5

Su último pensamiento, la noche anterior, mientras Joséfa, creyéndole dormido, se desabrochaba el sostén sin quitarse el uniforme, fue: «Ojalá me despierte a tiempo…».

Estaba ya soñoliento. ¿No resulta curioso que apenas liberado de una rutina, experimente la necesidad de crearse otra? Las horas del día encajan estrechamente, pautadas por el asco, los cuidados médicos, las visitas de los médicos y las idas y venidas del pasillo. Algunas le gustan más que otras.

El momento más agradable, desde que está aquí, fue su despertar del viernes por la mañana, la media hora que pasó solo atento al tañido de las campanas y a los ruidos del hospital.

Tiene ganas de repetirlo, de convertir esa media hora matinal, como todavía virgen, en «su» media hora.

Ha tenido un sueño agitado. La enfermera se ha levantado dos veces para arroparle, pero sólo conserva de ello un recuerdo borroso. Ahora está con los ojos abiertos, pero sigue habiendo zonas borrosas en su mente y en su cuerpo.

No tiene la lucidez de la mañana anterior. Cierto que ese embotamiento resulta casi placentero. No sabe qué hora es. Espera, y sólo teme que sea aún plena noche.

Durante más de un minuto, aguza el oído, intrigado por un ruido monótono que le resulta familiar pero que no identifica de inmediato, y acaba descubriendo que es la lluvia que repiquetea en los cristales, el agua que se precipita en un canalón de cinc, no lejos de su ventana.

En Fécamp, de niño, cuando vivían en una casita de la Rue d’Etretat, recogían el agua de lluvia para la colada —el agua de lluvia es más suave, decía su madre— en un tonel colocado en un rincón del patio, y al caer producía una música muy especial.

Apenas recuerda a su madre. La ve enferma, sentada en el sillón de mimbre, junto al fogón de la cocina, y conserva grabados en el oído sus ataques de tos. Tenía siete años cuando su madre murió de tuberculosis. Por aquel entonces moría mucha gente de esa enfermedad, y se decía que fallecían «del pecho».

Se sorprendió, más adelante, cuando su padre le contó que sólo estuvo enferma dos años, que antes le paseó como las demás madres, primero en cochecito, luego de la mano, por las calles y por la escollera cuando no soplaba mucho viento, y que luego le llevaba cada mañana al parvulario y acudía a recogerle.

Tiene calor. Su cuerpo está húmedo. Se pregunta si le han administrado un sedante nuevo que le provoca ese embotamiento, ese desajuste en sus percepciones. Se esfuerza por permanecer despierto hasta oír sonar el reloj de la iglesia. Espera que toque seis campanadas, como la víspera, y pueda disfrutar de su media hora.

Tiene la nuca tan rígida que le cuesta volver la cabeza para cerciorarse de que Joséfa está acostada en la cama plegable. La ve durmiendo apaciblemente, bañada por la brumosa luz amarilla que se cuela a través de la puerta acristalada. El pelo le cubre una parte del rostro y, cada vez que su boca se entreabre al respirar, da la impresión de que sus labios se hinchan.

Resulta turbador ver a alguien dormir, sobre todo a una mujer a quien apenas se conoce. Cuando le ocurre con Lina, le invade la ternura. Los rasgos más o menos desagradables desaparecen, la edad también, y es casi como si Lina tornara a ser una niña, una chiquilla que no hubiera vivido, que no tuviera ninguna experiencia, ninguna defensa.

Joséfa se ha desabrochado la parte superior de la bata, conscientemente o mientras dormía, y Maugras descubre el encaje azulado de la combinación, que sólo oculta la mitad de los pechos. Éstos se hinchan como los labios, y al mismo ritmo, firmes y carnosos a la par.

Está echada de lado, de cara a él, con una mano hundida en el húmedo calor de la entrepierna.

Le asaltan pensamientos eróticos. También Lina duerme a veces así, sobre todo hacia el amanecer, y, cuando compartían la misma cama, le despertaba a veces un jadeo regular cuya cadencia se aceleraba hasta la inmovilidad final.

¿Le ocurrirá también a Joséfa? Es más hembra que Mademoiselle Blanche y necesitará hombres. Seguro que se ve con alguno durante el día, y debe de copular sanamente, con violencia pero con alegría, sin meterse en complicaciones sentimentales.

