El lunes por la mañana me noté vacío y deprimido. Anna había tenido un sueño agitado, sacudida por esos movimientos bruscos a los que yo no me habituaba, y a ratos había hablado con locuacidad en su idioma.
Me levanté a la misma hora que los otros días para preparar el café y afeitarme, pero esta vez no estaba solo fuera de la carpa, y grupos de refugiados aún medio dormidos miraban pasar las motos alemanas.
Tenía la impresión de que había en sus ojos el mismo abatimiento resignado que debía de leerse en los míos. Se trataba de un sentimiento general. Duró muchos días, para algunos muchas semanas.
Se pasaba la página. Todos sabían que una época había terminado, pero nadie podía prever qué iba a reemplazarla.
No era sólo nuestra suerte la que estaba en juego, sino la del mundo del que formábamos parte.
Nos habíamos hecho una imagen más o menos terrible de la guerra y de la invasión, y he aquí que cuando las dos nos alcanzaron comprendimos que eran muy diferentes de cuanto habíamos previsto. Cierto que sólo se trataba del comienzo.
Por ejemplo, mientras se calentaba el agua que había puesto en el pequeño infiernillo sobre el suelo, y los alemanes, muy jóvenes, sonrosados y frescos, seguían desfilando sin ocuparse de nosotros, yo veía de lejos a dos soldados franceses, arma al hombro, que montaban guardia a la entrada de la estación.
No llegaban trenes desde hacía dos días. Los andenes estaban desiertos, como las salas de espera, la fonda, el despacho del comandante militar. Sin órdenes, los dos soldados no sabían qué hacer, y hasta las nueve no dejaron sus armas contra el muro y se fueron.
Mientras me enjabonaba con mi brocha de afeitar, oí en la dársena el característico ruido de los motores diesel, y unos barcos salieron de pesca. Sólo eran tres o cuatro. No dejaba de ser chocante que, mientras el enemigo invadía la ciudad, unos pescadores fuesen como de costumbre a lanzar sus redes. Nadie les retuvo.
Cuando Anna y yo nos dirigimos a la ciudad, las tiendas, los cafés y los bares estaban abiertos, y los comerciantes limpiaban sus locales. Recuerdo en especial a una florista que arreglaba unos claveles en sus búcaros, delante del escaparate. ¿Había, pues, personas capaces de comprar flores en un día como aquél?
Los peatones recorrían las aceras, un poco inquietos y sobre todo sin rumbo, como yo mismo. Hombres con uniforme francés se mezclaban con la muchedumbre.
En medio de la Rue du Palais, uno de ellos le preguntaba a un policía qué conducta debía seguir, y de los gestos del agente deduje que tampoco él lo sabía.
No vi alemanes en las cercanías del ayuntamiento. A decir verdad, no recuerdo haberlos visto andando entre los habitantes del lugar. Como otros días, fui a consultar el listado y después a correos, donde esperé ante la taquilla mientras Anna permanecía de pie, soñadora, cerca de la ventana.
Casi no nos habíamos dicho nada desde la mañana. Nos sentíamos igual de abatidos, y cuando me entregaron un mensaje a mi nombre no me sorprendí, sino que pensé que era algo fatal, que debía ocurrir precisamente aquel día.
La sangre pareció abandonar mis miembros, que se relajaron, y hasta para alejarme dos o tres pasos tuve que hacer un esfuerzo.
Ya lo sabía. La fórmula estaba impresa en un papel de mala calidad, con unos huecos que habían sido rellenados con lápiz violeta.
NOMBRE DE LA PERSONA BUSCADA: Jeanne Marie Clémentine Van Straeten, de casada Féron.
LUGAR DE ORIGEN: Fumay (Ardenas). PROFESIÓN: sin.
PARTIDA EL: …
MEDIO DE TRANSPORTE: ferrocarril. ACOMPAÑADA DE: su hija, de cuatro años.
LUGAR DE RESPUESTA: …
Se me aceleró el corazón y busqué a Anna con los ojos. La veía a contraluz, junto a la ventana desde donde me miraba sin hacer un solo gesto.
LUGAR DE RESPUESTA: Maternidad de Bressuire.
Me acerqué a ella y le tendí el papel en silencio. Después, sin pensar con claridad en lo que hacía, me dirigí a la ventanilla del teléfono.
—¿Podría hablar con Bressuire?
Esperaba que me dijesen que era imposible. Contra toda lógica, en mi opinión, el teléfono funcionaba con normalidad.
—¿Qué número quiere?
—La maternidad.
—¿No sabe el número? ¿Ni el nombre de la calle?
—Supongo que sólo habrá una maternidad en la población.
