Ocho de la noche. Para millones de humanos, cada cual en su cubil, en el pequeño mundo que se han creado o que deben soportar, un día muy concreto toca a su fin, frío y brumoso, el del miércoles 3 de febrero.
Para René Maugras no existen horas ni días y sólo más adelante le preocupará el transcurso del tiempo. Continúa sumido en el fondo de un agujero tan oscuro como los abismos de los océanos, sin contacto con el mundo exterior. Con todo, su brazo derecho, sin que él lo advierta, comienza a agitarse de manera espasmódica, al tiempo que sus mejillas se hinchan cómicamente cada vez que expulsa aire.
La primera señal que le llega de fuera se presenta en forma de anillos, anillos sonoros que van ampliándose y forman olas cada vez más lejanas. Con los ojos cerrados, intenta seguirlos, entender, y en ésas se produce un fenómeno del que nunca se atreverá a hablarle a nadie: reconoce esas olas y le entran ganas de sonreírles.
De niño, acostumbraba escuchar las campanas de la iglesia de Saint-Etienne y, señalando muy serio el azul del cielo, decía:
—¡Los nanillos!…
Se lo había contado su madre poco antes de morir. Como él no sabía todavía pronunciar la palabra anillos, ésta se convertía en sus labios en nanillos, y designaba de ese modo a las campanas debido a los círculos concéntricos que lanzan al espacio.
También allí hay campanas. No intenta contar los tañidos porque está demasiado embotado. Ese embotamiento tampoco le resulta desconocido. Lo ha vivido ya y, durante un lapso de tiempo más o menos largo, le crea una confusión. Quizá sigue siendo el muchachito de ocho años al que han trasladado urgentemente al hospital de Fécamp y a quien, mientras forcejeaba gritando, han aplicado una mascarilla en el rostro para operarlo de apendicitis.
Primero el agujero y, mucho más tarde, un extraño regusto en la boca, un cansancio en todo el cuerpo y, por último, cuando empezaba a flotar, los anillos sonoros de las campanas familiares.
Ahora le gustaría sonreír, porque le parece graciosa la idea que cruza por su mente. Sin creérsela de veras, no se resigna a rechazarla del todo. ¿No es en este instante el niño de Fécamp que está despertando en una habitación de hospital? ¿Y no fijará su primera mirada en una gruesa enfermera rubia y sonrosada que está haciendo punto? De ser así, todo lo demás habría sido un sueño. Habría soñado, bajo los efectos de la anestesia, más de cincuenta años de existencia.
Eso no es cierto, claro está. Sabe que no es cierto, que él es un hombre de cincuenta y cuatro años y que hace tiempo que ha abandonado la casita de la Rue d’Etretat. No obstante, la confusión se ha prolongado unos minutos o segundos, a buen seguro unos segundos, pero, a pesar de todo, quiere asegurarse. Para ello le basta con abrir los ojos, y entonces sobreviene un curioso fenómeno, en absoluto trágico; casi cómico, por el contrario: se esfuerza en alzar los párpados, hace lo que suele hacerse habitualmente, sin duda dar una orden desde el cerebro a determinados nervios. Y sin embargo, sus párpados permanecen inmóviles.
No sufre. Ese estado de anonadamiento resulta bastante grato, un poco como si no fuera ya nadie. No tiene ya problemas ni responsabilidades. Una sola razón le mueve a proseguir el esfuerzo: necesita estar seguro, totalmente seguro, de que la gruesa enfermera rubia y sonrosada no está haciendo punto a la cabecera de su cama.
¿Se ve desde fuera lo que ocurre en su interior? Cuando los anillos se han desvanecido en la lejanía del aire, percibe otro ruido que también le trae recuerdos a la memoria. Está demasiado cansado para preguntarse cuáles. Ha crujido una silla, como cuando alguien se levanta precipitadamente, y ha debido de lograr abrir los párpados ya que ve, muy cerca de él, un uniforme blanco, un rostro joven, unos cabellos oscuros que escapan de un gorro de enfermera.