Le resulta grato oír sonar las campanas, que hoy preceden a los seis toques del reloj. ¿Es casualidad que se haya despertado a la misma hora que la víspera, o cabe ver en ello la intervención maquinal de su subconsciente?

Respira con cierta dificultad, pero eso no le inquieta; al revés, si se pone peor o surgen complicaciones, se darán cuenta de que tenía razón.

En lo que atañe a Besson, puede que Maugras se equivocase ayer, y le asaltan remordimientos. Supone que la vida de su amigo está muy calculada, lo convierte en un cínico ambicioso. ¿No tienen otros la misma opinión de él mismo? También él ha hecho una brillante carrera, aún más sorprendente que la de Besson, si se tiene en cuenta el punto de partida.

¿No están convencidos algunos de que, al abandonar Fécamp, llevaba metido en la cabeza, como se dice irónicamente, conquistar París?

Sigue mirando a Joséfa, fascinado por esa mano que, en la inocencia del sueño, la muchacha oprime sobre su sexo.

Piensa en vanas cosas a un tiempo, en Joséfa, en las mujeres en general, en Lina, en el muchacho de Fécamp que a los dieciséis años se compró su primera pipa, no tanto por infundirse aplomo, cuanto porque la pipa era para él un símbolo.

Ignora cómo nació su ambición de entonces, o de unos meses más tarde, y sus amigos actuales se llevarían una gran sorpresa si supieran en qué consistía. No solamente no se planteaba vivir en París, donde jamás había puesto los pies, sino que el solo nombre de la capital le inspiraba terror.

Se había fijado una meta más inmediata y modesta. Quería vivir en Le Havre, adonde solía ir en bicicleta; una vez allí, se paseaba acariciado por el viento por las calles animadas y se sentaba en las terrazas de los cafés.

No se quedaría en Fécamp como corresponsal de un periódico del que había conseguido, de chiripa, un carné de prensa. Iría a Le Havre y se convertiría en un auténtico periodista. Cada mañana, con la pipa entre los dientes y las manos en los bolsillos, se encaminaría hacia la redacción; una vez allí, se sentaría ante su mesa, satisfecho de sí mismo, de su trabajo, y en paz con el mundo.

En buena lógica, de ese modo tenían que haber ido las cosas. Para que no sucediese así, fueron menester por lo menos dos casualidades.

Antes de solicitar el puesto tenía que hacer el servicio militar. Pocas semanas antes de presentarse ante el tribunal médico, cayó enfermo. Sin razón aparente, el corazón empezaba a latirle a todo trapo al tiempo que le flaqueaban las piernas y el cuerpo se le cubría de sudor.

Fue a ver al doctor Valabron, el médico de la familia que atendiera a su madre. Corrían opiniones contradictorias sobre el doctor Valabron, pues se pasaba la mayor parte del día jugando a las cartas en los cafés y ofrecía un aspecto un tanto desaliñado.

El médico le prescribió unas semanas de reposo y unas gotas que debía tomar tres veces al día, asegurándole que tales trastornos son frecuentes en los adolescentes que han crecido demasiado deprisa.

Durante dos meses se dedicó a leer, a pasear lentamente, a contemplar los barcos en las dársenas y a mandar a su periódico las noticias locales que le comunicaban cada mañana en la comisaría de policía.

Conserva pocas imágenes de ese periodo, apenas dos o tres, una en la playa, donde recuerda el ruido obsesionante de la resaca, el haber caminado con zapatos sobre los guijarros, los cangrejos que la marea depositaba en los charcos.

Cuando acudió al ayuntamiento para presentarse ante el tribunal médico, el médico militar, para sorpresa suya, le dedicó más tiempo que a los demás; tras examinarle con expresión seria, le hizo un montón de preguntas sobre su madre y terminó declarándole inútil.

«¡Ese médico es idiota!», declaró Valabron con voz tajante. «Adivino lo que ha diagnosticado, una cardiopatía congénita, poco importa cuál. Pero yo, que te he visto nacer, te juro que tienes el corazón tan sano como el que más…»

Valabron no entró en más detalles. A él, por su parte, sólo le retenía en Fécamp su padre, que bebía cada vez más y a quien veía apenas a las horas de las comidas.

