No ha dormido mucho. Aunque ha perdido varias veces la conciencia y algunos sueños se han mezclado con la realidad, ha permanecido la mayor parte del tiempo en duermevela, sin abrir los ojos, sustrayéndose expresamente a lo que le rodeaba con la intención más o menos velada de castigar a Mademoiselle Blanche.
Las dos italianas han entrado a limpiar y han golpeado con la escoba los pies de la cama. El interno ha pasado poco después de dar las doce, se ha quedado de pie, a un metro de él, mirándolo, y se ha vuelto a marchar sin decir nada. La enfermera jefe, a quien reconoce por el olor, amén de por su voluminosa presencia, ha entrado también y le ha conectado el tubito de la dextrosa.
El peluquero, de momento, descartado. Debe de tener las mejillas y la barbilla de color gris sucio y, por un sinuoso rodeo de su pensamiento, ello le lleva a su padre, a su abuelo y a sus amigos de Le Grand Véfour.
Pues basta un trivial punto de partida para que se le ocurran ideas que, en la vida normal, se le antojarían ridículas. Todo depende del punto de vista en que uno se sitúa.
Cavila irónicamente que su punto de vista actual es el de un hombre que está con la cabeza más baja que los pies. Lo que le cruza por la mente no es forzosamente superfluo. Eso se verá más adelante.
En definitiva, los hombres de su edad han conocido tres mundos diferentes. Cualquiera que sea el nivel social en que nacieran, han tenido abuelos con la barba larga, que vestían levita y chistera, y abuelas que lucían mangas abullonadas. Han visto a su madre con vestido largo y moño alto, a su padre con bigote, y cada uno de ellos ha tenido al menos un tío que se sentía ufano de sus anchas patillas.
Los hombres jamás salían sin su bastón. Cuando aparecieron los primeros coches, todavía crecía hierba y musgo entre los adoquines de la calle; algunas mujeres salían furtivamente de su casa para recoger con una pequeña pala los cagajones que dejaban los caballos en la calzada.
Para él, esa época se confunde con la Gran Guerra, con el faro apagado, el guardacostas gris anclado ante las escolleras, las farolas con el vidrio pintarrajeado de azul.
El periodo siguiente duró hasta la segunda guerra mundial. En su memoria aparece más claro, más soleado. Los vestidos eran cortos, las mujeres más libres. Él descubría París, se abría lentamente camino y no se cansaba nunca del espectáculo de los Grands Boulevards.
Le da la impresión de que entonces no se concedía tanta importancia a la vida y a los problemas individuales como ahora. Pero ¿no se deberá a que eran más jóvenes? ¿No les parecía estar jugando, y que sus actos y gestos no les comprometían?
El año 1940 los dispersó. Varios marcharon a la zona no ocupada, a Inglaterra o a Estados Unidos. Y, cuando desfilaron las tropas aliadas por los Campos Elíseos, hicieron recuento. Había bajas, varios muertos en los campos de concentración, uno fusilado por el comité de liberación; algunos se convirtieron en héroes y otros, tachados de colaboracionistas, no se atrevían a dejarse ver.
Los Grands Boulevards habían dejado de ser el corazón de París. Tomaban el relevo los Campos Elíseos y los coches invadían las calles; con el menor pretexto se viajaba en avión a Nueva York o a Tokio.
¿Por qué se ve todo de nuevo más oscuro? ¿Debido a la amenaza atómica, al acelerado ritmo de vida? Las muchachas visten tejanos igual que los muchachos, y se asegura que unas y otros consideran el amor como una gimnasia.
Los amigos que se mantuvieron a flote pasaron a ocupar puestos importantes y se hicieron hombres famosos. Experimentan la necesidad de reunirse cada mes, de observarse, de estar juntos, pero nunca, en el curso de las comidas de los martes, han puesto sobre el tapete los problemas primordiales.
Así pues, ¿no les une otro vínculo que el haber vivido las tres épocas, el conservar los mismos recuerdos y las mismas nostalgias?
Puede que haya sido siempre así. A mediados del siglo XIX, los que tenían entonces la misma edad que ellos conocieron cambios políticos y económicos igual de espectaculares, ropas y estilos tan diferentes como ahora.
Le preocupa este asunto porque le gustaría saber en qué medida debe achacarlo a su evolución personal y en qué medida a la evolución del mundo.
