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No le dejan respiro y eso le irrita, porque está convencido de que lo hacen premeditadamente, de que forma parte del tratamiento. Aquí ocurre un poco como en los balnearios, sea Vichy, Aix-les-Bains o cualquier otro, donde hombres que por lo habitual son quisquillosos en lo tocante a su independencia aceptan que les planifiquen el día, que utilicen con ellos métodos infantiles para evitar que se aburran, desde los vasos de agua que se ven obligados a beber, sin perdonarles un sorbo, en un quiosco determinado, hasta la música suave que flota en los salones, los concursos de bridge o de lo que sea, y el casino casi obligatorio.

Con él se las ingenian para impedirle que piense. En cuanto está tranquilo en la cama, con los ojos entornados, hilvanando ideas o recuerdos, Mademoiselle Blanche consulta su reloj, inclinando la cabeza con un ademán que empieza a resultarle familiar, y de inmediato tiene que ponerle una inyección, o cambiarle de postura, o también, como poco antes de mediodía, darle un zumo de naranja.

Maugras se preguntaba cómo se las apañaría la enfermera para darle de beber, habida cuenta de que su mandíbula y su garganta están tan anquilosadas como el brazo y la pierna.

Sonriente, al parecer segura de divertirle, le ha traído una extraña taza provista de una pipeta de loza.

—¡La picoleta! Ya verá qué práctica es. Y mañana comerá usted puré con cuchara…

Siempre ese tono jovial, al que le duele replicar con su malhumor y su irritación. Ha conseguido sorber, con desgana, casi todo el zumo de naranja.

Luego la enfermera ha girado la manivela que permite subir la mitad superior de la cama. Otra manivela ajusta la parte inferior. De vez en cuando, le cambia de posición. Ahora está casi sentado y, por primera vez, no tiene el orinal entre las piernas, aunque le ponen, como a los bebés, un protector de plástico bajo la sábana.

El sol parece de primavera. El aire, que las láminas del ventanuco recortan en finas tiras, se torna tibio y huele a fuel-oil, debido al tráfico de la Nacional 7.

Desde su nueva postura, descubre no sólo el tejado y las ventanas abuhardilladas del ala derecha, sino las altas ventanas del primer piso. No tienen cortinas. Adivina la blancura de las camas dispuestas en hilera; figuras que se mueven lentamente como las de su pasillo; a ratos una enfermera cuyos movimientos rápidos contrastan con los de los pacientes. Unos hombres, sentados en sillas, conservan una inmovilidad impresionante. Algunos fuman en pipa sin decir nada y se limitan a mirar hacia delante.

¿Serán hemipléjicos también? ¿O el ala derecha está reservada a los servicios psiquiátricos? Ya lo descubrirá. Tiene tiempo. La ventana más próxima a su edificio es la única que está abierta, y un médico interno, sentado ante un escritorio de color claro, conversa con una enfermera o una estudiante que a veces rompe a reír y se acerca a arrojar la ceniza del cigarrillo al patio.

En el momento en que pasaban por el pasillo los carritos cargados con las inmensas cacerolas, Mademoiselle Blanche le ha dicho:

—Voy a dejarle solo un momento. Es la hora de comer. No tema, que no estaré lejos…

Ha deslizado en su mano izquierda, la que le funciona más o menos normalmente, una perilla eléctrica.

—Si necesita algo, no dude en llamar…

Por fin se halla solo. Tampoco es que esté deseando aislarse. Esta mañana, por ejemplo, al despertarse, le ha invadido cierta angustia hasta que ha descubierto que Joséfa estaba acostada en una cama plegable junto a la suya. No le disgusta, durante el día, que Mademoiselle Blanche esté sentada al lado de la ventana, o que trajine por la habitación.

Puede que estén llamados a vivir mucho tiempo recluidos los dos, en una intimidad que no siempre conocen marido y mujer. Le gusta mirar su semblante joven y alegre, y agradece que sea guapa y coqueta.

Le hubiera pesado estar a solas con una mujer ya mayor, como la enfermera jefe u otras, ésas a las que ve pasar y que dan la impresión de realizar un trabajo ingrato o de ganarse duramente la vida. La elección de Mademoiselle Blanche se la debe a su amigo Besson y no duda que ello forme parte del tratamiento.