Se personó en Le Havre. El redactor jefe del periódico le dijo que la plantilla estaba al completo, lo que no tenía nada de sorprendente: eran suficientes tres personas para componer el periódico.

Pensó en Ruán, donde no obtuvo más éxito y no le dieron la menor esperanza. ¿Qué quedaba, sino París?

No puede decirse, por lo tanto, que él hubiera deseado esa clase de vida. Por el contrario, se resistió a ella, hizo lo posible por quedarse en provincias y llevar la modesta existencia para la que se creía destinado.

¿Acaso, incluso en París, no soñaba con llegar a ser un día secretario de la redacción, una especie de funcionario del periodismo que desempeña un trabajo monótono y tiene un horario totalmente estable?

Empieza a notarse movimiento en la sala grande, y suena ya la barahúnda de las basuras en el patio. No se pierde detalle de esa vida que despierta y que no le impide saltar de una idea a otra, sin despegar los ojos de Joséfa, deseando que tarde en despertarse.

Si algún día vuelve a ser físicamente normal, o casi normal, le gustaría, aunque sólo fuera una vez, hacer el amor con Joséfa, pues ésta encarna uno de los dos tipos de mujer que siempre le han atraído. Por una incomprensible contradicción, durante toda su vida ha elegido a mujeres de tipos distintos, casi opuestos.

¿Será que le dan miedo las mujeres? Ésa parece ser la explicación más plausible de su comportamiento. Por su parte, está convencido de que es falsa; pero, a los cincuenta y cuatro años, se siente incapaz de formular otra aunque la intuye, lo que no es lo mismo. ¿No se reirían sus amigos si les confesara que, a sus ojos, la mujer, no obstante los años y las múltiples experiencias, conserva su misterio, su prestigio, y que todavía, cuando piensa en el amor, se siente tentado a emplear las palabras del catecismo: el pecado de la carne?

El catecismo no sólo le marcó en lo que respecta a la mujer, y recuerda al padre Vinage, que no tenía ni treinta años, aleccionándoles en la sacristía, donde reunía a los niños: «Todo cuenta de cara a la eternidad, nada se pierde ni siquiera nuestros más secretos pensamientos, y un día cada minuto de nuestra existencia será sopesado en los platillos de la balanza…».

Maugras fue bautizado y recibió la primera comunión y la confirmación. Siguió asistiendo a la misa mayor dominical y comulgaba de cuando en cuando. A partir de los dieciocho años fue dejando poco a poco de acudir a la iglesia, sin que se produjera ninguna crisis o ruptura brusca.

Cuando, hacia los quince años, comenzó a aguijonearle el deseo sexual, merodeó varias noches alrededor del burdel de Fécamp, ubicado por aquel entonces junto al puerto, y cuyo farol rojo le impresionaba a tal punto que con sólo mirarlo de lejos se le encogía el pecho.

Estaba situado entre las dos dársenas, donde los mástiles y las vergas crujían toda la noche. Era una casa aislada, en torno a la cual deambulaban pescadores de andares torpes y con frecuencia zigzagueantes.

Tenía dos entradas; una, bajo el farol, que daba a la gran sala donde los clientes se sentaban entre las mujeres vestidas con una sucinta blusa; la otra, más discreta, reservada a los «caballeros».

Esta última puerta abrió Maugras una noche en que lloviznaba, y adivinó la vacilación del ama, Madame Jeanne, que todavía estaba de buen ver.

Se puso tan nervioso que en aquel momento deseó que le encontrase demasiado joven. Al final, la mujer le sonrió y llamó a una de sus pupilas. Maugras «subió», como se decía entonces.

Tal vez sea el recuerdo más preciso de su vida, más preciso incluso que la mañana de la Sainte-Thérèse. La mujer al borde de la cama, sus piernas abiertas como para un sacrificio, la piel lívida, y en ella el crudo dibujo de los pelos, de los que Maugras no podía despegar la mirada.

Al día siguiente se confesó, y vivió durante semanas atenazado por el terror de haber pillado una enfermedad. En realidad, durante toda su adolescencia en Fécamp, no conoció a más mujeres que ésas. No se le ocurría echarse novia, como la mayoría de los jóvenes de su edad, ni ir, por la noche, a esperar a las mozas a la salida de la fábrica de conservas.

¿Debía achacarlo a cierta pereza? ¿Era timidez? ¿Temor al ridículo, a no estar a la altura?

