Va a concluir ese lunes 8 de febrero, su séptimo día de estancia en el hospital, y ni sospecha que ese día marca el final de una etapa de su vida. Los demás, a su alrededor, lo saben, y puede que sea ésa la causa de su desasosiego. Tiene antenas. Adivina, a través de señales indefinibles, que va a operarse un cambio, al igual que un padre de familia adivina que su mujer y sus hijos le preparan una sorpresa.
Está inquieto, nervioso. Varias veces, al mirar a Mademoiselle Blanche, ha estado a punto de preguntarle, de suplicarle que le hable con franqueza, como a un adulto. Se disponía a hacerlo cuando suena el teléfono en el pasillo. Vienen a buscar a la enfermera. Está seguro de que es Lina, y se felicita por haberse negado a que conecten un aparato junto a la cama.
—Es su mujer. Siente no haber llamado esta mañana. Se ha acatarrado en el campo y ha tenido que meterse en cama. Cree que ha cogido la gripe.
Escucha a la enfermera sin sentir la menor sorpresa ni emoción. Cada vez que Lina va a casa de Marie-Anne, necesita luego pasarse dos días en la cama y alega invariablemente haber pillado una gripe o una bronquitis.
—Pregunta si no necesita usted nada, si quiere que le envíe algo…
—Quizá ropa interior.
—Le ha llegado una maleta llena; se la he guardado en el armario. Hasta hay un batín y zapatillas.
Maugras vacila, está a punto de pedir la agenda roja que está en su escritorio de la Residencia.
—Dinero…
—Han depositado una cantidad en la administración… Fue una idea de los de su periódico, y tiene usted una cuenta abierta abajo.
—No le diga a mi mujer que puedo hablar…
La enfermera sonríe lanzándole una mirada de complicidad. Sobre todo en lo que atañe a Lina, lo comprende todo sin necesidad de darle explicaciones. Desaparece de nuevo y, al regresar, se cerciora con una mirada de que la llamada telefónica no le ha afectado. Maugras no piensa ya en su mujer, sino en la agenda.
No es hombre meticuloso, adicto a papeles, notas o agendas. Pese a la complejidad de su trabajo, nunca lleva nada encima para escribir. Lo tiene todo en la cabeza.
No obstante, desde que está aquí, le ha apetecido varias veces, si no llevar un diario, sí escribir de vez en cuando una o dos palabras con el fin de recordar, más adelante, las etapas de su evolución.
Aun cuando parezca pretencioso, la verdad es más simple: ha abordado tantas cuestiones, en el silencio de la habitación, que teme que se le vayan de la cabeza. Varias de esas cuestiones atañen a lo esencial, lo sabe, por más que ignore en qué manera y por qué. Por primera vez, experimenta la necesidad de plasmar en palabras ciertas impresiones, ciertos atisbos que ha vislumbrado.
Lleva una semana buscando algo. No trata de exculparse, a pesar de lo que pueda parecer. Está dispuesto a reconocer su culpabilidad. Pero ¿cuál?
Le gustaría que esa lenta progresión dejara alguna impronta. Todo cambia demasiado deprisa. Teme nuevos cambios.
—Si ve alguna papelería abierta de regreso a su casa, ¿me haría el favor de comprarme una agenda?
No quiere la agenda antigua que está en el George V, donde encontraría anotaciones que ya no le interesan. Prefiere partir de cero.
—¿Tiene intención de empezar a trabajar?
—No.
También eso lo comprende, por supuesto.
—¿Una agenda grande?
—Me da lo mismo…
No escribirá mucho, alguna que otra palabra de cuando en cuando, cuyo significado sólo él conocerá; además, resulta fatigoso escribir con la mano izquierda.
—¿Sabe que el doctor Besson d’Argoulet le admira mucho? Me ha alabado su energía, que siempre le ha impresionado. Dice que tiene usted una capacidad de trabajo increíble.
¡No mayor que la de Besson, que se las ingenia para llevar varias vidas a la vez!
—Dice también que lleva usted a sus colaboradores de cráneo, pero que no se quejan, que le adoran… ¿Es cierto?
—No soy el más indicado para juzgarlo…
—Se comprende que soporte mucho peor que nadie no poder moverse…
—¿Usted cree? —se limita a murmurar.
Ha advertido que la enfermera habla con segundas. El que aluda a su parálisis ¿no significará que…? ¿Que qué? Lo ignora. La sonrisa de Mademoiselle Blanche le inquieta.