Es precisamente lo que le mortifica y le empaña el placer. Quieren pensar por él. O más bien se figuran que piensa esto o aquello porque está previsto que a tantos días del ataque los hemipléjicos pasan por tal fase, tal estado de ánimo.

Seguro que han dado una contraseña: «Sobre todo, no dejen que se encierre en sí mismo…».

Se imaginan que tiene ganas de morirse, cuando eso no es más que una verdad a medias. Morir le resulta indiferente. La muerte, tal como la ve, tiene incluso un aspecto odioso. Sobre todo, el olor. Y lo que llaman el aseo del difunto. La descomposición. Le mortifica el pensar que impondrá a los demás esa sensación de asco. Por último, fuerza es confesarlo, está el ataúd. Por más que sepa que ya no se dará cuenta de nada, no deja de producirle, de antemano, claustrofobia.

En cuanto pueda hablar, si es que recobra el uso de la palabra, o en cuanto aprenda a escribir con la mano izquierda, que no se le olvide expresar su voluntad de que le incineren. Se niega a que le rodeen de esas flores que emanan efluvios siniestros en la cámara mortuoria. Ni cirios, ni colgaduras, ni ramas de boj sumergidas en agua bendita.

Lo ideal sería, una vez exhalase el último suspiro, que unos empleados desconocidos le trasladasen al cementerio, sin que le viera nadie conocido.

Acepta la muerte, pero no la parafernalia que la rodea. Tanto le da si el final sobreviene dentro de unas horas, o sea, al cuarto o quinto día, como le ocurrió a Félix Artaud, o dentro de unos años, como fue el caso de Jublin.

Piensa en ella tranquilamente, sin terror ni sentimentalismos. ¿Es eso lo que se esfuerzan en impedir? ¿Van aún más lejos y Audoire, que apenas le mira, le conoce mejor de lo que parece?

Es muy importante. Importante para él. No para los demás. Para los demás, médicos, personal de Bicêtre, amigos de Le Grand Véfour y colaboradores del periódico, significará un puro incidente. Los médicos declararán: «Nada se podía hacer…».

Las dos italianas prepararán la habitación para otro paciente de Audoire, que tal vez esté aguardando ya su turno. Los amigos murmurarán: «¡Pobre tío!». Y agregarán, como suele hacerse en tales ocasiones: «A todas éstas, ¿qué edad tenía?».

A los que tienen menos de cuarenta años les parecerá bastante normal, al fin y al cabo, que pase a mejor vida a los cincuenta y cuatro años. A los mayores les invadirá una pequeña inquietud que se disipará pronto.

Lina, destrozada, echará mano del whisky y, como ha ocurrido tantas veces, tendrán que llamar al médico del George V para ponerle una inyección y hundirla en un largo sueño.

Se acostumbrará. Él no le es imprescindible. Maugras se pregunta si no ha sido más bien nefasto para ella y si no se sentirá más feliz, más equilibrada, cuando se quede viuda.

De las tres mujeres que han ocupado un lugar en su vida, sólo una no ha salido mal librada: Hélène Portal, una periodista que sigue trabajando para él y que no quiso casarse.

En su afán de preservar su independencia, no consintió nunca en vivir completamente con él y, durante años, cada cual conservó su casa y su círculo de amistades.

Así es como necesita pensar, serenamente, sin que le espíen, sin que se apresuren a arrancarle de su monólogo interior. No se está sometiendo a un examen de conciencia: tampoco intenta hacer un balance. A ratos, es como si ojease un libro de imágenes al tuntún, sin importarle el orden cronológico.

Esta mañana, poco antes del zumo de naranja y de la picoleta, se ha visto a los diecisiete años, en el Quai Bérigny de Fécamp. Acababa de dejarse bigote, aunque lo conservaría pocas semanas.

Era otoño, finales de octubre o comienzos de noviembre, porque los bacaladeros, la mayoría de vela, empezaban a regresar.

Llevaba un abrigo gris salpicado de motas rojizas, y la lana era de mala calidad, pero aunque fuera de confección se sentía muy orgulloso de él.

El cielo estaba muy encapotado, como es frecuente allá, y el agua de la dársena, casi negra. Había vagones estacionados en la vía, y estaban descargando en batiburrillo el bacalao cuyo olor impregnaba toda la ciudad.