Su ideal de mujer, sin embargo, existía en carne y hueso, y no exageraría si dijera que, a su manera, estaba enamorado. Enamorado de una mujer de treinta años, Madame Remage, esposa del armador para el que trabajaba su padre.

¿No se le parece un poco Mademoiselle Blanche, en más joven y más expansiva? Madame Remage era una Chabut, la hija única de los Chabut de Le Havre, dueños de las Galeries Nouvelles, los grandes almacenes de la ciudad.

El armador y su mujer vivían en una casa nueva en la carretera de Yport, sobre el acantilado. Tenían dos hijas, a quienes desde fuera se veía jugar en el césped del jardín.

Se llamaba Odile. Solía cruzarse con ella en la ciudad, adonde ella acudía a hacer las compras, siempre apacible, sonriente, como si sólo tuviera pensamientos agradables. Su rostro, de tez clara y labios bien dibujados, emanaba una alegría interior, una serena confianza en el destino y en los hombres.

¿Cómo será ahora? Una anciana a quien no ha vuelto a ver, por lo que puede conservar su imagen de antaño.

¿Poseía realmente esa serenidad que él le atribuye guiándose por el recuerdo? Cuando piensa en ella le vienen a la mente las palabras limpidez y diafanidad, como le ocurre con Mademoiselle Blanche.

Con una diferencia, no obstante, que debe atribuirse a que Maugras ya no tiene la misma edad de entonces. De joven, intentaba imaginarse a Odile Remage haciendo el amor, evocarla en las posturas que adoptaban para él las pupilas del burdel; pero no lo lograba, a pesar de que ella tenía dos hijas, ahora ya casadas, madres de familia a su vez, casi ancianas.

Con Mademoiselle Blanche sí lo logra, casi a su pesar ¿Será que el catecismo le ha dejado la nostalgia de cierta pureza?

Joséfa ha apartado la mano y el uniforme se le nota un poco arrugado en el lugar donde la tenía puesta. Adivina que está a punto de despertarse. La cadencia de su respiración ha cambiado. Por su rostro cruzan ondas que recuerdan el temblor de una laguna cuando se levanta viento.

Tiene calor. La ventana ya no se ve negra. Ha arreciado la lluvia y el agua corre por el canalón produciendo el ruido de una fuente. Se detienen unos coches en el patio, suenan portezuelas, los ocupantes se precipitan corriendo hacia el portalón.

Percibe la misma sucesión sonora que la víspera: los pasos en la escalera, en los pasillos, en las salas, que sólo conoce por lo que oye.

Al punto llega hasta él el olor del café y desfilan sombras al otro lado de la puerta.

Hoy, Joséfa se levanta de un brinco en el instante en que él no la mira. Lo lamenta. Cuando vuelve la cabeza hacia ella, con los ojos abiertos, se está abrochando ya la blusa del uniforme, lleno de arrugas, similares a las marcas que le han quedado en la mejilla.

No parece apurarle que Maugras la haya contemplado mientras dormía.

—¿Ha pasado buena noche? ¿Lleva mucho rato despierto? ¿Necesita algo?

Para ella, esa cohabitación es natural. Para él no. Si lo medita, si razona, sí. No deja de pensar, con todo, que la muchacha le ha entregado un poco de su intimidad. Ella, ajena a todo eso, apenas se vuelve para sujetarse las medias a los ligueros.

¿Es posible que Maugras, a sus cincuenta y cuatro años, sea tan ingenuo como para que le turben gestos tan sencillos?

—Se me ha hecho tarde esta mañana —dice la enfermera al oír dar la media—. Ya estará aquí mi compañera…

Se atusa el pelo y sale a toda prisa, dejando la puerta entreabierta. Maugras se pregunta si se siente satisfecho o decepcionado de su media hora. ¡Hay tantas preguntas para las que busca una respuesta, ese tipo de preguntas que en la vida normal uno ni se plantea pero que en una cama de hospital son cruciales!

No le gustaría irse sin haberlas contestado. Irse es un eufemismo que utiliza por pudor. La víspera, al atardecer, cuando estaba a solas con Mademoiselle Blanche, se le ocurrió una idea.