En mis recuerdos de escolar, Bressuire se encontraba en alguna parte en una región de la que se habla poco, entre Niort y Poitiers, más al oeste, hacia la Vendée.
—Hay diez minutos de espera.
Anna me había devuelto el mensaje, que guardé en mi bolsillo. Inútilmente, porque ella ya lo sabía, dije:
—Espero la comunicación.
Encendió un cigarrillo. Yo le había comprado un bolso de mano de ocasión, así como una pequeña maleta de imitación de cuero, para que guardase en ella su ropa íntima y sus objetos de aseo. En el suelo de la oficina de correos permanecía todavía la marca de las gotas de agua que, para barrerlo, habían salpicado sobre él.
Enfrente, al otro lado de una pequeña plaza, unos hombres que parecían ser los notables del lugar discutían en la terraza de un café mientras bebían vino blanco, y el dueño, en mangas de camisa y delantal azul, permanecía de pie cerca de ellos, con una servilleta en la mano.
—Ya tiene Bressuire. Cabina 2.
Al otro extremo, una voz se impacientaba.
—¡Oiga! La Rochelle… Hable…
—Sí. Le paso su número.
—¡Oiga! ¿La maternidad?
—¿Quién está al aparato?
—Marcel Féron. Quería saber si mi mujer está todavía con ustedes.
—¿Qué nombre ha dicho?
—Féron.
Tuve que deletreárselo: F de Fernand, É de Émile…
—¿Es una parturienta?
—Creo que sí. Estaba encinta cuando…
—¿Está en una habitación de pago o en una sala gratuita?
—Lo ignoro. Somos refugiados y la he perdido en el viaje, así como a mi hija.
—No se retire. Voy a ver.
Por el cristal de la cabina distinguía a Anna, que se había acodado de nuevo en la ventana, y me producía un curioso efecto ver su vestido negro, sus, hombros, sus caderas que volvían a parecerme distintas.
—Está aquí, sí. Dio a luz anteayer.
—¿No puedo hablar con ella?
—No hay teléfono en las salas, pero puedo transmitirle su mensaje.
—Dígale… —Busqué algo que decirle y de pronto escuché un crepitar en la línea—. ¡Oiga! ¡Oiga! No corte, señorita…
—¡Hable pues! Dése prisa.
—Dígale que su marido está en La Rochelle, que todo va bien, que irá a Bressuire tan pronto como pueda… Aún no sé si encontraré un medio de transporte, pero…
Ya no había nadie en la línea y no sabía si habían escuchado el final de mi frase. No se me había ocurrido preguntar si era padre de un niño o de una niña, y tampoco si todo había transcurrido bien.
Fui a pagar a la ventanilla. Después, como había hecho a menudo durante las últimas semanas, dije:
—Ven.
Era inútil, puesto que Anna me seguía siempre.
En la calle me preguntó:
—¿Cómo piensas ir?
—No lo sé.
—Sin duda los servicios de trenes no se restablecerán hasta dentro de muchos días.
Yo no me hacía preguntas. Iría a Bressuire a pie si hacía falta. Sabía dónde estaba Jeanne y tenía que ir a su lado. No se trataba de un deber. Era tan natural que no lo dudé un solo instante.
Seguramente yo conservaba un aire tranquilo, seguro de mí mismo, porque Anna me miraba con cierto asombro. Al pasar por el muelle me detuve en la tienda donde había comprado el infiernillo de alcohol. Allí vendían sacos de marino de tela gruesa, y yo quería uno para reemplazar el baúl, que, incluso vacío, era demasiado pesado para arrastrarlo por el camino.
Los soldados alemanes seguían sin mezclarse con los transeúntes. Un grupo que había acampado en los límites de la ciudad, junto a las antiguas murallas, en torno a una cocina de campaña, se había ido al amanecer.
Entré por última vez en el campo, en la carpa verde, y vacié el contenido del baúl en el saco de marinero. Al ver el infiernillo de alcohol, se lo tendí a Anna.
—Quédatelo. Ya no lo necesitaré, y de todas maneras no tengo sitio.
Lo tomó sin protestar y lo guardó en su maleta. Estaba preocupado, me preguntaba dónde y cómo íbamos a despedirnos.
Había mujeres que dormían aún, y otras que se ocupaban de los niños y nos miraban con curiosidad.
—Te ayudaré.
Anna colocó el saco sobre mi hombro y yo me incliné para alcanzar la maleta. Me siguió, con la suya en la mano. Fuera, entre dos barracones, empecé con torpeza:
—En toda mi vida, yo…
Su sonrisa me desconcertó.
—Voy contigo.
—¿A Bressuire?
Me alarmé un poco.