Los marinos, que habían desembarcado por la mañana, se habían marchado a sus casas del brazo de sus mujeres. Éstas los habían esperado en la punta de la escollera, agitando pañuelos no bien había entrado el barco en el canal.

No todos tenían esposa e hijos. Muchos de ellos, que acababan de pasar meses en los bancos de Terranova, estaban ya sentados en los bares del puerto, tomándose un carajillo o una copa de aguardiente.

¿Por qué esa imagen y no otra? Apagada y plana como una postal barata, poseía su misma cruel precisión. Veía cada fachada, los nombres pintados encima de las tiendas y los restaurantes, y una casa, más grande que las otras, que albergaba las oficinas de Firmin Remage, el armador para quien trabajaba su padre.

Era sencillo recordar el año: ¡1923! Hacía cinco años que había acabado la guerra, diez que había muerto su madre, un año y medio que había dejado de ir al instituto Guy-de-Maupassant para entrar a trabajar en el despacho de Raguet, el notario de la Rue Saint-Etienne.

Desde hacía unos meses era además corresponsal de Le Phare du Havre en Fécamp y poseía un carné de prensa con su fotografía, del que se sentía orgullosísimo.

Su padre, aquella mañana, estaba de pie entre los vagones y la goleta que había atracado con la marea, la Sainte-Thérèse, aún recordaba el nombre. Todos los barcos de Monsieur Remage ostentaban el nombre de una santa. Su padre, con un lápiz morado en la mano, contaba los fardos de bacalao que estaban cargando en los vagones.

El motivo de que también él se hallara en el muelle, en vez de estar en el despacho del notario, era que se había producido un accidente a bordo, cuando el barco navegaba aún en alta mar. Un hombre había desaparecido en condiciones sospechosas y la policía había subido a bordo para investigar.

Lo recordaba todo, los mástiles y las vergas, el color negro de los botes con motor amarrados uno al lado del otro; le parecía oír los martillazos en el casco de una barca que estaban construyendo en el muelle del Marne.

Su padre lucía un bigote de un rubio desvaído. Tenía la expresión apacible y grave de un hombre consciente de estar cumpliendo con su deber. Para chapotear en el barro viscoso del muelle, calzaba zuecos lustrados como zapatos.

No era el principal colaborador de Monsieur Remage, sino uno de los más humildes engranajes de la casa; llevaba los libros, como suele decirse, y ganaba menos dinero que los marinos.

René aguardaba, junto a una bita de amarre, a que el comisario de policía acabase de interrogar al capitán del barco para hacerle a su vez unas preguntas.

Era joven. Aparte de la apendicitis, nunca había estado enfermo.

Sin embargo, aquella mañana, precisamente aquella mañana, le había invadido de súbito un desánimo que le parecía irremediable. Miraba la pequeña ciudad gris, los letreros, las goletas y los botes que veía desde niño en las dársenas, el astillero al otro lado de la esclusa, el mar, en lontananza, que se alzaba y se desplomaba con indiferencia; miraba también a su padre, sobrellevando su humildad y su mediocridad con tranquila satisfacción, y, en el lapso de un segundo, descubrió la inutilidad de todo.

Le rodeaba un mundo sin sentido, del que le parecía no formar ya parte, o tal vez nunca había formado parte de él. Lo observaba, ya no desde dentro, sino desde fuera, como si fuese ajeno a él.

¿Para qué?

Estaba seguro, pese a los muchos años transcurridos desde entonces, de haberse formulado la pregunta en esos términos. ¿Para qué? ¿Para qué haberse molestado en estudiar asignaturas que no soportaba porque sabía que tendría que abandonar el colegio antes de acabar el bachillerato? ¿Para qué esas tétricas horas en el despacho del notario Raguet, que siempre se dirigía a él con palabras secas y despectivas? ¿Para qué mandar a Le Phare du Havre artículos de los que sólo publicaban una cuarta parte repitiéndole: «¡Más breve! ¡Aprenda a abreviar!»?

¿Para qué vivir?

Desde entonces, había experimentado varias veces el mismo vacío, precisamente en los momentos en que desplegaba la mayor energía y en que su triunfo era más tangible.

