Por un lado están las conmemoraciones oficiales, las fechas, que constan en los libros. Supongo que cada uno, según el lugar donde se encontraba en aquella época, su situación familiar y sus preocupaciones personales, tiene su propia lista de recuerdos destacados. Los míos se refieren todos al centro de acogida, al «centro», como lo llamábamos simplemente, y consisten en la llegada de cierto tren, en la instalación de un barracón nuevo, en incidentes en apariencia banales.
Sin saberlo, habíamos llegado entre los primeros, dos días después de que los trenes desembarcaran a los refugiados belgas, de suerte que el centro apenas había sido usado.
¿Habían sido concebidos para aquello los barracones todavía nuevos, edificados desde hacía muchas semanas? No se me ocurrió preguntarlo. Probablemente sí, puesto que, bastante antes del ataque alemán, las autoridades habían evacuado una parte de Alsacia.
Nadie, de todos modos, esperaba que los acontecimientos se desarrollasen a tal velocidad, y era evidente que se improvisaba cada día.
La mañana de nuestra llegada, los diarios informaban ya de combates en Monthermé y sobre el Semois; al día siguiente los alemanes construyeron puentes en Dinant para sus tanques, y el 15 de mayo, si no me equivoco, al mismo tiempo que se anunciaba el repliegue del gobierno francés, los periódicos citaban de nuevo, con grandes caracteres, los nombres de poblaciones como Montmédy, Raucourt, Rethel, que tanto nos había costado alcanzar en tren.
Todo eso existía tanto para mí como para los otros, cierto, pero ocurría en un mundo lejano, teórico, del cual yo me encontraba como separado.
Me gustaría definir mi estado anímico, no sólo durante los primeros días sino durante todo el tiempo que pasé en el centro.
La guerra existía, más tangible cada día, y era real, como habíamos comprobado cuando ametrallaron nuestro tren. Aturdidos, habíamos atravesado una zona caótica donde no se luchaba todavía, pero donde los combates iban a sucederse.
Ya había ocurrido. Los nombres de las ciudades, de los pueblos que habíamos leído al pasar, bajo el sol, ahora los encontrábamos con grandes caracteres en la primera página de los diarios.
Esa zona, tras la cual nos había sorprendido encontrar a gente saliendo de misa y ciudades endomingadas, se ampliaba más cada día, y otros trenes seguían el camino del nuestro, otros coches circulaban a duras penas por las carreteras congestionadas, con un colchón en el techo, cochecitos de niño, ancianos enfermos y muñecas.
Esa larga procesión ya había llegado a La Rochelle y desfilaba bajo nuestros ojos en dirección a Burdeos.
Hombres, mujeres, niños morían de igual manera que nuestro maquinista, con los ojos abiertos bajo el cielo azul. Otros sangraban, como el anciano que sostenía un pañuelo enrojecido delante de su rostro, o gemían como la mujer del hombro arrancado.
Confesarlo debería avergonzarme: yo no participaba en aquel drama. Era algo que sucedía en el exterior, que ya no nos afectaba personalmente.
Podría decirse que yo sabía, al partir, lo que iba a encontrar: un pequeño círculo a mi medida, que se convertiría en mi refugio y en el cual era indispensable que encajase.
Como el centro estaba destinado a los refugiados belgas, nosotros, Anna y yo, vivíamos allí de forma irregular. Por eso procurábamos pasar inadvertidos, y no acudimos a los primeros repartos de comida que se hicieron, por miedo a llamar la atención.
Habían instalado un horno bajo al aire libre, luego dos, luego tres, luego cuatro, con fuentes enormes, cubas auténticas como las que utilizan en las granjas cuando la matanza del cerdo.
Más tarde se levantó otro barracón prefabricado para la cocina, con mesas fijas a las que podíamos sentarnos para comer.
Seguido de Anna, que siempre permanecía a mi lado, yo observaba las idas y venidas. No me costó entender la organización del campo, que era, de hecho, una improvisación continua.
Un hombre se ocupaba de todo, el belga que me había interrogado y a quien yo evitaba en la medida de lo posible. Le ayudaban cierto número de chicas y de scouts; entre ellos los scouts de mayor edad de Ostende, que habían llegado en uno de los primeros trenes.
Entre los refugiados se escogían los útiles y los inútiles; es decir, los que eran capaces de ponerse a trabajar y los ancianos, mujeres y niños, a los que sólo cabía mantener.