Alguien, una mujer, se ha acercado a la puerta para hablar con Mademoiselle Blanche. Un cuarto de hora más tarde, se abre esa puerta y reconoce un olor a carne asada que había casi olvidado. Traen en una bandeja el almuerzo de la enfermera y ésta come en silencio, junto a la ventana. Maugras sigue, a tenor de los sonidos, los movimientos del cuchillo, del tenedor, de las mandíbulas.
No le han dado zumo de naranja. A eso de la una, el doctor Audoire acude también a verle antes de abandonar el hospital para irse a comer a su casa. Maugras entreabre los ojos cuando el médico ya se dirige hacia la puerta y lo ve, vestido de calle, con traje oscuro, de un color pardo bastante feo, apenas mejor cortado que una prenda de confección.
Dos horas antes, estaba furioso con ellos, les echaba en cara el que le hubieran mantenido a la fuerza en la cama, humillado por su propio pánico. Ahora está enfadado consigo mismo. Se ha comportado como un estúpido, sin intentar siquiera dominar el dolor físico, soportar dignamente las pequeñas torturas que le han infligido, por utilizar su lenguaje.
¿No ha sido tan estúpido como el paciente que entra temblando en la consulta del dentista y que, apenas se sienta en el sillón mecánico, cree que le va a dar un patatús antes de abrir la boca? A él le ha ocurrido, como a todo el mundo, y cada vez, al concluir la intervención, olvida su miedo y esos breves instantes de dolor.
Lo mismo le sucede con las enfermedades. Asegura de buena gana, no sin orgullo, como si la cosa dependiese de él, que nunca ha estado enfermo. Pero, a poco que lo piense, descubre que ha pasado cada año varios días en cama, sin contar la apendicitis y los problemas cardíacos de su adolescencia.
Innumerables veces, al pasar de la sala de espera de un médico a su consulta, le han entrado sudores ante la perspectiva de oír un diagnóstico pesimista y, al quitarse la camisa, se ha preguntado si no le había llegado el momento de entrar en «estado de enfermedad».
La expresión es de su cosecha. Él ya se entiende. Uno puede estar enfermo sin saberlo, incubar durante años una afección grave, sin dejar de ser un hombre como los demás.
Luego, por una menudencia, un malestar, un grano, un dolor de garganta o un pinchazo en el pecho acude uno a un médico, entra en su consulta como un ser normal, espía sus reacciones durante la auscultación. Y, una vez el facultativo pronuncia el veredicto con voz apurada, pasa uno a ser un enfermo que jamás volverá a ver la vida bajo el mismo prisma.
¿Es éste su caso? Besson d’Argoulet, primero con amabilidad y luego con impaciencia, ha intentado explicarle que sus pensamientos y sus estados de ánimo corresponden a las fases habituales de su enfermedad y no tienen nada de especial.
¿Por qué, de Besson, salta a su padre, que vive todavía, a sus ochenta años, en la casa de la Rue d’Etretat donde él mismo nació?
En numerosas ocasiones le ha ofrecido instalarle más cerca de París, comprarle, ahora que está jubilado, una casita en el campo, con un jardín, o alquilarle, en Fécamp, un piso moderno con una criada que le atienda.
Su padre se niega, sigue ocupándose de los quehaceres de la casa y preparándose la comida como cuando René era niño.
De crío, al regresar de la escuela, con su llave, no había nadie en la casa, y encontraba sobre la mesa de la cocina una nota escrita a lápiz con la lista de alimentos que tenía que comprar en el barrio.
Antes de empezar los deberes, mondaba las patatas, limpiaba las verduras y ponía a hervir la sopa.
Ni se le ocurría envidiar a sus compañeros, que jugaban en la calle hasta el anochecer.
Tampoco su padre se quejaba. ¿Tenía que ver con la mentalidad de la época? ¿Eran más resignados los humildes porque sabían que no podían modificar ni un ápice su destino?
Su padre no envidiaba a nadie. No esperaba ascender un escalón o dos en la jerarquía social. Llevaría los libros hasta que la edad se lo impidiese, al igual que contaría los fardos de bacalao que descargaban de los barcos, los víveres y los sacos de sal cuando aquéllos zarpaban.
En aquella casa donde los objetos no cambiaban de lugar, llevaban ambos una existencia gris.
