8

Probablemente se trata de una puerilidad, pero esas puerilidades cobran en cierto momento más importancia que los problemas graves. Es lunes, se ha despertado a tiempo, en el preciso instante en que el reloj de la iglesia daba las seis campanadas.

Joséfa duerme en su cama plegable. Dispone de su media hora. Puede meditar sobre lo que le dé la gana sin que le molesten. ¿Por qué no está contento?

La víspera, dudó en decirle a Angèle que no le contara a nadie que hablaba, para darle una sorpresa a Mademoiselle Blanche. Iba postergando el momento de decírselo, hasta que llegó Joséfa, diez minutos tarde, con un abrigo rojo de entretiempo que acababa de estrenar y que todavía conservaba el olor de la tienda. La gorra que cubría su pelo cobrizo era del mismo color. Venía sin aliento, como si hubiera corrido.

—Perdóneme, Angèle… Llego tarde… La he tenido aquí esperando…

—Vamos, vamos. No importa. Desde que se casó mi hija y que vivo sola…

—Y usted, Monsieur Maugras, ¿ha pasado un buen día?

Angèle le miró maliciosamente y Maugras no se vio con ánimos de decepcionarla.

—Muy bueno… —contestó.

Ya no le producía el mismo placer. Al declinar la tarde, su voz le parecía menos natural que al principio, bastante ronca, como cuando tiene uno unas fuertes anginas. Algunas sílabas salían mal, con tendencia a atropellarse.

—¿Qué?, ¿qué me dice? —exclamó Angèle.

—¡Qué contenta estoy!

Le molesta recordarlo. Ahora, al día siguiente, ve más problemas que nunca. ¿Seguirán ocupándose tanto de él? ¿Dejarán que siga con él Mademoiselle Blanche? A lo mejor la necesita otro enfermo…

Angèle le contó, la víspera, que andaban escasos de enfermeras, no sólo en las salas, sino sobre todo para los que pueden permitirse el lujo de pagarse una enfermera privada.

«¿Sabe usted?, no es fácil encontrar chicas que quieran trabajar doce horas al día.»

Es un trabajo, claro. Tiende a olvidar que Mademoiselle Blanche pasa los días con él porque es su profesión. Tampoco Besson se impondrá ya la obligación de cruzar cada día París para verle.

Teme que el pequeño mundo que se ha formado a su alrededor comience a disgregarse, dejándole más solo que nunca. Y ahora —se da cuenta esta mañana— ya no puede acogerse al subterfugio de encerrarse en sí mismo. En vano intenta recobrar cierto estado de cosas que le resulta difícil definir.

Ha iniciado, en la tibieza de la cama, una especie de balance, de revisión, que dista mucho de haber concluido, y no puede seguir haciéndolo en frío.

Eso que antes le ocurría de cuando en cuando, ¿no le ocurre a todo el mundo? Se acuesta uno sin pensar en nada concreto. Intenta dormirse. Se revuelve en la cama sin saber si está despierto o en duermevela. Los pensamientos se tornan cada vez más distintos de los del día. Presiente uno verdades que no acaricia en situación normal y siempre sobreviene un breve instante durante el que todo parece claro y luminoso.

Por la mañana, intenta uno vanamente recordarlo, aunque a veces, si lo recuerda, trata a toda costa de olvidarlo, pues ello conmocionaría la vida de cada día.

Maugras mira distraídamente dormir a Joséfa, escucha los ruidos, sin prestar atención ni experimentar placer alguno. Audoire sólo dispone de dos habitaciones privadas en su planta. ¿No necesitará la suya?

Apenas ha tenido tiempo de hacerse a esa idea. Angèle no paró de charlar. Acabó contándole su vida y la de su hija con la misma animación agotadora. Quizás él también hablara demasiado para ser el primer día. Una vez pasado el deslumbramiento inicial, se le había ido la ilusión.

Joséfa aparta la manta, se restriega los ojos, consulta su reloj.

—¡Buenos días! Qué raro que se despierte usted siempre antes que yo… ¿Está acostumbrado a madrugar?

—Ayer dormí hasta más tarde…

—Yo, mi día de descanso, me quedo en la cama hasta las diez. Me gusta mucho dormir de noche, como todo el mundo…

De pie, se abrocha el sostén, se retoca la bata y el pelo. Se dirige hacia la puerta que Mademoiselle Blanche, ya de uniforme, abre en ese mismo instante. ¿No se la ve más animada que de costumbre? ¿Es porque ha pasado un día entero lejos del hospital?