En teoría, el campo era un lugar de parada, donde las personas sólo habrían tenido que pasar unas horas o una noche.
Las fábricas trabajaban para la defensa nacional, Aytré, en La Pallice y en otros lugares, y reclamaban mano de obra. En un bosque cercano se necesitaban leñadores para suministrar leña a las panaderías.
Unos autocares trasladaban a los especialistas y a sus familias a esos lugares, donde los comités locales se esforzaban para alojarlos.
En cuanto a las mujeres solas, a las familias sin padre ni marido, a las personas que no podían contribuir, se las enviaba a las ciudades desprovistas de industrias, como Saintes o Royan.
Nuestro objetivo inmediato, el de Anna y el mío, consistía en quedarnos en el campo y conseguir que nos aceptasen.
La enfermera, que había llegado en coche la noche anterior para llevarnos la comida, se llamaba señora Bauche y era, a mis ojos, el personaje principal del lugar, de modo que, como un escolar que quiere obtener el favor de su maestro, le dedicaba toda mi atención.
No era corpulenta sino regordeta, casi gorda, de una edad, como digo, entre treinta y cuarenta años, y nunca he visto a nadie que desplegara tanta energía con tan buen humor.
Ignoro si tenía diploma de enfermera. Pertenecía a la buena sociedad de La Rochelle y estaba casada con un médico o con un arquitecto, no lo recuerdo, porque había otras cuatro o cinco con ella, del mismo lugar, y yo confundía las profesiones de sus maridos.
Desde el momento en que se anunciaba un tren era la primera en llegar a la estación, no para repartir buenas palabras y golosinas, como muchas otras que llevaban brazales, sino para descubrir entre la gente quiénes tenían mayor necesidad de ayuda.
A medida que los acontecimientos se precipitaban, esos casos se hicieron más numerosos y se la veía llevar a los enfermos, a los bebés, a los ancianos más menesterosos a uno de los barracones donde, de rodillas, en blusa blanca, lavaba los pies maltrechos, limpiaba las heridas, y a las mujeres que precisaban cuidados especiales las llevaba tras una manta que servía de cortina.
Casi siempre se quedaba al menos hasta medianoche, efectuando una ronda silenciosa con ayuda de su linterna de bolsillo, consolando a las mujeres llorosas, reprendiendo a los hombres demasiado bulliciosos.
La electricidad, que había sido instalada precipitadamente, funcionaba mal. Cuando me ofrecí a arreglarla, la señora Bauche me preguntó:
—¿Entiende usted de eso?
—Es un poco mi oficio. Sólo necesitaría una escalera.
—Encuentre una.
Yo había reparado en un edificio que estaban construyendo, frente a la estación, en una manzana de inmuebles nuevos. Me presenté en la obra y, como no había nadie a quien pedirle permiso, me llevé una escalera con ayuda de Anna. Esa escalera se quedó en el campo al menos tanto tiempo como yo, sin que nadie fuese a reclamarla.
También cambié cristales, reparé grifos, conductos de agua a ras de tierra. La señora Bauche no sabía mi apellido ni mi procedencia. Me llamaba Marcel y se acostumbró a preguntar por mí cada vez que algo no funcionaba.
Tres o cuatro días después me había convertido en el reparador oficial del lugar. Leroy había desaparecido con la primera hornada, que había sido enviada a Burdeos o a Toulouse. De nuestro vagón sólo quedaba en el campo el viejo Jules, a quien se toleraba porque hacía el payaso.
En la ciudad encontré al hombre de la pipa, a quien yo llamaba el conserje. Parecía muy ocupado y me informó al pasar de que iba corriendo a la prefectura para exigir noticias de su mujer. No volví a verle.
Eso fue el segundo o el tercer día. La víspera, Anna había lavado sus bragas y su sostén, que había puesto a secar al sol. Al pasear por el campo nos mirábamos con complicidad, pensando que estaba desnuda bajo su vestido negro.
Al final del muelle se erguía una gruesa torre, la del Gran Reloj, más maciza que las que flanqueaban el canal. Para llegar a la calle principal había que pasar bajo ella.
Su bóveda acabaría resultándonos familiar, como las calles de arcadas donde reinaba una animación increíble. Y es que, además de alojar a su propia población y a los refugiados, la ciudad daba cobijo a soldados y a marinos.