Una vez más, le gustaría confesarle que no tiene mayor interés en curarse, que le asusta. Pero resultaría ofensivo para ella, cuyo trabajo consiste en cuidarle, y se siente incapaz de hacer daño a nadie.
Es algo casi físico. No puede ver sufrir. En él la cosa llega a extremos de cobardía. Cuando alguna vez tiene que despedir a un colaborador, delega en Colère. La humillación y el desasosiego le impresionan mucho más que el auténtico dolor o la desesperación.
No es ésa la única razón que le mueve a evitar una conversación más larga con la enfermera. Aunque rechaza la idea de curarse, se muestra sensible a los pequeños progresos que se manifiestan y, a veces, bajo la sábana, mueve furtivamente los dedos de las manos y de los pies.
—Si necesita que le traiga cualquier cosa del centro, no tiene más que pedírmelo.
—Gracias…
Es una casualidad, puesto que Maugras ignora que va a producirse un cambio. Si bien el episodio navideño no puede tacharse de sombrío, no deja de aparecer bajo tintes lívidos y crudos.
Tal vez a causa del sol, suntuosamente rojizo, que contempla desde la cama, los dos episodios que se cuenta para sí este lunes aparecen cargados de luz, calor y bienestar.
El primero se remonta, como el de Pilar, a la época de la Rue des Dames, un año o un año y medio más tarde. Dos años, puesto que llevaba varias semanas casado.
Colaboraba regularmente con Le Boulevard, para el que redactaba la mitad de las crónicas mundanas. Marcelle no estaba todavía embarazada y asistía a los cursos de arte dramático de Dullin, en el Théâtre de l’Atelier.
Una noche en que regresaban cogidos del brazo, Maugras le propuso: «¿Y si mañana pasáramos el día en el campo?».
¿A qué obedecía tan súbito deseo de estar en el campo? No lo recuerda. ¿Tal vez algún anuncio que había visto al pasar? No conoce el auténtico campo. Le resultan mucho más familiares las playas de guijarros y los acantilados normandos.
Todavía ahora, a pesar de la casa que posee en Arneville, el campo le es indiferente, le resulta más bien hostil, salvando el huerto, que suele inspeccionar con el jardinero los domingos por la mañana.
Al igual que le ocurre con aquella tarde de Navidad, su memoria no registra ni un «antes» ni un «después», sino un París con sabor a polvo y olor a aperitivo.
¿Cómo eligieron la meta de su excursión? Subieron muy temprano, al amanecer, al tren para Orléans, atraídos por el Loira y su importancia en la historia de Francia. No tenían nada decidido. Al salir de la estación, vieron un tren de cercanías y preguntaron adónde iba.
«A Cléry…»
Subieron a él. Como las mañanas eran frescas, habían salido con ropa de abrigo y, en el vagón traqueteante, empezaron a tener calor.
De Cléry sólo conserva el recuerdo de la basílica, que visitaron, de las piedras grises, del frescor. Comieron en un restaurante con mesas sin mantel, y se le quedó especialmente grabado un queso de cabra seco y duro, pero sabroso, que no conocía.
«¿Está lejos el Loira?»
«Beaugency queda a dos kilómetros de distancia, por la carretera…»
«¿No hay ningún camino?»
«Hay varios, pero tardarán más…»
¿Por qué, siendo poco bebedor, cargó con una botella de vino blanco de la región que le pesaba en el bolsillo y le golpeaba en el costado?
No guarda recuerdo del caminillo. Se perdieron. A Marcelle le dolían los pies. Desembocaron en un cañaveral; la tierra era blanda y estaban impacientes por ver el Loira.
De súbito se lo toparon de frente, fresco y espejeante, con sus bancos de arena y sus guijarros. Desde donde estaban, no veían más que la orilla opuesta y, muy lejos, a un hombre, tocado con un sombrero de paja, que, sentado en una silla plegable, pescaba en una balsa.
Tenían sed. Bebieron directamente de la botella parte del vino, ya tibio. Habían bebido ya mientras comían en el hostal. Adormilados por el calor, se tumbaron en la arena, en medio del rumor de las cañas.
Recuerda la botella de vino refrescándose en el agua del río, y el gollete emergiendo del agua. Se había quitado la chaqueta y la corbata. Marcelle se había despojado de los zapatos y las medias y, tras chapotear en el agua intentando salpicarle, vino a tumbarse a su lado.
¿Significa eso algo? ¿Merece esa imagen ocupar un lugar en su memoria?