No es su enfermera, y cierra los ojos, decepcionado. Está demasiado cansado para hacer preguntas y prefiere dejarse caer al fondo de su agujero.
¿Podrá, más adelante, dentro de unas horas o de unos días, discernir lo que ha percibido realmente en su inconsciencia de lo que le cuenten después? ¿Hay, por ejemplo, un teléfono en el pasillo, junto a su habitación, y oye una voz de mujer que dice: «¿El doctor Besson d’Argoulet?… ¿No está en su casa?… ¿Sabe dónde puedo localizarle?… Me ha insistido en que le avise en cuanto…»?
Al día siguiente se enterará de que existe en efecto un teléfono de pared, de modelo antiguo, cerca de su puerta. Eso es algo que carece todavía de sentido y que, cuando lo tenga, sólo le atañerá a él.
A las nueve y media, sigue ignorando que son las nueve y media y su despertar resulta más brutal, más dramático, como tras una pesadilla, como si hubiera soñado que tenía que aferrarse a toda costa a terreno firme. Sólo que le han abandonado las fuerzas. Sus miembros se agitan en el vacío, sin precisión, sin que se vea capaz de controlarlos. Entonces quiere gritar, pedir auxilio. Su boca se abre. Tiene la casi total certeza de que abre la boca de par en par, pero de ella no sale sonido alguno.
Necesita ver lo que hay alrededor de él. Su cuerpo está empapado de sudor, su frente mojada, y no obstante tiene frío, tiembla todo él sin que pueda dominarse.
Sí que se sorprende, porque acaba de abrir la boca. No para quejarse, ni para hacer preguntas. En realidad, lo que quería era decir, mirando la pechera almidonada y la corbata blanca:
—Chico, siento haberte fastidiado la noche…
No ha emitido ningún sonido. No tiene ya voz. ¡Nada! Ni un estertor. Apenas una especie de silbido, o más bien un gorgoteo, ya que sus mejillas siguen hinchándose y deshinchándose de modo grotesco. Parece un niño intentando fumar en pipa.
—Quizá no puedas hablar durante unos días…
Se oyen susurros en el pasillo. Sus sentidos están despiertos, o al menos algunos, pues le llega un olor a humo de cigarrillo.
—Confías en mí, ¿verdad?… Tú sabes que no te mentiría…
¿A qué fin hacerle esa pregunta, sabiendo que no puede hablar? Contestaría gustoso que sí por agradar a su amigo Pierre. Un sí sin convicción. Un sí cortés, indiferente, puesto que todo le da igual y preferiría hundirse en su agujero, volver a percibir quizá los anillos sonoros de las campanas.
¡No! No conoce a Audoire. Si lo hubiera visto, se acordaría de él, pues se le quedan grabadas las caras de la gente y nombra sin vacilar a personas a las que sólo vio años atrás durante unos minutos. Es médico, puesto que lleva bata blanca y un gorro redondo. Su rostro nada expresa. Pocas veces ha visto Maugras un rostro tan sereno, tan inexpresivo, un rostro tan trivial también, gestos tan mecánicos.
Ambos hombres se estrechan la mano y se miran sin abrir la boca, como si no necesitasen hablar para entenderse o como si tuvieran ensayada ya la escena. Acto seguido, Audoire, desde los pies de la cama, se dirige a René.
—Le veo a usted tranquilo… Perfecto… Ahora le vamos a martirizar un poquito más y luego dormirá estupendamente…
Se dirigen a él como a un ser humano, cosa que casi le sorprende. Cierto que al propio tiempo le tratan como a un objeto. La joven enfermera lo destapa, y a él le incomoda comprobar que tiene los muslos desnudos y un orinal entre las piernas, como un anciano que ya no se controla.
