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Todavía es de noche, pero nada permite adivinar la hora. Lo primero que siente es angustia, pues se cree solo en la habitación únicamente iluminada por un halo de luz amarillenta procedente del pasillo, y que penetra a través de la puerta acristalada. Piensa que está solo porque esa puerta está entreabierta, como si sólo le vigilara, de lejos, la enfermera de la planta.

Cuando vuelve un poco la cabeza, advierte que se ha equivocado, que alguien duerme en una cama plegable colocada entre su propia cama y la pared. No alcanza a distinguir los rasgos, sólo el cabello pelirrojo, y de pronto recuerda a la enfermera nocturna que le presentaron la noche anterior. Joséfa es alsaciana y tiene un acento muy marcado. Es menos guapa, menos risueña que Mademoiselle Blanche. Bajo el uniforme, se adivina un cuerpo carnoso, incitante, y sus pechos se marcan a través del tejido almidonado. René tenía una tía, hermana de su madre, cuyo cuerpo era igual de firme y de terso, y también ella tenía rasgos regulares pero sin encanto alguno.

No vio acostarse a Joséfa. Ignoraba que hubiera una cama plegable en la habitación. Seguramente la habrán traído mientras dormía, pues se sumió en un profundo sopor tan pronto le pusieron la última inyección. ¿Una inyección de qué? No se lo dijeron. La víspera, le pusieron varias, y cada vez anotaban unas palabras, o signos convencionales, en la hoja de constantes colgada al pie de la cama.

A tenor de los ruidos del exterior, la noche está tocando a su fin. Se oyen numerosos camiones en la avenida que arranca de la Porte d’Italie y cruza los suburbios para convertirse en la Nacional 7. Ha pasado por esa avenida cientos de veces, camino de la Costa Azul; nunca le ha preocupado saber su nombre. Tampoco recuerda si el mercadillo que se alinea en las aceras funciona todos los días o varias veces por semana; aparte de los puestos de alimentación, montan tenderetes de los que cuelga ropa.

Él está ahora muy cerca de allí, a apenas unos cien metros del hospital. Al pasar, más de una vez ha echado una ojeada a los edificios grises que circundan un amplio patio interior ante cuyo portal montan guardia, como en un cuartel, hombres de uniforme. Siempre ha pensado que sólo internaban allí a ancianos, a enfermos incurables que se divisaban en el patio, solitarios o formando pequeños corros silenciosos. Y también a locos. ¿O acaso no es Bicêtre al mismo tiempo hospital y establecimiento psiquiátrico?

No le humilla estar allí, ni tampoco le asusta. Aunque le ha quedado un extraño regusto en la boca, el anestésico de la víspera le deja la mente ágil y despejada e, inmóvil, en la cama, juega a seguir un rato las ideas que le cruzan por la mente, a rechazarlas, a mezclarlas para separarlas de nuevo.

No son pensamientos trágicos. Contrariamente a lo que deben de imaginar las personas que le rodean, no está angustiado; al revés, juraría que jamás ha gozado de una serenidad comparable a la actual.

Sólo que es una serenidad especial, que le costaría definir y que no se esperaba.

¿Cómo habría reaccionado, unos días atrás, el martes por la mañana sin ir más lejos, si le hubiesen anunciado: «Dentro de unas horas dejarás súbitamente de ser un hombre normal. No podrás andar ni hablar. Tu mano derecha será incapaz de escribir. Verás ir y venir a gente a tu alrededor sin poder comunicarte con ellos…»?

No ha tenido nunca perros, ni gatos. En el fondo, no le gustan los animales, quizá porque nunca se ha parado a mirarlos ni ha intentado comprenderlos. De pronto le viene a la memoria su mirada, que presumiblemente trata de expresar algo sin conseguirlo.

No está amargado. Y, si se analizase en lo más hondo, descubriría que no echa de menos nada. ¡Al contrario! Rememora su vida pasada, expresamente, su última mañana, la del martes, y le sorprende haber llevado esa existencia, haberle concedido importancia, haber representado un papel que se le antoja pueril.

Como para plasmar su estado de ánimo, evoca un cuadro de la época en que todavía tenía tiempo para visitar galerías de arte. Es un lienzo de Chirico que representa a un personaje en cierto modo sintético, un maniquí al que le han endosado una cabeza de madera, envuelta en una fría luz lunar.