Su piel, casi ardiente, exhalaba ese efluvio que cobra el sudor en el campo. Todo olía bien, las cañas, la tierra, el río. También el vino, ya fresco, tenía un sabor que jamás ha vuelto a notar desde entonces.
Mordisqueó una brizna de hierba, tumbado boca arriba, con las manos en la nuca, la mirada perdida en el azul del cielo a ratos cruzado por el vuelo de un pájaro.
¿Se durmió? Es poco probable, pero todo su cuerpo se hallaba impregnado de bienestar y de paz. Tampoco es probable que hablaran. Recuerda un gesto, su mano palpando la arena y luego el cuerpo de Marcelle. Era tal su indolencia que tardó tiempo en decidirse a deslizarse sobre ella.
No quiso realmente a Marcelle. Se casó con ella para no estar solo, para ser dos, acaso también para tener a alguien a quien proteger. Pero eso es otro asunto, que no quiere plantearse de manera urgente.
Se quedaron largo rato casi inmóviles, como esos insectos que permanecen acoplados, y René notaba el sol en la espalda, oía el chapoteo del agua, el rumor de las cañas.
No estaba borracho, pero había bebido lo suficiente como para que todo su cuerpo, de los pies a la cabeza, se tornase más sensible. Un olor a saliva y a sexo se mezcló con los otros olores.
Eso es todo. Después se terminaron el vino. Intentaron tumbarse de nuevo, recobrar el estado de gracia que acababan de alcanzar sin haberlo buscado.
Se había roto el encanto. El aire era más fresco. El cielo se había tapado y se perdieron de nuevo al regresar a Cléry. Marcelle, que estaba cansada, le acusó de haberse equivocado de camino.
Cuando nació su hija, hizo cálculos. No le hubiera disgustado que hubiera sido concebida ese día a orillas del Loira, pero las fechas no coincidían.
Fue una imagen luminosa, una hora —menos de una hora— de eso que siente la tentación de llamar la felicidad perfecta, una felicidad gratuita que se recibe con total inocencia y se vive sin ser consciente de ello.
Tal vez rastreando en su memoria daría con otros recuerdos similares a ése. Ha vivido —claro está— tantos veranos como inviernos, tantos días soleados como lluviosos. Pero no cuenta tanto la luz como hallarse en armonía con ella, con el universo, una suerte de fusión.
Esa fusión la vivió de nuevo un día, sin Marcelle, sin erotismo, y con tal intensidad que sintió vértigo.
Así y todo, Marcelle tuvo que ver con ello. Vivían en la Rue des Abbesses. Desde la ventana, divisaban las paredes blancas del Théâtre de l’Atelier, las tiendas, los bares, la gente sencilla de Montmartre, trabajadora y bulliciosa, sobre todo cuando, por las mañanas, las amas de casa se precipitan sobre las vendedoras ambulantes.
Había nacido Colette. Desde el primer mes, Marcelle habló de mandarla a vivir a casa de una tía suya que vivía en el campo. Se avergonzaba de la malformación en el pie de la niña, como si ella fuese la responsable, e intentaba achacarla a la rama de los Maugras.
«Dicen que son más frecuentes las malformaciones en las familias de alcohólicos… Tu padre bebe, ¿no? Y tu madre murió de tuberculosis…»
Cada vez estaba más nerviosa, sobre todo cuando el bebé lloraba por la noche. Cuando así ocurría, René se levantaba y, con la cabeza de la niña reclinada sobre el hombro, paseaba arriba y abajo de la habitación, iluminada por la farola de la calle.
Marcelle era incapaz de ocuparse de una criatura. René acabó cediendo y la niña dejó de vivir con ellos.
«Además, le sentará mejor el aire del campo que la atmósfera contaminada de París…»
No se lo echa en cara, al igual que no le reprocha a Lina el ser como es. Tampoco intenta salir bien parado. Se equivocó y él es el verdadero responsable.
Decidió hacerse cargo de una joven bailarina de diecisiete años que ambicionaba ser actriz y se creyó capaz de convertirla en mujer y después en madre.
«¿Crees que estamos hechos el uno para el otro?»
Marcelle utilizaba el mismo sistema —el de la gota— que le había servido para alejar a Colette: una frase de cuando en cuando, como la gota de agua que cae del grifo, siempre en el mismo lugar. No insistía, pero poco a poco se iba viendo venir lo que le rondaba por la cabeza.
«Estoy segura de que mucha gente se pregunta por qué vivimos juntos… Tú tienes tu trabajo y yo el mío… Nuestras horas libres no coinciden…»
Era cierto. ¿Para qué regresar a casa, donde en vez de encontrarse la comida preparada le esperaba una nota de su mujer anunciándole que llegaría muy tarde?