—¡Buenos días! —exclama también ella, plantándose delante de la cama y mirándolo con malicia.

Maugras vacila, se pregunta si está ya enterada, y acaba contestando con tono de niño mohíno:

—Buenos días…

—Siga, diga otra cosa…

No está sorprendida. La han puesto al corriente.

—¿Qué quiere que diga?

—Que no está enfadado conmigo por haberme tomado el día libre sin avisarle.

Tiene razón, se comporta de un modo ridículo. No bien cae en la cuenta, le devuelve la sonrisa.

—Perdóneme…

—¿Contento?

—Sí… Creo que sí…

Joséfa se despide y abandona la habitación. Comienza la rutina: orinal, termómetro, pulso…

—Ya sé que ha comido puré.

Joséfa no se lo ha contado, ni es probable que se haya tropezado con Angèle. Eso significa que cuanto ocurre en la habitación circula por todo el hospital.

—Tenía que haberle avisado el sábado. Pero no sabía qué hacer. Temí que pasase usted una mala noche. A los enfermos no les gustan las caras nuevas. Estaba segura de que con Angèle todo iría bien. ¿Qué le ha parecido Angèle?

Maugras no contesta, porque no sabe qué decir.

—Es un poco escandalosa, pero ya me gustaría a mi conocer el oficio como ella. Puede hacerse cargo de las salas más difíciles.

¿Adivina Mademoiselle Blanche qué se oculta bajo esa mirada preocupada que le dirige Maugras? Tiene ganas de preguntarle qué ha hecho el domingo. No se atreve. Ella aborda indirectamente el tema.

—Ah, se me olvidaba. Tengo un regalito para usted.

Se saca del bolsillo un cucurucho de cartón azul satinado, con dibujos dorados y un nombre estampado: Yves. Maugras no entiende, se inquieta, preguntándose si tiene un hijo. ¿Y eso a él qué más le da?

—Son peladillas. Ayer estuve en casa de mi hermana. Vive en Melun y han celebrado el bautizo de su tercer hijo, que acaba de cumplir un mes. Yo soy la madrina.

Se ha atormentado en vano. La víspera, y también esta mañana antes de llegar ella, se imaginó vívidamente a Mademoiselle Blanche adoptando posturas eróticas con un hombre. Como le ocurriera antaño con Madame Remage, experimentaba la necesidad de ensuciarla. ¿Debería pedirle perdón?

—Mi hermana, que es más joven que yo, se casó hace cinco años con un maestro. Ella era entonces maestra en Origny, un pueblo cerca de Melun. Durante dos años, incluso después de nacer el primer hijo, siguieron trabajando los dos y, cada noche, mi cuñado iba a Origny en bicicleta para estar con su mujer…

»Al nacer el segundo hijo, que a mi hermana le dio mucho trabajo al principio, se vio obligada a renunciar a su plaza. Ahora tienen tres chicos y una casa diminuta en el patio de la escuela, con un viejo tilo delante de la puerta.

Aquello le recuerda Fécamp, pero en más luminoso. La víspera, el sol brillaba como hoy.

—Si no hubiera sido la madrina, no me habría tomado el día libre.

—Gracias…

Mademoiselle Blanche apunta la temperatura en la hoja, y Maugras, por primera vez, pregunta:

—¿Cuánto?

—Treinta y seis grados con seis décimas. No debería decírselo. El pulso es normal. ¿Listo para el aseo?

También ella, como Angèle, tras lavarle de pies a cabeza, le toquetea los dedos de la mano.

—Muévalos… Claro que puede… Otra vez…

Es su mano paralizada, la derecha. Se la mira y ve que las falanges se doblan levemente. La enfermera le pide luego que mueva los dedos de los pies, pero no lo consigue tan fácilmente.

—Confié en mí… No tenga miedo.

Le coge las dos piernas, las saca de la cama y, volviéndole el busto, le rodea los hombros con un brazo. Maugras, inquieto, se deja mover y de pronto se encuentra sentado en el borde de la cama, con las piernas colgando.

Verse así le da vértigo. Si la enfermera le soltara, se caería hacia un lado o hacia delante. Pegado a ella, nota la forma y la tibieza de su pecho contra el hombro.

Reconoce apenas sus propias piernas, de lo delgadas que se le han quedado en tan poco tiempo. Ya casi no tiene pantorrillas.

—Procure ponerse recto. Es el primer ejercicio de la serie. Mañana se apoyará en los dos pies.

