7

Al quedarse los dos en la habitación, y como sucede siempre que están a solas, experimentan ambos como una desazón que tratan de ocultar. Hace mucho tiempo, años, que les ocurre eso. La cosa empezó en la Rue de la Faisanderie, cuando todavía no dormían separados, y entonces la desazón sólo se hacía patente con silencios, o con frases triviales tan ajenas a sus preocupaciones que resultaban más ingratas que el vacío. Evitaban mirarse y si, por inadvertencia, sus miradas se cruzaban, ambos se esforzaban en sonreír.

Sigue lloviendo. Se ven gotas de agua en la gabardina de Lina, en sus cabellos oscuros que caen rectos, enmarcando el estrecho óvalo de la cabeza, hasta los hombros, donde las puntas se yerguen en un ancho bucle.

Al igual que Clabaud, lo primero que ha mirado han sido sus piernas en alto, y Maugras advierte que le impresiona un poco verle así, con la cabeza tan baja, pues ello debe de cambiarle el aspecto del rostro.

—Hola, René… ¿No te molesto…? ¿Habías acabado de hablar con Georges?…

Mademoiselle Blanche ha salido con el abogado y aguarda discretamente fuera. A Maugras le ha dado la impresión de que le dejaba a su pesar, adivinando que esta visita va a perturbarle de nuevo.

Lina está de pie, y bajo su abrigo abierto se entrevé el traje sastre de Chanel que suele ponerse los fines de semana. No ha bebido, o a lo sumo la copa imprescindible.

Ha debido de levantarse a eso del mediodía. ¿Salió la víspera? Es probable. Seguro que ha llamado a Clarisse, su doncella. Cuando se mudaron a la Residencia George V, donde disponen de servicio, Maugras insistió en que conservase con ella a Clarisse, ya que no soporta la soledad.

Necesita a alguien con quien hablar. Él no le sirve. Con él no habla. Con cualquier otra persona sí, hasta con un barman desconocido.

¿Qué ha comido? ¿Un huevo y una loncha de jamón? Rara vez toma una comida de verdad. Come cada vez menos, no por hacer régimen, porque nada la engorda, sino porque ha perdido el apetito.

Maugras sabe que sólo ha tomado una copa porque sus manos conservan aún el temblor de la mañana, ese temblor que se advierte en los drogadictos. Un whisky apenas lo atenúa. Sólo poco a poco, conforme transcurren las horas y se suceden los vasos, va adquiriendo aplomo, recobra su vitalidad e incluso una alegría que no es ficticia.

Con frecuencia las ha oído reír a ella y a Clarisse, cuando regresan a última hora de la tarde para cambiarse, pero, no bien le oyen llegar, se ponen serias.

¿De qué tiene miedo? Porque tiene miedo. Hace tiempo que Maugras intenta entenderlo sin lograrlo. Periódicamente se le ocurren explicaciones, siempre las mismas, que se le antojan plausibles en el momento; luego, una actitud de Lina, una palabra pronunciada inadvertidamente, o una discusión como las que suelen tener cada vez más a menudo, lo vuelve a poner todo en entredicho.

No ha telefoneado para saber si deseaba verla hoy. Eso significa que, al igual que Clabaud, quiere pedirle algo y, a la vista del traje sastre de lana, sabe de qué se trata.

—Pobre René, qué largos se te deben de hacer los días, sobre todo desde que estás mejor… ¿Quieres que te mande tu radio?… ¿Todavía no te dejan leer?… A lo mejor dentro de un día o dos pueden instalarte una televisión…

Conoce esa voz un tanto inexpresiva, esa blandura en el labio inferior cuando habla sin convicción, sin pensar en lo que dice, sólo para evitar el silencio.

Cierto que el dirigirse a un hombre incapaz de contestar y el tener que espiar sus miradas debe de impresionar lo suyo. Es algo que todavía no se había parado a pensar. Tal vez por eso parecen tan poco naturales cuantos se le acercan, incluidos los médicos.

Por fuerza han de sobrevenir momentos de silencio. Ningún interlocutor puede hablar sin respiro. Tan sólo Clabaud lo ha conseguido más o menos; claro que es su oficio.

Lina no sabe dónde ponerse, si permanecer de pie o sentarse.

—¿Puedo fumar?

Maugras asiente y al poco oye el ruido característico de la pitillera de oro al cerrarse, el chasquido del mechero, que hace juego con la pitillera.

—A pesar de la lluvia, están saliendo tantos coches como en primavera…

Tiene unos hermosos ojos color avellana —¡vaya!, le ha salido una palabra que solía emplear siempre una tía suya—, pero se advierte permanentemente en ellos cierta fiebre, como si no se relajase nunca, como si la reconcomiese un pensamiento que se obstinase en guardar para sí.