«Cuando por casualidad estamos solos, no tenemos nada que decirnos…»
Aquello duró varios meses. Él aguantó, haciéndose el sordo. Temía por ella y se preguntaba qué sería de su vida si se quedaba sola.
Se equivocaba, pues triunfó en lo que ambicionaba. Triunfaron ambos, cada cual por su lado. Sólo se conocieron para vivir un trecho de camino, el de los tiempos de la Rue des Dames, cuando eran una joven pareja enamorada, y muchas veces, para poder cenar, tenían que vender las botellas vacías.
«¿Por qué no lo probamos? Vivamos separados un mes o dos. Luego ya veremos.»
Marcelle, menuda y rubia, tenía un aspecto debilucho. Utilizando una expresión que solía emplear la madre de René, cuando bailaba el cancán en el Moulin-Rouge, parecía una paloma ante el gavilán, y sus ojos azules hacían pensar en la primera comunión o en el mes de María.
En realidad, poseía una voluntad extraordinaria y una asombrosa resistencia física.
René le dejó el piso y los muebles para irse a vivir al Hôtel des Anglais, en el Boulevard Montmartre.
De nuevo se abre un periodo vacío, confuso, los Grands Boulevards, los letreros luminosos, la oleada de autobuses verdes con el techo plateado, las terrazas de los cafés…
Al igual que le habían asaltado inopinadamente deseos de ver el Loira, la palabra Mediterráneo se impuso en su mente y aprovechó que tenía algún dinero para coger el tren en la Gare de Lyon.
¿Por qué se apeó en Tolón? ¿Por qué luego se dirigió a Hyères? Descubrió un nuevo sol, un nuevo calor, el olor de los eucaliptos, el lancinante canto de las cigarras, las palmeras, que le hacían sentirse en los Trópicos.
Por azar, como en Orléans, cogió no un trenecillo, sino un destartalado autocar, en el que resonaba el acento cantarín del Sur. Vio los grandes cuadrados blancos de las salinas, las pirámides de sal refulgiendo al sol.
«¿Va usted hasta la Tour Fendue?»
Se quedó en el autocar hasta el fin del trayecto y, al pie de una roca, un barco blanco con una chimenea amarilla aguardaba para conducir a los pasajeros a la isla de Porquerolles. El capitán lucía un salacot. Sobre la cubierta se amontonaban cajas y jaulas en las que cacareaban los pollos.
Cuando el barco abandonó el muelle, René estaba de pie en la proa, inclinado sobre el agua transparente. Durante mucho tiempo pudo ver el fondo y, a lo largo de media hora, se sintió musicalmente transportado, como inmerso en el corazón de una sinfonía.
Esa mañana no se parece a nada de lo que pudiera conocer después. Significa su gran descubrimiento del mundo, de un mundo radiante y sin límites, de colores vivos y estimulantes sonoridades.
Unas figuras al borde de la escollera. Las casas rojas, azules, amarillas, verdes. El alegre pandemónium que acompaña el amarre del barco, luego una plaza machacada por el Sol, una iglesia de juguete, terrazas en las que la gente holgazanea bebiendo vino blanco.
No necesitó beber para emborracharse. Toda su persona estaba exultante. Allí también le acometió el deseo de tocar el agua y se internó en un camino polvoriento.
El perfil de los pinos recortándose en el azul casi oscuro del cielo le tenía encandilado, y tantas flores que no conocía, los cactus, los higos chumbos, los arbustos de mareante fragancia cuyos frutos carmesíes recordaban las fresas.
Los madroños, cuyo nombre aprendió al mismo tiempo que el de unas plantas de hojas punzantes, los lentiscos, que los pescadores utilizan para asar el pescado.
Ha regresado con frecuencia a orillas del Mediterráneo. Ha visto otros mares de aguas igual de azules, árboles y flores más exóticos, pero se había roto ya el hechizo y, entre tantos descubrimientos, sólo ése le ha dejado una impronta.
Como en Cléry, estuvo en un tris de perderse, resbalando a veces en las rocas lisas, asiéndose a los matorrales. Y también como en Cléry, el mar apareció de sopetón, con su respiración lenta y profunda, voluptuosa, tan diferente del mar de Fécamp.
Al igual que hiciera Marcelle, se quitó los zapatos para correr descalzo por la arena ardiente, sorprendido a la vista de la larga playa flanqueada de pinos y cerrada en sus dos extremos por rocas.