A diferencia de las otras tardes, Mademoiselle Blanche no encendió la lámpara, tal vez porque acababa de verle emocionado y quería darle tiempo para que se recobrase, o quizá porque le conmovía ver llorar a un hombre de su edad.

Porque para ella, es casi un anciano. Permanecieron un rato en la penumbra, iluminados tan sólo por la luz del pasillo, que el cristal rayado tamizaba. Durante un instante, le pareció ser Jublin y hallarse en el silencioso piso de la Rue de Rennes.

¿Aprovechó Jublin aquellos cinco años para hacer un balance, para proceder a una especie de revisión de su vida entera?

Se encuentra en el mismo caso que su amigo, de eso está convencido, a pesar de los pronósticos optimistas de Besson, y le gustaría hacer un repaso de su vida.

No se trata de una confesión, tampoco de un examen de conciencia.

«Padre, me acuso…»

¡No! Calibrar, con toda la objetividad posible, las cosas que quedan cuando uno ha vivido cincuenta y cuatro años.

«Todo cuenta… Nada se pierde…», afirmaba con fe el padre Vinage.

Sin embargo, existen periodos enteros de los que apenas conserva un recuerdo confuso, más bien desagradable. Al igual que no logra recordar a Besson tal como lo conoció en los tiempos de la cervecería Graf, se ve incapaz de meterse en la piel del Maugras de determinadas épocas.

Se ha afanado en cosas vanas. Le avergüenzan algunos de sus entusiasmos y también sus momentos de desaliento, que se le antojan ahora fútiles y ridículos.

Si todo cuenta, si no se pierde ninguno de nuestros actos y gestos, ni siquiera nuestros pensamientos más fugaces, ¿no deberían haber dejado en él huellas más profundas, en vez de esas pocas imágenes que no ha elegido y que le sorprende recordar mejor que otras?

Se revuelve, incómodo. La víspera, influido por el crepúsculo, acarició un proyecto que no tardó en resultarle estrafalario, en cualquier caso impracticable. Y además, ¿no supone concederse a sí mismo demasiada importancia? Rememorar su vida, año por año, con precisión, como en las biografías de hombres célebres donde todo se cuenta de un modo claro, lógico, ordenado.

En su caso, nada está claro ni ordenado, todo se enmaraña, incluido el hilo del tiempo. No despega los ojos del resquicio de la puerta. Hace unos instantes deseaba la soledad absoluta, ¡y ahora le invade una vaga angustia porque Mademoiselle Blanche tarda en aparecer!

La enfermera tiene las manos frías y el pelo húmedo. Se muestra distraída, como si, con las prisas, no hubiera tenido tiempo de adaptarse a la vida del hospital. Huele a calle. Con todo, su mirada se torna enseguida afectuosa y parece alegrarse de verle.

—¡Menudo diluvio! Y encima viento. He tenido que pararme en una esquina porque no veía nada por el parabrisas.

De modo que tiene coche. Es la primera vez que alude a su vida fuera del hospital. ¿No lo hará por devolverle a él las ganas de salir?

Ha metido el orinal bajo la sábana y le ha puesto el termómetro bajo la axila izquierda. Durante un breve segundo sus dos rostros están tan cerca que un mechón de pelo moreno roza la mejilla de René.

Mientras trajina poniendo orden, como todas las mañanas, Maugras vuelve a sus preocupaciones. Rectifica sus pensamientos de hace unos instantes; ello demuestra la dificultad de ser sincero consigo mismo.

Ha evocado sus visitas al burdel de Fécamp como si se hubiesen repetido hasta que abandonó la ciudad. No ha dicho toda la verdad. Aunque no se trate de una confesión ni de una declaración jurada, ha hecho trampa.

En realidad, ha intentado borrar una imagen, en la que aparece la casa de las dos dársenas, él mismo vacilando en un rincón oscuro, y un hombretón borracho tocado con una gorra de marino, que sale, que se aleja gesticulando y hablando solo.

Maugras se dispone a cruzar la calzada cuando oye unos pasos que se acercan. Aguarda a tener despejado el camino. Y en el momento en que el transeúnte pasa bajo una farola, reconoce a su padre, con el cuello del abrigo alzado y el sombrero calado hasta los ojos, que se dirige hacia la puerta de los «caballeros» y, tras susurrar unas palabras a Mademoiselle Jeanne, desaparece en el interior.