Luego, en una época que a Maugras le cuesta fijar con exactitud, su padre tomó la costumbre de regresar cada vez un poco más tarde, y con efluvios de ginebra en el bigote.
Al poco, la cena se retrasaría una hora, debido a la partida de cartas en la taberna de Léon, situada por la zona de los muelles.
No se convirtió en un borracho, pero las horas que pasaba en la taberna no tardaron en ser las más importantes para él, y acabó volviendo allí después de cenar.
Su mirada se hizo más fija. A veces se trababa al hablar. De cuando en cuando, le daban ataques de sentimentalismo y, mirando el sillón de mimbre, se echaba a llorar.
A René le enseñaron a no juzgar a sus padres. Le inculcaron —sobre todo el padre Vinage— una imagen ideal de la familia, como la que aparece reflejada en los libros infantiles.
Sin duda quería a su padre. Sin embargo, el crío descubría, no sin desasosiego, que no era inteligente, que tenía un universo limitado, que su resignación y su dulzura tal vez no fuesen sino pura tontería.
Cuando abandonó Fécamp, su padre bebía cada vez más, y en dos o tres ocasiones René tuvo que desnudarlo y meterlo en la cama mientras él repetía: «Ya ves, si Dios no me hubiera arrebatado a tu madre…».
Era su única protesta.
«¿Por qué tuvo que ser ella?… ¿Qué le he hecho yo a Dios?…»
A los sesenta y ocho años, cuando lo tenían por pura caridad en el negocio de los de Remage, donde el yerno había sucedido al antiguo dueño, tuvo un ataque de delirium tremens. René no se enteró hasta más tarde, cuando su padre llevaba tres semanas en el hospital, y entonces hizo uno de sus raros viajes a Fécamp.
Se encontró con un viejecillo mermado, con aire más empecinado que nunca, en una sala donde vegetaban otros ancianos.
«¿Por qué has venido?… No debías haberte molestado… Tienes cosas más importantes que hacer…»
Ahora se pregunta si a su padre su éxito, más que alegrarle, no le humilla secretamente. Cada vez que, por insistencia suya, viene a pasar unos días a París, contempla con indiferencia, si no con desaprobación apenas velada, el ambiente en el que vive.
«¿Eres feliz, no?… Mejor para ti. Bien tiene que existir gente feliz en este mundo…»
Sufrió una recaída. Pasó una semana entre la vida y la muerte. Tras salvarse por los pelos, dejó de beber.
Ahora no hace nada, salvo las tareas del hogar, la compra y dar su paseo diario en torno a las dársenas. Su médico, que ya no es el doctor Valabron, fallecido hace tiempo, le deja tomar dos vasos de vino al día, y el anciano espera durante horas el momento de bebérselos.
¿Qué le ata a la vida? ¿Qué le infunde energía para renunciar a su único placer, sabiendo como sabe que, de todas formas, no le queda mucho tiempo?
Eso desconcierta a Maugras, pues él, desde que ha ingresado allí, encara la muerte sin temor ni pesar.
Él lo tiene todo y su padre nada. No obstante, quien se aferra a la vida y tiene probabilidades de aguantar unos años más es su padre. ¿Por qué?
Vienen a recoger la bandeja. Mademoiselle Blanche se acerca a la cama. ¿Cree que duerme o sospecha que finge? ¿Está también eso previsto, según las pautas de que le ha hablado Besson? ¿Empiezan a simular todos los hemipléjicos al quinto día?
Porque ya se ha cumplido el quinto día de su enfermedad, cosa que le parece increíble. ¿No hace una eternidad que un tal René Maugras se desplomó en las baldosas húmedas de los servicios de Le Grand Véfour?
Es sábado y se pregunta si vendrá a verle Besson. No lo cree. Los sábados por la mañana se limita a dar una vuelta a toda prisa por las salas de Broussais, y muchas veces su mujer le espera en el coche.
Besson y su mujer viven en un espacioso piso en la Rue de Longchamp, a dos pasos de la Avenue Foch y del Bois de Boulogne. En él pueden verse varios Renoir y Gauguin, dos Cézanne y uno de los más hermosos Monet.