La enfermera sostiene con firmeza una de sus rodillas, que comienza a agitarse, y el doctor Audoire coge de la bandeja una jeringuilla, no la gruesa de aguja larga, sino una más pequeña, y se la hunde en la nalga. No nota nada. También eso le gustaría que lo supieran. No porque le preocupe. Al revés, nunca le había resultado tan indiferente su vida, y los mira a los tres como si los actos y gestos de ellos le fuesen totalmente ajenos.
Ha sucedido algo de lo que no conserva el menor recuerdo. No recuerda ni cuándo ni dónde ha ocurrido. Frunce el ceño, o cree fruncirlo, pues ya no está seguro de nada, ahora que su boca ha enmudecido y que sus miembros ya no le responden.
Los dos hombres de blanco aguardan de pie, observándole; la enfermera sigue sosteniéndole la pierna, sin despegar los ojos de su reloj de pulsera.
Tanto da lo que tenga. Tenía que ocurrir. Siempre ha sabido que algún día ocurriría, y lo cierto es que se siente aliviado. Ahora se acabó. No tiene ya que preocuparse de eso. Los otros hacen mal en preocuparse por él.
Los tres deben de estar esperando a que se duerma. ¿Por qué? ¿Para operarle? No le duele nada concreto, pero algo falla, de eso no cabe duda.
—¿Te encuentras bien?
Maugras trata de adoptar una expresión risueña, para mostrar su agradecimiento a Besson d’Argoulet, a la enfermera y también a ese que han llamado Audoire y a quien tratan con tanta deferencia. Una capitoste, como Besson, tal vez más ilustre que Besson. ¿De qué es especialista? Maugras conoce a muchas eminencias médicas. Intenta hacer memoria, por pura curiosidad; luego se le nubla la mente y cree percibir en lontananza los anillos de las campanas.
La última imagen es la de dos hombres que intercambian una mirada con cara de decir:
—Ya está…
No está muerto y entra sol en la habitación donde Besson d’Argoulet, sentado en el lugar que ocupaba la enfermera, fuma un cigarrillo. El hombre ya no viste de frac ni lleva bata blanca. Besson, a sus sesenta años, es un hombre muy apuesto, cortés, refinado, y viste con un gusto exquisito.
—¿Cómo te encuentras?… No intentes hablar todavía… No te muevas… Veo en tus ojos que has aguantado muy bien el choque…
¿Qué choque? ¿Y por qué se cree obligado su amigo Pierre a adoptar el tono untuoso que reserva a sus enfermos?
—Supongo que no te acordarás de nada.
A Maugras le gustaría contestar: «¡Sí!».
Porque de repente acaba de venirle a la memoria Le Grand Véfour, el salón privado, en el primer piso, encima de la escalera de caracol, donde el primer martes de cada mes se reúne a comer un grupo de amigos, al principio son trece, ahora unos diez, porque ya han fallecido varios.
¿Cuánto tiempo ha transcurrido desde ese momento? A su entender, lo mismo podría ser un día que una semana. No hacía sol, como esta mañana, pues reconoce, por la intensidad de la luz, por una especie de debilidad del sol, que es por la mañana. No ha llegado aún al extremo de preocuparse por la hora exacta, pero unas mujeres barren y mueven cubos cerca de la habitación.
Estaban reunidos en Le Grand Véfour y, por la ventana en forma de media luna, podían divisar, tras una fina lluvia, el patio y los arcos del Palais-Royal. Tenía a Besson frente a él y estaban allí casi todos: Clabaud, el abogado, Julien Marelle, el académico, cuya última obra estaban representando precisamente en el teatro de enfrente; Couffé, también académico; Chabut…
Podría enumerarlos, situar a cada cual en el lugar que ocupaba, y ve también a Victor, el sumiller que les sirve desde hace veinte años, recorriendo la mesa con un mágnum de armañac.