Cuando quise comprarle ropa interior de repuesto, Anna no protestó. La necesitaba. Yo me había preguntado si aprovecharía la ocasión para comprarle un vestido claro, como los que se veían en los escaparates. Debió de pensarlo ella también, porque adivinaba todo lo que me pasaba por la cabeza.
—¿Sabes? —le dije—. Te regalaría un vestido…
No creyó necesario protestar por educación, como otras habrían hecho, aunque sólo hubiera sido por guardar las formas, y me miró sonriendo.
—¿Ahora mismo? ¿Qué ibas a añadir?
—Que yo mismo no sé si hacerlo, por puro egoísmo. Para mí tu vestido negro es como una parte de ti. ¿Entiendes? Me pregunto si no me decepcionará verte vestida de otro modo.
—Estoy contenta —murmuró, apretándome las puntas de los dedos.
Comprendí que era verdad. Yo también estaba contento. Pasábamos por delante de una perfumería y me detuve.
—¿Nunca usas polvos ni pintura de labios?
—Antes, sí.
No quería decir antes de mí, sino antes de Namur.
—¿Te gustaría volver a tenerlos?
—Eso depende de ti. Sólo si me prefieres maquillada.
—No.
—Entonces, mejor no.
Tampoco quiso que le cortaran los cabellos, que ya no eran cortos ni largos.
Yo jamás pensaba en ello, no sólo porque me negaba a hacerlo, sino porque no se me ocurría: nuestra vida en común no tenía futuro.
Ignoraba lo que iba a ocurrir. Nadie podía preverlo. Vivíamos en un entreacto, fuera del espacio, y yo devoraba aquellos días y aquellas noches con glotonería.
Yo tenía avidez de todo, del espectáculo cambiante del puerto y del mar, de los barcos de pesca de diversos colores que partían en fila india a la hora de la marea, del pescado que era desembarcado en cestas o en cajas planas, del gentío, de lo que ocurría en el campo y en la estación.
Pero aún estaba más hambriento de Anna, y por primera vez en mi vida no me avergonzaban mis deseos sexuales.
¡Al contrario! Con ella se convertía en un juego que se me antojaba muy puro. Hablábamos de eso con alegría, con candor, inventando un código entero, adoptando unos signos que nos permitían, en público, comunicarnos ciertos pensamientos íntimos.
El centro de aquel nuevo universo era el vértice de la carpa que desde lejos se veía dominando los barracones, y bajo aquel vértice verdoso estaba nuestro rincón en la paja espesa, al que llamábamos nuestra cuadra.
Habíamos colocado allí nuestros objetos personales, los que habíamos sacado de mis maletas y otros que había comprado, como cuencos para la sopa y un infiernillo de alcohol sólido con lo indispensable para preparar fuera de la carpa nuestro café matinal, entre dos barracones, frente a los barcos.
Los demás, sobre todo quienes sólo se quedaban una noche, miraban cómo nos habíamos instalado con sorpresa y, estoy seguro de ello, con envidia, como en otro tiempo me había ocurrido a mí al contemplar una cuadra de verdad en la que los caballos vivían en sus lechos de paja al abrigo de la intemperie.
También yo hablaba de nuestro lecho de paja y procuraba no cambiarla demasiado a menudo para que quedase impregnada de nuestro olor.
No sólo hacíamos el amor allí, sino un poco en todas partes, a menudo en lugares inesperados. Esa costumbre había empezado en un barco, una tarde en que mirábamos las barcas de pesca que se balanceaban a lo largo del muelle, mientras el rechinar de las poleas imitaba el graznido de las gaviotas.
Consciente de que era más que probable que yo nunca me hiciese a la mar, miré con segunda intención la escotilla abierta de uno de los barcos, sobre cuyo puente había unas cajas de pescado apiladas. Mi mirada se clavó a continuación en Anna y luego otra vez en el barco, y ella se puso a reír con una risa que formaba parte de nuestro lenguaje secreto.
—¿Quieres?
—¿Y tú?
—¿No tienes miedo de que se nos tome por ladrones y nos detengan?
Era después de medianoche. El muelle estaba desierto, y todas las luces camufladas. Se oían pasos a lo lejos. Lo más difícil fue bajar por la escalera de hierro encastrada en la piedra. Los últimos escalones estaban viscosos, resbaladizos.