Besson no ha tenido que comprarlos. El anciano Gaude, su suegro, sentía pasión por la pintura desde los inicios de su carrera, y compró por una bicoca esos cuadros que hoy valen una fortuna. Era amigo de los pintores. Al salir de la Salpêtrière, se acercaba a visitarlos a sus talleres. Para tener más contacto con ellos, compró un viejo molino a orillas del Loing, cerca de Barbizon.
La Bluterie se amplió posteriormente. Besson hizo obras y agregó un ala. En este momento debe de estar circulando con su mujer por la Nacional 7.
Yvonne Besson es una de las personas más alegres que conoce Maugras, y también una de las más indulgentes. No ignora que su marido tiene líos, que no puede ver a una mujer guapa sin desearla. No le faltan las ocasiones y, con la edad, la cosa se ha convertido casi en una obsesión.
¿Es la enfermedad lo que induce a Maugras a buscar defectos y puntos flacos en quienes han sido sus allegados? Se comentan mucho los éxitos amorosos de Besson. Hasta aseguran que pocos de sus pacientes femeninos se le resisten, que para él eso se ha vuelto una idea fija, algo similar a lo que le ocurre a su padre con los vasos de vino.
También René ha sufrido más de una vez al ver a alguna mujer, ante la idea de no llegar a poseerla nunca. En el fondo, ¿no es lo mismo que siente Besson, salvadas las diferencias? ¿No es éste consciente de ello, y no se siente humillado? ¿No resulta dramático, desde que han menguado sus facultades físicas?
Una noche le hizo una confidencia, después de cenar, aprovechando que las mujeres habían ido a empolvarse.
—Verás, muchacho, desde que no tengo la seguridad de llegar hasta el final, procuro poseerlas en lugares donde tenga un pretexto para poder cortar…
En su consulta, o a todo trapo, o en el despacho que tiene en Broussais. ¿Ha sucumbido Mademoiselle Blanche? ¿Tardará poco en caer?
Besson d’Argoulet es famoso. Disfruta de todas las satisfacciones de amor propio a las que un hombre puede aspirar. No pasa año sin que le nombren doctor honoris causa en alguna universidad extranjera y preside congresos de medicina en casi todas las ciudades del mundo.
Sin embargo, para él lo que cuenta es el placer de una mujer conocida al azar, de levantar un vestido, de descubrir un pecho, unos cuantos movimientos que le espanta no poder llevar a término.
Maugras se ha equivocado pensando que su amigo corre tras los honores para sentirse seguro. Por encima de todo necesita hacer ostentación de su virilidad, acaso también tener la certeza de que sigue resultando atractivo…
Lamenta haber abordado ese tema, que le trae recuerdos ingratos. Él mismo no ha sido nunca muy viril. Lo sabía ya cuando, de joven, salía de la casa de entre las dos dársenas, en Fécamp. Recuerda una mirada clavada en él, una vez que se agitaba atropelladamente en su temor de fracasar. La mujer era joven, guapita de cara, y tenía un buen cuerpo.
«Lo que pasa es que te afanas demasiado. Si no le dieras tantas vueltas…»
No es impotente. En cualquier caso, no lo era unos días atrás, pero sus facultades están un poco por debajo de lo normal. A decir verdad, tampoco está seguro, porque nunca se ha atrevido a consultarlo con sus amigos y, cuando éstos cuentan sus hazañas, sospecha que fanfarronean.
Se guía por un único criterio: la actitud de las mujeres para con él.
Suele caerles bien. Muchas veces comienzan mirándole con curiosidad, como preguntándose en qué es distinto a los demás.
¿Es distinto a los demás? Esas miradas podrían inducirle a creerlo. Pero ¿no nos consideramos todos distintos a los demás?
¿Por qué la mayoría de ellas adopta con él una actitud protectora, a veces maternal? Que le ocurriera en Fécamp lo encuentra lógico. No era más que un adolescente y la sola visión de un cuerpo desnudo bastaba para provocarle auténticos temblores.
Pero ahora, ¿qué sentido tiene? Hay cientos de personas que dependen de él. Ocupa uno de los cargos más relevantes de París, toma a diario decisiones que ejercen considerable influencia sobre la opinión pública, ya se trate de política, de teatro, literatura o incluso Bolsa.
¿Por qué Lina no se siente segura con él? ¿Por qué no la hace feliz? ¿Y por qué una mujer como Mademoiselle Blanche le mira a veces con ternura?