Resulta más embarazoso que antes el estar desnudo de cintura para abajo. Debido al contacto con la enfermera, teme que le sobrevenga una erección, para la que ya no tendría la excusa de la inconsciencia o la fiebre.

Apenas acaba de pensarlo cuando la cosa sucede, y balbucea:

—Discúlpeme…

—No es nada. Estoy acostumbrada.

¡O sea que hasta sus reacciones íntimas forman parte de un proceso en el que cada etapa está prevista!

—Por hoy está bien… —Lo acuesta y lo cubre con la sábana—. ¿Le gustan los cereales con leche o los prefiere con agua?

No sabe lo que ha contestado. La muchacha ha ido a buscarle un tazón de cereales demasiado azucarados, y le obliga a comérselos con cuchara.

En pleno desayuno, aparece la enfermera jefe.

—Parece ser que ha habido grandes progresos por aquí…

—Acaba de sentarse en el borde de la cama durante cerca de cinco minutos…

—¡Muy bien! ¡Muy bien! —exclama la enfermera jefe, y agrega señalando la dextrosa—: Puede usted retirar eso…

Maugras se pregunta si no corren demasiado. Le da la impresión de no seguir el ritmo. Están ansiosos por reinstalarle en el universo de las personas normales, que ha sido durante mucho tiempo el suyo. Pero él no está preparado; no cree que haya llegado todavía el momento y sospecha que quieren librarse de él.

Llegan las dos italianas con sus cubos y cepillos. Se oye un aspirador en el pasillo. Como no lo ha oído los días anteriores, deduce que sólo lo pasan una o dos veces por semana. Un hombre entra con el aparato en el cuarto y, durante un rato, se le llena la cabeza de zumbidos.

Apenas concluye la limpieza, le toca el turno al peluquero.

—¿Quiere que le corte el pelo?

—Hoy no…

—Pero bueno, Mademoiselle Blanche, ¡si su enfermo habla! —exclama el peluquero. Y, dirigiéndose a Maugras, añade—: Estará contento, ¿no? He visto a algunos que, de la alegría, lloran como una Magdalena…

Maugras no está seguro de que se deba a la alegría. ¿Sintieron los demás miedo, como él, ante esa barrera que desaparece de repente? Es el primer paso de un regreso forzoso junto a los hombres. ¿A qué le obligarán a renglón seguido?

El médico, el de las pupilas como canicas tras las gruesas lentes, llega a zancadas; se dirige primero a la enfermera:

—¿Qué tal el domingo? ¿Fue bien el bautizo?

—Pasamos una tarde estupenda.

—Y usted, ¿cómo se encuentra esta mañana?

Maugras está huraño, más huraño aún desde hace unos instantes, desde que ha entrado el interno. Hace un rato, cuando hablaban de la hermana de Melun, le ha preguntado a Mademoiselle Blanche: «¿Y usted? ¿No piensa casarse?».

«En primer lugar, para casarse hay que ser dos. Y además, tienen que permitirlo las circunstancias.»

Su mirada se había teñido de nostalgia al contestarle, y tal vez acaba de comprender por qué. Cree captar, entre ella y el interno, cierta familiaridad, cierta connivencia que no obedece tan sólo a que trabajen en el mismo hospital. Él le habla de usted. Ella también. Pero da la impresión de ser un juego. Juraría que se dicen con la mirada:

«¿No se te hizo muy largo el día? ¿Pensaste alguna vez en mí?».

«Todo el rato, tontito. ¿Y tú? ¿Tuviste mucho trabajo?» No está seguro de tener razón. Así y todo, el modo de comportarse de ambos le recuerda a ciertas parejas que a veces se encuentra uno por la calle y que siempre le han fascinado. No van cogidos del brazo, caminan como los demás transeúntes, y sin embargo uno advierte, con sólo mirarlos, que entre ellos reina una perfecta armonía, que forman un todo compacto en medio de la multitud. En alguna ocasión los ha seguido y los ha espiado con mirada celosa, como para calar su secreto antes de que desaparecieran en el metro o en un cine.

—O sea que esa afasia ya no es más que un mal recuerdo… ¿Contento?

Están todos empeñados en que esté contento. ¿Miente contestándoles que sí? ¿Sería capaz de contarles la verdad?

Es cierto, por lo demás, que en cierto sentido está contento. Pero, aun así, está decidido a defenderse y no permitirá que le precipiten prematuramente en la vida. Aún no está seguro de querer volver.

