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—Estás ya lo bastante bien como para que te hable en serio… Hace un rato me ha llamado Audoire…

Desde que ha entrado, Maugras sabe que viene con una idea en la cabeza y sus palabras se lo confirman. Los dos médicos se han telefoneado para hablar de él. Lina, por su parte, ha llamado a Besson. Está rodeado de un mundo cómplice del que forman parte todos, incluidas la enfermera jefe y Mademoiselle Blanche. Él, en cambio, está ahí, inerte en su cama, a merced de personas que se comunican sus observaciones, discuten sobre su caso y le juzgan.

Hace un instante, Besson jugaba a actor bufo, a hablar campechanamente, como en el teatro: entrada en escena familiar, cordial, a la que sólo han faltado las dos palmadas en la espalda.

Ahora adopta un tono preocupado, que al punto se torna desabrido; todo está montado de antemano. No es más que una escena preparada, y Besson ha prometido a su colega que interpretaría su papel.

¡Como con los niños, ni más ni menos! Cuando la persuasión no surte efecto, la madre le dice al marido: «¡Inténtalo tú, que tienes más autoridad que yo! A lo mejor riñéndole un poco…».

Besson le riñe.

—Si fueras tonto, no te hablaría como voy a hacerlo. Con algunos pacientes nos vemos obligados a mentir, porque son incapaces de comprender. Pero no es tu caso…

Apenas siente curiosidad por saber lo que le va a decir.

Mira al hombre, y lo mira con otros ojos, como si no lo conociese desde hace treinta años.

—Audoire no está contento contigo… Opina que no colaboras, que te obstinas en encerrarte en ti mismo, en tu enfermedad… Sin embargo, deberías saber que para un médico es difícil, por no decir imposible, curar a un paciente en contra de su voluntad…

¿Cuándo le miente y cuándo le dice la verdad?

—Por otra parte, te diré que comprendo mejor tu actitud que Audoire; no en vano nos conocemos desde hace más tiempo… No se me ocultan las repercusiones de un traumatismo como el que has sufrido en un hombre tan tremendamente activo como tú…

Ya va descaminado, lo que no quita para que se sienta satisfecho de sí mismo y siga hilvanando frases como si estuviera pronunciando un discurso en la Academia de Medicina.

—Mira, tienes que meterte en la cabeza que no eres la primera persona a la que le pasa esto… Audoire ha visto otras, en esta misma habitación, y conoce las reacciones de un enfermo… René, confiesa que no te fías de lo que te decimos…

¿Qué le han dicho hasta ahora? Que no va a morirse. Que se curará. Que no se quedará inválido para el resto de sus días. Que, dentro de unas semanas o unos meses a lo sumo, recobrará su puesto entre los humanos que prosiguen su agitada existencia al otro lado de la ventana.

¡Pero si eso le trae sin cuidado!

—Ayer te expliqué sucintamente la diferencia que existe entre unas hemiplejias y otras. Pero estoy convencido de que tú sigues dándole vueltas a esa idea que te ronda por la mente… ¿Acaso te imaginas que tienes un tumor cerebral…?

Besson aguarda su reacción y, ante su inmovilidad, adopta el aire sagaz de quien ha dado en el clavo.

—Es eso, ¿no? Apuesto a que piensas en nuestro amigo Jublin.

Para que le deje en paz, hace un gesto negativo.

—El caso de Jublin no tiene nada que ver con el tuyo… ¿Quieres que te dé detalles técnicos…?

¡No y no! No tiene ganas de seguir escuchándole. ¿Para qué, puesto que acepta el destino de su amigo Jublin? Apenas atiende; oye la voz de Besson y las palabras que pronuncia, sin prestar el menor interés, y, como no intenta darles sentido, se le escapan frases enteras.

—Escúchame bien, René… Tampoco pretendo decirte que no nos alarmamos el primer día, e incluso la primera noche… Todo dependía de cierto número de pruebas y de análisis… Por eso prefirió Audoire tenerte a mano, aunque en Auteuil hubieras estado más en tu ambiente…

¡Falso! No está en su ambiente en ningún sitio.