Bajo una misma luz implacable se le aparece su último día vivido como hombre supuestamente normal. En París, ocupa, desde hace ya unos años, una suite del ala del George V reservada a los clientes que se alojan allí durante bastante tiempo y que llaman la Residencia. De ese modo su mujer se ahorra las faenas domésticas.

Lina intentó llevar una casa en la Rue de la Faisanderie. Le puso buena voluntad y energía pero, al cabo de dos años, estuvo en un tris de sufrir una depresión nerviosa. En un tris, no. Sufrió una auténtica depresión nerviosa y durante semanas se negó a salir de su habitación, donde vivía a oscuras día y noche.

No fue culpa de Lina, fue culpa suya; él la eligió, imponiéndole su tipo de vida.

Vino a verle la víspera, cuando le subieron de rayos X. No había salido todavía de la nebulosa de la narcosis y se sentía aún más indiferente que ahora.

Con todo, observó que llevaba un vestido de seda negra debajo de la gabardina forrada de visón. Está de moda en los ambientes que frecuentan, sobre todo en los que frecuenta Lina: por una especie de paradójico esnobismo, se oculta el costoso visón tras una tela de apariencia corriente.

Serán cerca de las seis de la mañana. La noche empieza a disiparse y se ve la niebla pegada a las ventanas.

La víspera conoció a la enfermera jefe, que fue la que hizo pasar a Lina a la habitación. No le gusta esa mujer. Ronda los sesenta, tiene el cabello gris, el rostro casi igual de gris y aún más inexpresivo que el de Audoire.

¿No es puro mimetismo? ¿No copia al gran jefe? Estaba plantada en medio de la habitación, que no es grande, y poseía tal presencia, como ciertos actores, que anulaba todo lo demás. Su mirada tranquila inspeccionaba, sopesaba, criticaba.

Es un monolito que podría soportar el peso del hospital.

Lina, impresionada, dudó antes de inclinarse sobre él para darle un beso y, como ya imaginaba René, olía a alcohol. Seguro que se había tomado un whisky antes de abandonar la Residencia George V y juraría que, al acercarse al hospital, le había ordenado a su chófer, Leonard, que parase para soplarse otro.

Una vez más, no se lo echa en cara. Está acostumbrado. Todavía el martes, aquello le parecía natural, como todo lo que hacía él mismo. Cada uno tiene su habitación y su cuarto de baño, y el salón constituye un terreno neutral.

Era un arreglo necesario, pues raramente se acuestan a la misma hora y Lina se levanta tarde, mientras que Maugras, a las ocho y media de la mañana, se mete corriendo en el Bentley, que le espera abajo para llevarle al periódico.

Siempre va con prisa. Hace años que va con prisa. Ni se molesta en contemplar el espectáculo de la calle. Apenas repara en si hace sol o si amenaza lluvia. Arrellanado en el fondo del coche, trabaja, echando una primera ojeada a los diarios de la mañana y subrayando artículos con un lápiz rojo.

Es un hombre importante y, el martes, todavía tenía conciencia de ello. Sus gestos, su voz, sus frases breves, el modo con que miraba a sus interlocutores sin verlos eran de un hombre importante; le telefoneaban ministros con familiaridad teñida de respeto y, en los momentos de crisis, el presidente del Gobierno no dudaba en pedirle que acudiera a Matignon.

Recibía a ministros, dirigentes de partido, banqueros, académicos y artistas en su finca de Arneville, un auténtico château, más exactamente una casa de recreo construida en el siglo XVIII por un recaudador de impuestos.

«Buenos días, señor director…»

La cosa empezaba con el conserje del periódico y seguía con el botones del ascensor y los ordenanzas.

«Buenos días, Monsieur Maugras…»

Llegaba a la planta de la redacción y el tono cambiaba, pasaba a ser menos afectado:

«Buenos días, René…».

Se reunía con Fernand Colère, su redactor jefe, que tenía la misma edad que él y era ya colaborador suyo cuando, a los veinticinco años, Maugras dirigía la sección de crónicas mundanas de un pequeño periódico, ya desaparecido, que se llamaba Le Boulevard.