—El doctor Audoire pasará dentro de un rato; esta mañana está muy ocupado. Han llegado dos urgencias con un intervalo de pocos minutos…

Intercambian miradas por encima de la cama y cada vez parece que el corazón les brinca de alegría. ¿Y qué le importa eso a él, si no está enamorado de Mademoiselle Blanche? La vida privada de la enfermera no le incumbe. Está convencido de que Joséfa tiene amantes y ello no le afecta; sin embargo, si se restablece, está casi decidido a hacer el amor con ella.

—¿Ha comido?

—Cereales… Sin dificultad…

—Bueno, pues ya sólo me queda desearles a los dos que pasen un buen día.

Mademoiselle Blanche le acompaña hasta la puerta, no sale con él al pasillo, expresamente, juraría Maugras, porque ha comprendido que él ha adivinado su secreto. La prueba es que no torna a ser del todo la misma cuando regresa a su lado; ella le mira, curiosa, y acaba murmurando:

—Es un buen chico… El doctor Audoire lo considera su mejor ayudante.

¡Y un tipo con mérito, además! ¡Ha trabajado para pagarse los estudios! ¡Un futuro jefe de servicio!… Todo eso ya se lo ha contado Angèle. ¿Qué puede importarle a él? No tiene la menor intención de divorciarse para casarse con Mademoiselle Blanche.

«Para eso hay que ser dos», ha dicho ésta.

Son dos.

«… además, tienen que permitirlo las circunstancias.»

¿Está casado él? No se le ha ocurrido mirar si lleva alianza. Ella no lo está. ¿Esperan a que el joven interno consiga una plaza fija? ¿Son amantes?

Todo va rápido esta mañana. Se nota que no es domingo. Da la impresión de que, para justificar su ausencia de la víspera, trabajan por partida doble. Se advierte movimiento por todas partes. Las puertas se abren y se cierran incesantemente, las enfermeras pasan una y otra vez, casi corriendo, por el pasillo. Aparece Audoire, también con prisas, pero más relajado que otros días.

—¿Qué tal se encuentra?

—Bien, doctor.

—Ya sé que se ha sentado al borde de la cama. Estupendo… Me alegro también de que haya cedido tan pronto esa pequeña inflamación de las vías respiratorias. Así podremos empezar antes la rehabilitación. ¿No ha venido esta mañana nuestro amigo Besson?

Mademoiselle Blanche, por costumbre, contesta por él.

—Todavía no.

También Besson, en Broussais, debe de estar recuperando el tiempo perdido la víspera.

—He visto que ha empezado a tomar alimento. La vida le va a resultar más agradable. ¿Tiene apetito?

—Un poco.

En realidad, contesta sin convicción. Hasta ahora no le pedían su opinión. Le desorienta que se dirijan a él; se siente torpe, incómodo. Necesita poner orden en su mente, pero no parecen dispuestos a darle tiempo para que lo haga.

Los ve ya diferentes. Audoire se ha convertido en un hombre vulgar y corriente. Ha pasado a ser un médico como los demás, que toma el pulso a su enfermo maquinalmente, inclina la cabeza con el estetoscopio en los oídos y pronuncia con indiferencia palabras que repite cien veces al día:

—Tosa… Respire… Tosa… Muy bien.

También Audoire le desea que pase un buen día y sale para asistir a otro enfermo, y a otro, y así hasta que llegue el momento de regresar a su casa.

Son las doce y René no ha tenido un instante de tranquilidad. Pasan los carritos por el pasillo y las cacerolas entrechocan produciendo un ruido de chatarra. Mademoiselle Blanche sale unos instantes, regresa con un plato sopero repleto de un puré color verde pálido y, sentada a su lado, se lo va dando con una cuchara.

Besson elige ese momento para aparecer, cosa que irrita a Maugras, pues se siente tan incomodado como cuando la enfermera le pone una lavativa.

—¿Qué te había dicho, muchacho?

¡Por supuesto! ¡Él ya lo había dicho, y ha acertado!

—Supongo que te habrás imaginado por qué no vine ayer. Ya conoces a Yvonne. Si pasa un domingo lejos de La Bluterie y de sus nietos, le da algo… Ahora que has recobrado el habla, cambiará mucho tu vida aquí. No veo inconveniente, por ejemplo, en que tu redactor jefe, ése que tiene un apellido muy raro que siempre se me olvida…

—Colère…

—No veo inconveniente en que Colère se acerque cada día para despachar unos minutos contigo. Mademoiselle Blanche se encargará de que no alargue sus visitas y no te fatigue. Conozco tu pasión por el periódico…

Besson le conoce mal y se equivoca.