—Tu pulso, que lo tenías a sesenta, nos tranquilizaba y, por si te interesa saberlo, hoy está a sesenta y ocho, o sea, lo normal… En cuanto a tu tensión, no has pasado de veinte, lo que viene a ser apenas superior a tu tensión habitual…

»Te estoy aburriendo, pero es fundamental que me escuches para que no te quede ninguna duda…

»Durante dos días no te has enterado de lo que pasaba a tu alrededor… Luego, apenas has tenido nociones vagas o distorsionadas… Así que te resumo lo que hemos hecho…

»En primer lugar, te inyectamos una ampolla de Neutrafilina y practicamos una aspiración de las vías respiratorias… Todo eso es lo típico… Se trataba de evitar un encharcamiento de los pulmones… En previsión de una afección broncopulmonar, nunca descartable, te administramos un millón de unidades de penicilina…

Maugras sigue lejos de allí.

—Tu nivel de colesterol es normal, a dos con sesenta, mejor que el mío, que rebasa los dos ochenta… En cuanto a tu glucemia…

Ya no le presta la menor atención y Besson se sorprendería si supiera por qué le mira tan intensamente. En realidad, intenta reconocer, en el actual médico eminente, al joven interno que conociera en otro tiempo.

De nuevo desfila por su mente una imagen, como le ocurrió con Fécamp, con la diferencia de que esta imagen es en color y en movimiento, con fragmentos defectuosos, como en las películas realizadas por aficionados.

En lo que atañe a las fechas, su memoria es menos precisa. ¿1928? ¿1929? juraría que Marcelle, su primera mujer, y él todavía vivían en la Rue des Dames, en la pequeña habitación de la cuarta planta del hotel Beauséjour. Eso pertenece a lo que él llama, para entenderse, la época Batignolles, por el bulevar que quedaba cerca de allí. Sus sucesivos domicilios son los mejores puntos de referencia para situar los acontecimientos en el tiempo.

Con todo, diría que su hija ya había nacido y que incluso habló con Besson de su malformación. Pero a las dos o tres semanas de que viniera al mundo Colette, se mudaron a la Rue des Abbesses, a dos pasos del Théâtre de l’Atelier, donde Marcelle siguió representando pequeños papeles hasta que se lo impidió su embarazo.

Tanto da. Él escribía crónicas para Le Boulevard, que era sobre todo un periódico de teatro. Por aquel entonces, actores, periodistas, noctámbulos, acudían, después del espectáculo, a la cervecería Graf, al lado del Moulin-Rouge. El local estaba muy iluminado y era muy ruidoso. Él ocupaba siempre la misma mesa, junto a la entrada, desde donde podía observar el trajín del Boulevard de Clichy.

Julien Marelle, que acababa de estrenar su primera obra, le presentó a un joven abogado, Georges Clabaud, hijo de un consejero de Estado, que trabajaba a la sazón en el despacho de un famoso civilista. Clabaud, quien posteriormente se convertiría en un hombre gordo y orondo, estaba flaquísimo y era ya un hombre irónico y mordaz que emitía sobre todo bicho viviente juicios agresivos y casi siempre graciosos.

Por mediación de Clabaud, precisamente…

Le divierte destejer esa cadena de azares mientras observa a Besson d’Argoulet. Lo que evoca para sus adentros es, en definitiva, el nacimiento del grupo de Le Grand Véfour.

Clabaud vivía en casa de su padre, en la otra punta del Boulevard Raspail, junto al Lion de Belfort, en una casa irregular, con escaleras imprevisibles, misteriosos recodos, pasillos interrumpidos sin motivo por varios escalones. Clabaud disponía allí de un entresuelo bajo de techo, donde recibía a sus amigos.

Alguien, Maugras no recuerda quién, le trajo un día a un médico interno de Bichat a quien Clabaud presentó más adelante a sus amigos de la cervecería Graf.

«¡Ya veréis! Es un muchacho que, tras una apariencia tranquila, pica muy alto, y estoy convencido de que dará que hablar. En cualquier caso, nunca está de más tener un amigo matasanos…»

Aquella noche cenaron sopa de cebolla en una mesa del fondo. A la mesa de al lado estaba sentada Mistinguett, acompañada de un hombre con pinta de notario o de abogado que, al final de la cena, se puso a escribir columnas de números en el dorso de la carta.

