento del día. Han rebasado todos la sesentena. Los más de ellos son mucho mayores o lo parecen. Algunos arrastran la pierna y otros caminan con movimientos convulsivos, echando el pie hacia un lado cual autómatas mal ajustados.

Han trabajado durante decenas de años. Eran de esos que se ven en los andamios, levantando las paredes de una casa ladrillo a ladrillo, o asomando de una alcantarilla, perforando billetes de transporte, acarreando cajas o sacos. Los hay sin duda de todos los oficios.

Piensa en los anuncios por palabras, que reportan cuantiosos ingresos al periódico.

«Jubilado muy vigoroso busca…»

Tan pronto sale el periódico todavía húmedo a la calle, se escurren entre los más jóvenes para consultar la sección de ofertas de empleo, a sabiendas de que no tienen la menor posibilidad.

Han estado casados y han tenido hijos. Han corrido, exultantes, al ayuntamiento de su barrio o de su suburbio para inscribirlos en el registro civil y han invitado a una ronda en la taberna de enfrente.

¿No es su padre uno de ellos? ¿No lleva, en Fécamp, una vida vegetativa aguardando, durante horas, la recompensa de un vaso de vino tinto?

¡Su padre vive! Todavía ayer lo consideraba un imbécil pasivo y resignado. El que viva, el que vivan los del patio, ¿no significa que…?

No acierta a terminar de formular su pregunta. Con mayor motivo, no encuentra respuesta. Se excita, porque está a punto de descubrir algo.

Su abuelo materno, en cambio, no aguantó. Era un pescador de Yport, un hombre achaparrado, fornido, con mejillas de color ladrillo debido al aire del mar.

Durante veinte años, cada primavera se embarcaba en un bacaladero rumbo a Terranova, calzado con sus altas y pesadas botas de suela de madera.

Con frecuencia, a su regreso, se encontraba a un nuevo retoño en la casita del acantilado. Tuvo nueve. Solamente murió uno a temprana edad.

Las hijas, a los trece o catorce años, entraban a servir. Uno de los hijos se hizo agente de policía en Le Havre, otro acabó de maître en un transatlántico.

Fueron casándose uno tras otro, en tanto que el padre, al hacerse mayor, renunció a los bancos de Terranova y se pasó a la pesca del arenque.

Cuando se jubiló, su mujer y él se habían quedado solos en la casa, y se dedicó a cultivar su huertecillo, a echarse a la mar con su barquilla para poner nasas de bogavante.

Un día a la semana se embutía su traje azul y su mejor jersey, y se iba de copas a Fécamp con sus antiguos compañeros.

¿No venía a ser, en otra escala, el equivalente a las comidas de Le Grand Véfour?

Una mañana, a la hora en que solía trabajar en el huerto, le llamó su mujer para reparar algo en la casa, que no sería un grifo, porque sacaban el agua de un pozo. Voceó su nombre a los cuatro vientos y, una hora más tarde, se lo encontró ahorcado en el cobertizo donde guardaba las herramientas y las redes.

Nunca se supo el motivo. Estos de aquí viven. No poseen ya nada, ni casa, ni mujer, ni hijos que cuiden de ellos. Tampoco cobran retiro.

Para evitar el espectáculo de los viejos muriéndose por las aceras, la sociedad los encierra. No están exactamente encerrados, es cierto. A determinadas horas, los dejan deambular ante las tiendas del barrio de Bicêtre. Les suministran tabaco. Les cuidan sus achaques. Los lavan. Los curan. Los afeitan de cuando en cuando.

¡Viven! Eso acaba de descubrir, y el descubrimiento, que haría sonreír a sus amigos, a él le provoca mala conciencia, ganas de pedir perdón a alguien. Pero ¿a quién? ¿No es ése también su mundo? Ha nacido en él. En él aprendió más o menos a vivir. Luego, los traicionó…

Cada día, en su periódico, supervisa el titular del suceso más impactante: la madre que ahoga a sus cuatro hijos y luego se arroja al río, la anciana que conoció momentos de celebridad y que se suicida con el gas, en la Rue Lamarck, el guardaagujas que se corta las venas porque el juez lo ha llamado a declarar sobre cierto accidente de tren… Hay donde elegir, y eso vende.