—En cambio, no te conviene que recibas a gente de la mañana a la noche y que tu cuarto se convierta en una sala de redacción, pero dos o tres visitas al día…

¿Qué visitas? ¿Por qué? ¿Piensa Besson en Lina? ¿Le ha vuelto a telefonear su mujer?

—Veo que hay una toma de teléfono junto a la cama. Supongo que tendrán un aparato y lo podrán enchufar ahí. Se lo comentaré a la enfermera jefe.

Deniega con la cabeza, porque tiene la boca llena. Eso le recuerda que hasta hace poco era la única manera que tenía de expresarse.

—No quiero teléfono… —dice por fin.

En realidad, lo que ha dicho ha sido:

—No quiero telé-follo.

¡Tenía que ocurrirle precisamente con Besson!

Por fin lo han dejado solo. Mademoiselle Blanche está almorzando en el comedor de las enfermeras. Al salir le ha recomendado:

—Descanse un poco. Ha tenido una mañana ajetreada. Procuraré entrar sin hacer ruido para no despertarle.

No tiene intención de dormir. Tampoco quiere quedarse con los ojos abiertos mirando el tejado bañado por el sol al otro lado de la ventana. Sabe exactamente qué grado de aletargamiento debe alcanzar, aunque es incapaz de conseguirlo a su antojo.

Cuando ya se iba, Besson ha vuelto sobre sus pasos.

«¿A que no adivinas quiénes vinieron ayer a La Bluterie para invitarnos a comer? Marelle y Nadine. Estaban probando su coche nuevo.»

Maugras asistió al ensayo general de la primera obra de Julien Marelle en 1928, y recuerda mejor ese acontecimiento que otros más recientes. Conforme va haciéndose mayor, los años y los meses van dejando menos huellas; a menudo le falla la memoria y hay cosas que sólo acierta a situar en un periodo de dos o tres años.

Desde entonces, Marelle ha escrito una obra de teatro cada año. De hecho, se trata siempre de la misma obra, la misma fórmula que ha desarrollado y que le ha llevado a la Academia.

¿Es consciente de ello? ¿Lamenta no haber tomado otros derroteros?

Vive desde hace veinte años en un piso de la Rue Blanche, un poco más arriba del Casino de París; de lo que sí cambia es de amiga casi con cada obra. Tan pronto se lía con su primera actriz como escribe un papel para una nueva amante, siempre igual de enamorado, siempre echándole el mismo dramatismo a su pasión. En realidad, esas mujeres que se suceden, y que en ocasiones recobran su trono al cabo de un tiempo, le crean innumerables complicaciones.

Maugras no piensa en Lina, se niega a pensar en ella. Lo hará un día, lo sabe, y entonces liquidará el tema de una vez por todas, irá hasta el fondo de la verdad. Todavía no ha llegado el momento.

Tampoco le apetece pensar en el periódico, ni en Colère, y menos aún en los tres hermanos Schneider. Las imágenes no siempre siguen el hilo de sus ideas y son ellas, por así decirlo, las que tienen razón. Está convencido de que las imágenes, como los sueños, son las que coinciden con sus preocupaciones más profundas. Recuerda confusamente una discusión sobre el sueño, y a alguien que exponía una teoría seductora sobre el particular.

Sin embargo, no acierta a entender que la mayoría de las imágenes que le vienen a la mente sean ahora de mujeres. ¿Por qué le preocupa Mademoiselle Blanche y por qué, debido a ella y al interno de las gafotas, ha estado de mal humor toda la mañana, hasta el punto de mostrarse poco amable con su amigo Besson, que se ha ido muy desconcertado?

Maugras no estuvo enamorado de Pilar. Las mujeres sólo han desempeñado un papel secundario en su vida. Cabría afirmar que no han ejercido ninguna influencia en él, en su destino, que lo único que le ha apasionado y ha contado para él ha sido su trabajo.

No ha sido un obseso de las faldas, como Besson. Tampoco sería capaz, como Jublin, de llevar una segunda vida, al margen de las cervecerías y de los amigos, en un asfixiante piso de la Rue de Rennes. No le tienta, como a Marelle, fabricarse cada año un gran amor.

Ni una sola vez, desde que está aquí, se ha visto sentado en su despacho, o en la sala de los rotativos, o enfrascado en cualquier otra de sus varias actividades profesionales.

Con todo, la caricatura publicada recientemente por un semanario refleja bastante fielmente la verdad. Le muestra sosteniendo un teléfono en cada mano, con una visita sentada frente a él contándole su anécdota, y una secretaria a quien dicta, en tanto que Fernand Colère, en la puerta, se pregunta si puede entrar.