Besson era ya un hombre guapo, menos corpulento que ahora, con menos prestancia, pero tenía ya esa misma manera de escucharse al hablar, de marcar a veces una pausa para imprimir mayor importancia a sus palabras.

Luego, si le dejan en paz, Maugras intentará reconstruir la lista completa de comensales de Le Grand Véfour. Se trata de una época complicada. Los cambios, en las vidas de unos y otros, se sucedían con mayor rapidez, de manera más inesperada. Todos arrancaban en sus carreras y, ahora uno, ahora otro, tomaba la delantera. Los demás lo miraban con envidia. A veces se perdían de vista y volvían a encontrarse casualmente al cabo de dos o tres años.

Ni se planteaba la palabra estabilidad. El destino de cada cual fluctuaba y, entre los que conoció Maugras por aquella época, muchos se hundieron y desaparecieron de la circulación súbitamente, como Zulma.

Sabe que Besson d’Argoulet tenía un aspecto menos imponente, menos untuoso. Pero, así como recuerda perfectamente a Mistinguett y a su letrado en la mesa contigua, no acierta a recordar la imagen exacta de su amigo y, sin duda por haber envejecido juntos, le viene a la mente el hombre de sesenta años.

—En cuanto a las inyecciones, aparte de los sedantes que te permiten pasar noches tranquilas, se trata, si quieres saberlo…

No tiene el menor deseo de saberlo.

—Se trata, si quieres saberlo, de un anticoagulante, el Sintrom, cuya función es evitar que se formen nuevos coágulos en la sangre…

No lo ha oído todo, porque Besson ha insistido en darle el resultado del encefalograma y de la arteriografía.

—Bien. Eso en lo que tocante al cuadro clínico. Te voy a dar papel y lápiz, por si hay algo que no has entendido o se te ocurre alguna pregunta… ¿No?… ¡Como quieras!… Supongo que te ha quedado claro que te digo la verdad y que descartamos totalmente un diagnóstico de tumor cerebral…

Se hallan en universos distintos. Es un diálogo de sordos, si a eso se le puede llamar diálogo. Besson habla de tumores y arteriografías, mientras que René, de tener alguna pregunta que hacer, de ser posible hacerle semejante pregunta a un hombre, aun siendo un amigo, le diría: «¿Estás satisfecho de ti mismo?».

¿Acaso no es, al margen de las apariencias, mucho más importante que todo lo demás? ¿Está en paz consigo mismo alguien como Besson d’Argoulet? ¿Siente que pisa un terreno estable y sólido? ¿Cree en la importancia que se da, en la realidad de las actividades que despliega, sus clases en Broussais, su fama en el mundo médico, sus condecoraciones, su piso atestado de muebles valiosos y de obras de arte, el puesto que ocupa en la alta sociedad Parísiense?

Podría formular esa misma pregunta a los demás, y no sólo a los de Le Grand Véfour.

Esa actividad que desarrollan, ¿no es, como en el caso de Maugras, una especie de huida? ¿Son conscientes, siquiera de cuando en cuando, de haber traicionado?

¿Traicionado el qué? Maugras lo ignora y no es el momento de dilucidar un problema tan crucial.

—Dicho esto, pasemos a tu estado de ánimo…

¿Tocará de una vez Besson el asunto más importante? Cruza por la mente de Maugras una chispa de esperanza, de sorpresa también, porque ello modificaría el retrato que acaba de trazar de su amigo. Un retrato poco halagador. Está convencido de que Besson, cuando recaló en París, tenía una idea concreta de su carrera, de la meta que quería alcanzar y los medios que debía emplear, y estaba decidido a soportar lo que hiciera falta.

No procede de una familia rica, aunque sí más acomodada, más burguesa que los Maugras. Su padre fue hasta su muerte médico rural en Virleu, en el Isère. Pierre cursó sus estudios en el instituto de Moulins y luego ingresó en la Facultad de Medicina de París.

Alumno aventajado, como suele decirse, se convirtió en el discípulo preferido de Elémir Gaude, famoso psiquiatra por aquel entonces y sucesor de Charcot en la Salpêtrière.

¿Fue casualidad que contrajera matrimonio con la hija de su maestro? Entre todas las muchachas a las que conoció, ¿tuvo que enamorarse precisamente de ésa? ¿Podía afirmar que no había intervenido cálculo alguno en su elección?