Maugras no quiere pensar en eso ahora. No ha habido transición entre las dos visitas, y la de Clabaud le ha dejado cierta sensación de vergüenza.

No se trata propiamente de vergüenza, tampoco de asco. Está sorprendido, conmocionado, como si acabase de hacer un descubrimiento, como si de pronto le hubiesen obligado a enfrentarse con una realidad que siempre se ha negado a ver.

Está deseando que su mujer se vaya. Si pudiera hablar, le diría: «Sí, chata, claro que te dejo. Pásatelo muy bien…».

Ella le miraría una vez más con la expresión de alguien culpable que se ve descubierto. Porque se siente culpable. A veces Maugras cree saber de qué. También él se siente culpable, aunque de manera distinta, pero ahora tiene fiebre y no es el momento de plantearse ese problema.

¿Tiene todavía fiebre? No está abrumado. Se siente como un perro que, desde el fondo de su caseta, mira a la gente que pasa y la olfatea de lejos.

—No sé qué hacer. Me ha llamado Marie-Anne a las dos. Ya la conoces. Monta planes y le extraña que los demás no los acepten entusiasmados. Le he contestado que…

Tanto da lo que le haya contestado Lina. El resultado será el mismo, y no sólo porque Marie-Anne sea en efecto autoritaria.

Entre la alta sociedad Parísiense la llaman Marie-Anne a secas, como si no hubiera otra persona en el mundo con ese nombre. Se llama Marie-Anne de Candines. Es condesa. Su marido murió hace diez años. Apenas contó en su vida, sólo para darle su apellido, y ella siempre se comportó como si no existiera.

Era un tipo rubio y soso, uno de los últimos Parísienses que llevaba monóculo, y se pasaba la vida en el club, la sala de esgrima y los hipódromos.

Ella es judía y está vagamente emparentada con los Rothschild. Su padre, que era banquero, murió también, y su madre sigue llevando, a sus casi ochenta años, un tren de vida mundano en su casa del Cap d’Antibes.

Marie-Anne es la adalid de todos los que llevan cierto tipo de vida y ostentan determinados gustos. Reúne a su alrededor, en su palacete de la Place de l’Alma y en su mansión de Candines, a jóvenes y menos jóvenes, escritores y escritoras, cineastas, modistos, chicas guapas que se dedican al teatro o a quienes les gustaría hacerlo, dos pintores y cierto número de homosexuales.

Ha tenido varias relaciones amorosas bastante intensas y no lo oculta. Todo el mundo sabe que un diplomático, pese a que Marie-Anne ronda la sesentena, sigue visitándola y pasa con frecuencia la noche en su casa. El diplomático no pertenece a su clan de amigos ni tiene trato con ellos.

«¡Me encantan los homosexuales!», confiesa a menudo Marie-Anne. «Son los únicos hombres que comprenden a las mujeres, los únicos que, fuera del terreno amoroso, no son aburridos…»

A Maugras le gustaría decirle a su mujer: «Date prisa, que está esperándote…».

Siempre se repite lo mismo con su mujer: teme tanto que la interpreten o la juzguen mal que tarda una eternidad en formular el menor pensamiento.

—Se van todos a pasar el domingo a Candines… Marie-Anne sale de su casa a las cinco…

Son las tres y media. Habida cuenta de los atascos del sábado, Lina tardará cerca de una hora en plantarse en la Place de l’Alma. ¡Que se vaya de una vez!

—Le he dicho que prefiero quedarme en París por si me necesitas…

La frase es torpe. Lina lo advierte y se apresura a añadir, ruborizándose:

—A lo mejor te apetece verme mañana…

Es equívoco. ¿Por qué iba a necesitarla de repente? Además, él no podría telefonear al George V para pedirle a Lina que acudiese a Bicêtre. Llamaría Mademoiselle Blanche, o la enfermera jefe, y ello significaría que estaría moribundo o habría muerto.

En cuanto al deseo de verla, Lina sabe que se evitan continuamente, dado que es el único modo de que ambos conserven un cierto equilibrio.

¿Por qué no ha bebido antes de venir? Porque, la primera vez, comprendió que él le había olido el aliento. Porque no ignora que cada vez lo advierte.

Maugras no suele dirigirle reproches, evita reflejar la menor severidad en su mirada. Cuando ella pierde los estribos, termina por gritarle: «¡Ya no puedo ni pensar sin que te enteres!…».

¿Contra quién, contra qué se debate, sola, en vez de aceptar su ayuda? No es cierto que él lo sepa todo. Buena prueba de ello es que sigue sin comprenderla y que se desespera a su vez.

Le sonríe. Sin embargo, tiene que andarse con tiento con su sonrisa, porque Lina lo toma muchas veces por ironía, o por indulgencia, y la indulgencia la crispa más que cualquier otra cosa.