Estaba convencido, todavía el martes, de que Colère era de una fidelidad a toda prueba y de que, por admiración, le había dedicado prácticamente su vida. ¿No podía pedirle lo que fuera? ¿No se limitaba Colère a agachar la cabeza cuando el jefe, exasperado por un error, un olvido, un desliz en la compaginación, le dirigía los reproches más humillantes?

De pronto ve a su redactor jefe bajo otra luz, que se asemeja a la del cuadro de Chirico. Ya no es un gordo bonachón, un poco apático y desaliñado, sino un testigo que le ha seguido paso a paso durante treinta años y que, bajo una aparente sumisión, oculta envidia y odio. Es la persona que mejor le conoce, que lo sabe casi todo de él, que debe de tenerlo todo grabado en su cerebro.

A Maugras le sorprendió verle llegar casi inmediatamente después de Lina, quien le trajo no sólo flores, sino un jarrón de cristal de cuello estrecho. Las flores, como siempre, sus preferidas, son claveles amarillos. Había sólo seis, porque a él no le gustan los ramos. Su secretaria coloca cada mañana sobre su escritorio una sola flor. Lina pensó que en el hospital no tendrían un jarrón lo bastante estrecho para contener seis claveles y trajo uno del George V.

¿Cuántos años llevan juntos? ¿Siete? ¿Ocho? Durante todo ese tiempo ha estado convencido de que la quería. Sin embargo, ayer la miró sin emoción, casi con los mismos ojos con que miró a la enfermera jefe y luego a Fernand Colère.

—Pierre me da noticias tuyas varias veces al día…

Pierre es Besson d’Argoulet. Lina lo llama también por su nombre. Le gusta llamar a la gente por su nombre, sobre todo si es gente famosa.

—Hasta ahora me había prohibido que viniera a verte. Parece ser que el doctor Audoire ha dado órdenes estrictas… Me las he visto negras para llegar a tu habitación…

Ése fue el monólogo de Lina y, en cuanto entró Colère dio dos pasos hacia la ventana, para cederle el sitio junto a la cama.

—Bueno, René, ¿o sea que te gusta asustar a los amigos?

Colère hablaba con un tono falso. Todos hablan con un tono falso, Besson, Lina, Joséfa y hasta Mademoiselle Blanche, y eso que a ella la siente más afín a él.

El martes, en el periódico, mientras le trasladaban a la clínica de Auteuil, seguro que su redactor jefe se puso a preparar febrilmente una primera plana de reserva, tal vez enmarcada en negro, con un titular a cinco columnas, su retrato y una nota necrológica.

¿A quién le pedirían la nota? Seguro que a uno de los de Le Grand Véfour, preferentemente a un académico, como Daniel Couffé, y ya le parecía estar viendo cómo éste se ponía a redactarla en el salón donde comían. La cosa urgía. Un ciclista del periódico esperaba la nota en el pasillo para llevarla no bien Couffé acabara.

Está casi seguro de que no han tirado la página, ya que puede servir en el momento menos pensado.

—¿Sabes que no es fácil llegar hasta aquí, René?

Casi las mismas palabras que Lina:

—Menudo cordón han montado abajo…

Casi había olvidado que, durante los días que ha pasado primero en coma, y luego sumido en un vago letargo, la vida no se ha detenido, la gente ha hablado de él, ha preguntado por su salud, ha intentado verle.

La cosa ni le agrada ni le desagrada. Como le trae sin cuidado observar que también Colère va vestido de negro, o de gris muy oscuro, preparado para cualquier eventualidad. ¿Ha pensado lo mismo Lina a la hora de elegir el vestido? ¿Ha pensado que, si se produce de repente el evento, los fotógrafos la ametrallarán con sus cámaras?

—Sólo me dejan verte unos minutos… Sé por los médicos que todo va bien y que dentro de pocas semanas podrás andar… Así que te doy las noticias a salto de mata, porque te conozco y sé que estarás sufriendo por el periódico…

No es cierto. No ha pensado en él ni una sola vez.