Él ha enseñado a sus colaboradores a seleccionar.

«No. Esto no hará llorar a nadie.»

¡Su famoso olfato! Intuye qué suceso suscitará compasión, qué titular tiene más gancho. Forma parte de los que están fuera, de los que juzgan desde fuera, sin sentirse implicados.

Vive en el hotel más lujoso y discreto de París donde, cuando llaman al médico en plena noche, es para que atienda a un cliente que ha bebido demasiado champagne y whisky, abusado de las drogas o ingerido barbitúricos, porque sí, por juego, por hastío, en ocasiones para impresionar a un marido o a un amante.

Los viejecitos de Mademoiselle Blanche siguen sentados en su banco, con la mirada perdida en la inmensidad de la nada, pegándole de vez en cuando una bocanada a la pipa.

Por ellos tiene ahora él una pipa. Hace un rato la enfermera le ha preguntado: «¿No lo echa en falta?».

Sí echó en falta el tabaco, hace tres años, y a veces se fumaba un cigarrillo tras una puerta, como escondiéndose de sí mismo.

—No lo sé… Tal vez…

Y al poco ha murmurado, no sólo para identificarse con ellos:

—Me pregunto…

—¿Le apetece un cigarrillo?

No. Un cigarrillo no.

—¿Cree usted que me lo prohibiría el doctor Audoire?

—En las salas, casi todos fuman.

—¿Le importaría comprarme una pipa?

—¿Esta tarde?

—Sí, ahora… Seguro que habrá algún estanco por las cercanías…

—Frente a la entrada principal, sí. ¿Qué tipo de pipa? Me temo que por el barrio…

—Es igual, la que sea… Y tabaco corriente, picadura…

Como en Fécamp. Más adelante, fumó mezclas inglesas, pero lo que quiere notar es el sabor de la picadura de tabaco.

La enfermera se ha echado el abrigo sobre el uniforme y ha salido a cumplir su encargo. La ha visto cruzar el patio en ambas direcciones y, al regresar, le ha dirigido un pequeño saludo desde abajo.

La pipa es corta; tiene un aro de metal y la boquilla es de cuerno.

—No había nada mejor…

Una pipa de viejo, como las que usan los del patio.

—¿Quiere probarla?

Dado que sólo puede valerse de una mano, Mademoiselle Blanche se ve obligada a llenársela. A Maugras le hace gracia su torpeza.

—¿Aprieto el tabaco? ¿Así?

Maugras exhala unas bocanadas, decepcionado. Debía haberlo imaginado. No ha pensado que sus mandíbulas le obedecen mal. No bien suelta la pipa, se le cae de los labios y la enfermera tiene que apagarle las briznas de tabaco que se le desparraman por el batín.

—Durante unos días tendrá que sujetarla con la mano… ¿Quiere intentarlo otra vez?

Sus ganas de fumar le parecen a la enfermera una buena señal. Ello demuestra que, a pesar de todo, no es capaz de seguir el hilo de sus pensamientos. El humo acre le hace toser. Insiste un rato más, pero acaba renunciando.

—De momento es suficiente…

—¿Le ha encontrado el gusto?

En cualquier caso, reina otro olor en la habitación.

Le han dado caldo, puré de nabos y confitura de grosellas. Hace más de treinta años que no prueba la confitura de grosellas y se pregunta por qué.

Está adormilado y no se siente ni triste ni alegre, ni esperanzado ni abatido. Ha sido el día más desconcertante desde que está en el hospital y, cuando vienen a llevarse la cama plegable, nota un vacío.

No ha telefoneado Lina. Seguramente habrá encontrado una amiga o un amigo, tal vez varios, para que le hagan compañía. Le gusta quedarse en la cama y tener a alguien al lado. Es harto probable que se haya limitado a tomar un caldo y una fruta. Una vez al mes, más o menos, piensa en el suicidio.