Corrió como un niño, aunque de niño nunca había corrido con semejante alegría. Caminó por el agua. El fondo de arena, ondulado por la acción de las olas, semejaba un muaré dorado. Se desnudó, quedándose en calzoncillos, y salió disparado hacia adelante hasta que la profundidad del agua le obligó a nadar.
En sus oídos retumbaba toda una orquesta, acompasada por triunfantes toques de timbal.
Luego… La escena se estropeó, una vez más como a orillas del Loira. El cielo no se encapotó. El agua no había perdido su limpidez. Sus ojos recorrieron el horizonte. Se sintió aislado en la inmensidad y, presa del pánico, nadó hacia la orilla como si temiera hundirse o ser devorado por la luz.
Apretó el paso para regresar a la plaza del pueblo, donde los pescadores jugaban a la petanca. Comió bullabesa y bebió vino blanco de la isla, pero había perdido el contacto, se habían roto los hilos.
—Es la hora, Monsieur Maugras…
Sufre un sobresalto. Se le habían olvidado Mademoiselle Blanche y Bicêtre.
—¿La hora de qué?
La enfermera comprende que se hallaba muy lejos.
—Del termómetro. Y del puré. Pronto tendré que irme. Le prometo que no me olvidaré de la agenda…
¿La agenda? ¡Ah, sí! ¿Qué escribirla esta noche, si la tuviese a mano? ¿Cómo resumiría esos dos buceos en el pasado?
Cléry. Porquerolles.
Agua, las dos veces, y sol, calor, olores nuevos. Las dos veces también, un pánico irracional y un regreso taciturno.
Tal vez bastaría una sola palabra para plasmar las dos aventuras.
Inocencia.
¿Son suficientes dos veces en una vida?
Al son de las campanas de la primera misa, comienza la jornada del martes, el famoso octavo día del que tanto le han hablado: «Los peores son los primeros ocho días…». «A partir del octavo día, los progresos son espectaculares…»
Ha terminado forjándose una idea casi terrorífica de ese octavo día, como si todo fuese a cambiar de sopetón. Las noches son ya más cortas y las ventanas palidecen antes. Joséfa tiene un sueño agitado, y no apoya la mano en el vientre, sino en el pecho. La víspera, comentó que temía haberse resfriado.
Escucha algunos ruidos, por costumbre, y casi de inmediato empieza a pensar en Marcelle. Le disgusta la imagen que trazó de ella la víspera. Da la impresión de que, de tanto estar inactivo en la cama, se vuelve puntilloso. ¿No empieza a parecerse a su padre, cuando contaba una y otra vez, con cara de importancia, los bultos de bacalao y los sacos de sal, obsesionado por un posible error?
Para ser exactos, no se casó a los veintidós años con su primera mujer para vivir juntos. Le gustaría dar con la verdad absoluta, llegar a una sinceridad total. En el fondo, cuando recaló en París sin conocer otra cosa del mundo que Fécamp, Le Havre y Ruán, se comportó como cualquier provinciano atraído por las luces y el bullicio. Por ejemplo, se pasaba horas deambulando por los Grands Boulevards y se quedaba literalmente embelesado cuando, al caer la noche, se encendían las farolas.
Atraído también por las luces y el hormigueo humano, empezó a frecuentar el baile del Moulin-Rouge, en la Place Blanche. El largo vestíbulo, con las paredes cubiertas de espejos, brillaba con mil centelleos. Antes de una hora determinada, un cartel colgado encima de la taquilla anunciaba: ENTRADA LIBRE.
Al apartar una cortina roja, al fondo, aparecía un local inmenso, trepidante, con dos orquestas frente a frente en el piso principal, que se turnaban sin dejar que se enfriase nunca el ambiente.
Cientos de parejas sentadas a las mesas ante sus consumiciones, grupos, mujeres y hombres solos generaban un continuo ir y venir hacia la pista de baile, de donde subía un incesante zapateo.
René podía pasar horas ante su mesita, mirando, escuchando, observando rostros y actitudes. En más de una ocasión, intentó dirigir la palabra a una de las muchachas que esperaban a alguien que las sacara a bailar y que se levantaban con un gesto automático cuando veían acercarse a un hombre.
A eso de las diez y media, tras un redoble de batería que anunciaba el inicio del espectáculo, se apagaban las luces y los focos apuntaban a la pista, donde irrumpían, con un grito triunfante, refajos al aire, las bailarinas de cancán.