—He creído responder a tus deseos no anunciando el pequeño accidente, y he dado un telefonazo a los otros periódicos para pedirles que no digan nada… He llamado también a France-Presse y a las dos agencias americanas… Hasta ahora todo el mundo ha seguido la consigna… Luego he reunido a todos nuestros colaboradores y…

Lina, de pie, miraba a través de la niebla el tejado gris de un ala del hospital que René alcanza a ver desde la cama. Un tejado de pizarra, abuhardillado, que parece el de un palacio de la época de Luis XIV. Bicêtre también data de esa época.

—Parece ser que, la noche del martes, se congregaron cerca de cincuenta reporteros y fotógrafos en el patio y bajo el portalón… A pesar de la discreción que han mantenido la prensa, la radio y la televisión, no dejan de llegar telegramas al periódico y aquí. Se reciben tantas llamadas que, abajo, se quejan de que las líneas están saturadas y no pueden atender a las llamadas urgentes…

Si Colère pensaba que iba a alegrarle o animarle contándole aquello, se equivocaba. A Maugras le dejó frío, y con la misma indiferencia, esta mañana, en la penumbra de la habitación, se esfuerza en imaginar los detalles de su entierro.

Suena una campana. Un solo toque. La media. ¿De qué hora? No ha sonado en el hospital, aunque debe de haber una capilla, sino a doscientos o trescientos metros, al otro lado de la avenida, donde cada vez afluyen más camiones de carga, mezclados con los autobuses que recorren el extrarradio. Seguramente habrá por allí cerca una iglesia o un convento, presumiblemente una iglesia, porque las campanas de los conventos suelen tener un sonido agudo.

Conforme se hace menos densa la oscuridad, empieza a oír ruidos en la sala grande, al fondo del pasillo, cuya puerta debe de estar abierta. Es un ruido confuso e intermitente. Enfermos que van despertándose uno tras otro y, mientras esperan la hora, se revuelven en la cama.

Pasa una enfermera, luego otra. En la zona que queda enfrente de la sala, se oyen muy pronto voces, un entrechocar de tazas y platos, y llega hasta él el olor del café.

Joséfa se mueve a su vez, se incorpora silenciosamente y enciende una linterna para mirar la hora en su reloj de pulsera. La ve acostarse de nuevo, permanecer tumbada de espaldas como si se concediera un breve descanso extra, y terminar levantándose. Maugras cierra de inmediato los ojos, pero ha tenido tiempo de ver que ha dormido vestida.

Adivina que dobla la manta y las sábanas. Un chirrido le informa de que está cerrando la cama y empujándola al interior de un armario empotrado cuya existencia ignoraba hasta ahora.

Joséfa se inclina sobre él, le coge delicadamente la muñeca para tomarle el pulso. Huele a sudor. Maugras reconoce el olor especial de cuando se duerme vestido. No tiene ganas de reanudar el contacto con el mundo exterior y finge dormir.

La enfermera sale por fin de puntillas. Se abre y se cierra una puerta. Un ruido de cisterna y, tras un silencio bastante largo durante el que sin duda se empolva un poco la cara, la puerta se abre de nuevo y Joséfa sale a reunirse con las enfermeras que han hecho el turno de noche y están tomando café.

Así comienza a descubrir la rutina del hospital. Eso le mantiene ocupada la mente y sobre todo le demuestra que su cerebro y sus sentidos están menos embotados que la víspera.

Otro descubrimiento: el movimiento espasmódico, tan angustioso, de su mejilla, ha desaparecido casi por completo. Puede mover los dedos de la mano izquierda, bajo la sábana. Logra incluso levantar esa mano, doblar el codo, y, un poco más tarde, mueve la pierna.

Por el contrario, lo intenta con el lado derecho sin conseguirlo.

Aprovechando que está solo, se esfuerza en hablar, emite un sonido agudo que recuerda el maullido de un gatito.

Al otro lado de la ventana ve surgir ya la misma niebla que la víspera y no tarda en vislumbrarse el tejado de pizarra. Están iluminadas dos ventanas y, tras una de ellas, una mujer se viste con gestos precipitados.

Dos coches penetran en el patio y aparcan al pie del edificio central, donde él se encuentra. No lejos de su habitación hay una escalera cuyos peldaños crujen. El reloj de la iglesia toca seis veces y al poco suenan las campanas que anuncian la primera misa.