Gracias a su suegro pasó a ser, a los treinta y dos años, jefe de servicio, primero en Bichat, posteriormente en Broussais; luego abandonó la psiquiatría para dedicarse a la medicina interna. Y es que la psiquiatría da poco dinero. Como internista, se hizo casi de inmediato con la clientela más selecta.

¿Se debe también a la casualidad el que asistiese ya a todos los ensayos generales y se labrase poco a poco un puesto en la sociedad más elegante de París? Quién sabe… Puede que supiera ya lo que se hacía mucho antes, cuando se introdujo en su círculo de amigos. ¿O acaso no se contaban, entre los que se sentaban a las mesas de la cervecería Graf, algunas futuras celebridades?

¿No influyó su suegro en el hecho de que Besson, a los treinta y cuatro años, se convirtiera en uno de los más jóvenes profesores titulares de Francia y en que, tres años más tarde, ganara una cátedra y, por último, en que, a la muerte de Gaude, fuera elegido miembro de la Academia de Medicina?

A René, que, inmóvil en su cama, no despega la mirada de su compañero, no le importan los hechos ni las intenciones. Sólo le gustaría saber si su amigo tiene conciencia de todo eso. Es una cuestión de sinceridad y de lucidez a la par.

Se la ha planteado a menudo con otras personas, sobre todo con políticos, cuando todavía llevaba una vida normal. Según su estado de humor, hallaba respuestas distintas, pero la cosa no tenía ese carácter urgente de ahora.

—La primera reacción de un hemipléjico, te lo diría Audoire con más autoridad que yo, es una depresión más o menos total, la casi certeza de la muerte o, si ésta no se produce en los primeros días, de una invalidez permanente… El enfermo, inmovilizado y con frecuencia privado de la palabra, imagina que se quedará definitivamente aislado del mundo exterior… Confiesa que lo has pensado…

Es cierto, pero no tal como lo describe Besson.

—El resultado, lo mismo en un hombre culto que en una persona más ignorante, es un sentimiento de desconfianza hacia el médico y en general hacía todo su entorno… Llamemos a eso la primera fase, la más penosa… Es importante salir de ella lo antes posible… Y ahí es donde me decepcionas… Nos da la impresión, tanto a Audoire y a mí como a las personas que cuidan de ti…

¡Todas las personas, en definitiva, que forman en torno a él una especie de clan, que fingen alegría y confianza al tiempo que le observan fríamente, que cuchichean tras las puertas, se transmiten misteriosos informes y se telefonean unos a otros!

—Nos da la impresión, digo, de que no quieres curarte, de que te muestras hostil con nosotros…

Hostil no. Indiferente. No acaba de dar con la palabra exacta. Los ve de manera distinta a como se ven ellos. Ha dejado de tener los mismos problemas que ellos. Los ha superado.

De nada serviría intentar establecer comunicación, y la pequeña farsa que está representando Besson para él mientras Mademoiselle Blanche se fuma un cigarrillo en algún sitio, quizás en el patio, a no ser que esté detrás de la puerta, obtiene el resultado contrario al que esperan.

Cuanto más habla Besson, más lejos se siente Maugras de ellos.

Analizan el problema a muy corto plazo, imaginan que comienza en los servicios de Le Grand Véfour sin sospechar que hay que remontarse mucho más lejos, que hay que remontarse a Fécamp.

Del mismo modo que, en el caso de Besson, probablemente sería menester ir a buscar al Allier las raíces del hombre en el que se ha convertido.

—No digo que no existan casos excepcionales, ni que todos los pacientes reaccionen de manera idéntica… Ahora, eso sí, a un hombre como tú le es muy útil conocer los efectos de su enfermedad… De ese modo podrás quitarte de la cabeza las ideas falsas que seguro que te rondan…

»Angustia, depresión pues, en el primer estadio, muchas veces con la convicción, no te lo oculto, de que se trata de una fatalidad ineludible… Tenía que ocurrir… Casi todos atraviesan esa crisis, convencidos, pese a las garantías que les dan los médicos, de que no tienen remedio…

»Muchos, junto a esa certeza, experimentan cierta sensación de alivio, o una resignación enfermiza… Como puedes comprender, no te hablaría en tales términos, si fueras un enfermo cualquiera…

Lo que le echa en cara Maugras es que dé en el clavo, o casi, el que parezca dar en el clavo. Por más que todo lo que dice dé la impresión de ser cierto a primera vista, no deja de ser falso en lo que a él respecta.