¿Cuántas eran? Una veintena, cree recordar, y cada una llevaba un vestido de un color diferente e interpretaba su número personal, mientras sus compañeras la rodeaban inmóviles.
La de rojo era una guapa muchacha morena, maciza, de pecho opulento y labios golosos; la de amarillo, una adolescente larguirucha de rasgos todavía imprecisos, la de violeta, una acróbata que enlazaba uno tras otro arriesgados saltos.
Durante veinte minutos, aquello era un derroche de sonidos, movimientos, sedas multicolores y medias negras, en contraste con la palidez de los muslos desnudos.
La de verde era Marcelle, flacucha, anémica, y su número, el más sencillo, recibía menos aplausos que los otros.
De haber podido elegir, ¿no se habría inclinado por la de rojo de labios carnosos? Tal vez no. Con ella no se hubiera sentido a sus anchas. Le habría dado miedo.
Noche tras noche, contemplaba a la bailarina de verde con una mezcla de ternura y compasión. Un día se quedó esperando en la acera, vigilando la salida de las artistas. Le decepcionó verlas vestidas de calle, ni más ni menos deseables que las dependientas y mecanógrafas que solían acudir al baile.
A unas las esperaba no un rico amante con coche, sino un joven que surgía de la oscuridad y con quien se alejaban cogidas de su brazo. Otras, como Marcelle, corrían hacia la boca del metro.
Marcelle llevaba el cabello rubio cubierto con una boina y vestía un deshilachado abrigo negro. René la siguió y subió al mismo vagón de metro que ella. La joven, sentada frente a él, parecía ausente.
Se apeó en la Gare de La Bastille. Presurosa, como si la asustaran la noche y las figuras humanas que deambulan por las aceras, dirigió sus pasos hacia la Rue de la Roquette y llamó a una puerta, que se cerró tras ella.
¿Se enamoró de ella o de las luces del Moulin-Rouge? ¿O fue el contraste entre los refajos que se alzaban a los estruendosos sones de la orquesta y la amedrentada chiquilla que, tocada con una boina de colegiala, llamaba nerviosa a la puerta de sus padres?
La segunda hipótesis se acerca más a la verdad tal como Maugras la concibe con la perspectiva de los años. Era importante que no rebosase buena salud, que inspirara compasión y necesidad de protección.
La primera vez que la abordó no fue en la Place Blanche, sino en el vagón de metro. Primero ella le devolvió una mirada hastiada y recelosa, pero acabó sonriendo de su torpeza.
Durante semanas, vivió el tipo de romance típico a los dieciséis años, y cada noche compraba un ramito de violetas a la anciana vendedora apostada ante el Moulin-Rouge.
La madre de Marcelle era la portera de la casa de la Rue de la Roquette; su padre era guardia municipal. A los ocho años, la habían matriculado en una escuela de danza, pues una niña del barrio había llegado a ser primera bailarina de la Opera.
Marcelle no tenía intención de seguir en la troupe, ni de dedicarse al baile. Ambicionaba convertirse en una auténtica actriz y por las mañanas asistía a las clases de Charles Dullin.
Durante dos meses, no hubo nada entre ellos. Una tarde, René logró arrancarle una cita y la llevó a su cuarto de la Rue des Dames.
Se preguntaba, aterrado, si sería virgen. La muchacha se quitó la ropa sin más preámbulos y se tumbó en la cama, desnuda, con la mirada ausente.
«¿Lo habías hecho muchas veces?», le preguntó luego René.
Marcelle frunció el ceño, sin entender.
«¿Qué quieres decir? ¡Ah!, te refieres a eso… No trabajaría en el Moulin-Rouge si no hubiera pasado por el aro…»
«¿Con quién?»
«Primero con Héctor, el vocero. Lo llamamos así… Es el cómico que anuncia los números y cuenta chistes…»
Un tipo gordo, medio calvo, que rezumaba estupidez y petulancia por todos los poros.
«Luego con el director de orquesta, a pesar del miedo que le tiene a su mujer…»
«¿Y con quién más?»
«Pareces un cura… ¿Qué importancia tiene? Además, ¿a ti qué más te da? Si no hubiera estado con otros, no me tendrías aquí…»
«¿Te disgustaba hacerlo?»
«No lo sé…»
«¿Y conmigo?»
«¿De verdad escribes en los periódicos? ¿No lo habrás dicho para impresionarme…? Entonces, ¿por qué no sale tu firma?»