No puede mantener los ojos cerrados indefinidamente. No es justo que le haga eso a la enfermera; si bien le cuida para ganarse la vida, también es cierto que pone un poco de sí misma. Además, ha babeado. Se nota un rastro húmedo por la cara y tiene mucha sed.
Apenas se mueve un poco, sin hacer ruido, la muchacha acude.
—¿Ha dormido bien?
Parece divertida, como para darle a entender que no se ha dejado engañar, pero que no se lo recrimina.
—¿Adónde se ha ido esta vez?
Aunque sabe que no puede contestarle, sigue hablándole, al tiempo que le seca la cara y le pone un poco de colonia:
—Apuesto a que estaba usted muy lejos. El viaje no ha sido del todo desagradable, porque le he visto sonreír varias veces…
Maugras, que no se ha dado cuenta, se pregunta qué le habrá hecho sonreír.
—Ha telefoneado el doctor Besson para disculparse por no venir hoy… Está al corriente de sus problemas de esta mañana y le recomienda que no se inquiete…
Ha pasado delante del hospital, a cien metros de allí, mientras se dirigía al bosque de Fontainebleau. ¿Habrá mirado hacia los edificios de piedra gris y le habrá hablado de él a Yvonne?
La jovialidad de ésta, su equilibrio, su buen humor, ¿son del todo sinceros?
«¡Pobre René! ¿Tú crees que recobrará el movimiento y podrá volver a hablar? Debe de ser tremendo para un hombre como él…»
Tanto da lo que le haya contestado su marido. No es su salud lo que de momento le interesa a Maugras. Son los demás, cuya superficie necesita rascar, en su convencimiento de que, si lo logra, verá más claro dentro de sí mismo.
¿Es posible eso?
Han dejado pasar a Clabaud, el abogado. ¿Se ha dirigido a la administración o a la enfermera jefe? ¿Ha pedido permiso a alguien para visitarle?
Es poco probable. Casi todos sus amigos han alcanzado ese estadio social en que ya no se hace cola, en que ya no se detiene uno en la taquilla de los teatros y en que una llamada telefónica permite ahorrarse días o semanas de gestiones.
Han dejado de formar parte del público. Están al otro lado del espejo; saben lo que los demás ignoran, lo que se les oculta porque resultaría peligroso que lo conocieran.
Clabaud se ha abierto camino con aplomo, con la seguridad de poder salvar todas las barreras. Tal vez haya pasado desapercibido, pues es la hora de las visitas, es sábado y hay bastante más gente que los demás días en la escalera y en los pasillos. Parece la salida de un cine.
Clabaud ha llamado discretamente a la puerta y la ha abierto de inmediato sin aguardar respuesta. Mademoiselle Blanche le mira con sorpresa, e, ignorando si debe intervenir, lanza a Maugras una mirada interrogante.
—Caramba, René, ¿te han puesto patas al aire?
¿Lo encuentra delgado y con mala cara, sobre todo hoy que no está afeitado y tiene fiebre? En cualquier caso, no lo deja traslucir; alarga el abrigo y el sombrero a la enfermera y se acomoda a horcajadas en una silla.
—No temas… He tomado la precaución de telefonear a Pierre. Me ha dicho que aunque no cooperes mucho, vas por buen camino. Le gustaría que empezases a recibir visitas…
¡Para que piense en otra cosa!
—Se me hace raro verte aquí… Claro que a ti aún te resultará más extraño, ¿verdad?
Observa las paredes verdosas, el recipiente de dextrosa con el tubo de goma, el orinal cubierto con una toalla, por último a Mademoiselle Blanche, que no sabe si debería salir de la habitación.
—No me quedaré más que unos minutos —promete a la enfermera—. No pretendo sustituirla pero, si mi amigo necesita cualquier cosa, no dudaré en llamarla.
Casi calvo, corpulento, es tan recio, tan fornido, que no parece gordo.
No ha venido por casualidad. Buena prueba de ello es que, con su desenvoltura habitual, ha despedido a la muchacha.
Ha sido decano del Colegio de Abogados, y también él podría ingresar en la Academia Francesa si lo deseara, o más bien si no contase con unos cuantos enemigos irreductibles, pues no tiene pelos en la lengua.
Cinco o seis años antes, era indiscutiblemente el abogado más famoso de Francia y pasaban pocas semanas sin que apareciese su foto en los periódicos.