No tiene nada de raro. Su padre, por aquella época, lleva diez años viudo. René, azorado, enlodado, sigue deambulando un rato por los muelles antes de regresar a casa, y está acostado, con los ojos abiertos, cuando oye abrirse y cerrarse la puerta de entrada.

Nunca regresó al prostíbulo de Mademoiselle Jeanne. Vuelve a hacer trampa: sí volvió, un día en que soplaba un viento huracanado y no se veía con ánimos para recorrer dos veces en bicicleta la treintena de kilómetros que separan Fécamp de Le Havre. Porque, desde lo de su padre, acudía a Le Havre cuando le aguijoneaba el deseo hasta el punto de sufrir casi alucinaciones.

Mademoiselle Blanche alza el termómetro, se lo acerca a los ojos, deja traslucir su sorpresa. Maugras sabe que tiene fiebre. Lo sospecha desde que se ha despertado. Su embotamiento no tiene nada que ver con el que le provocaban los sedantes días atrás. Se parece más bien a las gripes que padece cada otoño y siente la parte superior del pecho congestionada.

—¿Nota algún dolor?

La enfermera le toma el pulso. Sentada al borde de la cama, en una pose que a él le resulta familiar. Mueve los labios al tiempo que cuenta las pulsaciones. Trata de ocultar su preocupación. Está tan intranquila que, a los pocos minutos, desaparece pretextando que va a tomarse una taza de café.

Durante su ausencia, se abre la puerta, sin hacer ruido, lentamente, y el enfermo de la víspera, el viejo del batín color violeta, se asoma de nuevo a mirarle. Le asusta su rostro inexpresivo. Si es un loco, como supone Maugras, nada le impediría entrar en la habitación, acercarse a la cama y…

Le alivia reconocer los pasos de la enfermera, que se limita a empujar al visitante hacia el pasillo dándole unos golpecitos en el hombro como se le palmea el lomo a un perro ya viejo.

A raíz de ese incidente, se pregunta cómo se las arreglarán en la sala grande. A juzgar por las sombras que ve pasar, debe de haber unas cuarenta camas y únicamente dos enfermeras para atender a los enfermos. Por la noche sólo hay una de guardia, sentada en un recodo del pasillo.

Maugras dispone de una enfermera para él solo las veinticuatro horas del día ¿No verán eso los demás enfermos como un lujo extravagante? Al pasar delante de su cuarto, ¿no sienten más envidia que curiosidad cuando echan una ojeada por el resquicio de la puerta? ¿Se preguntan quién es el afortunado ocupante de la habitación privada? ¿Lo saben por el personal y hablan de él entre ellos?

Le sorprende que Mademoiselle Blanche no le asee como cada día; no tarda en comprenderlo al ver llegar a la enfermera jefe, que no ha entrado casualmente, al hacer su ronda diaria, sino porque alguien la ha mandado llamar. Le coge de inmediato la muñeca y observa su rostro con atención.

Seguro que tiene los ojos brillantes y los pómulos colorados. Lleva menos de una hora despierto; apenas acaba de hacerse de día y se siente ya peor, como adormilado; respira con dificultad.

No le distrae mirar la lluvia que azota los cristales en diagonal, ni escuchar el viento que bate un postigo en algún lugar.

Aunque sea ajeno a ello, no le molesta lo que le sucede. Eso demuestra que, la víspera, tenía él razón y no Besson, con su optimismo de pacotilla. ¿Acudirá su amigo?

—Le echaré una mano… —le dice la enfermera a Mademoiselle Blanche.

¿Para qué una mano? La mira, receloso. No le gusta. Y menos cuando le pregunta:

—¿No necesita hacer de vientre?

¡No! Necesita que se vaya. Pero no se va. Ayuda a Mademoiselle Blanche a lavarle y a cambiarle las sábanas. Entretanto, llega el interno, a quien han debido de avisar también, con el estetoscopio colgado del cuello.

Como los primeros días, se produce en torno a él un cruce de miradas. Él, por supuesto, no entra en el juego. Lo que ocurre no le atañe, por más que se produzca en su interior, en su cuerpo.

Con el estetoscopio, todavía caliente por el contacto con otro pecho, el interno le ausculta los bronquios, los pulmones, el corazón.