La única vez que ha pensado en el despacho, le ha venido a la mente el rostro de Zulma, la mecanógrafa a quien sólo vio dos o tres veces.

Ahora, sin razón aparente, le acuden al pensamiento sus comienzos en París. Se apeó en la Gare Saint-Lazare con sus dos maletas, una de las cuales estaba desvencijada e iba atada con una correa.

El día era gris y frío. Acababa de impresionarle desagradablemente la fealdad de los suburbios, que había entrevisto desde el tren. Todo eso lo sabe, pero no lo ve. No cobra vida en su mente. Acarreó las maletas de hotel en hotel sin encontrar ninguno lo bastante barato, y así llegó a la Place Clichy.

Ni una imagen en su memoria, ni un estremecimiento.

En cambio, como para ilustrar ese periodo glauco de su vida, recuerda a Pilar, el escaparate de la Rue Auber, la escena del hotel.

Si el padre Vinage no se equivoca, esa elección que se produce de manera ajena a él tiene un sentido. No rememora esa imagen con alegría pues, como las de la casa entre las dos dársenas, le resulta humillante. ¿No es eso también significativo?

Era la tarde de Navidad, su primera Navidad en París, y se había pasado la Nochebuena deambulando solo por las calles, envidiando a las parejas que se precipitaban alegremente a los restaurantes.

No tenía aún amigos. Había coincidido una sola vez con Marelle, en la antesala de un periódico de la Rue du Croissant, y se habían limitado a intercambiar unas palabras.

Si bien pasaba la mayor parte del tiempo en el Boulevard y en la Rue Montmartre, donde se hallaban ubicados a la sazón los periódicos, seguía viviendo en el Hôtel Beauséjour de la Rue des Dames, en el barrio de Batignolles, donde ocuparía durante tres años la misma habitación, primero solo y, más adelante, con Marcelle, su primera mujer. Allí estuvo a punto de nacer su hija.

Al abandonar Fécamp, se había llevado dinero para vivir dos meses, y los dos meses tocaban a su fin. Apenas había conseguido colocar media docena de crónicas mundanas, por las que había cobrado diez o veinte francos, no recordaba ya la cantidad exacta.

¿No se aferrará tanto a esos detalles porque ha estado a punto de morir, porque no tiene la certeza, por más que se lo repitan, de volver a ser normal? ¡Vaya! Ha rebasado el punto que Artaud, su reportero, no pudo salvar. Artaud murió al cuarto o quinto día, y él ya ha aguantado siete.

De la noche de Navidad, recuerda un restaurante de la Rue du Faubourg Montmartre que lucía un ancho cartel: Cena-Orquesta-Baile-Cotillón. Las cortinas estaban corridas.

Sólo se veían sombras chinescas, como aquí detrás de la puerta acristalada, y se oían la música y las risas.

Regresó andando a Les Batignolles. Durmió hasta tarde. Un frío velo gris cubría la ciudad, como si fuese a nevar. Podría pintar ese cielo, de una tonalidad homogénea, sin luminosidad, las casas en las que despuntaban las menores grietas, los tejados de aristas muy vivas. Desayunó o comió cruasanes en algún sitio; no lo recuerda. A las tres —un enorme reloj marcaba las tres—, estaba plantado con las manos en los bolsillos ante un escaparate de la Rue Auber, un escaparate muy largo, de una compañía de navegación, en el que aparecía expuesta la maqueta de un transatlántico.

¿Por qué miraba, fascinado, ese barco de un metro de largo, con sus ojos de buey, sus distintas cubiertas, sus botes salvavidas colgados de los pescantes?

Las calles estaban vacías. Sólo se veía alguna que otra familia, niños endomingados a quienes llevaban a ver a sus abuelas o a sus tías.

En un momento dado, advirtió que había una persona a su lado, una persona cuya imagen difusa vio primero reflejada en el escaparate. Era una muchacha morena que no parecía tener calor, embutida en un abrigo demasiado liviano, de color verde chillón.

Desde hacía tres semanas, por ahorrar, resistía la tentación de recurrir a las profesionales, que pateaban el suelo para calentarse a dos pasos de su casa, en el Boulevard des Batignolles. ¿Fue ése el motivo de que se armara de valor? Ambos se miraban en el cristal, su doble imagen superpuesta al barco negro, blanco y rojo. Uno de los dos debió de sonreír el primero.