Conseguimos llegar a cubierta y nos deslizamos por la escotilla, tropezando, abajo, con otras cajas, con bidones, con otros objetos que no podíamos identificar.
Olía a pescado, a huevas y a petróleo. Anna me dijo:
—Por aquí…
Encontré su mano, que me guio, y nos desplomamos sobre una litera estrecha y dura, de la que habíamos retirado un hule que nos molestaba.
La marea nos mecía lentamente. A través de la escotilla veíamos un pedazo de cielo y algunas estrellas. De la estación nos llegó un silbido de tren. No se trataba de un nuevo convoy que llegaba. Los vagones avanzaban y retrocedían, efectuando maniobras como si estuvieran poniendo orden en las vías.
Todavía no existían barreras alrededor del campo. Podíamos entrar y salir a nuestro antojo. Nadie hacía guardia. Nos bastaba con entrar con cuidado para no despertar a nuestros vecinos.
Más tarde levantaron barreras, no para encerrarnos sino para evitar que los merodeadores se mezclaran con los refugiados y cometiesen robos, como ya había ocurrido.
De noche también íbamos con frecuencia a vagabundear por la estación. En cierta ocasión en que no había tráfico alguno nos acostamos en el banco más alejado de los edificios.
Eso nos divertía. Era una especie de desafío, y hasta llegamos a hacer el amor detrás de unas gavillas de paja, a pocos pasos de la señora Bauche, que se cuidaba de unos pies enfermos sin dejar de hablarnos.
Cada día yo dedicaba cierto tiempo a buscar a mi mujer y a mi hija, en la medida de mis posibilidades.
No nos habían engañado, ya no sé dónde, si en Auxerre o en Saumur, o quizás en Tours, al hablarnos de unas listas que se disponían a publicar. Empezaron a exponerlas en la puerta de la oficina, donde cada mañana se formaban grupos que acudían a consultarlas.
Sólo eran listas de refugiados belgas. Muchos se encontraban en Burdeos, en Saintes, en Cognac, en Angouléme. Algunos habían ido hasta Toulouse y muchos vivían en pueblos cuyos nombres nunca había oído hasta entonces.
Miraba las listas por si acaso. Cada día iba también a la estación a ver a uno de los subjefes, que había prometido informarme de la suerte de nuestro tren. Había hecho de ello una cuestión de honor y le molestaba no encontrar su rastro.
—Un tren no desaparece así como así —refunfuñaba—, ni siquiera durante la guerra. Acabaré sabiendo dónde está.
Gracias al selector que comunicaba entre sí las estaciones más próximas, había puesto a sus colegas sobre la pista y se empezaba a hablar del tren fantasma.
Anna y yo fuimos a la alcaldía. Delante de cada despacho se aglomeraba la gente, porque en aquella época todos tenían necesidad de una información, de un permiso, de un papel con un cuño oficial.
También allí se exponían listas, esta vez de franceses y francesas, pero mi mujer no figuraba en ellas.
—Si busca a alguien, haría mejor en dirigirse a la prefectura.
Allí acudimos. El patio resplandecía, los pasillos y las oficinas estaban bañados de sol, con empleados en mangas de camisa y numerosas jóvenes con vestidos claros. Yo había dejado a Anna en la calle, porque no podía hacerla pasar por mi mujer y al mismo tiempo pedir noticias de ella.
La vi por la ventana, inmóvil al borde de la acera, levantando la cabeza y luego dando unos pasos, grave, soñadora. Ya tenía ganas de volver a estar a su lado y me reprochaba haberla abandonado, aunque fuese por tan poco tiempo.
Repartían cupones de gasolina entre los automovilistas. Cientos de coches llegados de todas partes atestaban la plaza de Armas, los muelles, las calles. Sus propietarios estaban allí, en la prefectura, esperando en la más larga de las colas el famoso cupón que habría de permitirles continuar su éxodo.
La víspera yo había distinguido, en el cortejo de coches que se dirigían a Rochefort, un coche fúnebre de Charleroi en el que se había instalado una familia entera. El equipaje, supongo, debía de ocupar el lugar del ataúd.
—¿Busca algo?
—Quisiera saber dónde está mi mujer…
Parecía haber miles, y pronto íbamos a ser decenas de miles, en el mismo caso. No sólo Bélgica y el norte continuaban replegándose, sino que el pánico se había apoderado de los parisienses desde que el gobierno había abandonado la ciudad. Se contaba que, además de los vehículos, un largo cortejo de hombres y de mujeres iba ahora a pie por las carreteras.