El interno huele a tabaco frío. Se incorpora, se acerca a decirle unas palabras en voz baja a la matrona y los tres empiezan a girar las manivelas de su cama. Le elevan las piernas. La cabeza le queda abajo y unas flemas fluyen a lo largo de su garganta, comienzan a invadirle la boca sin que pueda escupirlas.

Cuchichean un rato más en un rincón. Cuando Mademoiselle Blanche regresa junto a la cama, están de nuevo solos en la habitación y la enfermera le coge la mano, ya no para tomarle el pulso, sino como gesto amistoso.

—No tenga miedo… El profesor Audoire ya pensó que podía ocurrir… Sucede en el cincuenta por ciento de los casos… Tiene usted una pequeña inflamación en la tráquea y eso es lo que le provoca fiebre…

No le dice cuánta tiene.

—El profesor no puede venir en este momento… Ha tenido una operación urgente a las seis de la mañana… Está aún en el quirófano…

Se pregunta dónde estará el quirófano. ¿En la planta baja? ¿En la misma planta que él? Así pues, al amanecer, mientras él miraba los pechos de Joséfa y pensaba en Fécamp, mientras tañían las campanas, un hombre inconsciente, un hombre a quien le habían, momentáneamente o para siempre, arrebatado la conciencia de su existencia, estaba rodeado de fantasmas enmascarados que ejecutaban una especie de lento y trágico ballet.

Aún no ha acabado, porque Audoire todavía está ocupado. ¿De qué operación se trata? ¿Es un hemipléjico a quien están extirpando un tumor?

Le invade un auténtico pavor. Se niega a que le operen, a que le abran el cráneo. Su mano se aferra a la de la enfermera y le gustaría hablar, decirle que se niega a que le operen sin consultárselo, suplicarle que lo impida.

Lo tienen demasiado fácil. Les basta ponerle una inyección para dormirle y luego transportarle en una de esas camas con ruedas con la que ya le han llevado abajo dos veces en el ascensor grande.

Sabía que estaba a merced de ellos, pero ahora comprende hasta qué punto.

—No se agite… Ya sé que no es cómodo… No lo recuerda usted, pero, cuando estaba en coma, pasó dos días en esa postura…

¿Le sube la fiebre? Se nota cada vez más caliente y le sorprende la rapidez con que le aumenta la temperatura…

Sigue siéndole indiferente morir. No del todo. Miente otra vez. Como quiera que sea, prefiere morir aquí, junto a Mademoiselle Blanche, que con el cráneo abierto, en el quirófano.

—Supongo que el doctor Audoire le suministrará una nueva dosis de penicilina y desaparecerá esta pequeña molestia…

Se impacienta ella también, mira varias veces hacia la puerta y consulta su reloj. Maugras ahora babea, y la enfermera le seca varias veces el rostro.

Por fin se abre la puerta y aparece un Audoire distinto al de los otros días, un Audoire impresionante, casi aterrador, que no recuerda ya a un pequeño burgués en el metro.

Viste totalmente de blanco, con unos pantalones que parecen de pijama, una bata muy fina, transparente, sin botones, que se abrocha por la espalda con unas cintas, y calza unas botas de goma verdosa.

Con sus antebrazos desnudos y muy peludos, parece un carnicero. Le cuelga una mascarilla de la barbilla. Le siguen la enfermera jefe y el interno. Es demasiada gente para una habitación tan pequeña, y el ambiente se hace más tenso.

Audoire le ausculta durante largo rato, y repite la operación dos veces más, con el rostro impasible; le alza los párpados, le palpa los miembros, le rasca una vez más la planta de los pies…

—Abra la boca…

Le introduce un objeto metálico que seguramente es una cuchara pero que no por ello asusta menos a Maugras. Todo le aterra esta mañana. Es distinto de las otras veces. Está a su merced, no puede nada contra ellos.

No necesitan hablar para entenderse. Tras una mirada de Audoire a la enfermera jefe, ésta se precipita afuera y regresa al poco con un aparato que Maugras no tiene tiempo de ver.

—No tema nada… Vamos a despejarle la tráquea y las vías respiratorias superiores… No le resultará agradable, pero será rápido y le aliviará…

Lo sujetan como a un perro en la consulta del veterinario. Puede que hasta tenga mirada de perro. Ve sus rostros muy próximos a él y se revuelve antes de sentir dolor, antes de que comiencen a hacerle nada.