Maugras asiente con un ademán, busca la libreta que Mademoiselle Blanche ha dejado a su alcance y el lápiz. Tantea con la mano. Lina comprende lo que quiere, se levanta y le alarga el lápiz.

—¿Ya puedes escribir? Seguro que en una semana podrás hablar como antes…

No ignora que Maugras va a decirle que sí. Lo sabía antes de venir. Su visita era una pura formalidad. Si no se ha limitado a telefonear era porque le daba apuro, porque hubiera cogido el teléfono la enfermera. Ha preferido cruzar todo París pese a la tormenta.

—No necesitaré que me lleve Leonard; así tendrá día libre… Marie-Anne ha insistido en que vaya con ella en su coche…

La mansión de Candines se halla en el Eure-et-Loir, junto a Verneuil, y la rodean cientos de hectáreas de bosque.

«Ve», escribe Maugras.

¿Qué puede añadir? «Pásatelo bien», es demasiado largo. No se ve con ánimos. Expresa su deseo con una mirada dulce y afectuosa. Como cabía esperar, Lina se inquieta. ¿Se burla de ella? ¿Tan mal la juzga, que se figura que no puede pasar un día sin sus amigos?

—Verás, René, si me decido a ir, es más por Marie-Anne que por mí… Muchas veces me va tan bien verla que no quiero fallarle un día en que me necesita.

¡Qué va a necesitarla Marie-Anne! Lo que pasa es que a ella también le horroriza estar sola, ni más ni menos, y sólo está a gusto rodeada de su pequeña corte.

—Se me olvidaba comentarte otra cosa… Supongo que lo habrás pensado y quiero que te quedes tranquilo. Me refiero a la comida de mañana en Arneville… El domingo pasado al que invitabas a unos amigos a que volvieran. Como los periódicos no han mencionado tu accidente, he preferido telefonearles… No temas, no he dado ningún detalle. Me he limitado a decir que no te encontrabas bien.

Tampoco eso es cierto. Lo ha contado todo, todo lo que sabe, incluido el lugar donde lo encontraron sin conocimiento. Es superior a sus fuerzas. Se agarra a cualquiera, a lo que sea, al teléfono, a la doncella, al conserje de la Residencia, con quien sostiene largos coloquios cada vez que entra o sale.

El conserje ya sabe que Lina pasará el fin de semana en Candines, que ha ido al hospital para decírselo, que le da apuro, que se marcha contra su voluntad, pero que si ocurriera algo se plantaría en París en una hora…

Los amigos de Marie-Anne conducen rápido y todos tienen Ferraris, Aston Martin o Alfa Romeo.

Tiene ganas de gritarle: «¡Pero vete de una vez!».

No: de decírselo cariñosamente, con hastío. ¿Acaso no comprende que ha elegido un mal momento para hacerle meditar sobre ciertos temas? Al cabo de los años, ha conseguido no plantearse apenas esas cosas, como si algo, en su fuero interno, tal vez el instinto vital, ahuyentara de sí un problema peligroso.

Está enfermo, quizá pronto muerto; que no le fastidien. Necesita paz. Lina también la necesita, sobre todo porque ella vivirá. ¿No encontrará automáticamente esa paz cuando él desaparezca?

Tal vez no. Acaso sea demasiado tarde. Las manos le tiemblan más que al llegar, y a Maugras le da lástima. Necesita una copa cuanto antes.

Se la tomará al salir. Entrará en el primer bar que encuentre y los parroquianos intercambiarán un guiño cuando la vean bajar de un Bentley conducido por un chófer con librea para ventilarse un whisky en la barra. Lina ya no se avergüenza de ello. ¡Más vale así! Si él hubiera actuado de otra manera…

¡No! Basta. Desconecta, se niega a dejarse invadir por un desasosiego que conoce demasiado bien. Esgrime otra sonrisa. Una cariñosa sonrisa de aliento.

—¿Estás seguro, René, de que…?

¡Pues claro que sí! ¡Claro que si! Anda, ve… Cuéntales que me has encontrado cabeza abajo, que te ha dado un vuelco el corazón, que yo parecía resignado o impaciente, tanto da… Cuéntales lo que te dé la gana, con una copa en la mano y los ojos cada vez más brillantes… Pero, por favor, ¡vete!

Parece que Lina lo ha entendido. Busca un cenicero; aplasta el cigarrillo teñido de carmín.

—No me atrevo a desearte que pases un buen domingo, René… Hubiera sido más justo que esto me pasara a mí…

Maugras cierra los ojos. No puede más. Lina se inclina para estamparle un beso en la frente.