Comienza a rebullir la gente a su alrededor, todavía a cámara lenta. Se oye arrastrar cubos de basura por el pavimento. Suena un timbre débilmente, bastante lejos, a no ser que se trate de un despertador, y en las cocinas, situadas en la planta baja o en el sótano, alguien organiza un gran estrépito moviendo enormes cacerolas.

Eso le recuerda el periódico, a primera hora de la mañana, cuando los equipos se relevan en la sala de linotipias, los compaginadores se acomodan ante la platina, los tipógrafos ante las cajas y, en la redacción, periodistas y mecanógrafas de día sustituyen a los de la noche.

Desconoce a qué hora se opera aquí la transformación. Cuando oye los pasos de Joséfa, cierra los ojos una vez más para que no le moleste. La enfermera se aproxima para observarle de cerca. Ya no huele exactamente igual. Aprovechando el respiro que él le deja, sale al pasillo y enciende un cigarrillo.

No tarda en enterarse de que el relevo tiene lugar a las seis y media, a la misma hora en que despiertan a los enfermos. La gente empieza a andar de aquí para allá, a abrir puertas y dar portazos, y Maugras descubre que en su planta, que le había parecido silenciosa los días anteriores, es en realidad animada y ruidosa. Hace ya varios minutos que desfilan sombras de enfermos tras la pantalla de la puerta cuando Joséfa, que ha acabado de fumarse el pitillo, le desliza un termómetro bajo la axila izquierda.

Pasos rápidos, muy nítidos, acompasados, en el pasillo, pasos que contrastan con los silenciosos deslizamientos que se oyen durante todo el día. Se detienen ante la puerta siempre entreabierta, que se abre más, y Maugras, a través de los párpados entornados, que le dan la sensación de hacer trampa, reconoce a Mademoiselle Blanche elegantemente vestida.

Le hace una seña a Joséfa, ésta la sigue y ambas, hablando a media voz, se alejan por el pasillo y se dirigen al vestuario, donde la enfermera se muda y cambia sus zapatos con tacón de aguja por otros planos. Debe de tener un coche pequeño, que Maugras imagina de color claro, azul o verde pálido.

Regresa sola. Coge el termómetro. Él no ha tenido tiempo para cerrar los ojos, y ella advierte que está despierto.

—¡Buenos días! —exclama alegremente—. Me han dicho que ha pasado usted buena noche. Si se porta bien, luego intentaré darle un zumo de naranja…

¿Por qué le habla como a un niño? Es inteligente y sabe que él también lo es. De haberse encontrado en otro sitio, se habría dirigido a él con deferencia y no se le hubiera ocurrido pronunciar unas palabras tan estúpidas como: «Si se porta bien…».

No reacciona, se limita a seguirla con los ojos mientras ella consulta la hoja colgada al pie de la cama y apunta en ella su temperatura. Es el único que ignora lo que aparece anotado en ese papel, a pesar de que le atañe más que a nadie.

En definitiva, se ha convertido en un objeto. Al parecer, es una costumbre el dejar la puerta entreabierta, no sólo la suya, sino la de la sala grande, cuyo rumor llega hasta él.

De pronto, un hombre de cierta edad, embutido en un batín de gruesa lana violeta, empuja la puerta acristalada para mirarlo con curiosidad. ¿Será un hemipléjico convaleciente? A juzgar por sus ojos vacíos y la lentitud con que mueve la cabeza, parece más bien un enfermo mental. Mademoiselle Blanche no le presta atención y, tras permanecer allí, silencioso, durante cerca de un minuto, el curioso personaje se va como ha venido.

Pasan unos carritos cargados con enormes bidones que hacen ruido. La puerta se abre una vez más y entra la enfermera jefe seguida de un joven médico interno.

—¿Todo bien? ¿Ha pasado buena noche?

Las preguntas no van dirigidas a él. Cierto que sería incapaz de contestar. Mademoiselle Blanche alarga la hoja prendida en una tablilla de madera. La enfermera jefe la lee y se la pasa al médico, que no hace ningún comentario. Ambos se acercan al trípode que aguanta el recipiente de dextrosa, al que le conectan de nuevo.

—¿Cree que puedo llamar al peluquero para que le afeite? —pregunta Mademoiselle Blanche.