Se levantó para telefonear a su periódico. El teléfono está entre los servicios de señoras y los de caballeros. Habló con Fernand Colère, su redactor jefe, que, no obstante su apellido, es manso como un buey.
Cuando se ausenta del periódico, siquiera una hora, siente siempre la necesidad de telefonear y dicta, con voz cortante, casi incisiva, instrucciones precisas.
«¡No! De la primera plana no toques nada… Cambia la tercera columna de la página tres… Contesta a Interior que no podemos hacer nada y que nos es imposible silenciar el incidente…»
Ahora, sin dejar de fumar su cigarrillo, Besson d’Argoulet se cree obligado a explicarle:
—Estábamos todos sentados a la mesa, en Le Grand Véfour… Tú saliste a telefonear cuando estaban sirviendo los licores… Luego te metiste en los servicios y debió de darte un mareo porque Clabaud fue también a los servicios, diez o quince minutos más tarde, y te encontró sin conocimiento…
¿Para qué tantos rodeos y ese tono paciente? Le tratan como a un niño, o como a un enfermo grave, más bien como a un enfermo grave, que es lo que es en realidad.
En un punto se equivoca Besson, pese a su tono seguro. Y también eso resulta curioso, tan curioso que, de poder hablar, Maugras no lo mencionaría.
Es cierto que, tras colgar el teléfono, abrió la puerta de los servicios. Se plantó de pie ante el urinario, en esa postura tan ridícula pero familiar a todos los hombres. Estaba pensando en Colère y en el asunto con el Ministerio del Interior cuando, de repente, se tambaleó.
Recuerda, como detalle sórdido, que se asió con ambas manos y todas sus fuerzas al esmalte viscoso del urinario, antes de soltarse.
¿Qué acaba de decir Besson?
—Cuando Clabaud fue también a los servicios, diez o quince minutos más tarde, te encontró sin conocimiento…
Tales palabras no implicaban ninguna precisión respecto a su postura. Pero él se ve en el suelo, atravesado en el estrecho recinto, intentando desesperadamente no incorporarse o pedir ayuda, sino abrocharse el pantalón.
Lo que constituye un misterio es que se veía materialmente, como hubiera podido verle otra persona, se veía desde fuera, como debió de encontrarle Clabaud. ¿Es posible tal desdoblamiento?
—No te oculto que al principio nos asustaste…
Está lúcido e incluso le da la impresión de que su lucidez es más aguda que en la vida normal. Capta automáticamente lo que sucede a su alrededor, las inflexiones de la voz del médico, sus vacilaciones e incluso la forma inhabitual de sus gemelos, que representan una letra griega, ignora cuál, pues sólo estudió griego unos meses. En el instante en que los descubre, se pregunta si Besson d’Argoulet no se siente más incómodo que él y si, aunque pretenda lo contrario, no sigue tan inquieto como en los servicios de Le Grand Véfour.
Bien es cierto que Maugras no puede hablar y que tiene medio cuerpo paralizado. Eso también lo ha descubierto él solo. ¿Se esperaba su amigo esa reacción, o más bien esa ausencia de reacción, esa tranquilidad que tiene visos de indiferencia?
Es auténtica indiferencia, como si lo que sucede en esa pequeña y bastante birriosa habitación no le incumbiera, al igual que no le incumbe ya su cuerpo. Tampoco le produce la menor sorpresa descubrir que tiene una aguja clavada en el brazo, con un tubo de goma conectado a un recipiente de cristal medio lleno de un líquido transparente.
Al médico no se le pasa por alto su mirada y se apresura a explicar:
—Dextrosa. Hasta que, mañana o pasado, puedas alimentarte por vía bucal, es importante que no te debilites…
Seguro que utiliza ese tono convincente con todos sus pacientes en estado grave. Maugras, que sólo le ha consultado para alguna tontería o para la revisión anual, no le conocía bajo ese aspecto.