En los pueblos próximos a las carreteras nacionales, las panaderías eran tomadas al asalto y en los hospitales no quedaba ni una sola cama libre.
—Llene esta ficha. Déjeme su nombre y su dirección.
Por prudencia no mencioné el centro de acogida y puse la lista de correos. Sin embargo, el viejo Jules y yo no éramos ya los únicos franceses que había en el campo.
Aún puedo evocar el más aciago de los trenes, que se presentó en la estación en lo más cálido de una bella tarde, cuando acababan de pasar por la acera, en fila, las niñas de una escuela que acudían a una fiesta.
Como la señora Bauche, llámabamos trenes aciagos a los que habían padecido más en el trayecto, trenes donde habían muerto personas o las mujeres habían dado a luz sin ayuda.
Hubo un tren de locos, por ejemplo, diez vagones llenos de locos que habían sido evacuados de un asilo. Pese a las precauciones tomadas hubo que perseguir a dos de ellos, que llegaron corriendo hasta la torre del Gran Reloj.
No sé si el tren del que hablo procedía de Douai o de Laon, porque tiendo a confundir esas dos ciudades. Transportaba a muy pocos heridos, que ya habían sido atendidos en el trayecto, pero todos los ocupantes, hombres, mujeres y niños, tenían aún la mirada perdida a causa del terror que habían experimentado.
Una mujer temblaba convulsivamente, y siguió temblando toda la noche y rechinando los dientes, al tiempo que se quitaba la manta de encima.
Otros pronunciaban palabras sin sentido, o repetían sin cesar la misma historia con voz monótona.
Sucedió cuando los embarcaban en Douai o en Laon, a doscientos metros de la estación repleta de gente. Estaban, esperando a los rezagados, a los padres que habían ido a comprar algo en la fonda cuando, sin que sonara la alarma, unos aviones irrumpieron en el cielo.
—Las bombas caían así, señor… De lado… Cayeron sobre la estación, sobre las casas de enfrente, y todo se puso a temblar, a saltar, los techos, las piedras, la gente, los vagones estacionados cerca de nosotros. Vi una pierna proyectada en el aire, y yo mismo, pese a que nos encontrábamos bastante lejos, fui arrojado al suelo sobre mi hijo.
Sonaron las sirenas por fin y acudieron los coches de bomberos. De los montones de piedras, de ladrillos y de hierros torcidos salían cadáveres, muebles desfondados, a veces un objeto familiar que de milagro había quedado intacto.
Los diarios anunciaban un cambio de gobierno, la retirada de Dunkerque, vías de ferrocarril cortadas en todas partes. Mientras, tanto Anna y yo proseguíamos nuestra pequeña existencia como si fuese a durar siempre.
Anna sabía tan bien como yo que no era verdad, pero nunca aludía a ello. Antes de mí había compartido su vida con otras personas, durante más o menos tiempo, y yo prefería no pensar en lo que ocurriría después de mí.
Me había impresionado mucho verla por la ventana de la prefectura, sola en la acera, como si ya nos hubiéramos separado. El pánico se había apoderado de mí. Cuando volví a reunirme con ella me colgué de su brazo como si hubiéramos pasado muchos días sin vernos.
Juraría que no llovió una sola vez durante aquel periodo, aparte de una tormenta que, ahora lo recuerdo, formó bolsas de agua en el techo de nuestra tienda. El tiempo parecía irreal a fuerza de ser espléndido, y sólo puedo recordar La Rochelle bajo el calor del sol.
Los pescadores nos traían pescado. Cada mañana, los scouts se daban una vuelta por el mercado, donde llenaban sus cestos de legumbres y frutas. Llevaban una carretilla como la mía, la que había quedado abandonada en la estación de Fumay, en la zona de los trenes de velocidad media. Les acompañé muchas veces y les ayudé a empujarla por puro placer, mientras Anna seguía caminando por la acera.
Nos sentimos al borde de la catástrofe, tanto en el campo como en la estación, cuando la radio anunció la capitulación de Bélgica. Para entonces los franceses eran casi tan numerosos como los belgas, y fábricas enteras se replegaban. Vi a flamencos y a valones que lloraban como niños, y a otros que llegaban a las manos y a los que había que separar.