Desde entonces, le ha salido un rival, Cantille, lo que llaman un joven, pues sólo cuenta cuarenta y dos años.
Las fotos de ambos abogados se alternan. Los juicios espectaculares ya no son monopolio de Clabaud, y en dos o tres ocasiones se han enfrentado en la sala, el uno en el banco de la defensa, el otro atacando en nombre de la acusación.
¿Le atormenta eso a Clabaud, al igual que, en ciertas especies animales, los leones marinos, por ejemplo, el viejo macho se ve desplazado de la cabeza de la manada por uno joven, más agresivo y fuerte?
—Por cierto que Pierre te pide disculpas… Ya les conoces… El fin de semana es sagrado, sobre todo para Yvonne, a ella le daría un patatús si no pudiera reunirse con sus hijos y sus nietos en la Bluterie…
Clabaud tiene dos hijos y una hija. Uno de los hijos está casado; la hija, prometida. Maugras no lo sabe por su amigo. Como por una convención tácita, o por pudor, no hablan entre ellos de la vida familiar. La cosa se remonta a la época en que se reunían en las cervecerías e ignoraban si los demás tenían hijos o dejaban de tenerlos.
Más adelante empezaron a verse en sus respectivas casas, casi siempre por las noches. Los hijos estaban ya en la cama y, si no, se les mantenía alejados en otra zona del piso.
Por lo tanto, de cuando en cuando recibían con sorpresa una participación de boda.
Clabaud vive en el Quai Voltaire, frente al Louvre, encima de un librero que vende ediciones de bibliófilo y grabados, y, al otro lado del portal, de un anticuario especializado en muebles antiguos. El piso es vetusto, austero, a semejanza de Madame Clabaud, que se parece a la enfermera jefe.
¿Sigue su marido enamorado de ella? ¿Cómo puede ser feliz con una mujer que ordena y manda sobre todo cuanto la rodea? Es uno de los pocos comensales de las comidas de Le Grand Véfour a quien no se le conocen aventuras.
Dirige un prestigioso bufete, y un hijo suyo trabaja con él. Se levanta cada mañana a las seis. Asegura que su secreto radica en que no necesita más de cuatro o cinco horas de sueño.
Amén de su labor de penalista, es asesor jurídico de una serie de importantes sociedades, lo cual le reporta muchas más ganancias.
Clabaud es el único de todos sus amigos que desarrolla una actividad mucho más frenética que Maugras. Porque Maugras se limita a las actividades relacionadas con su profesión. Como director de periódico y fundador de dos semanarios, uno de ellos una revista femenina, es lógico que se interese por la radio y que alterne con personajes de actualidad.
Que Clabaud, como Besson, no se pierda ningún ensayo general, resulta asimismo comprensible. Le apasiona el teatro y conoce a los clásicos como si fuera un actor de la compañía del Théâtre Français.
Lo increíble es que le sobra tiempo para satisfacer otras pasiones que son más bien chaladuras. Ha escrito, por ejemplo, la obra más exhaustiva sobre los viejos palacios del Marais y ha visitado todas las iglesias románicas de Francia para consagrarles una voluminosa monografía.
¿Cuántas horas de su vida ha dedicado a sus tres hijos?
Bien es cierto que Maugras apenas se ha ocupado de su hija.
Lo que le choca en este momento es comprobar que forman como un mundo al margen del mundo. Esta tarde, corren por los pasillos y las salas tantos niños como personas mayores, y las enfermeras se ven obligadas a tenerlos a raya.
—Ya sé que todavía no te dejan hablar.
No es ni mucho menos lo que ha dicho Besson. Besson ha dicho que padecía afasia y que perdería el uso de la palabra durante mucho tiempo, quizá para siempre.
Clabaud tuvo un problema cardíaco dos años atrás y estuvo internado una semana en una clínica. Nada grave, según le dijeron. Un simple aviso. No ha vuelto a fumar desde entonces.
¿Cómo habrá reaccionado al ver a Maugras, que es cuatro años más joven, en peor estado que él?
No deja traslucir nada y se mueve con el mismo aplomo y desenfado que si estuviera en su despacho.
—No sé si estás al día de lo que pasa ahí fuera…
Su mirada se pasea de la mesilla de noche al velador en el que ha comido Mademoiselle Blanche.