No se le ha ocurrido pensar en su barba, que habrá crecido en cuatro días, máxime porque la tiene muy cerrada y es moreno como su madre. Ellos lo han pensado por él y no se lo agradece especialmente. Nota que tales atenciones son impersonales, que él no es más que el ocupante más o menos temporal de una cama y que los ritos serían idénticos con cualquier otra persona. Tal día: electroencefalograma… Tal otro: punción lumbar… Tal otro: radiografía… Luego, la barba y el zumo de naranja…

Si Besson d’Argoulet no fuera más amigo que médico, a buen seguro nadie le habría hablado de su enfermedad, sino que se habrían limitado a recomendarle calma y confianza.

Besson le ha informado de cuanto ha podido, amablemente, y, con el ajetreo que lleva, debe de ser no poca complicación para él cruzar todo París para llegar hasta la Porte d’Italie.

—Ya va siendo hora de que le aseemos un poco… Esta mañana, al venir para acá, he pensado que podría traerle una radio pequeña… Estoy segura de que el doctor no le verá inconveniente y así se distraerá…

No le apetece escuchar la radio. No le apetece distraerse, y la enfermera hace mal pensando por él. La vida exterior no le interesa. Le basta observar lo que ocurre en su entorno inmediato, las idas y venidas por el pasillo, los ruidos de la planta, que empieza a conocer.

Aunque no sea alto, ni tampoco pueda decirse que sea gordo como Colère, su cuerpo es bastante adiposo y pesa sus ochenta kilos. Así y todo, Mademoiselle Blanche, que no pesa más de cincuenta, lo vuelve a un lado y a otro sin dificultad, lo lava de la cabeza a los pies y consigue cambiarle la sábana por debajo sin molestarle.

La hora del aseo es la más antipática del día, y cierra los ojos porque le da vergüenza. No es guapo, ni de tipo ni de cara. Nunca lo ha sido. De joven, tenía ya las mismas líneas indefinidas, una cara fofa y una nariz que parece inconclusa. La cosa le ha mortificado más de una vez, pero, desde que es un hombre importante, piensa menos en ello; es más, por desafío, aceptaría ser francamente feo.

Sólo allí, mientras la enfermera le lava y le frota con la esponja, reaparecen sus pudores de adolescente.

—Tengo que friccionarle con alcohol… He pensado que preferiría colonia y, como de momento no tiene usted, he traído este frasquito…

Debería darle a entender que se lo agradece, pero no se decide a hacerlo. Ni ella ni los demás pueden comprenderlo. Creen sin duda que está amargado y que piensa que todo el mundo ha de estar pendiente de él porque dirige el periódico más importante de París y dos semanarios. Es falso. La verdad es mucho más compleja y no tiene explicación.

Además, no le hace gracia que su cama y su habitación huelan de pronto a colonia en vez de ese olor velado pero no desagradable de la enfermedad y los medicamentos. Es en cierto modo como si quisieran engañarle. ¿Le hace feliz que vengan a afeitarle? No está seguro.

—Descanse, que yo mientras tanto telefonearé al peluquero para ver si está disponible…

¡El peluquero de los incurables, de los paralíticos, de los locos y de los muertos! Ya es totalmente de día. La niebla se ha difuminado un poco y está a punto de salir el sol. Dos muchachas vestidas con una bata azul, que hablan italiano entre sí, irrumpen en la habitación cargadas con cubos y cepillos y, sin mirarle, sin mostrar la menor curiosidad, proceden a realizar su faena diaria.

Cuando se presenta por fin el peluquero, la habitación está limpia, el agua del jarrón cambiada y penetra aire fresco por una abertura de la ventana. El hombre, bastante mayor, parece también un enfermo incurable. Tal vez lo sea. Los dedos amarillentos le huelen a nicotina; tiene los dientes picados y trabaja en silencio, con inquietante concentración.

—Supongo que no hay que cortarle el pelo.

Mademoiselle le indica que no con un gesto. El hombre, con su maletín en la mano, parece esperar algo; la enfermera acaba entendiendo y saca un billete del bolso.