Cada día que transcurría cercenaba un poco mi escaso capital de felicidad. No es la palabra exacta, pero como no encuentro otra, como los hombres hablan siempre de felicidad, también yo estoy obligado a contentarme con esa palabra.
Un día u otro, en la alcaldía, en la prefectura, en la lista de correos, encontraría noticias de Jeanne y de mi hija. El embarazo se acercaba a su fin, y yo confiaba en que el viaje y las emociones no hubieran precipitado el acontecimiento.
Los diarios de París publicaban listas de lectores que deseaban comunicarse con sus familias, y por un momento pensé en utilizar ese medio. El inconveniente era que en Fumay no leíamos ningún diario parisiense. ¿Cuál escoger? Debíamos habernos puesto de acuerdo previamente, pero no era el caso. Y era imposible que Jeanne comprase todos los periódicos cada día.
Los alemanes avanzaban con tal rapidez que muchos hablaban de traición y de quinta columna. Al parecer, en uno de nuestros barracones habían arrestado a un supuesto holandés, que llevaba en su equipaje un transmisor de radio portátil.
Ignoro si es cierto. La señora Bauche, con quien hablé al respecto, no pudo confirmármelo, pero vio a unos policías de civil que fisgoneaban por el campo.
Eso asustaba a Anna, cuyo apellido, Kupfer, era de clara sonoridad germánica. Siempre pensábamos en lo mismo cuando paseábamos por el terraplén, entre el campo y la estación, y contemplábamos los geranios en todo su esplendor.
El jardinero de la ciudad los había trasplantado, ya en flor, poco después de nuestra llegada. Lo recuerdo temprano por la mañana, con un sol todavía apagado, cumpliendo aquel trabajo tan gratificante, mientras los trenes de refugiados continuaban llegando a la estación y los diarios, en el quiosco, informaban de las catástrofes.
Parece ser que dos horas después, cuando el jardinero seguía todavía allí, una radio alemana, que emitía propaganda en francés, dijo más o menos:
«Es muy amable de su parte, señor Vieiljeux, poblar de flores en nuestro honor las proximidades de la estación. Estaremos ahí dentro de unos días».
El señor Vieiljeux, a quien nunca vi, era el alcalde de La Rochelle, y la radio alemana continuó dirigiéndole mensajes irónicos, demostrando así que estaba al corriente de cuanto sucedía en la ciudad.
La palabra espía se pronunciaba cada vez con mayor frecuencia y las miradas se volvían desafiantes.
—Vale más que hables lo menos posible delante de la gente.
—Ya lo he pensado.
Anna no era locuaz. Yo tampoco. Aunque lo hubiéramos sido los dos, había tantos temas tabú entre nosotros que no hubiéramos encontrado gran cosa que decirnos.
Ni pasado, ni porvenir. Sólo un presente frágil, que devorábamos y saboreábamos juntos.
Hacíamos acopio de pequeñas alegrías, de imágenes, de reflejos que, lo sabíamos, nos durarían toda la vida. En cuanto a nuestra carne, la maltratábamos a fuerza de intentar desesperadamente fundirla en una sola.
No me avergüenza decirlo. Me sentía feliz, con una felicidad que era, comparada con la de cada día, como el sonido normal del violín y el que se obtiene pasando el arco por el lado equivocado del puente. Era algo agudo y exquisito y producía al mismo tiempo una sensación de placer y de dolor.
En cuanto a nuestro apetito sexual, estoy casi seguro de que no éramos una excepción. Menos apretados los unos contra los otros en la carpa de circo que en nuestro vagón de ganado, éramos por lo menos un centenar de personas, entre hombres y mujeres, los que dormíamos en el mismo abrigo. No hubo noche en que no escuchara el rumor de los cuerpos arrastrándose con precaución, y una sucesión de jadeos precipitados y de gemidos amorosos.
Yo no era el único en sentirme desvinculado de la vida ordinaria y de sus convenciones. De un momento a otro los aviones podían aparecer en el cielo y dejar caer su ristra de bombas. Dos o tres semanas más tarde las tropas alemanas estarían allí y nadie tenía ni idea de lo que pasaría.
En el curso de una primera alarma se nos obligó a acostarnos en tierra, en el borde de la dársena, porque el refugio subterráneo que habían acondicionado cerca de la estación de mercancías quedaba demasiado lejos.
La DCA disparó. De la estación salieron unas ráfagas. Se nos dijo enseguida que había sido un error, que se trataba de aparatos franceses que no habían hecho las señales reglamentarias.