—Ya veo que no tienes radio… ¿Lees los periódicos? ¿Ni siquiera el tuyo? ¿No?…
Da la impresión de que ello le desconcierta, le disgusta.
—A lo que parece, le has dado carta blanca al inefable Fernand Colère…
No se ha andado con preámbulos. Ha venido con un objetivo concreto.
—Hablando de Colère, le he llamado esta mañana. ¿Te acuerdas del caso Campan?… No, claro. Pasa tanto tiempo desde que estalla un asunto hasta que se celebra el juicio que todo el mundo se olvida…
Maugras rebusca en su memoria maquinalmente. Es un reflejo profesional. Campan… Campan… Le da la impresión de que salió una fotografía en la portada del periódico: un tipo alto y delgado, con clase…
—Hace dos años… El anticuario desvalijador. ¿Recuerdas…?
Los titulares de la época rezaban: EL ARSENIO LUPIN DE LOS CASTILLOS.
Durante cerca de un año, varios castillos de Turena, de Anjou, de Normandía y de casi todas las provincias de Francia, recibieron la visita de un ladrón que elegía con asombroso olfato los objetos más valiosos, no dejándose engañar ni una sola vez por una pieza falsa o una imitación.
Dondequiera que fuera, parecía conocer el lugar, la ubicación de los objetos, y saber si podía tropezarse con criados o si había perros.
Una noche, dos gendarmes tenían cortada la carretera de Chartres a raíz de un asunto sin importancia, el robo de un coche que acababa de producirse en un pueblo de la región. De pronto asomó un coche muy potente en lo alto de la cuesta. El conductor titubeó, aminoró la marcha a un centenar de metros de los agentes y, cambiando bruscamente de opinión, aceleró, derribando como a un bolo al gendarme que agitaba una luz en medio de la carretera.
El gendarme murió en el acto. El conductor del coche hubiera escapado presumiblemente de no haber embestido a un Dos Caballos en una curva, veinte kilómetros más allá.
Éste había quedado reducido a un montón de chatarra; los ocupantes, una pareja y un bebé, perecieron en el choque. El responsable de las cuatro víctimas yacía, gravemente herido, al pie de un árbol contra el que había salido despedido a través del parabrisas.
Resultó ser Henri Campan, de treinta y ocho años, anticuario afincado en la Rue des Saints-Péres. No tardó en saberse que pertenecía a una familia archiconocida de Burdeos, que su padre había sido general, y su abuelo materno, senador por la Gironde.
En el coche aparecieron unas monedas antiguas y objetos artísticos robados aquella misma noche en un castillo del Loira.
A Maugras le ocurre con Campan lo mismo que le sucede con Besson, con Jublin, con Clabaud y con todos los demás. Dos años atrás, esa historia no significó para él sino un excelente lance de página de sucesos y la explotó a fondo, al igual que sus colegas, publicando en exclusiva una entrevista con la madre del ladrón, que vivía todavía en Dordoña.
Ahora, en cambio, se plantea preguntas sobre aquel hombre de treinta y ocho años, sobre su actividad solitaria, sobre el excepcional cúmulo de circunstancias que hicieron de él un asesino.
Adivina lo que va a pedirle Clabaud. Clabaud es el abogado de Henri Campan, y lo que pretende es ganar el juicio o conseguir la pena mínima.
—Lástima que no puedas conocerle. Es un tipo curioso y su caso presenta aspectos psicológicos desconcertantes…
»He conseguido que le examine un psiquiatra, aunque ya sé que el psiquiatra de la Policía hará lo posible por echar por tierra sus conclusiones… Ya sabes cómo funcionan esas cosas en los juicios…
Maugras ha entendido. Ya no necesita escuchar, como no sea por curiosidad, para saber por dónde van a ir los tiros.