¿Para qué vivir? ¿Para qué reunirse, cada primer martes de mes, en Le Grand Véfour con una decena de personas a las que llamaba sus amigos y que en realidad nada significaban para él?

Cada mes, uno de los comensales elegía el menú y pagaba la cuenta. Salvo Dora Ziffer, la única mujer del grupo, que además se había introducido en él fortuitamente, eran todos personajes ilustres y disponían de saneados medios económicos. Se habían conocido en mitad de sus ascendentes carreras, algunos en sus inicios.

¿No se reunían en realidad para tranquilizarse, para medir mes a mes la distancia recorrida? ¿No establecía secretamente cada uno comparaciones entre él y sus amigos? ¡Tanto es así que se había entablado una competición para ver quién invitaba a la comida más insólita y cara!

En la atmósfera silenciosa del salón del primer piso intercambiaban cumplidos con gran profusión de palmadas en la espalda y abrazos.

«¿Qué tal, muchacho? ¿Cómo está Yolande? ¿Y tu obra de teatro?…»

O tu novela. O tus negocios. O la casa de campo en construcción, el chalé en Cannes, en Saint-Tropez.

Habían desaparecido ya tres. En lo sucesivo irían menudeando los huecos, pues alcanzaban todos la edad ingrata y, en el curso de esas bulliciosas comidas, llenas de buen humor y de bromas aún infantiles, se espiaban pensando: «A éste le han caído los años de golpe. Durará poco…».

¿Le ha tocado a él dejar un lugar vacío en la mesa?

«Trabajaba demasiado. Se estaba dejando la salud…»

«En los últimos tiempos parecía que le urgiera vivir, como si ya presintiera que…»

Besson no dejaría de emitir un dictamen médico: «Estaba a dieciocho de tensión. Yo le avisaba. Le suplicaba que no se tomase el periódico tan a pecho…».

«¿Y qué será ahora de Lina?»

Cambiaban miradas de complicidad. Todos sabían que Lina no era feliz y que su desmesurada afición a la bebida venía a ser como un lento suicidio.

¿Hablarían sobre Lina?

«¿Crees que la quería?»

«En cualquier caso, se desvivía por ella…»

«Me pregunto si alguna vez ha estado del todo equilibrada…»

«Es buena chica…»

«Ha intentado pulirla, como lo intentó antes con Marcelle…»

«Por cierto, ¿qué ha sido de Marcelle?»

«Está de gira. Para ésa no pasan los años…»

«Pues, no andará lejos de los cuarenta y cinco…»

«Cincuenta y dos. Tiene dos años menos que él… Todavía me acuerdo de cuando les nació la criatura… Eran muy pobres y, como no tenían cuna, el bebé dormía en un cajón de la cómoda…»

«Era una niña, ¿no?»

«Nació coja…»

«Él apenas hablaba de ella…»

La conversación no daría para mucho. Cambiarían rápidamente de tema y pasarían a conversar sobre vinos, sobre el plato que acababan de servir, sobre la obra de Julien Marelle o el último alegato de Clabaud, sobre las próximas votaciones en la Academia Francesa de las Letras donde, por mor de sus tres libros sobre Flaubert, Zola y Maupassant, se consideraba el ingreso de Besson d’Argoulet, ya miembro de la Academia de Medicina.

¿Valía realmente la pena tomarse la molestia de vivir? ¿Para qué vivir? ¿Para el periódico, para dos semanarios que alimentaban el gusto más execrable del público, para la emisora de radio cuyo consejo de administración presidía?

¿Para pasar los domingos en Arneville, esos domingos que se asemejaban, en un ambiente menos íntimo, a las comidas en Le Grand Véfour, con la salvedad de que se hablaba más de política y de finanzas?

¿Para su suite en el George V, tan impersonal, pese a su lujo, como una estación de tren o un aeropuerto?

Sigue aprovechando que Mademoiselle Blanche le deja solo para hojear su libro de imágenes y torna a toparse con la página de Fécamp, la del puerto, la mañana en que llegó la Sainte-Thérèse, una página en blanco y negro, más bien en negro y gris. Hay también páginas en color, pero, hoy, se impone la del muelle Bérigny, tal vez porque es la más significativa y porque a través de los años permanece íntimamente ligada a su vida actual.