La muchacha tomó la costumbre de acudir a la Rue des Dames dos veces por semana. René esperaba esos días con impaciencia y la idea de emparejarse fue prendiendo poco a poco en su mente. No estar siempre solo en su habitación. Comer acompañado, aunque el tapete que cubría el velador fuera de un horrible paño rameado…
Un día en que salían ambos del hotel y él la acompañaba al metro, les cerró el paso un hombre de bigote oscuro y cara coloradota.
«Tú, andando a casa… Con usted tengo que echar yo una parrafada.»
Era el padre de Marcelle, el guardia municipal, y le miraba con expresión amenazadora y cerril.
¿Cómo acabaron en el Boulevard des Batignolles, donde caminaron por entre las hileras de árboles, subiendo hacia la Place Clichy, dando media vuelta, bajando hasta la vía del tren para luego volver a subir? ¿Cómo derivó la cosa para que al final terminaran hablando cordialmente?
«Puede que sea un oficio muy digno, pero ¿cuánto gana usted?»
René mintió, redondeando las cifras.
«Todo eso suena muy bonito, pero donde haya un trabajo estable…»
¿No cayó en una trampa? ¿No hubiera debido sacar a colación al cómico medio calvo y al director de orquesta? ¿Se había presentado el padre ante ellos para montarles la típica escenita de indignación paterna?
A decir verdad, le alivió que las cosas fueran así. No intentó escurrir el bulto. Por el contrario, expuso su punto de vista y, una hora más tarde, el guardia y él se tomaban una copa en un bar.
Y así fue como vinculó su vida a las luces, al Moulin-Rouge, al vestido verde y a cierta miseria que le hacía tener conciencia de su responsabilidad, de su superioridad.
Basta ya de Marcelle. Ha ido hasta el fondo del asunto, lo más que se puede ir. No se siente orgulloso.
Le reconforta ver que despunta el día y asistir al despertar de Joséfa. Regresa al presente.
—Buenos días. ¿Ha dormido bien?
—¿Y usted?
—Me he levantado dos veces, por la costumbre, para ver si estaba usted bien… Dormía como un ángel. —Pliega la cama y la mete en el armario—. Estará contento de los progresos que ha hecho, ¿no?
Advierte en ella un tono misterioso que le inquieta. ¿Por qué le estrecha la mano al despedirse?
—Que pase un buen día. Y que siga mejorando…
Parece emocionada. Al marchar, se vuelve de nuevo desde la puerta.
—Adiós… —repite agitando la mano.
¿Significa eso que ya no la verá más? ¿Van a ponerle una sustituta? No se ha despedido definitivamente, pues deben de tenerlo prohibido. Evitan cuanto pueda intranquilizar a los enfermos. Reaccionan mejor ante el hecho consumado.
«Dormía usted como un ángel…»
Eso tal vez quiere decir que ya no necesita a nadie para que cuide de él por la noche. Hay una enfermera de guardia en un rincón del pasillo. A veces Maugras oye un timbre y pasos precipitados hacia la sala grande.
Advierte que, conforme vaya recuperando la normalidad, le tratarán como a los demás, y se resiste, decidido a plantar cara.
—¡Bueno!, ¿cómo vamos?
Mademoiselle Blanche está excitada. Se la ve la mar de lozana y trae aire fresco en los pliegues del vestido. Ha helado y en el tejado de pizarra se divisan rastros de hielo que el sol está fundiendo.
—¿Hemos dormido bien? ¿Se encuentra en forma? Le tomaré la temperatura, pero estoy casi segura de que va a ser la última vez.
Se lo imaginaba. Hablan de suprimirle el termómetro. Ha visto desaparecer la dextrosa y ya no le ponen más que una inyección al día. La suprimirán también. ¿Qué más piensan suprimir?
—Treinta y seis grados y ocho décimas. El pulso a setenta, ¡como un jabato!
No le gusta el tono alborozado que adopta esta mañana.
—Me olvidaba de la agenda… He elegido una con dos días por hoja y le he comprado dos bolígrafos, uno negro y otro rojo.
Pasa el interno en el momento en que le están aseando, y se limita a auscultarle rápidamente, con mirada y expresión ausentes. Para él, Maugras carece ya de interés.
—¿Está usted conforme, doctor, en lo que le pedí ayer? —pregunta misteriosamente la enfermera.
—Totalmente de acuerdo. Se lo he comentado al doctor Audoire y considera que está preparado…
Y la enfermera jefe opina lo mismo, probablemente. Aunque se trata de algo que le atañe a él, es el único a quien no le dicen nada. Otro día se habría alegrado de que le pusieran, no sólo una chaqueta de pijama limpia, sino el pantalón; esta mañana, ve en ello una nueva amenaza.