—He conocido casos en que el enfermo considera que sufre un castigo merecido, que está purgando faltas que ha cometido…

Siguen pensando por él. Lo analizan por los cuatro costados. Se esfuerzan en sacar a la luz los rincones más oscuros de su conciencia.

—Bien, ahora ya sabes que no eres una excepción y que la evolución de tu enfermedad es la prevista… Ha llegado el momento de que salgas de esa complacencia taciturna y colabores con nosotros…

»Has tomado zumos de naranja… Dentro de dos o tres días te alimentarás casi normalmente… Los ejercicios, por infantiles que te parezcan, no dejan de ser un paso importante para la rehabilitación…

»Hoy mismo, si te lo propusieras, conseguirías pronunciar algunas frases, aunque te embarullarás un poco con las palabras…

»No voy a ocultarte que tendrás que armarte de paciencia, pero, este mismo lunes, te sorprenderás cuando veas que puedes ponerte de pie al lado de la cama…

»Es imprescindible que creas en ello, que tengas confianza, en vez de mirarnos con ojos incrédulos como haces ahora. El volver a ser como antes te corresponde decidirlo a ti…

¡Pobre Besson! Le brillan gotitas de sudor en la frente y se le ha olvidado encender el cigarrillo.

—Por lo habitual, pasados ocho días, los progresos son palpables, a veces espectaculares. Como amigo y como médico, te pido que, hasta entonces, confíes en Audoire y en mi… —Se levanta, como si estuviera agotado, y recobra el tono que utilizaba al llegar para concluir—: Bueno, muchacho, esto es lo que tenía que decirte… Todos nuestros amigos están esperando que les autorice a venir a verte y no paran de telefonearme para preguntar por ti… Crees que estás solo, ¿verdad? Pues de eso nada… Mira, somos muchos los que no queremos perderte, empezando por Lina, que, como no se te oculta, te necesita enormemente…

Le tiende la mano y sonríe. Parece emocionado. Probablemente lo esté. Los actores también se emocionan de verdad cuando representan su papel.

¿Para qué afligirle? Maugras saca el brazo izquierdo de la sábana y le tiende la mano a su vez.

—No te pido que me prometas nada, pero te suplico que no te dejes hundir…

¡Que no te dejes hundir!

Besson, al salir, ha permanecido un instante con la mano en el pomo de la puerta. Aunque estaba de espaldas, René no ha necesitado verle la cara para saber que estaba desconcertado. Y se lo ha reprochado a sí mismo. Todavía se lo reprocha. De haber podido, le hubiera llamado y se habría disculpado por su actitud.

En el pasillo no ha habido conciliábulo entre el médico y Mademoiselle Blanche, y ésta ha entrado de inmediato en la habitación. Al cruzarse, probablemente ha debido de bastarles un gesto o un intercambio de miradas.

Durante un instante, la enfermera ha parecido escrutar en el rostro de Maugras la confirmación del fracaso. También ella está decepcionada. Va y viene por la habitación sin necesidad aparente, ordena las cosas, vacía el cenicero, prepara una inyección.

¿Cuál es la frase de Besson que más le ha chocado?

«No colaboras. No podemos curarte contra tu voluntad…»

No son las palabras exactas, pero el sentido es ése, y ello le recuerda lo que le decía su profesor de matemáticas, en el instituto Guy-de-Maupassant.

«¿Está usted aquí, Monsieur Maugras?»

Se sobresaltaba y la interpelación desataba invariablemente carcajadas. El profesor, Monsieur Marengrot, tenía razón. Acababa una vez más de evadirse sin darse cuenta. Lo más desconcertante es que no hubiera sabido decir en qué pensaba.

«Se digna usted dispensarnos su presencia física, pero se niega a integrarse en la clase… Me resulta imposible, por más que me lo proponga, enseñarle matemáticas contra su voluntad…»

Era superior a sus fuerzas. Al comenzar la clase, se prometía a sí mismo escuchar atentamente y él era el más sorprendido al oír: «¿Está usted aquí, Monsieur Maugras?».