—Quiero quedarme contigo el mayor tiempo posible. No tengas miedo. Una vez allí, desapareceré.
La idea de retrasar la despedida me reconfortaba. No encontramos a la señora Bauche y partimos, como tantos otros, sin decirle adiós ni darle las gracias. Sin embargo éramos los más antiguos del centro, porque el viejo Jules había sido trasladado al hospital durante una crisis de delírium trémens.
Nos dirigimos a la plaza de Armas a través de calles cada vez más concurridas. La terraza del Café de la Paix estaba llena. Circulaban los coches civiles y, al fondo de la plaza, hacia el parque, se distinguía el camuflaje abigarrado de los vehículos alemanes.
No esperaba encontrar un autobús. Pero había uno delante del depósito, porque nadie había dado la orden de interrumpir el servicio. Pregunté si había uno para Bressuire o para Niort. Me respondieron que no, que la carretera de Niort estaba atestada de vehículos y de refugiados que iban a pie, y que hasta a los alemanes les costaba avanzar entre ellos.
—Hay un autocar para Fontenay-le-Comte.
—¿Está en la carretera de Bressuire?
—Les acercará.
—¿Cuándo sale?
—El conductor está llenando el depósito de gasolina.
Nos instalamos a pleno sol y al principio estábamos solos entre las banquetas vacías. Subió un soldado francés, un hombre de unos cuarenta años con la chaqueta al brazo, y más tarde media docena de personas fueron tomando sitio a nuestro alrededor.
Sentados uno al lado del otro, zarandeados por los vaivenes, Anna y yo manteníamos la mirada fija en el paisaje.
—¿No tienes hambre?
—No. ¿Y tú?
—Tampoco.
Una campesina con los ojos enrojecidos de llanto comía, delante de nosotros, una rebanada de paté que olía a gloria.
Seguimos una carretera que al principio discurría cerca del mar y que iba de pueblo en pueblo: Nieuil, Marsilly, Esnandes, Charron. Veíamos pocos alemanes, sólo un pequeño grupo en la plaza de cada aldea, delante de la iglesia o de la alcaldía. Los habitantes los observaban desde lejos.
Estábamos fuera del itinerario de los refugiados y del grueso de las tropas. En algún lugar creí reconocer el prado y el apeadero donde habíamos dormido la última noche de nuestro viaje. No estoy seguro, porque el paisaje visto desde la vía es distinto del que se ve desde la carretera.
Pasamos delante de una gran central lechera en la que los botes de leche brillaban por docenas al sol. Franqueamos luego un puente sobre un canal, cerca de un merendero con un cenador. Había manteles a cuadros azules, flores en las mesas y, al borde de la carretera, la figura en madera recortada de un cocinero, que ofrecía un menú multicopiado.
En Fontenay-le-Comte los alemanes eran más numerosos y también había más vehículos, incluso camiones, pero sólo en la calle mayor que conduce a la estación. En la estación de autobuses, que se encuentra en una plaza, nos informaron de que no había ninguno con destino a Bressuire.
La idea de alquilar un taxi no se me ocurrió, en primer lugar porque no lo había hecho nunca y en segundo porque no lo hubiera creído todavía posible.
Entramos en un café de la plaza del mercado, para comer algo.
—¿Son refugiados?
—Sí. De las Ardenas.
—Hay gente de las Ardenas que tala árboles en el bosque de Mervent. Tienen un aire un poco salvaje. En el fondo son muy valientes, muy animosos. ¿Van muy lejos?
—A Bressuire.
—¿Tiene coche?
Éramos los únicos clientes que había en la sala, y un anciano con zapatillas de fieltro se puso a mirarnos por la puerta de la cocina.
—No. Caminaremos si hace falta.
—¿Creen que pueden ir a Bressuire a pie? ¿Con esta señorita? Esperen a que pregunte si el camión de Martin ha salido.
Tuvimos suerte. La casa de Martin, al otro lado de los árboles, era una quincallería al por mayor. Tenía que hacer reparto en Pouzauges y en Cholet. Esperamos bebiendo café junto a la plaza vacía.
Había sitio para nosotros dos al lado del chófer, apretándonos en la cabina. Tras una cuesta bastante despoblada, atravesamos un bosque interminable.
—Los ardenienses están allí —decía nuestro conductor, señalando una tala de árboles y unas cabañas, alrededor de las cuales jugaban niños semidesnudos.
—¿Hay muchos alemanes por aquí?
—Ha habido mucho tráfico ayer por la tarde y esta noche. Sin duda se repetirá. Hemos visto sobre todo motos y cocinas de campaña. Supongo que los tanques vienen a continuación.