—Mientras se toma el zumo de naranja y los cereales, llegará el peluquero. ¿Sabe que tiene la maquinilla de afeitar en el armario con sus cosas? Si le apetece, puede intentar afeitarse con la mano izquierda. Es cuestión de acostumbrarse…
No añade que así se distraerá. Están empeñados en que se distraiga. Al mirar la puerta, que se mueve con la corriente, le viene a la mente el enfermo del batín color violeta que venía a mirarle fijamente y a quien no ha vuelto a ver. Se lo comenta a Mademoiselle Blanche.
—¿Sabe a quién me refiero? Se quedaba unos minutos inmóvil, como fascinado, y desaparecía silenciosamente…
—¡El hombre de la cabeza de palo!… —exclama la enfermera riendo—. Lo llamaban así en la sala. Ya no está aquí. Por fin consiguieron que volviera con su familia…
—¿No quería marcharse?
—Al revés, su hija y su yerno no querían tenerlo en casa, por los niños, según decían. Pero es inofensivo. Me han dicho que el domingo se escapó de Joinville, donde tienen una casita, y que llegó hasta aquí Dios sabe cómo. Lo encontraron sentado en su antigua cama, que está ya ocupada, y tuvieron que llevarlo a su casa otra vez…
Mientras le afeita el peluquero, Mademoiselle Blanche abre el armario y saca el batín azul ribeteado de blanco que Lina ha metido en la maleta, con los pijamas. Deja las zapatillas al pie de la cama, sale de la habitación y regresa con un enfermero a quien Maugras no había visto nunca y que le saluda llevándose la mano al gorro como si fuera un quepis. Un ex suboficial, lo más probable. Le resulta de entrada antipático.
—Pero ¿qué?… —exclama intentando protestar.
—¿No le dijo ayer el doctor Audoire que tenía que estar unos minutos de pie?
Le embuten el batín y le calzan las zapatillas. El enfermero le rodea los hombros con su fornido brazo, Mademoiselle Blanche le ayuda a sujetarlo, y de pronto se ve en medio de la habitación, angustiado ante la idea de apoyar las dos piernas.
—Aguante el cuerpo… No flojee… Tranquilo, que no va a caerse…
Se abre la puerta. La enfermera jefe. La escena estaba preparada de antemano, no le extrañaría que monten siempre la misma con los hemipléjicos. ¡El octavo día!
Sólo le sostienen ya por debajo de los brazos, cada uno por un lado.
—¡Perfecto! —aprueba la matrona con el tono con que animaría a un perro a ponerse sobre dos patas—. Apoye bien las dos piernas. Es importante…
¿Para librarse cuanto antes de él? Aborrece el contacto de un hombre y le subleva que hayan llamado al enfermero. Idéntico sentimiento le produce la intrusión de la vieja, que le vigila y que incluso se acerca a palparle, una tras otra, las pantorrillas.
Está de cara a la ventana. De pie, descubre una porción más amplia de casas y unos árboles en un rincón del patio.
—Un minutito más… —decreta la enfermera jefe.
Sale dejando la puerta abierta de par en par. Regresa a los pocos instantes empujando una silla de ruedas con el molesquín raído, cuyo relleno conserva la forma de sus sucesivos ocupantes.
¡Ésa era la sorpresa! ¡El gran cambio del octavo día! No se atreve a dejar traslucir su desasosiego, pues el rostro de Mademoiselle Blanche, muy próximo al suyo, radiante al principio, como si diera por supuesto que él iba a llevarse una alegría, se oscurece de repente.
—¿No se alegra usted de dejar la cama?
El enfermero le aúpa y de pronto se ve sentado en la silla de ruedas, con los brazos apoyados y las piernas medio extendidas.
Debe de ser una tradición acomodar al paciente junto a la ventana. ¡Para que se distraiga!
La enfermera adopta un aire casi suplicante.
—Y yo que estaba convencida de que…
Maugras le da las gracias con la mirada y finge contemplar el patio, que apenas ve. El enfermero se retira. La matrona parece esperar unas palabras amables de agradecimiento, pero se quedará con las ganas.
Le da la impresión de que el cuerpo se le vence hacia la derecha, de que su cuerpo está inclinado, de que se inclina por momentos, de que va a venirse abajo, con el carrito incluido.
Mademoiselle Blanche posa la mano en la suya.
—Se acostumbrará enseguida…
Se obliga a volverse hacia ella y a sonreír.
—Gracias.