En su libreta de notas podían leerse observaciones de este tenor: Falta de concentración, No se esfuerza lo suficiente, Alumno inteligente pero distraído…

Lamenta afligir a Mademoiselle Blanche. ¿Qué podría escribir en la libreta para tranquilizarla?

«No despega usted los ojos de mí… Sigue el movimiento de mis labios y, sin embargo, apuesto cualquier cosa a que es incapaz de repetir la última frase que he pronunciado…»

Eso le decía su profesor de inglés, que no le tenía aprecio y le reprochaba su expresión cerril.

Falta de voluntad. Otra de las observaciones que aparecían en su libro de calificaciones. ¿Acaso no ha demostrado voluntad a lo largo de toda su vida? Pues ahora está en su derecho de manifestar una voluntad distinta, la de plantarles cara.

Si entrase alguien en ese instante, se figuraría que Mademoiselle Blanche y él son un matrimonio que se ha peleado por una menudencia. Por primera vez en ese día, oye las campanas a las que, durante las horas de trajín, no presta atención. Cierto que ahora tocan a vuelo.

Como, por lo común, no se celebran bodas a media tarde, supone que se trata de un entierro, tal vez de un bautizo. ¿Repican las campanas en los bautizos? No lo recuerda.

También a Besson le ha venido a la mente Jublin, amigo de ambos. Como sabe que Maugras relaciona su caso con el del poeta, se ha anticipado.

Tanto da que lo de Jublin fuera un tumor cerebral. Lo que cuenta no es la cuestión física. Lo fundamental es que Jublin vivió esos cinco años que eran imprevisibles, y René poco menos que le envidia.

Desgraciadamente, aun si se queda paralizado de medio cuerpo y no recobra del todo el uso de la palabra, su caso será distinto.

Jublin debió de incorporarse al grupo hacia 1928, un poco antes que Besson d’Argoulet, en cualquier caso cuando todavía se reunían en la cervecería Graf. Era un chico largo y esquelético que, en un baile de disfraces que organizara un pintor en su taller del Boulevard Rochechouart, apareció vestido de Valentin-le-Désossé, el famoso bailarín del Moulin-Rouge pintado por Toulouse-Lautrec.

Su rostro blanco como la tiza permanecía imperturbable cuando se despachaba con las salidas más extravagantes. Cuatro o cinco años mayor que Maugras, había participado en el movimiento Dadá, para más tarde incorporarse a los surrealistas.

Vivía en los cafés, sin circunscribirse a un grupo o un barrio concreto de París; lo mismo frecuentaba Les Deux-Magots, en el Boulevard Saint-Germain, que los bares de los Campos Elíseos y las viejas tabernas de Montmartre. Conocía a todo el mundo, mientras que a él nadie le conocía de verdad.

Nadie, por ejemplo, hubiera podido decir dónde vivía, ni de qué, y Maugras lo descubrió un día de manera totalmente fortuita en una pieza acristalada, en la imprenta de la Bolsa, donde Jublin se ganaba el pan como corrector.

No hablaba nunca de sus obras, aunque tenía publicados ya dos o tres libros de versos. Más adelante, cuando la crítica empezó a hablar de él, un editor de la Rive Gauche lo contrató como lector, para que dispusiera de más tiempo para escribir.

¿Cómo fue a parar, después de la guerra, al grupo de Le Grand Véfour? ¿No se formó el propio grupo por puro azar?

Besson d’Argoulet, sin saberlo, sentó las bases. Maugras acababa de ser nombrado Comendador de la Legión de Honor y Besson, que ya lo era, había conseguido que le dejaran entregarle en persona la condecoración.

No podía evitarlo. Le fascinaban las ceremonias, las distinciones, los títulos, las medallas, y lo que probablemente valoraba más en su papel de eminencia médica era pasearse por las salas de Broussais seguido de varias decenas de respetuosos alumnos.

Hacía tiempo que habían abandonado la Place Blanche y la cervecería Graf. No formaban un grupo homogéneo. Cada cual había seguido su camino y se veían de uvas a peras, al albur de la vida Parísiense.