Parece como si Besson se esforzase en adivinar las preguntas que Maugras se formula para anticiparse a ellas.
—Supongo que te preguntarás por qué estás aquí y no en la clínica de Auteuil.
Besson le había mandado allí, tres o cuatro años atrás, para que le hiciesen una serie de pruebas, a raíz de una depresión nerviosa. Como de costumbre, había trabajado demasiado, se había agotado en todos los sentidos.
—Pues verás, en un primer momento mandé que te ingresaran en Auteuil, o, para ser más exactos, te acompañé en una ambulancia… Te dieron de inmediato las habitaciones que ya ocupaste y acudió tu mujer… No te preocupes por ella… Le hice ver que no corres ningún peligro… Reaccionó muy bien… Le telefoneo varias veces al día y está pendiente de que la avise para venir a verte…
»No intentes hablar… Sé que es lo más ingrato, lo más desmoralizante, pero te aseguro que, en tu caso, sólo se trata de una afasia temporal…
Tenía que ocurrir. Mientras habla su amigo, René se repite esas tres palabras, tan tranquilo como si sólo expresasen una constatación trivial.
¿Por qué tenía que ocurrir? No se lo pregunta. Incluso se le antoja divertido. Puede que también las palabras cobren ahora un significado distinto. A no ser que su mente perezosa las confunda. En vez de divertido, por ejemplo, de buena gana diría aliviante, aunque no debe de existir el término. Es casi un juego al que se entrega sin que se entere nadie, mientras finge escuchar a Besson.
Desde hace tiempo, quizá desde siempre, espera una catástrofe y, los últimos meses, la sentía tan inminente que a ratos le impacientaba no verla sobrevenir.
Besson d’Argoulet se anda por las ramas porque le dan miedo las sílabas que tendrá que acabar pronunciando: hemi-ple-jia.
—Deja que te diga en dos palabras por qué no estás ya en Auteuil. En cuanto diagnostiqué una probable trombosis de la arteria cerebral media, llamé a mi colega Audoire, especialista en neurología y médico jefe de Bicêtre… Seguro que has oído hablar de él… Es el que viste anoche y luego te hizo una punción lumbar… Audoire prefirió tenerte cerca, controlado por un personal especializado y de su total confianza… Dispone, en su planta, de dos habitaciones privadas… Una de ellas estaba libre… De ahí que te encuentres aquí desde el martes por la noche… —Besson fingió bromear—. Espero que no nos tengas en cuenta, a Audoire y a mí, el que te hayamos traído a un lugar cuyo nombre suena bastante mal… A tu mujer, dicho sea de paso, al principio le impresionó un poco y tuve que convencerla de que estarías mejor aquí que en una clínica privada, aunque el marco sea menos agradable…
Maugras parpadea, por nada concreto, maquinalmente, y su amigo se pregunta si no será una señal.
—¿No te canso?
Se esfuerza, con ese rostro que ya no controla, en darle a entender que no está cansado, y el médico parece captar su mensaje.
La puerta, situada a la izquierda de la cama, tiene cristales esmerilados, o más bien finas estrías que deforman las imágenes y, de cuando en cuando, se ven pasar sombras vacilantes, hombres que utilizan muletas pero que se desplazan sin hacer el menor ruido. Es un tanto misterioso. Tal vez llevan zapatillas con suelas de fieltro.
Besson debía de tener preparado su pequeño discurso, que hilvana con habilidad.
—Tienes suficientes conocimientos de medicina como para que te ponga al corriente de las conclusiones a las que hemos llegado Audoire y yo… Confío sobre todo en Audoire, que está mucho más calificado en este campo…
»Como todo el mundo, tienes una idea de lo que es una hemiplejia, pero, como la mayoría de la gente, ignoras que existen diferentes tipos, tanto por sus causas como por sus efectos, porque cada una presenta un cuadro clínico concreto y cada una comporta un diagnóstico determinado…
¿Para qué tanta palabrería? ¿No va a asegurarle que su hemiplejia es del tipo más corriente, del menos grave?