—Hasta el lunes. Telefonearé a Besson el lunes por la mañana…

Oye alejarse sus pasos, la puerta que se abre, las pisadas de las visitas y las voces en el pasillo.

Abre los párpados como para saludar la llegada de Mademoiselle Blanche, a quien ve más seria que hace un rato. Le mira preocupada, como si le compadeciese sin acabar de entender lo que ocurre.

Ha adivinado que algo va mal entre Lina y él; de igual forma adivinó, en el transcurso de la primera visita, que Lina había bebido. ¿Se pregunta quién de los dos es responsable?

—¿Está usted triste?

Un rotundo no con la cabeza, tan rotundo que su propia reacción le sorprende.

—¿Cansado?

Tampoco es eso. Está cansado, desde luego, pero el cansancio no viene de hoy, ni de su ingreso en el hospital.

¿Mareado? Tal vez el término sea más exacto, aunque no acabe de reflejar el estado en que se halla. Que la enfermera no se preocupe por él. Además, ¿ignora acaso que, según Besson, Maugras no hace sino responder al proceso de su enfermedad, tan preciso como una curva de temperatura?

Mira caer la lluvia y le agrada, porque eso le da más intimidad a la habitación; le gusta ver trajinar a Mademoiselle Blanche. Empiezan a conocerse. ¿Ha lamentado también ella que se haya visto perturbada la tranquilidad de ambos en dos ocasiones esa tarde?

Seguramente se preguntará qué relaciones mantiene con su mujer, qué vínculo sigue existiendo entre ellos, por qué decidieron un día hacer vida en común.

No es la única que se hace esa pregunta. Todos sus amigos se la hacen o se la han hecho, sobre todo las mujeres, que observan a Lina con curiosidad. Algunas vuelven luego los ojos hacia él con mirada compasiva.

Se equivocan. No se arrepiente de nada. Quiere a Lina. La necesita tanto como ella a él y hará todo lo posible por no perderla.

Es mejor que piense en otra cosa, en lo que sea, mientras sigue con los ojos el uniforme blanco de la enfermera y rebusca en su cabeza, al igual que un niño busca entre sus juguetes, sin saber cuál elegir.

En realidad no elige. Se abre paso en su mente un pensamiento, casi siempre inesperado, y en ocasiones surgen dos a un tiempo sin que guarden necesariamente relación entre ellos.

Son más bien preguntas. No cesa de hacerse preguntas, y de buscar respuestas.

Surgen también imágenes que creía haber olvidado. Georges Clabaud, embutido en una toga negra, tocado con un birrete, con una cartera bajo el brazo, empujándole a través de la multitud agolpada en los pasillos del Palacio de Justicia, hacia la Sala Segunda o la Tercera, donde se celebra un importante juicio.

Es antes de la guerra. Él ocupa ya el puesto de redactor jefe, pero de un periódico menos importante que el que dirige ahora. La gente se ha peleado para encontrar asiento. Han acudido muchas mujeres de la alta sociedad, incluida Marie-Anne de Candines, a quien todavía no tutea.

Clabaud ha ido adentro a buscar una silla para acomodar a Maugras muy cerca de la mesa de los abogados, separada del público, de manera que parece uno de los letrados.

En un momento dado, una joven abogada que chupa pastillas de menta le alarga la caja indicándole que se la pase al acusado.

¿Cree Clabaud en la justicia? Besson d’Argoulet, desde luego, no cree en la medicina, cuando menos no cree al modo de la mayoría de sus colegas y menos aún al de los enfermos.

«Curamos a un buen número de pacientes, pero las más de las veces ignoramos cómo y por qué… Cada vez que creemos haber descubierto algo, surgen nuevos problemas, de manera que parece que hayamos dado un paso atrás en vez de hacia delante… Dentro de cien años o de cinco siglos, nuestros descendientes hablarán de nosotros como nosotros hablamos de los brujos africanos…»

¿No es ese escepticismo una coquetería por parte de Clabaud? ¿Se toma en serio su papel cuando defiende a alguien en un juicio, o cuando, entre amigos, habla de sus clientes? ¿Interpreta un papel?

Maugras, a sus cincuenta y cuatro años, está mejor situado que los demás para conocer a los hombres y a la sociedad, pues su profesión le permite ver la otra cara de la moneda.

En esos cinco días que lleva acostado con la casi seguridad de no volver a levantarse, Maugras se afana por comprender, por formarse por fin una opinión de sí mismo.

La visita de Lina acaba de demostrarle una vez más que anda muy lejos de la verdad, que apenas tiene más idea de las cosas que cuando, de niño, le hacían temblar las palabras del cura durante la catequesis.