«¡Hombre! ¿Qué es de tu vida?…»

Muchos nuevos ricos frecuentaban Le Grand Véfour, ubicado bajo los arcos del Palais-Royal. Maugras, que era ya redactor jefe, comía con frecuencia en el comedor de la planta baja, donde tenía reservada una mesa. Un día, le telefoneó Besson a su despacho.

«¿Te apetece comer conmigo el martes que viene?»

Contestó que sí, sin pararse a meditarlo y, el martes, al llegar al restaurante, se extrañó cuando el dueño le dijo: «Los señores le están esperando arriba…».

Le habían preparado una sorpresa. Pierre Besson había reunido a algunos de los amigos de siempre, los que quedaban, para celebrar su condecoración. Habían decidido que serían sólo hombres.

Casualmente, Marelle, el dramaturgo, incapaz de negarle nada a nadie, se había topado, al apearse del taxi, con una de las periodistas de lengua más afilada de París, la más fea también, Dora Ziffer, quien acaparaba, en un periódico de extrema izquierda, la crónica judicial y la crítica de teatro.

—¿Lleva prisa? —le espetó la periodista.

Marelle le habló de la comida sorpresa. Dora era de la edad de los comensales y había colaborado en el desaparecido Boulevard.

—¿Le molestaría que subiera un momento?

Ni que decir tiene que acabó sentándose con los demás. Cuando terminaron de comer y servían los licores, alguien observó: «Pero si somos trece…».

Lo que siguió, Maugras lo tiene más confuso. Era el momento en que, tras una buena comida copiosamente regada, todo el mundo habla a la vez, con las mejillas encendidas.

«¿Por qué no nos reunimos aquí una vez al mes?»

«¡La comida de los Trece!»

Nadie se lo tomó muy en serio. Y sin embargo, la tradición se mantiene desde hace años. Jublin era uno de ellos, Jublin, de quien nunca se sabía si hablaba en serio o bromeaba, que lo mismo podía resultar un genio que un farsante. Porque así se le consideraba en Le Grand Véfour hasta que sufrió la hemorragia cerebral.

Nadie se lo imaginaba casado, sino llevando una vida bohemia, cambiando continuamente de hotelucho, o viviendo en el pintoresco desorden de un piso de soltero.

En el hospital adonde lo trasladaron, todos se llevaron una gran sorpresa al ver aparecer a una mujer de unos cuarenta años, regordeta y modestamente vestida, que preguntó: «¿Dónde está mi marido?».

Jublin no sólo estaba casado, sino que vivía en un piso muy confortable de la Rue de Rennes, no lejos de la Gare Montparnasse.

Maugras fue a visitarle tan sólo dos veces. La primera, era demasiado pronto. Jublin, que todavía no se había resignado a su declive físico, no quería ver a nadie, y menos aún a sus viejos amigos.

Recuerda el saloncito de paredes empapeladas con flores, una planta en un rincón y a Madame Jublin explicando en voz baja: «No se lo tomen ustedes a mal… Les está a todos muy agradecido de que pregunten por él, pero prefiere estar solo… Poco a poco se va haciendo a la idea…».

Hablaba con extraña serenidad. «Más adelante a lo mejor necesita otra vez compañía…»

Jublin llevaba veinte años casado sin que nadie lo sospechara. El noctámbulo de la Graf, de Les Deux-Magots, de la cervecería Lipp, tenía un domicilio, un piso en el que hubiera podido muy bien vivir un modesto funcionario. Tenía también una mujer, de esas que se ven por las mañanas comprando en las tiendas del barrio y dan la impresión de parecerse todas.

Maugras regresó tiempo después a la Rue de Rennes por una razón precisa. Sabía que Jublin no poseía fortuna alguna. El matrimonio vivía de sus modestos derechos de autor. Por otro lado, el ayuntamiento otorga cada año a un escritor, pintor o escultor la medalla de la Ciudad de París, que conlleva un cheque de un millón de francos.

A Maugras le bastaron unas llamadas telefónicas para solventar el asunto. Se está viendo por segunda vez en la puerta de la casa. Suena un timbre agudo en el interior. La puerta se abre sin ruido y Madame Jublin, frotándose las manos en el delantal, le mira, sorprendida, pues no lo reconoce.