—Se me olvidaba la propina… —le explica a Maugras cuando se quedan solos—. No se preocupe, que ya haremos cuentas más adelante…

Le choca el detalle: no puede pagar ya nada por sí solo, y en cierto modo viene a ser como si no tuviera dinero. Varias veces ha soñado lo mismo; estaba en una ciudad desconocida y, al hurgarse en los bolsillos, se daba cuenta de que no llevaba un céntimo…

Su mujer no estará levantada. ¿Habrá salido la víspera? Es posible que se haya quedado en el hotel, porque está mal visto alternar por restaurantes y cabarets cuando se tiene al marido en el hospital. Si es así, habrá invitado a alguna amiga, probablemente a varias. Es incapaz de quedarse sola una hora. Y la botella de whisky, rodeada de vasos, descansa permanentemente en el velador. Se la lleva cuando va a su habitación y a veces al cuarto de baño.

La víspera le preguntó, muy deprisa y en voz baja, como si se metiese en asuntos ajenos:

—¿Quieres que llame a Colette?

Debió de comprender su gesto porque no insistió. Colette es la hija de Maugras, nacida de su primer matrimonio, cuando contaba veintitrés años, o sea, que ahora tiene treinta y tres, cinco más que su madrastra.

Las dos mujeres no se han visto nunca, pero de eso no tiene la culpa ninguna de las dos. La culpa es de él.

Cuando se divorció, le pareció elegante dejarle a la madre la custodia de la niña, que entonces no tenía más que tres años. Colette vivía ya en el campo, lejos de París, en casa de una pariente ya anciana, que aborrecía a Maugras. Fue a verla alguna vez, sin excesivo entusiasmo, porque le recibían mal. El viaje era largo. Vivía la época más difícil e importante de su carrera…

Colette es coja de nacimiento. La han operado en una ocasión sin éxito. Varios médicos, uno tras otro, han probado con ella los aparatos ortopédicos más perfeccionados. Además, por desgracia, se parece a su padre; tiene su misma complexión y su rostro un poco irregular.

Una o dos veces al año, va a verle al periódico, porque pasa por el barrio y, como ambos saben que no tienen nada que decirse, esas visitas resultan más penosas que agradables.

No le pide nada, ni acepta nada de él. Vive sola, en una calle obrera de Puteaux, trabaja en una escuela para niños deficientes fundada por una especie de apóstol, el doctor Libot, de quien su padre sospecha que está secretamente enamorada.

La carrera de su padre no la impresiona en lo más mínimo. Tampoco ve a su madre, que se ha convertido en una actriz conocida y ha visto cumplida su ambición, ya que a los dieciocho años asistía a las clases de Dullin, en el Atelier.

Al igual que al doctor Libot, a Colette le gusta ir de santa. Maugras se pregunta, con todo, si para ella no sería una especie de venganza, con su pie deforme y su cuerpo hombruno, verle a él reducido a la inmovilidad y a un silencio ridículo.

Descubría un cuerpo consumido por la fiebre, malformaciones, escaras, mientras Besson, con la voz que utilizaba en la cátedra, desgranaba sus observaciones y los alumnos tomaban notas.

El grupo se desplazaba lentamente de una a otra cama y le seguían las miradas de los pacientes, algunas apenas humanas, que no traslucían ya sino un temor animal. Cada cual aguardaba su turno, aguzaba el oído, se esforzaba en entender los comentarios del médico, tan incomprensibles como si éste hablara en latín.

Con todo, Besson se mostraba humano. Conocía a la mayoría de sus enfermos por su nombre, los interpelaba con familiaridad.

—¡Hombre! Aquí tenemos a mi viejo amigo; a ver qué montón de preguntas me hace hoy…

A veces les daba un golpecito en la mejilla o en el hombro, sobre todo si sabía que la cama probablemente se quedaría vacía, o habría otro ocupante cuando realizase su siguiente visita.

A Maugras le asusta pensar que el grupo de batas blancas irrumpirá luego en su habitación. Deben de traslucirlo sus ojos, porque Mademoiselle Blanche, pendiente de sus reacciones, le tranquiliza.

—No tema. El doctor nunca entra con sus alumnos en las habitaciones privadas. Puede que le acompañe su ayudante, aunque lo dudo…

Si no le fallan las cuentas, es viernes. Lo anota, como anota en su memoria todo lo que descubre de la vida del hospital. No le atañe personalmente, pero constituye un ejercicio para él.