—En tu caso, la punción lumbar es concluyente. No existe ningún elemento patológico, lo que quiere decir que nos encontramos ante un simple ictus apopléjico con…
Besson frunce el ceño, como molesto, y hace una pausa para encender un cigarrillo.
—¿No me escuchas?
Maugras, como puede, le da a entender que sí.
—No me crees, ¿eh? Te imaginas que intento tranquilizarte con zarandajas…
¡Ni siquiera! No va tan lejos. Lo que pasa es que ha rebasado una barrera invisible y se halla en otro universo. Incluso le produce una curiosa impresión el pensar que el ilustre personaje, comendador de la Legión de Honor, que está sentado a su lado y pierde el tiempo dándole fútiles explicaciones, es su amigo y se tutean. ¡Cierto que él también es comendador de la Legión de Honor!
La diferencia estriba en que ahora uno de los dos es hemi-plé-ji-co.
Como Félix Artaud, su mejor reportero, a quien mandaba lo mismo a la Amazonia que al Tibet o a Groenlandia, que había entrevistado a todos los jefes de Estado vivos, el gran Félix Artaud, infatigable y bullicioso, capaz de pasar dos o tres noches seguidas sin dormir y de beberse, impertérrito, una botella entera de whisky.
Artaud, al igual que él, perdió el conocimiento, a las tres de la mañana, en un hotel de lujo de los Campos Elíseos donde se hallaba en compañía de una joven americana.
Estaba divorciado. No se le conocía familia en París y, a una hora avanzada de la noche, habían llamado bastante misteriosamente a su jefe, René Maugras. René había ayudado al médico del hotel y a la enfermera a ponerle el pantalón a su amigo y había seguido en coche la ambulancia que le trasladó al hospital americano de Neully.
Artaud tenía sólo cuarenta y cinco años. Era un atleta, ex jugador de rugby, siempre buscando pelea. No le había atendido Audoire, sino un jefe de servicio cuyo nombre había olvidado Maugras, un hombre bajito y pelirrojo, muy flaco; llevaba batas tan largas que sólo se le veían los pies.
Durante horas, habían sometido a Artaud a una serie de pruebas y también a él le había correspondido su punción lumbar, acompañada de un encefalograma.
Por cierto, ¿le habrían hecho uno a él mientras estaba en coma? Pocas posibilidades tenía de preguntarlo. Ahora estaba a merced de la gente. Les tocaba a ellos adivinar.
Cuando Maugras le visitó por segunda vez, el reportero ya no estaba en coma, un curioso temblor animaba su mejilla y, cada vez que intentaba hablar, tan sólo le salían gorgoteos.
Murió el quinto día, de madrugada, a la hora en que solía acostarse.
Maugras había conocido a otro, Jublin, el poeta que se pasaba el día en la cervecería Lipp. A ése le había dado el ataque en la acera del Boulevard Saint-Germain. Jublin rondaba los sesenta y, durante seis años, vivió, a merced de los demás, paralizado en una silla de ruedas.
Luego estaba aquel famoso actor de cine… ¡Bueno, basta! Besson d’Argoulet, tan divertido e irónico durante sus comidas de los martes, está demostrándole, pomposamente, que su caso es distinto y que en pocas semanas…
—… como mucho unos meses… Me refiero, por supuesto, a la curación total… Eres un hombre inteligente y quiero explicártelo al detalle, porque Audoire y yo necesitamos tu colaboración… De momento, ya veo que no me crees… Estás pensando que intento darte ánimos y que estoy dorándote la píldora… ¡Confiésalo!…
René abre los ojos de par en par para explicarle que no piensa nada, que todo eso le trae sin cuidado.