¿Su vida? Si su boca le respondiese mejor, sentiría la tentación de sonreír. No necesariamente con ironía. Más bien con cierta ternura hacia el joven del abrigo áspero que se ha dejado bigote para parecer más serio.

La escena se le antoja muy próxima. Ha pasado rápido el tiempo y le gustaría hacer un balance de lo que ha quedado.

Están comiendo en la sala grande. Resulta bastante impresionante, porque nadie habla y sólo se oye el ruido de las cucharas o de los cuchillos en los platos.

Las enfermeras, por su parte, estarán hablando en la habitación reservada para ellas; puede que hablen de sus enfermos, y, como él es un hombre conocido, lo que se llama un Parísiense insigne, es harto probable que le estén preguntando sobre él a Mademoiselle Blanche.

¿Se quejará ella de que no muestra ni buena voluntad ni agradecimiento? ¿Les dará detalles íntimos sobre él, sobre su cuerpo, por ejemplo, o su comportamiento?

¿Para qué?, como ya pensaba en el muelle de Fécamp.

Así y todo, se siente bien bajo la sábana; un rayo de sol acaba de alcanzar un rincón de la habitación y el aire palpita levemente a través de la abertura de la ventana.

Por desgracia, se acabó. Reconoce los pasos de la enfermera. Ésta se detiene un instante para encender un cigarrillo, quizá también para imprimir a su semblante esa expresión alegre que forma parte del tratamiento.

Al entrar, bromea:

—¿Me ha echado en falta? ¿No ha necesitado nada?

Sin preguntarle su opinión, retira la toalla que cubre el orinal, levanta la sábana y le desliza el recipiente entre los muslos. ¡Ni siquiera eso depende ya de él!

La primera sesión de ejercicios de rehabilitación pasiva prescritos por el doctor Audoire le decepciona. No se esperaba un milagro, ni una terapia espectacular, pero tan sólo se trata en realidad de levantar unos centímetros su brazo paralizado, apoyarlo de nuevo en la cama, y luego repetir la operación con el antebrazo, con la muñeca y, por último, con la pierna inerte. Al principio, sus ojos han dejado traslucir a pesar suyo su temor, el temor animal ante todo lo desconocido, y Mademoiselle Blanche le tranquiliza:

—Usted déjeme a mí… Le prometo que no le haré daño…

Ella se ha sentado al borde de la cama y, cuando manipula su pierna derecha, el sexo de él queda al desnudo. Le apura sobre todo porque, sin que le aflore ningún sentimiento erótico, y probablemente por causas en cierto modo mecánicas, le sobreviene una semierección. La enfermera no parece advertirlo. Como una profesora de gimnasia, cuenta los movimientos: cinco… seis… siete… ocho…

Al llegar a doce, se detiene y le cubre con la sábana.

—Por hoy está bien… ¿Está cansado?

Deniega con un gesto.

—¿Quiere que le dé papel y lápiz?

Acepta, dócil, sin entusiasmo, sin alegría. Hará lo que le pidan, pero no cree en ello. ¡Si al menos dejasen de tratarle como a un niño! La enfermera quiere empezar ya, demasiado eufórica, mientras él la observa con curiosidad.

—Vamos a tener los dos una pequeña conversación. Yo le hago preguntas y usted me contesta por escrito. Verá cómo se acostumbra enseguida a escribir con la mano izquierda…

Coloca una libreta sobre la cama y le alarga un lápiz.

—Desde ayer, no paran de llegar flores para usted a la recepción. No he querido que las suban antes de hablar con usted. A algunos pacientes les gusta tener las flores en la habitación, a otros no. Vaya por delante que hay muchas y que representan una pequeña fortuna. ¿Qué me dice?

El primer trazo es torpe, zigzagueante, el segundo ya sale más firme y acierta a escribir con palotes: NO.

—¿Le gustaría que fuera a buscarle las tarjetas que acompañan los ramos de flores?

No siente curiosidad por saber quién las ha mandado. Desde la víspera no ha mirado una sola vez los seis claveles amarillos que le ha traído su mujer. Como sea que Mademoiselle Blanche insiste y no se contenta ya con un movimiento de cabeza, escribe de nuevo la misma palabra en el papel.