—Ya no tardará —anuncia la enfermera, que ha salido al pasillo a echar un vistazo—. Los viernes —¡luego no se ha equivocado!— la visita dura más tiempo. La de los martes es la más larga…

Toma nota: los martes…

Mademoiselle Blanche se retoca un poco el pelo ante el espejo, y como ese espejo, que cuelga encima del lavamanos, está a la izquierda de la cama, le roza con la bata.

Audoire entra solo en la habitación, mientras sus alumnos transitan por el pasillo y se van Dios sabe adónde, organizando casi tanto escándalo como los colegiales al salir de clase. El doctor le saluda con un ademán, sin molestarse —como Besson— en sonreírle, y su primera mirada es ya profesional.

Mademoiselle Blanche le alarga la hoja, que el médico le devuelve de inmediato como si ésta no pudiera informarle de nada, como si el curso de la enfermedad estuviera determinado de antemano. Al acercarse a la cama, murmura para sí, más que para su paciente:

—Vamos a ver…

Maugras lleva una chaqueta de pijama con sus iniciales bordadas, que han debido de traerle del George V, pero aún no le ponen el pantalón. Audoire saca un pequeño martillo del bolsillo y le golpea las rodillas y los codos; acto seguido, le rasca la planta de los pies con un instrumento puntiagudo. Repite la operación dos o tres veces con expresión atenta.

—¿Le han dado Sintrom?

—Ayer a las nueve de la noche. Le estaba esperando, doctor, para preguntarle si puedo darle un poco de zumo de naranja…

Audoire se encoge de hombros sin contestar, lo que debe de querer decir que no ve inconveniente, que para él la cosa carece de importancia.

—Empieza usted esta tarde con unos ejercicios pasivos en el brazo y en la pierna… No más de cinco minutos… Tres veces al día…

Parece evitar la mirada de Maugras, quien se pregunta de repente si no será torpeza o timidez. Sin el gorro y la bata, en otro ambiente, en un autobús, por ejemplo, o en el metro, debe de parecer un pequeño funcionario vulgar e insignificante.

Ante la enfermedad, se desenvuelve de maravilla. Ante el enfermo, se siente menos a sus anchas y escurre el bulto. A Maugras se le ocurre una idea graciosa y se ríe para sus adentros. ¿No sueñan algunos médicos con la enfermedad sin enfermos?

—¿Ha intentado hablar?

—Desde que he llegado yo, no.

—Diga unas sílabas.

Ahora a Maugras le entra pánico, como a los pacientes de Besson durante la visita al hospital Broussais. Un instante antes jugaba con sus pensamientos, y ahora la frente se le perla de sudor. Vacila, abre la boca.

—Aaaaa…

Ya no es esa especie de maullido de por la mañana, aunque no reconoce el sonido de su voz.

—No tenga miedo. Diga algo, cualquier cosa…

La primera palabra que le viene a la mente es «señor».

—Se…

Audoire le alienta con un gesto.

La palabra brota casi normalmente.

—Se-ñor…

—¿Ve usted?… Tiene que practicar, aunque se desanime al principio… Y utilice también la mano izquierda… ¿Es usted zurdo?… Da lo mismo… Enseguida se acostumbrará… Señorita, déle usted un lápiz y papel… Eso sí, procure que no se fatigue…

Audoire se levanta del borde de la cama, donde estaba sentado, y se dirige hacia la puerta. En el momento de abrirla, se vuelve y parece sorprenderle el toparse con una mirada casi hostil…

—Pasaré otra vez esta noche —dice casi rápidamente.

Mademoiselle Blanche parece también sorprendida, desconcertada. Acaba de ocurrir algo que se le escapa; algo que no puede definir, y le cuesta recobrar su sonrisa, sus gestos joviales.

También a ella le da la impresión de que, sin razón aparente, en cuestión de un instante, Maugras se ha tornado hostil.

¿Cómo explicarles que le molestan, que está resignado, que no necesita que le animen, que lo que le ha ocurrido tenía que ocurrir, que lo acepta, que se siente aliviado?

¿Para qué, entonces, ridiculizarle ante sí mismo haciéndole balbucear: «Se-ñor»?

Lo único que han conseguido es que le entren ganas de llorar.

Pero no llorará delante de ella, ni delante de nadie. Prefiere mirar hoscamente hacia el techo.