No tiene noción de lo que se dijeron antes de echar a andar juntos, sin saber adónde iban, recorriendo maquinalmente los Grands Boulevards, donde apenas circulaban coches.

En un francés malo y ceceante, la joven le contó que era española y que había venido a París con la familia de un diplomático sudamericano de cuyos hijos cuidaba.

Le resulta difícil recordar su rostro. No era guapa, en el sentido que daba él entonces a la palabra. Parándose a meditarlo, descubre que Lina tiene algo de ella.

Tuvo que pedirle que le repitiera varias veces su nombre, Pilar, que le pareció cacofónico.

Mal podía imaginar que pensaría en ella treinta años más tarde, en una habitación de hospital. En el momento en que ocurrió, era un encuentro sin importancia.

Se reconoce a duras penas en el joven de aquel día. Se preguntaba, con los escasos fondos con que contaba, qué haría con ella; dudaba en proponerle ir a un cine cuyos carteles vio al pasar. Estuvo también a punto de refugiarse en una de las cervecerías de cristales empañados, que se adivinaban gratamente caldeadas.

Un lapso de la memoria. ¿Cómo la llevó a una casa de citas de la Rue Bergére? Le sorprende haber mostrado tanta audacia. El primer beso que le dio Pilar, cuando se quedaron a solas en la habitación, era tan experto, tan nuevo para él, que se quedó de una pieza.

Ella soltó una carcajada.

«¿No sabes?»

Tendrían más o menos la misma edad, pero ella se daba aires de mayor. La de veces que tuvo ocasión de repetir, con su curioso acento:

«¿No sabes?»

La miró desnudarse, aunque ello no ha dejado huella en su memoria. Sólo recuerda que era más bien flaca y que tenía los pechos muy puntiagudos. Era la primera vez que veía unos pechos tan puntiagudos, con pezones casi oscuros.

Cuando quiso tomarla, tal como estaba acostumbrado a hacerlo en Fécamp y en Le Havre, ella protestó, siempre risueña.

«No hay que hacer amor como bruto, René…»

Pronunciaba brut. Estaba encantada. Cuanto más torpe o sorprendido se mostraba él, más se divertía ella.

«Tumba… Tú te tumbas y cierras ojos…»

Permanecieron encerrados tres horas en la habitación, que se impregnó del olor de sus cuerpos. Pilar tomaba la iniciativa, riéndose a carcajadas de sus apuros y pudores. Cuando se vistieron, la muchacha le preguntó:

«¿Cuánto te ha costado habitación?»

René no entendía lo que la preocupaba. La muchacha hurgó en su bolso, sacó dinero y se lo alargó.

«Sí, sí… Tú, tu parte. Yo, mi parte… Igual que en cama…»

Por temor a ofenderla, lo aceptó. Caminaron de nuevo por las calles, donde las farolas estaban ya encendidas. Subieron por los Campos Elíseos, que recorrieron de punta a punta, y se pregunta qué pudieron decirse.

Hacía tiempo que había anochecido cuando llegaron a la Avenue Hoche, donde Pilar se detuvo ante un palacete con un escudo y un asta de bandera en la fachada.

Le dio un rápido beso y echó a correr, no hacia la puerta principal, sino hacia la entrada de servicio, sin molestarse en preguntarle cómo y cuándo volverían a verse.

¡Nunca! Probablemente a Pilar no le apetecía. En dos ocasiones, René merodeó ante el palacete. El office, en el sótano, estaba violentamente iluminado y, la segunda vez, divisó allí a Pilar de uniforme conversando alegremente con un criado.

Eso es cuanto subsiste en su memoria sobre sus comienzos en París, y no sus gestiones en las redacciones, sus esperas en las antesalas, sus primeros contactos con quienes son actualmente sus amigos.

¡Sí! Hay otra imagen, y es también un escaparate, en el Boulevard de Clichy, no lejos de la cervecería Graf, precisamente, pero anterior a esa época: el escaparate de una charcutería.

Con ánimo de ahorrar, comía casi siempre en la habitación, pan, salchichón, queso, a veces callos que calentaba en un infiernillo de alcohol, obligado a colocarlo fuera, en el antepecho de la ventana, para evitar que se propagase el olor por el hotel, donde estaba prohibido cocinar.

Más adelante, Marcelle y él continuaron utilizando ese sistema. No eran los únicos.

En el escaparate de la charcutería se veían platos preparados, medallones de langosta en gelatina, pollos asados, conchas de gambas, patés con hojaldre, casi siempre adornados con una rodaja de trufa.