Se detuvo para dejar un fardo en casa de un herrero, donde un caballo de labor se volvió y relinchó en nuestra dirección. La jornada empezaba a parecerme demasiado larga y, pese a nuestra suerte, el viaje no terminaba.
En ese momento le guardaba algo de rencor a Anna por acompañarme. Más habría valido, para los dos, acabar en La Rochelle, con mi saco de marinero sobre el hombro y mi maleta en la mano.
Intuyendo mi desazón, Anna se acurrucó entre el conductor y yo. De repente pensé que su cadera cálida tocaba la de nuestro acompañante y me sentí celoso.
Tardamos casi dos horas en alcanzar Pouzauges, aunque sólo topáramos con una columna motorizada de un kilómetro de longitud. Los soldados nos miraron al pasar.
Miraban sobre todo a Anna y algunos le hacían una señal con la mano.
—Sólo están a unos veinte kilómetros de Bressuire. Harían bien en entrar en ese café conmigo. Seguro que les encuentro a alguien que pueda acercarles.
Unos hombres jugaban a las cartas con el ceño fruncido. Al fondo, dos más discutían delante de unos papeles que había entre los vasos.
—Oigan, ¿hay alguien que vaya hacia Bressuire? Esta señora y este señor son refugiados que necesitan llegar allí antes de la noche.
Uno de los que discutían y que tenía aspecto de comerciante examinó a Anna de pies a cabeza, antes de ofrecerse:
—Puedo llevarlos hasta Cerizay.
No sabía dónde caía Cerizay. Me explicaron que se encontraba a medio camino de Bressuire. Había imaginado que tendría que soportar dificultades, dar alguna muestra de heroísmo para reunirme con mi mujer, caminar durante días a lo largo de las carreteras y ser importunado por los alemanes.
Casi me decepcionó que todo se arreglara con tanta facilidad.
Esperamos casi una hora el final de la discusión. Varias veces los hombres se levantaron e hicieron ademán de estrecharse la mano, para volver a sentarse y pedir una nueva ronda.
Nuestro futuro conductor tenía el semblante congestionado. Dándose aires de importancia hizo subir a Anna a su lado y yo me instalé en la banqueta posterior. De pronto volví a sentir la fatiga por haber pasado la noche en blanco; los párpados me pesaban, me ardían los labios como si tuviera fiebre. ¿Podría haber cogido una insolación?
Tras algún tiempo dejé de distinguir las palabras que pronunciaban delante de mí. Veía vagamente prados, bosques, uno o dos pueblos adormecidos. Atravesamos un puente sobre un río casi seco y al final nos detuvimos en una plaza.
Le di las gracias, y Anna también. Recorrimos doscientos o trescientos metros antes de descubrir, ante una panadería, un camión cargado de harina en el que estaba pintado el nombre de un molinero de Bressuire.
Así que ni Anna ni yo nos vimos obligados a andar. No estuvimos solos en todo el día.
Aún no había anochecido. Estábamos en la acera, cerca de la terraza de un café, tenía mi saco y mi maleta a los pies. Me volví para sacar unos billetes de la cartera. Anna comprendió y no protestó cuando los deslicé en su bolsa.
Alrededor todo estaba vacío. Nunca he tenido una impresión de vacío semejante. Detuve a un muchacho que pasaba.
—Dime, chico… ¿La maternidad?
—La segunda calle a la izquierda, todo arriba. No puede equivocarse.
Adivinando que iba a decirle adiós allí, Anna murmuró:
—Déjame acompañarte hasta la puerta.
Era una petición tan humilde que no tuve el valor de negarme. En una plaza, los alemanes se afanaban alrededor de una docena de grandes tanques y unos oficiales gritaban órdenes.
La calle de la maternidad estaba en pendiente, bordeada de casas burguesas. Al final se levantaba un gran edificio de ladrillo.
Dejé de nuevo mi saco y mi maleta en el suelo. No me atrevía a mirar a mi compañera. Una mujer estaba acodada en la ventana, había un niño sentado en el suelo y el sol poniente sólo alumbraba el tejado de las casas.
—Verás… —empecé.
El sonido se detuvo en mi garganta y la tomé de las manos.
Tuve que mirarla por última vez y vi un rostro que ya me parecía borroso.
—¡Adiós!
—Sé feliz, Marcel.
Le apreté ambas manos. Las solté. Volví a tomar mis dos bártulos, casi tambaleándome. Cuando me acercaba al umbral de la maternidad, corrió detrás de mí para susurrarme:
—He sido feliz contigo.
A través de la puerta acristalada, distinguí unas enfermeras en un vestíbulo, una camilla con ruedas, la recepcionista que hablaba por teléfono. Entré. Me volví. Anna permanecía de pie en la acera.
—La señora Féron, por favor.