Recuerda los menores detalles, como le ocurre con la mañana de Fécamp. La visita tiene lugar a comienzos de invierno, a las cinco de la tarde, un día de lluvia. Acaban de iluminarse los faroles y los escaparates, y los transeúntes parecen manchas negras. El rellano está oscuro. La única lámpara encendida en el salón difunde una luz anaranjada. De repente suena una voz que no reconoce: «Pasa…».

Es Jublin, que surge de su despacho en un cochecito de inválido cuyas ruedas empuja él mismo. Le cubre las piernas una manta escocesa. Maugras tiene la sensación de que le mira con un solo ojo y ello le impresiona. Enseguida, la mujer de Jublin se sienta cerca de él como para protegerle.

«¿Qué tal, muchacho?…»

Le chispea el ojo. Su expresión no es dramática sino maliciosa e irónica, como siempre.

«¿Qué es lo que te deja tan parado?, ¿mi cuerpo?»

No resulta fácil entender lo que dice, porque Jublin no acierta a pronunciar algunas consonantes y se le atropellan las sílabas.

«He venido para…»

Por una puerta abierta, se divisa un despacho con una chimenea en la que arden dos troncos. Todo está en penumbra, y hay amplias zonas de oscuridad casi total. A ratos, solamente el rostro contraído de Jublin emerge de la penumbra.

«He venido para anunciarte que La Ciudad de París…»

«¿No me digas que me conceden una medalla?», salta su amigo, burlón.

«Precisamente…»

«Eso quiere decir que estoy ya en las últimas… No te preocupes, estoy ya mentalizado… Muy amable por parte de esos caballeros, porque no he hecho nada para ellos… Lástima que se decidan siempre en el último momento… Si repasas la lista de galardonados…»

«No te canses, Charles», le aconseja dulcemente su mujer.

Jamás ninguno de sus amigos le había llamado Charles.

A decir verdad, ignoraban su nombre, que no aparece en la portada de sus libros.

«Esa medalla viene a ser como una extremaunción laica… No la rechazo… El dinero le será útil a mi mujer…»

Cuando Jublin murió, la primavera siguiente, se supo que, en la soledad de su piso casi ridículo de tan ramplón, había escrito, con la mano izquierda, sus mejores poemas. No sólo sus mejores poemas; algunas personas, cada vez más numerosas, aseguran que son los mejores poemas de los últimos cincuenta años.

Pasó cinco años a solas con una mujer de aspecto mediocre, quizá de inteligencia también mediocre, con tiempo sobrado para pensar y para repasar su libro de imágenes. Tenía por horizonte las fachadas grises de enfrente, por compañía el estrépito de los autobuses y los taxis que circulaban por la Rue de Rennes y, de noche, el pitido de los trenes de la Gare Montparnasse.

Su mujer vive aún, en el mismo piso; no ha tocado nada, y cada libro, cada objeto sigue en el mismo sitio, incluida la pipa que le llenaba y le encendía a su marido. La silla de ruedas no ha abandonado el rincón preferido de quien la ocupaba.

La mujer trabaja para ganarse la vida. Maugras le ofreció contratarla en el periódico. Le hubiera buscado un trabajo tranquilo. Otros le brindaron su ayuda. La mujer les dio las gracias a todos, cortésmente, como azorada.

Prefirió ser cajera en una tienda del barrio, a cien metros de su casa, de esos escasos metros de atmósfera estancada donde Jublin, cuando se cansaba de deambular por bares y cafés, sabía que la encontraría.

¿Podía haberle dicho hace un rato a Besson que envidia la suerte de su amigo? ¿Dónde estará Lina en este momento? Tanto da. Y tanto da que esté bebiendo.

No ha habido ninguna Rue de Rennes en su vida. Ni una mujer regordeta y ordinaria que sale a comprar por las mañanas a las tiendas del barrio. Tampoco hay libros, ni versos que seguirán recitando los hombres.

Besson ha hecho mal hablándole de Jublin.

Ha cerrado los ojos sin darse cuenta. Tampoco se da cuenta de que Mademoiselle Blanche, inquieta por su prolongada inmovilidad, se acerca a inclinarse sobre él. Maugras se sobresalta al oírla pronunciar muy quedo, con voz alterada:

—¿Llora usted?