—¿Qué hago con las tarjetas? ¿Se las guardo para más adelante?

Titubea, empieza trazando una eme, pero le da pereza escribir una frase entera, de manera que, tras tachar la eme, resume su pensamiento con una sola palabra: RÁBANO.

Lo que quiere decir: «¡Me importa un rábano!».

Al leerlo, la enfermera frunce el ceño, aunque al final se echa a reír.

—Es usted un hombre curioso… No hay modo de saber cómo abordarle… ¿Es siempre así en la vida normal?

Maugras aguza el oído, se inquieta al oír en la escalera las mismas pisadas que en el momento del relevo, a las seis y media de la mañana. En esta ocasión los pasos van acompañados de gritos y, al dejarse llevar por ese miedo instintivo, comprende el pánico que le inspira a un perro la cadena. Creía conocer ya la rutina del hospital y tan inesperada barahúnda le desconcierta.

—Sólo son las visitas… —le explica Mademoiselle Blanche—. Los enfermos pueden recibir a su familia y a sus amigos todos los días a las dos de la tarde…

Hombres, mujeres, niños llegados del mundo exterior, con voces y gestos del mundo exterior, invaden la planta, pasan ante su puerta y se desparraman por la sala grande. Durante dos horas los oirá, los verá deambular por el pasillo acompañando a su enfermo.

—Sigamos con nuestro juego… ¡Vamos a ver! ¿Qué pregunta podría hacerle?… A menos que me haga usted una…

¡No! Esta vez no lo escribe, se limita a denegar con la cabeza. De todas formas, las preguntas que le gustaría hacerle serían demasiado complicadas. La enfermera se figuraría que se interesa particularmente por ella y no es así. Le interesa sólo en la medida en que sus respuestas sean al mismo tiempo respuestas a las preguntas que se formula a sí mismo.

Mientras estaba sentada a su lado en la cama para ayudarle a hacer los ejercicios, Maugras se ha preguntado, por ejemplo, por qué ha elegido pasar la vida entre enfermos.

Rara vez se ha topado con una mujer tan espontánea, tan equilibrada, con esa alegría de vivir. Da la impresión de ser tan sana en lo mental como en lo físico. En ella todo es diáfano y saludable.

Tiene unos veinticinco años, la media de edad de las muchachas que trabajan en el periódico, y Maugras sopesa las diferencias entre ellas y la enfermera.

Allá, las más atractivas están como marcadas y carecen de naturalidad, como si, en vez de seguir su auténtico ritmo, hubieran adoptado un ritmo ajeno a ellas. No están en su ambiente. Febriles, sobreexcitadas, viven en un mundo ficticio.

¿Por qué y en qué circunstancias ha elegido Mademoiselle Blanche su profesión? En el caso de su hija Colette, lo entiende. En ella, no. Se pregunta cuál es su personalidad real, adónde va a las seis y media de la tarde, cuando abandona Bicêtre en el coche pequeño que supone que tiene.

No lleva alianza. ¿Tiene novio, o un amante? ¿Vive con sus padres, o sola en un piso de cuya limpieza se ocupa al concluir su jornada de trabajo?

¿Va al cine o a bailar? ¿Se reúne con algún grupo de amigos y amigas?

Emerge en su cerebro un recuerdo, casi chusco, mientras la enfermera guarda el lápiz y la libreta. Trabajaba en el periódico, dos años atrás, una joven taquimecanógrafa de largo rostro estrecho, misterioso y vulgar a la par, como los que se ven en las Vírgenes de yeso de Saint-Sulpice.

Atendía al nombre ridículo de Zulma y apenas se trataba con sus compañeras de oficina, que la habían apodado la Madona y solían hacerla blanco de sus pullas.

Maugras sólo la conocía de haberle dictado unas cartas cierto día en que su secretaria estaba ausente. La había mirado con curiosidad, como miraba ahora a la enfermera, y luego se había olvidado de ella.

Por aquel entonces, en los cabarets de Montmartre, estaba de moda programar una o dos veces por semana una sesión de strip-tease realizada por mujeres no profesionales. Unos amigos le habían llevado, al salir de un estreno, a uno de esos cabarés, y la tercera muchacha que apareció en el escenario resultó ser Zulma, la Madona del periódico. Vestida con un decoroso traje sastre, el rostro lívido y los ojos fijos en el vacío, comenzó a desnudarse.