«Nuestros actos, nuestras palabras, nuestros pensamientos nos siguen allá adonde vayamos… Nada se pierde…»

Y ahora, en los tribunales, donde Clabaud pasa casi todo su tiempo, juzgan a un hombre en un día, o en dos o tres a lo sumo, frente a una multitud, que desempeña el mismo papel que los alumnos que rodean a Besson o a Audoire cuando desfilan solemnemente por las salas.

«Yo era su maestro… A los once años, se le notaba ya cierta propensión a…»

«Yo soy el médico de la familia. Lo vi nacer. A los tres años…»

Luego desfilan la portera, el jefe de negociado, cada quisque aporta una brizna de verdad o de error.

El hombre, solo entre los dos gendarmes, la barbilla hundida entre las manos, la mirada vaga o demasiado fija.

A Maugras no le vigilan gendarmes. Pero está la enfermera jefe, que no tardará en aparecer y que podría desempeñar ese papel.

Audoire es el presidente de la sala, seguro de sí, impasible, irreprochable.

¿Y Besson? Uno de los asesores. Siempre hay un asesor de cabello plateado, tez sonrosada, que viene de zamparse una buena comida y sonríe condescendientemente.

Lina no está en la sala. Sus amigos le han dicho que sus nervios no lo resistirían. Le irán telefoneando conforme transcurra el juicio.

«¡No! No parece abatido. Da la impresión de que no le atañe lo que ocurre a su alrededor…»

¿Y Mademoiselle Blanche? ¿No es la joven abogada que le alcanza pastillas de menta al acusado?

—Así es como me gusta verle, relajado, casi sonriente… Ahora tengo que tomarle la temperatura…

Están a gusto los dos. Las visitas se han marchado y las salas y los pasillos se han vaciado. Cae la noche. El cielo sigue lluvioso. La enfermera consulta el termómetro y se muestra satisfecha.

—Tenía razón el doctor Audoire. Casi ha recuperado usted la temperatura normal… Si estuviera él aquí, seguramente le dejaría tomar un poco de puré, pero yo no me atrevo a asumir esa responsabilidad… Lo dejaremos para mañana… ¿Tiene usted hambre?…

No, no tiene hambre. Está tranquilo. Intenta calcular cuánto tiempo pasará con Mademoiselle Blanche hasta que la releve Joséfa. Tampoco le resulta desagradable saber que Joséfa está acostada a su lado y, por la mañana, ver alzarse apaciblemente su pecho…

Siguen oyéndose coches: los Parísienses que se van, como Besson, como Lina, como casi todos sus amigos…

Él se queda.

Se ha perdido la media hora de la mañana y también el despertar de Joséfa, y eso que las campanas tocan a vuelo. La cama plegable ocupa de nuevo su sitio en el armario. Lo que le despierta, arrancándole de un sueño que intentará en vano recordar durante todo el día, es la puerta que se abre bruscamente y una voz de mujer que exclama, jovial:

—Buenos días, caballero… Me llamo Angèle y sustituiré hoy a Mademoiselle Blanche…

Es ya casi de día. La mujer es bajita y regordeta, y se le marcan las carnes bajo el uniforme. Su vitalidad explota en la habitación, tan tranquila y silenciosa habitualmente. Tiene un rostro vulgarote, bondadoso, y no cuesta imaginarla intercambiando insultos con la lechera o la pescadera.

A Maugras se le encoge el corazón al verla, pues Mademoiselle Blanche ha incurrido en una especie de traición no avisándole la víspera. No se ha atrevido a decirle que no vendría, que ella también haría fiesta el domingo.

Con todo, la víspera se mostró especialmente comprensiva con él, y nunca habían estado tan bien a solas como durante el final de la tarde.

¿Temía que él protestase o tratara de hacerla cambiar de opinión? ¿O que se agitase y pasase mala noche? ¿Le dio apuro hablar de su vida privada en el universo del hospital?

«¡Se ha ido a pasar el día al campo, como los demás!»

No habla. Lanza esa réplica para su fuero interno, con amargura. Como es domingo, lo dejan tirado, al cuidado de una extraña.

Angèle, pues a tal nombre atiende la mujer paticorta que acaba de irrumpir en su habitación, no pierde un instante y le coloca el orinal.

—¿No quiere la cuña?… ¡Bueno! No insisto. Algunos enfermos la necesitan cuando se despiertan.

No para de hablar, ni deja de moverse, siempre con vivacidad y buen humor.

—La pobre no encontraba a nadie que la sustituyese… A su edad, cuando te pasas toda la semana encerrada, necesitas cambiar de aires… Ya sabía yo que se llevaría usted un chasco encontrándose a una mujerona gorda como yo en vez de una chica guapa…

Tendrá entre cuarenta y cincuenta años.

—Nos llevaremos muy bien, ya verá… Si es que yo a usted le conozco un poco, de oídas, porque resulta que mi hermano trabaja en su periódico. Por eso me he ofrecido enseguida para trabajar en domingo.