También a él le ha rondado esa idea por la cabeza, aunque con menos frecuencia. Más de una vez ha tenido el convencimiento de que eso llegaría, y la perspectiva, en vez de deprimirle, le reconfortaba.

Ello venía a probar que, ocurriera lo que ocurriese, podía elegir, tenía la posibilidad de desaparecer.

En su mente, ese gesto no tenía nada de trágico. Hacía mutis por el foro. Nadie podía negarle ese derecho.

Y una hora más tarde, inclinado sobre la platina, trastocaba la paginación de la última edición o, en su despacho, como en la caricatura, sostenía un teléfono en cada mano ante su ajetreada secretaria y un Fernand Colère, como de costumbre, con la mano en el pomo de la puerta.

En el patio, donde los árboles podados forman figuras geométricas, y en las celdillas invadidas por el claroscuro, donde las camas se tocan casi y donde trajinan enfermeras e internos, ¡esos viejos viven!

Y también vive ese hombre de su edad, cargado de espaldas, mandíbula colgante, que transita por el paseo, como un alucinado, seguido de un enfermero que no le pierde de vista.

¿Es posible que eso no signifique nada?

En la agenda verde pálido, no menciona las dos visitas que ha recibido, como si no debieran dejar huellas, cuando cualquier otro día se le hubieran quedado grabadas en la mente.

Han debido de suavizar la barrera que tenían montada en torno a él y a su cuarto, pues su hija Colette ha podido llamar a su puerta sin que le pusiesen traba alguna. Mademoiselle Blanche se ha precipitado a abrir, observando sorprendida a esa mujer regordeta, poco atractiva y bastante mal vestida que calza un zapato ortopédico.

—Hágala pasar… —ha intervenido Maugras. Y un instante después, ha añadido—: Le presento a mi hija.

Colette ha engordado. Se le ha ensanchado la cara y se asemeja ya a esas mujeres de los barrios populosos que a los treinta y cinco años aparentan una edad indefinida.

—Hola… —saluda mirando la silla de ruedas.

No le llama padre, ni por supuesto papá. De niña, se obstinaba en considerarlo un extraño, alentada por su tía, que nunca pudo tragarle. Así y todo, le tutea.

—¿No te molesto?

Como está sentado ante la ventana, lo ve a contraluz, y sólo al acomodarse en una silla frente a él descubre su rostro. Los demás, Audoire, Besson, Clabaud, Mademoiselle Blanche y cuantos han tenido contacto con él, han evitado dejar traslucir sorpresa ante su aspecto. Colette es la primera que se muestra impresionada, y se apresura a decir:

—Has adelgazado… Me enteré ayer de que estabas aquí; me lo dijo el doctor Libot, que lo ha sabido también por casualidad…

Está más relajada que cuando va a verle al periódico. A Maugras le asalta un mal pensamiento: ¿no será un desquite, para su hija, el verlo más disminuido que ella?

—¿Lo has pasado muy mal?

—No. No es una enfermedad dolorosa…

Se hablan como extraños, a pesar del tuteo. Nunca han tenido nada que decirse, o se han visto incapaces. Colette lo mira con más atención que de costumbre, no tanto como a un padre a quien no se quiere, sino como a un hombre a quien se descubre.

—¿Estás bien atendido? Me ha dicho mi jefe que el doctor Audoire es el mejor neurólogo que hay en Francia y que es una suerte conseguir una cama en su servicio…

Examina la habitación bastante modesta, las paredes desconchadas, el cochecito raído por el uso.

—¿No te sientes extraño aquí? —Acto seguido añade, burlándose de sí misma—: Ya sé que no se suele ir a ver a un enfermo con las manos vacías. Todas las visitas que me he encontrado en el pasillo traían naranjas, uvas o caramelos. Pero me veo entrando aquí con dulces…

Está menos fea. Su rostro sigue siendo vulgar, pero no resulta desagradable, pasado ya el momento de buscar en él el resplandor de la juventud. ¿Por qué no sonríe más a menudo?