—Me he permitido hablar con Colère, porque pensaba que se mantenía en contacto contigo y seguía cada día tus instrucciones. Pero me ha dicho que no hay nada de eso y que sólo te ha visto unos instantes desde tu accidente… La causa se celebra el miércoles en Orléans y todo dependerá, como de costumbre, de la opinión de los miembros del jurado…
»Según se le presente, Campan puede aparecer lo mismo como el más cínico de los canallas que como una víctima irresponsable de la fatalidad… Ni que decir tiene que así es como lo voy a presentar en mi defensa, y, cuanto más estudio el caso, más me convenzo de que estoy en lo cierto…
»Lo más peligroso, en un caso como éste, es la reacción del público, el ambiente que planee sobre el juicio… Dicho de otro modo, un periódico como el tuyo ejerce una gran influencia… No te pido que tomes partido. Nunca me he permitido hacerlo… Sólo deseo una especie de neutralidad indulgente…
»Que no se hable demasiado, por ejemplo, de la viuda del gendarme, que seguro que se echará a llorar en medio de la sala; que no se publique su foto entrando en el Palacio de Justicia; que no se carguen las tintas con la pareja y el bebé que, por sí solo, puede costarnos la condena a muerte.
Maugras no se indigna. De haber tenido que indignarse, lo habría hecho hace tiempo. Hasta ahora, hasta haber visto el mundo desde una cama de Bicêtre, esas cosas le han parecido tan naturales como a Clabaud.
—Reconocerás que no he abusado nunca…
Es cierto. Y, por su parte, el abogado le ha prestado servicios a veces delicados.
—Anoche, en la Michodière, me encontré a uno de los hermanos Schneider, creo que era Bernard… Siempre los confundo. El que tiene caballos de carreras y sueña con ingresar en el Jockey Club…
No es Bernard, sino François, el primogénito de los tres hermanos, que poseen el noventa por ciento de las acciones de su periódico. Bernard vive gran parte del año en Estados Unidos.
Antes de la guerra, tenían grandes intereses en Indochina. Se retiraron a tiempo para instalar, en Francia y en otros países, refinerías de petróleo.
—No le he comentado nada sobre este asunto… Se me olvidaba decirte que me manda saludos para ti. Te desea un rápido restablecimiento.
¡Para telefonearle cada dos por tres! François Schneider prefiere que se mantenga la mayor discreción sobre sus conexiones con el periódico y raramente pone los pies en su despacho, contiguo al de Maugras. Lo que no quita para que viva siempre con el temor de que el periódico le comprometa.
«Dígame, René, ¿no le parece que el último informe sobre la Cámara era un poco tendencioso?… A algunos amigos míos les ha sorprendido…»
O muestra su preocupación por que el espacio dedicado en primera plana a problemas internacionales haga bajar la Bolsa…
Clabaud ha pensado en todo, incluida la parálisis de su amigo. Una vez concluido su discurso, no sin aludir discretamente a los capitostes a los que hubiera podido dirigirse, se saca un papel del bolsillo.
—Al venir para acá, como le prometí a Colère esta mañana, me he pasado por la redacción. Me ha escrito unas palabras para ti…
En la hoja, puede leerse: «¿Conforme, jefe?».
Es cierto que le llama así. Casi lo había olvidado. Desde que está aquí, piensa en cualquier cosa menos en el periódico, que, una semana antes, era el elemento fundamental de su vida.
El abogado no duda de él. Por algo se conocen a fondo desde hace treinta años.
—Parece ser que puedes escribir con la mano izquierda…
Le ha pedido información a Besson. No deja nada al azar. Ha decidido ganar el juicio, más que por Campan, que en el fondo le importa un bledo, por no ir a la zaga de su colega Cantille, que acaba de salvarle el cuello a un parricida.
Ha sacado ya una estilográfica de oro; luego desliza su cartera debajo del papel para que René pueda firmar.
—Gracias, muchacho… Si te hace gracia, cuando te entren ganas de leer, puedo mandarte una copia del sumario. Ya verás; en este asunto hay cosas inimaginables. Para acabar de complicarlo, resulta que Campan es pederasta y…
Llaman a la puerta. Mademoiselle Blanche saluda cortésmente a alguien a quien todavía no ven; acaba entrando en la habitación para anunciar:
—Su mujer…
¿Por qué Maugras piensa en ese instante que se trata de la de Clabaud? Por supuesto, es la suya. El abogado se levanta, tiende la mano.
—¿Qué tal, Lina?
Maugras sigue con los pies en alto, y Mademoiselle Blanche se acerca furtivamente a limpiarle la nariz y la boca para que esté más presentable.
—¿No está muy cansado? —le pregunta en voz baja.
¿Qué puede contestarle? Si se ha quedado detrás de la puerta y lo ha oído todo, habrá comprendido.