Al regresar a su casa, de noche, se detenía a contemplar tan inaccesibles manjares, con la frente pegada al vidrio helado, que empañaba con el aliento.

También Marelle pasó por parecidas vicisitudes, y Couffé, el novelista. Ambos gustan de recordarlas, emocionados, en las comidas de Le Grand Véfour.

Maugras no siente ninguna emoción. Cavila sobre ello seriamente, como si buscase misteriosos vínculos entre el pasado y el presente. ¿Qué significó, por ejemplo, su encuentro con Pilar? No tuvo otras experiencias de esa índole. La muchacha le desconcertó, sobre todo al principio. Que él recuerde, en ese momento no se sintió humillado.

Más adelante, las cosas no sucedieron nunca de la misma manera, ni con Marcelle, su primera mujer, de quien tuvo un hijo, ni con Hélène Portal, que no quiso casarse con él, ni por último con Lina.

¿Qué busca realmente en la luminosa bruma de su duermevela? Nota que se abre la puerta de la habitación, que la cierran sin ruido en vez de dejarla entreabierta, que Mademoiselle Blanche, de puntillas, tras observarle de lejos, va a sentarse junto a la ventana.

Si decidiera hablarle con el corazón en la mano y contarle lo que le pasa por la mente cuando ella le cree dormido, ¿no achacaría esas divagaciones a la enfermedad?

Le parece lógico que la embolia deje secuelas en el cerebro. Pero entonces, ¿por qué, mucho antes de ingresar en el hospital, y cuando llevaba una vida normal y corriente, perseguía los mismos fantasmas, por la noche, en la cama?

No es exacto. No corría tras ellos, como ahora. Al revés, huía de ellos, achacándolos al insomnio o a una mala digestión.

«Padre, me acuso de haber pecado contra el sexto mandamiento…»

«¿Con el pensamiento?»

«Con el pensamiento y de obra…»

Las primeras veces, la voz, tras la celosía, inquiría: «¿Solo, hijo mío?».

«Solo.»

Lina no ha llamado esta mañana, como le había prometido sin que él se lo pidiese. Ya ha debido de regresar del Eure-et-Loir. ¡Ojalá no le dé por venir a verle sin avisar, como hizo el sábado!

Con todo, se lo reprocha menos que a ninguna otra persona. Se pregunta en qué pensará Mademoiselle Blanche, allí inmóvil, mirando por la ventana a los viejos incurables que se pasean al sol en grupitos, fumando en pipa, o permanecen sentados en los bancos.

Durante mucho tiempo, ha temido ser un fracasado. Conoce a muchos. Las redacciones de los periódicos les atraen, como atraen a los locos. No siempre se les distingue, por lo demás, pues tanto los unos como los otros acuden allí a exponer ideas estrambóticas.

La diferencia estriba en que los fracasados están resignados, no tienen fe en lo que dicen y acaban pidiendo unos francos. Algún que otro antiguo amigo, por ejemplo, se acerca de cuando en cuando a sablearle fingiendo buen humor.

«Es que, ¿sabes?, estoy atravesando una mala racha, pero, eso sí, la semana que viene…»

¿Qué habrá sido de los que han desaparecido por completo de la circulación? ¿Habrá alguno entre los pacientes fijos del hospital?

También él podía haber sido un fracasado. Sus comienzos fueron como los de ellos. Cuando abandonó el instituto Guy-de-Maupassant, sin presentarse a unos exámenes que se veía incapaz de aprobar, no tenía ningún plan, ningún proyecto, ni sabía a qué se dedicaría.

Estuvo a punto de entrar a trabajar en el negocio de Monsieur Remage, donde habría seguido la misma trayectoria que su padre.

Carece de talento, y sus colaboradores saben que es incapaz de escribir un buen artículo. Tal vez por eso, desde un principio, instintivamente se especializó en redactar crónicas mundanas.

Le inspiraba curiosidad la vida de los famosos, se hacía preguntas sobre ellos e intentó contestarlas.

Como quiera que su curiosidad coincidía con la de los lectores, las crónicas mundanas labraron su fortuna.

Se habla de su olfato infalible, eso que los delicados llaman mal gusto. Puede que tengan razón los unos y los otros. Y es cierto que empezó a recopilar chismes como quien hurga en las basuras…

Basta ya. Ha llegado a las verdades deprimentes. Advierte que está en un punto muerto y, antes ya de abrir los ojos, murmura:

—Tengo sed…

No es verdad, pero necesita salir a flote, volver a contemplar el rostro tranquilizador de Mademoiselle Blanche.