»Mi hermano se llama Thévenot, Xavier Thévenot. Es tipógrafo. Usted no se habrá fijado en él, con tanta gente que trabaja allí… Tiene la nariz rota y es tartamudo.

Termómetro. Pulso. La mujer no lleva el reloj en la muñeca, sino colgado de un imperdible en el pecho.

Es tan violento el cambio de ambiente en la habitación que Maugras se ha quedado como atontado. La enfermera va y viene y no calla un instante.

—Veo que le ha hecho efecto la penicilina. El doctor Audoire se llevará una alegría. Parece un hombre frío, así a primera vista, pero no puede usted imaginarse lo mucho que se preocupa por sus enfermos.

Le observa, no de reojo, como los demás, sino mirándole directamente con sus ojos claros.

—Usted, por lo menos, está tranquilo… Se nota enseguida que es un hombre inteligente y que se da cuenta de las cosas… Lo malo son los enfermos que no se creen lo que les dices… Por más explicaciones que les des, se ponen tozudos como mulas y se pasan el día torturándose con las ideas que se les meten en la cabeza…

»¡Y las mujeres, no digamos!… Yo estoy en una sala de mujeres, al otro lado de la escalera principal, cerca de los enfermos mentales… Antes no admitían mujeres en Bicêtre… Las mandaban a la Salpêtrière y aquí no había más que hombres.

»Ahora lo cambian todo, lo mezclan todo y ya no hay quien se aclare: incurables, locos, enfermos, mujeres, te encuentras de todo en los pabellones.

Ya no llueve. La atmósfera está serena. Por encima del tejado de pizarra, que se seca por zonas, luce un cielo azul de primavera, sin una nube. Cuando enmudecen las campanas, sorprende la quietud que reina fuera, la ausencia de camiones de gran tonelaje y de los ruidos de entre semana.

Es la quietud de un domingo por la mañana y, en el hospital, se advierte menos trajín que los demás días. La enfermera jefe no ha pasado todavía. Maugras se pregunta si vendrá, o si también ella le abandonará a su suerte.

¿Acaso porque sea domingo necesita menos vigilancia y cuidados que otros días? Besson, que se ha ido al campo, no se preocupa por él. Audoire no apareció la noche anterior, por lo que supone que se ha marchado de fin de semana.

¿Y si su estado hubiera empeorado en vez de mejorar? La enfermera gorda no le ha visto nunca, no sabe de él sino lo que aparece escrito en la hoja.

—Como ya le he dicho a Mademoiselle Blanche, es un placer cuidar de un señor como usted… Voy a arreglarle… Ya sé que tengo que friccionarle con colonia…

»¿Todavía le impresiono? Verá cómo dentro de una hora le parece que me conoce de toda la vida. De entrada, asusto un poco; como estoy gorda y no me ando por las ramas… Cuando una tiene que apechugar como yo con toda una sala de mujeres…

»Me gustaría que lo viera usted. Algunas se pasan el día llorando en su rincón y se niegan a comer, otras agarran auténticos ataques de histeria y se revuelcan por el suelo para que les hagas caso…

»Es increíble los celos que se tienen las unas a las otras. A poco que me entretenga con una, sé que me van a llamar tres o cuatro reclamándome la cuña, y luego para no hacer nada…

»Tengo una que pasa de los sesenta y que ha criado a cinco hijos. Digo yo que tendría que ser razonable, ¿no? ¡Pues de eso nada! Hasta veinte o treinta veces al día me pide la cuña, y lo primero que hizo en cuanto pudo hablar, fue quejarse al doctor Audoire de que la tienen abandonada…

»Menos mal que el doctor las conoce… Hombre, ya sé que estar ahí es duro. Yo me pongo en su lugar. ¡Pero tampoco hay derecho, porque estés enfermo, a hacerle la vida imposible a todo el mundo!

»Intente mover la pierna. La que le estoy sujetando… ¡Sí, hombre sí! ¡Inténtelo! No le va a doler… Usted, tal como le veo, podrá utilizar las dos piernas antes de lo que se imagina. ¡Fíese de Angèle!… Hasta Monsieur Audoire reconoce que tengo buen ojo y me pregunta a veces: “Angèle, ¿qué opina usted del siete…?”.

»¡Han pasado tantos por mis manos!… Nosotras vivimos con los enfermos de la mañana a la noche. Los tratamos más que los médicos, que sólo pasan un rato con cada uno.

»No debería contarle estas cosas… Con otro no lo haría. Pero a usted sé que no le va a sorprender… Cuando nos traen a una nueva, en dos días puedo decir si la cama estará ocupada mucho tiempo o no. Y, nueve veces de cada diez, le aviso a mi colega del turno de noche que tal enferma no estará ya ahí por la mañana…

»Dentro de un rato, cuando esté más alto el sol, abriré la ventana. Necesita usted aire. No es bueno respirar un ambiente tan cargado.