Su mirada, siguiendo la de su padre, se posa en el patio, en los ancianos vestidos de traje gris azulado, que vuelven a acomodarse en los bancos o prosiguen su monótono paseo.

—Esto me recuerda nuestra pequeña clínica… No hay comparación, claro… Lo nuestro es modestísimo y nos llegan las subvenciones con cuentagotas.

Él también la observa con más atención que las otras veces.

—¿Empiezas a comprender por qué me apasiona mi trabajo? Imagínate que, en vez de ser ancianos, sean niños que aún no han tenido oportunidad de vivir…

Qué duda cabe. Así y todo, conserva una vieja prevención hacia la gente abnegada, sean hombres o mujeres. Ya en Fécamp, los responsables del patronato, a quienes sólo trató un verano, le inspiraban una repugnancia instintiva.

No le gustan los apóstoles, las señoras que se dedican a las obras de caridad ni cuantos gravitan en torno a las instituciones benéficas. Sospecha que se admiran a sí mismos y se creen mejores que los demás.

¿Es el caso de Colette? Así lo creía. Incluso estaba convencido de que ésta había elegido vivir en una triste calle de suburbio deliberadamente, para avergonzarle. Muy probablemente pensaba: «Podría conseguir todo el dinero que quisiera de mi padre, rodearme de comodidades, vestirme en las casas de alta costura, alternar en los mismos lugares que él, donde me cortejarían por ser hija suya… Pero yo no quiero…».

Colette observa la pipa y el paquete de picadura empezado que reposan sobre el antepecho de la ventana.

—¿Vuelves a fumar?

—Lo he intentado…

—¿Qué has sentido?

—Un efecto curioso…

—¿Has empezado los ejercicios de rehabilitación?

Está al corriente. Cierto que atiende a niños deficientes y entre ellos debe de haber más de un paralítico.

En definitiva, la visita ha transcurrido con bastante normalidad. La conversación tenía escasa resonancia. Su hija se ha quedado más de un cuarto de hora, y sería incapaz de decir de qué han hablado. Sobre todo se han mirado, sin ocultar su curiosidad.

—Supongo que no puedo quedarme más tiempo… ¿Viene a verte tu mujer cada día?

¿Se ha vuelto varias veces hacia la puerta por ella? ¿Temía encontrarse cara a cara con Lina, a la que no conoce? Le ha contestado con otra pregunta:

—¿Cómo está tu madre?

—Según las últimas noticias, bien… He recibido una postal del Líbano, donde está de paso con su compañía. Están haciendo una gira por Oriente Próximo y tienen mucho éxito…

No han abordado, ni de lejos, lo fundamental. Ha acabado levantándose.

—Volveré la semana que viene. Si no te molesta…

—Al revés…

No se han dado un beso ni se han estrechado la mano. La ha seguido con la vista mientras se dirigía hacia la puerta. Mademoiselle Blanche ha regresado, pero no por mucho tiempo, pues a los pocos instantes han venido a llamarla. ¡Es el día de las mujeres!

—Una señora quiere verle… Hélène Portal. ¿La hago pasar?

¿Por qué no? Ya puestos, ¿no es mejor empezar a hacerse a la idea? Hélène entra, sonriente y guapa, pues, a sus cuarenta y cinco años, está más guapa que cuando tenía veinte. Se quita el guante para estrecharle la mano.

—Hola, René…

En el periódico le llama jefe. Hace años que no son amantes. Está casada. Se ha casado con un abogado más joven que ella, de quien está profundamente enamorada.

—Conste que le he pedido permiso al doctor Besson para venir…

Durante varios años pasaron juntos casi todas las noches, en una intimidad física total, pero jamás se han tuteado.

Todo empezó hacia 1936, cuando en el periódico del que iba a ser redactor jefe, y que quebró después de la guerra, dirigía la sección dedicada a París. Hélène Portal acababa de aprobar el examen final de bachillerato. Tenía una fisonomía chispeante, estaba en constante actividad y era capaz de sacar adelante cualquier entrevista.