Maugras se había echado hacia atrás, ocultándose en la oscuridad para no incomodarla. Precaución superflua, porque ella estaba tan concentrada en desnudar progresivamente su pálido cuerpo que no veía nada.

Los números anteriores habían suscitado carcajadas. Con Zulma, el público callaba, y una especie de desasosiego, casi de angustia, fue invadiendo el local, como si todos sintieran que aquello podía cobrar un mal cariz.

Sus movimientos eran torpes, convulsos. Se adivinaba, por sus pupilas vacías, por su ausencia de expresión que estaba realizando, para sí sola, una suerte de rito, o quizá de exorcismo.

Maugras ignoraba si, antes de lanzarlas al escenario, las proveían de ciertos accesorios. El caso es que, cuando se hubo despojado de sus últimas prendas íntimas, Zulma mostró en la parte inferior del vientre un triángulo de lentejuelas plateadas que semejaban escamas de pez. Una estrella, también plateada, temblaba en la punta de cada pecho.

Trabajó un mes más en el periódico antes de despedirse. Nadie supo nada más de ella.

¿Por qué le viene a la mente Zulma, que no tiene nada en común con Mademoiselle Blanche? Le gusta la boca de la enfermera, su labio inferior abultado, la curva de su mejilla y de su nuca.

No la desea. Si fuera capaz, en su estado, de desear a una mujer, optaría por hacer el amor con Joséfa, que forcejearía riendo antes de abrir las piernas.

¿Qué habría ocurrido si, siete u ocho años atrás, hubiera conocido a Mademoiselle Blanche en vez de a Lina? ¿Habría reparado en ella en la vida diaria? Maugras se hace la pregunta sin esforzarse demasiado en contestarla.

Suena el teléfono en el pasillo. Lo coge alguien. Asoma una cabeza de mujer en el quicio de la puerta.

—Es para usted —anuncia a la enfermera.

La sigue con los ojos, pensativo, disgustado consigo mismo, disgustado de que le arranquen una vez más de su ensimismamiento. Mademoiselle Blanche regresa de inmediato.

—Madame Maugras está al teléfono y pregunta si le gustaría que viniese a verle esta tarde.

¡Como cuando estaba en el periódico! No pasaba nunca por su despacho sin antes telefonearle para pedirle permiso.

Permanece un largo rato inmóvil, dudando. Lina aborrece las habitaciones de enfermos, los entierros y hasta las bodas. Considera su deber acudir a Bicêtre porque las normas dictan que hay que ir a ver a un marido que está en el hospital.

La víspera, al no poder pedirle a él autorización, solicitó la de los médicos. Si vuelve hoy, la cosa se convertirá en un hábito y se presentará cada tarde en el hospital.

Al final, niega con la cabeza.

—¿Está usted seguro?

Parece sorprendida y un tanto desconcertada.

—Entonces le diré que se encuentra usted cansado. No, que se inquietaría… Le diré que está a punto de llegar el doctor…

Cuando regresa, está un poco pensativa. Se sienta en su lugar habitual, junto a la ventana, y, tras mirar largo rato hacia afuera, le pregunta:

—¿Hace tiempo que está usted casado?

Maugras muestra primero los cinco dedos de la mano izquierda y luego dos.

—¿Siete años?

¿Notó, la víspera, que su mujer estaba algo bebida? ¿Comprendió, en su calidad de enfermera, que algo fallaba, que la excitación de Lina no era natural, que su mirada traslucía una inquietud latente, como si donde quiera que fuera se sintiese desplazada?

Tras varios minutos de silencio, le hace otra pregunta, siempre vuelta hacia el patio.

—¿La quiere usted?

¿Olvida que no puede hacer uso de sus cuerdas vocales? Su silencio la sorprende y, cuando decide volverse hacia él, Maugras torna a asentir con la cabeza.

En realidad, es verdad y no lo es. Ni Lina ni él saben en qué punto de su relación están. Dos meses atrás, sin ir más lejos, tuvieron una escena violenta, al regresar de una de las escasas cenas a las que llevaban tiempo acudiendo juntos.