Un aparato le mantiene abierta la mandíbula y a renglón seguido le introducen un tubo en la garganta. Lo nota descender. Quiere indicarles que va a ahogarse, que es incapaz de soportarlo más, que no puede respirar…

Han sido los diez, o los quince minutos más angustiosos de su vida. Se ha sentido auténticamente como un animal y también es consciente de haberse comportado como un animal, primero cuando se debatía; luego, al quedarse quieto, mirándoles con ojos enloquecidos.

Han accionado una especie de bomba y hubiera jurado que le aspiraban los pulmones. Acto seguido, sin soltarle, le han introducido un tubo de goma primero por una y luego por otra ventana de la nariz, y esa vez ha tenido la sensación de que le sorbían el cerebro.

Por fin le sueltan. Sólo Mademoiselle Blanche le sostiene la mano, con el rostro alterado. Maugras no sólo ya no reacciona, sino que está vacío, completamente agotado, incapaz de esbozar el menor gesto. Ni siquiera siente curiosidad y los mira con expresión sombría, sin preguntarse lo que hacen ni lo que dicen. La única imagen más o menos nítida que le queda es la del quirófano, adonde se niega a que le bajen.

La enfermera jefe sale de nuevo, regresa con una jeringuilla y una ampolla. El propio profesor le hunde la aguja y, lentamente, inyecta el líquido sin despegar los ojos de su rostro.

¿Qué temen? ¿Que se desvanezca? ¿Que se le pare el corazón? ¿O le espían así para cerciorarse de que va a dormirse? Aprieta los dientes tan fuerte que los oye rechinar y de pronto, como en los primeros días, le acometen movimientos convulsivos en los brazos y en las piernas. ¿En los dos brazos? ¿En las dos piernas? Lo ignora.

Intenta rechazarles, salir de la cama, escapar de ellos. Ha bastado una mirada de Audoire para que acudan a ayudarle, y continúa inyectándole el líquido mientras lo sujetan una vez más a la cama.

No se duerme. La jeringuilla está vacía. El profesor se incorpora, y le alarga la jeringa a la matrona.

—Se acabó —murmura enjugándose la frente—. Ya no le torturaremos más…

¿Le aflige atormentarle? Su expresión apurada lo da a entender. Acepta el cigarrillo que le alarga Mademoiselle Blanche. La enfermera debe de saber cuándo necesita un cigarrillo.

—No se inquiete si no se encuentra tan bien como ayer. Sólo es una pequeña complicación…

La enfermera se lo ha dicho ya, aunque no tenía derecho a hacerlo. Únicamente al médico le corresponde decidir lo que conviene decirle al enfermo. Es un mundo todavía más jerarquizado que el mundo exterior.

—Ahora, con las vías respiratorias despejadas, respirará sin dificultad. Han debido de tratarle a menudo con penicilina. Eso explica el poco efecto de la primera inyección…

Si lo que acaban de inyectarle es penicilina, ¿por qué se siente embotado? Está tan cansado que claudica. Deja de mirarlos. Sigue oyendo repiquetear la lluvia en los cristales, el agua fluyendo por el canalón, y llega un momento en que, al igual que el ruido monótono de un tren, todo ello se convierte poco a poco en música en su cabeza.

¡Está tan cansado! Hace una eternidad, años y años, que está cansado, que sigue adelante a pesar de todo, pese a la tentación de abandonarse, de no resistir más, de renunciar de una vez por todas.

Continúan hablando. Las voces se alejan. La puerta se abre y se cierra. Esta vez, ignora por qué, la han cerrado en vez de dejarla entreabierta. ¿Es mala señal? Tampoco sabe si le han dejado solo.

Le han hecho mucho daño; sobre todo le han asustado mucho. Le han quitado la escasa confianza que tenía en sí mismo y en las posibilidades del hombre.

Durante diez minutos, que se le han antojado interminables, sujetado a su cama por unas manos extrañas, se ha comportado como un auténtico animal aterrorizado. Si hubiera podido morder, hubiera mordido.

Eso le hace sentirse desgraciado. Es la primera vez, desde que está aquí, que le invade tal angustia.

Una mano tibia le acaricia la frente. Pero esa mano, hace un momento, ayudaba a inmovilizarlo. Es la mano de una persona que le atiende para ganarse la vida.

Quiere dormir.