Los demás reporteros del periódico la envidiaban, pues lograba que la recibieran los personajes más reacios, y la acusaban de valerse de sus encantos.

Maugras tardó tiempo en enamorarse de ella, en no limitarse a tratarla como una colaboradora y amiga. Una noche en que habían cenado juntos tras una agotadora jornada en el periódico, cuando estaba a punto de despedirse de ella, Maugras murmuró:

«¿Es imprescindible que nos separemos?».

«Eso depende.»

«¿De qué?»

«De lo que le ronde por la cabeza… Si es capaz de no concederle importancia y de haberlo olvidado mañana, de acuerdo… Si no, no hay más que hablar…»

René ocupaba un piso en el Boulevard Bonne-Nouvelle, junto a la Porte Saint-Denis, su cuarto domicilio en París. Hélène salió de allí a las ocho de la mañana.

Ella volvería a aquella casa muchas más veces sin que, como decidiera el primer día, la cosa fuera más allá. En el periódico, en la sala de rotativos o en las fiestas donde coincidían, sus relaciones no cambiaron.

La guerra los acercó más, pues se retiraron juntos, con una parte del personal, primero a Clermont-Ferrand y más adelante a Lyon. La vida era precaria y había que echarse una mano. Como había escasez de alojamiento, vivieron juntos una temporada. Hélène era israelita por la rama materna y Maugras se inquietaba por ella.

«¿Qué le impide casarse conmigo?»

«Nada, René. Nada en absoluto. Si algún día me caso…»

Dejó la frase en suspenso, para no herirle. «No le quiero», tradujo él.

Es cierto. Ella le conoce demasiado bien. Acierta siempre a descubrir el punto débil en los personajes más ilustres y prestigiosos, lo que la convierte en una periodista temible.

¿Cómo le ve Hélène? Aceptó compartir su cama y, al mismo tiempo, se negaba a compartir su vida. Cuando a él lo ascendieron, le sucedió en la dirección de la sección Parísiense y, tras la Liberación, le siguió al nuevo diario cuyo lanzamiento le encomendaron a Maugras.

A los pocos meses Hélène se enamoró. Todo el mundo lo sabía, pero se ignoraba de quién. También lo ignoraba René, que la veía cambiar, volverse nerviosa, agresiva, romper de pronto a llorar.

Sin avisar a nadie, Hélène desapareció durante un mes, dejándolo todo plantado.

Más adelante, se supo que se había refugiado en un pueblecillo del Morbihan con ánimo de olvidar. El hombre a quien amaba era diez años menor que ella y no tenía intención de casarse.

Con todo, cambió de opinión y fue a buscarla a su refugio, pues Hélène reapareció transfigurada, y a las pocas semanas se celebró la boda.

—Inútil decirle que el pobre Colère está tan desamparado como un perro sin amo. Dice que se niega usted a verle e incluso a ponerse al teléfono.

Hélène no finge. Habla con desparpajo porque tiene un carácter jovial.

—Me he arriesgado viniendo aquí e intentando abrirme camino a través de este caserón donde te pierdes y tienes encuentros bastante alucinantes… ¡Si me echa usted, qué le vamos a hacer!

»No le pregunto por su salud, ya me tiene informada Besson, que por cierto es en este momento uno de los hombres más solicitados de París, porque todo el mundo quiere saber cómo sigue usted y todas las noticias pasan por él… Bueno, ¿qué tal?

Le mira a los ojos, como si quisiera cerciorarse de que no se ha venido abajo.

—Mucha moral no es que haya, ¿no?

—No me aburro.

—No se trata de aburrirse o no aburrirse. Me entiende perfectamente. ¿Y Lina?

—Pasó el fin de semana en la casa de campo de Marie-Anne, se resfrió y se ha metido en la cama…

Hélène está al tanto de las relaciones entre René y su mujer.

—¿Ha venido a verle?

—Una vez…

—¿No le apetece recibir visitas?

—No.