Ella estaba borracha. Él había bebido más de lo habitual, aunque mucho menos que ella, y creía estar sereno.

Poco importa lo que se dijeran. El sentido de las palabras era lo de menos. Cada uno, por su parte, estaba convencido de que había echado a perder su vida por culpa del otro. Con la diferencia de que Lina se formulaba esos pensamientos de otra manera: ella se acusaba de hacerle sufrir, lo que no era sino un modo encubierto de autocompadecerse.

Por la mañana, él acudió al periódico como de costumbre. Nunca regresa a comer. No se ven hasta la noche, en un bar o en un restaurante, y sólo pasan por la Residencia si tienen que cambiarse.

A las ocho de la tarde ella estaba en la cama, y la enfermera del George V, sentada junto a ella en la penumbra. No volvieron a hablar de esa noche. Así y todo, en aquella ocasión, la palabra divorcio fue pronunciada por primera vez Y. por primera vez también, Maugras creyó ver odio en los ojos de su mujer.

«Por el hecho de dirigir un periódico importante y que la gente te haga la pelota, te crees un gran hombre y piensas que te lo puedes permitir todo…»

Utilizó las palabras más hirientes. A los pocos minutos, se arrojaba a sus rodillas echándose la culpa de todo…

Son esas noches en que uno, por un sí es no es, acaricia la idea del suicidio. De haber tenido a mano un arma, tal vez se hubiera suicidado. La vida se le antojaba tan vacía, tan absurda como aquella mañana en Fécamp.

Desde la mañana gris del regreso de la Sainte-Thérèse, había trabajado como un loco, a tal punto que Besson d’Argoulet, alarmadísimo, en cada revisión le aconsejaba que se tomase el trabajo menos a pecho y se liberase de parte de sus responsabilidades.

¿Qué tendría ahora si no se hubiera tomado las cosas tan a pecho, aun sin creer en ello?

Se parece a la pregunta de Mademoiselle Blanche:

«¿La quiere usted?».

Sólo ha podido contestar que sí. Tal vez sea verdad. Tal vez sea ése el amor que es capaz de dar un hombre.

Desde hace dos meses, Lina y él casi se rehúyen; evitan permanecer a solas y sobre todo hablar de ellos. Ella bebe más. Eso a él le preocupa, pues teme que Lina caiga en una nueva depresión que podría ser más grave que la primera. Le da miedo su mirada, una mirada de ser acorralado, u obsesionado por una idea fija.

Lina parece rehuir un pensamiento que le oculta celosamente. ¿Acaso no ha huido él también de algo durante toda su vida? Desde Fécamp. Desde que sintiera por primera vez el vacío a su alrededor.

Mademoiselle Blanche sigue pensativa y silenciosa. ¿Piensa todavía en Lina? Ambos permanecen inmóviles un largo lapso de tiempo durante el cual él, a pesar del estruendo que arman fuera, ya no oye las idas y venidas del pasillo. Está muy lejos de allí. Sería incapaz de decir en qué piensa. Llega a olvidar que está acostado en una cama de hospital, y se sobresalta cuando ve, con la mirada turbia, que Besson, elegante y desenfadado, entra en la habitación.

—Bueno… ¿Cómo va eso?… ¿Desanimado?…

La mirada del médico busca la suya y se esfuerza en calar en su interior.

—Me ha telefoneado tu mujer cuando salía de la consulta… Le preocupaba que no quisieras verla hoy… Le he explicado que, hasta pasados unos ocho días, seguirás teniendo altibajos…

¡Y dale! Por lo visto conocen su estado de ánimo día a día, y tan bien como su estado de salud. ¿Cómo es que no lo tienen anotado ya en la hoja que cuelga al pie de la cama, a la que Besson se limita a lanzar una mirada distraída antes de ir a sentarse a su cabecera?

Mademoiselle Blanche, que se ha levantado al entrar el doctor, espera un instante por si la necesita, y luego se retira discretamente.

—Ahora, muchacho, tú y yo vamos a vernos las caras…

Besson ha soltado esa frase con un tono falsamente jovial, propio de comedia ligera, y Maugras, que le mira con la misma frialdad lúcida con que miraba hacía un rato a Audoire, descubre que la eminencia médica cubierta de medallas no es, al fin y al cabo, más que un personaje grotesco.