Lo maneja como a un bebé; le lava el sexo con especial esmero y hasta se permite bromear sobre el particular.

—A ésta también hay que cuidarla, que aún tiene que servirle…

¿Son como ella todas las que trabajan en las salas, o se ha tropezado con un fenómeno? Empieza a entender por qué se felicitaba Besson de haberle encontrado a Mademoiselle Blanche.

Con todo, no le falta razón a Angèle. Empieza a acostumbrarse a su vulgaridad, a su desgarro, y está tan apabullado por esa vitalidad que se le olvida pensar y encerrarse en sí mismo.

—¡Bueno! Ahora ya está usted bien limpito y bien fresco… Llamaré al peluquero para que le deje guapo por si recibe visitas.

El viejo peluquero le afeita mientras las dos mujeres de la limpieza trajinan por la habitación. Sólo ha venido una de las italianas. La otra mujer, de aspecto arisco, no abre la boca ni se disculpa cuando golpea con la escoba los pies de la cama.

Tañen las campanas. Van a tañer para cada misa. El peluquero, al marcharse, se encamina hacia la sala grande y, a partir de las nueve, las sombras desfilan en una sola dirección.

—Bajan a la capilla —explica Angèle—. ¿Es usted católico? ¿Ha venido a verle el cura? Es buen hombre, y muy discreto… No se parece en nada al que había antes, que me las tenía asustadas; venía a verlas corriendo sin que ellas lo pidieran…

»Y es que impresiona, cuando no estás bien, ver plantarse a un sacerdote al pie de tu cama, como si te trajera la extremaunción…

»Yo no creo ni en Dios ni en el diablo, y me daría igual… He visto a mujeres convencidas de que estaban en las últimas, y no había manera de hacerlas entrar en razón…

»Con este cura no hay problema. Sólo aparece cuando le llaman. Siempre viene fumando una pipa muy grande, y es clavadito a los viejecillos del hospital.

La enfermera jefe sigue sin dar señales de vida. No la ha visto desfilar a través del cristal.

—Voy a buscar su zumo de naranja. Enseguida vuelvo.

El cielo está cada vez más azul, de un azul como etéreo. El aire también debe de ser etéreo fuera, limpio de humedad y de polvo tras el aguacero de la víspera.

Angèle, sin pedirle permiso, ha tirado los claveles amarillos, que estaban marchitos, y junto con el zumo de naranja le trae una rosa.

—No me gustan los jarrones vacíos, y menos un jarrón tan bonito como éste. He birlado una rosa de uno de los ramos de la otra habitación privada. No hay peligro de que lo note el enfermo, porque no se entera de nada…

¿Quién será? Por primera vez, le inspira curiosidad uno de sus vecinos de hospital. Angèle alza la cabecera de la cama, le sostiene la picoleta y Maugras bebe sin dificultad.

Todo le desorienta. No logra hacerse a tanto cambio. El interno también le sorprende. No es el mismo que suele acudir habitualmente, y lleva unas lentes tan gruesas que sus pupilas parecen canicas.

—Se ha tomado su zumo, doctor. Se porta muy bien.

»Estamos conociéndonos y pronto seremos buenos amigos. La temperatura es un poco más alta de lo normal, treinta y seis grados con seis décimas. El pulso es bueno y regular…

Por lo común, nadie habla de esas cosas delante de él. Los otros intercambian miradas, cuchichean en un rincón o se van a hablar a media voz al pasillo.

¿Será porque la gorda no le trata como a un enfermo de pago, sino como a los de las demás salas? Tampoco el médico se limita a pedirle que abra la boca o a murmurar unas palabras tranquilizadoras.

—Leo su periódico, como todo el mundo. Lo que prefiero son los ecos de sociedad… ¿Le hago daño? ¿No? Levante el brazo izquierdo. Un poco más. Más. Muy bien. Ahora intente mover los dedos de la mano derecha.

»Supongo que no será la misma persona la que escribe todos los ecos de sociedad y firma Dorine, ¿verdad? Porque, si no, tendría que pasarse las veladas corriendo de un teatro a otro, las noches en los cabarés, y por las tardes tendría que estar al mismo tiempo en las carreras y en la Cámara de los Diputados.

»Un día me gustaría, si no es indiscreción, visitar un gran periódico y ver cómo funciona… Respire… Por la boca… Profundamente… ¡Perfecto! La tráquea está completamente despejada y los bronquios se ven limpios…

El interno continúa, dirigiéndose tanto a Maugras como a la enfermera:

—No veo la utilidad de tenerle más tiempo en una postura incómoda. Puede usted ponerlo horizontal. Si le molestan las mucosidades, ya habrá tiempo de volver a bajarle.