—¿La mía tampoco? No se ande con rodeos. Soy lo bastante adulta como para encajar la verdad…

Media hora antes, Colette estaba sentada en la misma silla, con su aspecto poco agraciado y su desaliño…

Hélène, vestida por los grandes modistos, es una de las mujeres más elegantes de París. Ella fue la que lanzó, por desafío, la moda de las gabardinas con forro de visón.

La escudriña, como hizo con su hija, y está acostumbrándose a escudriñar a todo el mundo, con la esperanza de hacer un descubrimiento en cada caso.

Pero Hélène no se inmuta.

—¿Ya está? ¿Ya me ha fotografiado? Bien. Ahora dígame lo que piensa.

Difícilmente podría responder, ni aunque se lo propusiera. Con ser Hélène la mujer que ha tenido más importancia en su vida, sigue sintiéndose ante ella como un extraño. ¿Por qué?

Todo cuenta, nuestros actos, nuestras palabras, nuestros pensamientos, sostenía el padre Vinage.

¿Cómo, entonces, no ha quedado rastro alguno de su intimidad, salvo una especie de amistad, de confianza, una ausencia de vergüenza? Porque ante ella no se avergüenza de ser un inválido.

—Supongo que no querrá tener noticias del periódico, ni de nuestro querido Schneider, ¿verdad? Cuente con verlo aparecer cualquier mañana de éstas, porque le echa a usted muchísimo de menos y está convencido de que en su ausencia van a llover catástrofes sobre el diario.

En la vida de Maugras ha habido tres mujeres, salvando las aventuras pasajeras. De las tres, Hélène es la única que ha entendido. No precisa el qué. Ciertas ideas que le vienen a la mente, como ésta, prefiere dejarlas en suspenso.

Lo mismo le ocurre en lo tocante a Lina, por más que se trate de un caso distinto. El tener frente a él a Hélène Portal le hace pensar en su mujer y en el George V.

—No van a tardar en meterme en la cama —dice, al ver que los viejecitos del patio han echado a andar hacia las distintas puertas, cual colegiales al concluir el recreo.

No le gustaría que Hélène presenciara cómo el enfermero le alza de la silla de ruedas y le echa en la cama. ¿Es feliz? ¿No le asusta envejecer junto a un marido demasiado joven? Y su equilibrio, ¿no es ficticio?

—Aun así, me alegro de haber venido…

—¿Por qué «aun así»?

—El contacto no es fácil… No es un reproche… Muchos ánimos, muchacho…

Le llama «muchacho», como Besson. Hélène siempre le ha llamado así en la intimidad, aunque él le lleve bastantes años.

—Todo pasará, ya lo verá.

No pregunta qué es lo que pasará, pues adivina lo que Hélène piensa. Sonríe para sus adentros, decidido a que no pase…

No hay nada más ese día. Sólo la anotación que ha escrito aplicadamente en la agenda: «¡Sin embargo, viven!».

También él vive. Esta noche no tendrá a Joséfa junto a su cama, sólo un timbre al alcance de la mano por si le entra pánico. Porque es propenso al pánico. Dos veces en su vida se ha sentido en armonía con la naturaleza. Dos veces se ha fundido casi con ella. Se sentía impregnado de ella. Formaba parte de ella.

¡Ambas veces le entró miedo!

La primera, a orillas del Loira, en el marco más dulce y tranquilizador que quepa imaginar, la segunda en un Mediterráneo de postal, luminoso y límpido.

En el Loira, donde un hombre tocado con un sombrero de paja pescaba con caña, bastó una nube y una corriente de aire fresco. En Porquerolles, el mirar la orilla, que parecía alejarse, bastó para que se le hiciera un nudo en la garganta y sólo pensara en huir.

¿Es eso lo que Hélène comprendió antaño?

—Buenas noches, muchacho…

Sus compañeros del instituto Guy-de-Maupassant le gritaban: «¡Gallina!».

Tiene cincuenta y cuatro años y, esta noche, cuando se duerma, se preguntará si uno llega a convertirse alguna vez en una persona mayor.