¡Pobre Pierre! Es una faceta de su personalidad en la que Maugras nunca había reparado. Conoce al eminente médico de las galas oficiales, al escéptico Parísiense presente en todos los estrenos, al gourmet de las comidas en Le Grand Véfour, al literato que se ha permitido el lujo, entre dos comunicaciones a la Academia de Medicina, de escribir una trilogía sobre la vida íntima de Flaubert, Zola y Maupassant.
Le ha oído, sentados a la mesa, relatar «casos» pintorescos e historias profundamente trágicas.
¿Contará algún día la suya?
Jamás se lo había imaginado, sentado como ahora junto a una cama, buscando las palabras, obstinándose en resultar convincente, preguntándose por qué resquicio penetrar en la mente de un enfermo.
«¡Pero no te canses!», tiene ganas de decirle.
Ha venido con su coche, un descapotable inglés. Vive en la Rue de Longchamp y ha bajado por los Campos Elíseos a una hora en que la ciudad se está aseando. Afuera, el aire es fresco. Dentro de un rato, Besson subirá de nuevo a su coche, aparcado en el patio del hospital, y, con la capota puesta, volverá a cruzar la Porte d’Italie para reunirse con sus alumnos en Broussais, donde enseña patología médica.
—Te he buscado una enfermera particular, Mademoiselle Blanche, que había trabajado en mi servicio y que está aquí desde el martes por la noche… Puedes tener total confianza en ella… Por las noches la sustituirá otra, también experta… —Besson agrega con tono más desenfadado—: Supongo que habrás observado que Mademoiselle Blanche es guapa, lo que contribuirá a la curación… Mañana empezará a suministrarte alimentos, primero líquidos, y dentro de tres o cuatro días te obligará a levantarte unos minutos de la cama… Estás harto, ¿verdad?… Esperaba ver a Audoire esta mañana… Habrá tenido alguna urgencia, pero seguro que pasa por aquí antes del mediodía… Yo me dejaré caer a última hora…
¡Maugras comprende tan bien la mirada que su amigo dirige a la enfermera al salir! La mirada significa:
«He hecho lo que he podido, por desgracia sin grandes resultados…».
La cosa no parece sorprender demasiado a Besson. Lo mismo debe de ocurrir con la mayoría de los hemipléjicos.
Vuelve sobre sus pasos.
—Van a ponerte una inyección que te adormecerá durante unas horas… A no ser que Audoire decida lo contrario, luego te bajarán a rayos X para hacerte una arteriografía cerebral… Nada peligroso. Como estarás dormido, ni lo notarás… Mira, chico, disculpa que te sometamos a estas pequeñas torturas, pero es que, en medicina, como en todo, como en tu periódico, existe una rutina que nos vemos obligados a seguir…
Maugras no protesta, no tiene ganas de protestar. No culpa a nadie. Ni siquiera al destino.
Besson y la enfermera cuchichean en el pasillo, por el que siguen transitando sombras torpes y silenciosas. Debe de haber, a la derecha, una sala grande a cuyos enfermos les dejan ir y venir, y el pasillo parece ser su lugar de paseo.
Le urge que regrese Mademoiselle Blanche pues, al sentirse solo, como en los servicios de Le Grand Véfour, de repente le invade el pánico.
También le urge, ya que se lo han prometido, que la inyección le hunda de nuevo en el embotamiento, que quizá le permita volver a ver los vibrantes anillos de las campanas.
La sigue con los ojos cuando entra, lozana, despierta, sonriente, y cavila que debe de ser así con todos los pacientes, que todos la miran con la misma expresión, porque encarna para ellos la juventud y la vida.
Si pudiera, mientras la joven levanta la sábana para ponerle la inyección, le sonreiría para agradecerle que esté allí, para disculparse de todas las molestias que le da, para disculparse sobre todo de no creerse nada, de ser un mal paciente, de no tener las más mínimas ganas de luchar.
Porque no tiene ganas de luchar. ¿Para qué?