Angèle parece decir, maliciosa: «¿A que tenía yo razón?».

El médico prosigue, como si se dirigiera a una persona normal:

—Estaré de guardia toda la semana y tendré ocasión de volver a verle… Encantado de conocerle, aunque lamento que sea en circunstancias poco agradables para usted… ¿Cuántos días lleva aquí? —Consulta la hoja—. Seis… La mejoría es notoria y va a seguir progresando a un ritmo acelerado… ¡Que pase usted un buen día! Si me necesita, Angèle sabe dónde encontrarme.

La enfermera explica, apenas sale el médico:

—Ese chico tiene mérito, porque se ha pagado los estudios trabajando. Hasta hacía de canguro, por las noches, cuando las parejas se van al cine. Es inteligente y sabe tratar a los enfermos. Dicen que llegará a jefe de servicio, y no me extrañaría nada. ¿Tiene usted frío? ¿Abro la ventana?

Se ha encogido instintivamente, como si temiese el contacto brusco con el aire libre. No es solamente el aire. Es su primer contacto con el exterior y oye de repente los pasos en la gravilla de las alamedas.

—¡Si viera usted cómo disfrutan los viejecitos! Los días de lluvia están mustios, enfurruñados, no saben dónde meterse. ¡Está tan lleno esto! ¿Sabía que tenemos más de dos mil quinientos enfermos e incurables? A eso súmele usted enfermeras, vigilantes, médicos, personal de cocinas…

»Reconozca que da gusto respirar… Esta mañana, parece que estemos en primavera. Ayer todo el mundo iba de cráneo y tuvimos problemas en todas las plantas. No paraba de llover y, por si fuera poco, empezó a soplar el viento, que te ataca los nervios. En una sola noche… ¿Seguro que no tiene usted frío?

—No…

No ha movido la cabeza. Ha dicho no. Con la boca. Sin que se lo pidan. El sonido ha sido más o menos normal. Tiembla, experimenta la necesidad de probar otra vez, articula:

—No tengo frío…

Le entran ganas de reír; se le escapan las lágrimas. ¡Ha hablado! ¡Puede hablar!

—¡Caramba, señor mío, pues no hacemos progresos ni nada! ¿Qué le había dicho Angèle? ¿Llevaba o no llevaba razón?…

Mademoiselle Blanche se lo tiene merecido, por su deserción. No habrá pronunciado sus primeras palabras ante ella, porque los balbuceos de dos días atrás no cuentan. Le dará la sorpresa mañana, para vengarse.

¿Se lo comunicarán a Audoire?

—¿Sabe lo que le propongo? Voy a pedir que le preparen un buen puré, con concentrado de carne, y le juro que se lo comerá y que mañana ya no necesitará la dextrosa…

Maugras vuelve a hablar para asegurarse de que no ha sido una casualidad.

—No tengo hambre…

—Dentro de un rato tendrá. Aunque no note apetito, se sentirá más a gusto si deja de alimentarse por una aguja y un tubo de goma…

No sabe qué pensar. Cuando la mujer sale del cuarto, fija intensamente la mirada en la ventana y siente como una conmoción. Todo ha cambiado. Las cosas no se desarrollan como tenía previsto; estaba seguro de que se desarrollarían de otro modo. Dice en voz alta, para sí:

—Hablo…

Repite dos o tres veces, en el silencio de la habitación:

—Hablo… Hablo…

Teme que enmudezca su voz, pero su voz no enmudece.

No sólo habla, sino que va a comer; Angèle se lo ha prometido y la cree.

Lina está en la mansión de Candines con Marie-Anne y su pandilla. Besson, en La Bluterie, juega con sus nietos. Clabaud estará aprovechando el fin de semana para encerrarse en su despacho. ¿Adónde ha ido Mademoiselle Blanche? ¿Con quién? El propio Audoire se ha ausentado, al igual que la enfermera jefe.

Él ha aprovechado para hablar. Tendrá que hacerse a esa idea. No estaba preparado para ello. Ha sobrevenido de manera repentina, extraña, cuando menos se lo esperaba.

—Pues ya está, caballero… Espero que no tenga nada contra las zanahorias. Es la única verdura que tienen hoy en la cocina. Le están preparando un puré de patatas y zanahorias con concentrado de carne… ¿Le molesta el sol en los ojos? ¿O le canso yo?

—No… Es…

No, no le falla la voz. Lo que pasa es que no da con las palabras, con la respuesta. Necesita cerrar los párpados, quedarse quieto, sin decir nada, sin pensar.

¡Estaba tan seguro de que aquello era el final!