Otros aviones bajaron en picado para colocar minas alrededor de un navío, el Champlain, en la rada de La Pallice. Por la mañana, el barco saltó por los aires. Escuchamos las detonaciones sin saber a qué se debían.
Más tarde unos depósitos de gasolina ardieron a tres o cuatro kilómetros de la ciudad, y el humo negro permaneció en el cielo durante muchos días.
Ya lo he dicho, pero lo repito: los días pasaban a la vez deprisa y lentamente. La noción del tiempo había cambiado. Los alemanes entraban en París, pero Anna y yo no habíamos alterado nuestras pequeñas costumbres. Sólo la atmósfera de la estación se transformaba de día en día, y se hacía más tumultuosa, más desordenada.
Como en Fumay, yo me levantaba el primero. Salía al exterior para preparar el café y me afeitaba ante un espejo colgado de la tela de la carpa. Habían acabado reservando parte de un barracón para el aseo de las mujeres, y Anna se dirigía allí temprano, antes de que comenzara la avalancha.
Paseábamos hacia la estación, donde estaban habituados a nuestra presencia y nos saludaban familiarmente.
—¿Muchos trenes?
—Se espera al personal de la Renault.
Conocíamos el paso subterráneo, las vías, los bancos. Mirábamos con ternura los vagones de ganado donde todavía había restos de paja. ¿Dónde estaría la nuestra, en la que debía de persistir algún vestigio de nuestro olor?
Era raro que, a continuación, la señora Bauche no me necesitase para algún trabajo, reparar una puerta o una ventana, instalar nuevos estantes para los medicamentos o las provisiones.
Luego íbamos a por el rancho, y de vez en cuando nos regalábamos con un extra. Tras atravesar la avenida, entrábamos en un bar íntimo donde yo sabía que a Anna le gustaba tomar un aperitivo mientras yo, para acompañarla, pedía un refresco.
Por la tarde recorríamos la ciudad, y yo volvía a leer largas relaciones de nombres antes de pasar por la lista de correos.
Por poco que se hubiera adelantado, nuestro hijo podía nacer de un día a otro, y yo me preguntaba quién se ocuparía de Sophie durante la estancia de mi mujer en la maternidad.
Curiosamente, mi mente no conseguía evocar su aspecto. Sus trazos permanecían vagos, indecisos.
No me encontraba demasiado inquieto por la suerte de Sophie, porque en el campo habíamos tenido durante una semana a unos niños que habían perdido a su madre en la carretera y que no sufrían por ello. Jugaban con los otros y parecían tan despreocupados como ellos. Cuando la madre se presentó por fin para buscarlos, permanecieron largo rato inmóviles delante de ella, incómodos, como si los hubieran sorprendido en plena fechoría.
El 16 de junio es una de las fechas que recuerdo. En Orléans, Pétain pedía el armisticio y unos soldados abandonaron de pronto la estación, sin sus armas, pese a la oposición de los oficiales.
Tres días después los alemanes llegaban a Nantes. Habíamos supuesto que como estaban motorizados se desplazarían muy deprisa, y esperábamos verlos a partir del día siguiente.
Pero no fue hasta el 22, un sábado, cuando unos automovilistas nos gritaron al pasar:
—¡Están en La Roche-sur-Yon!
—¿Los han visto?
Asintieron con un gesto mientras se alejaban hacia Rochefort.
La noche siguiente fue calurosa. Anna se acostó primero. De pie, sentí que las lágrimas acudían a mis ojos al ver cómo se hacía un hueco en la paja. Le dije:
—¡No! Ven.
Nunca me preguntaba adónde ni por qué. Parecía como si se hubiera pasado la vida siguiendo a un hombre, como si hubiera sido creada para eso.
Caminamos largo rato, acompañados del murmullo del mar y del rechinar de los aparejos. ¿Pensaba quizá que yo buscaba otra vez el cobijo de un barco?
La llevé hasta el final del puerto, donde se encuentran los astilleros, y me adentré con ella en el camino de ronda que termina en la playa.
No se oía ruido alguno. No se veían luces en la ciudad, y sólo un farol verde oscuro permanecía encendido al final de la escollera.
Nos acostamos en la arena, cerca de las olas diminutas, y permanecimos largo tiempo sin decirnos nada, sin hacer nada, acechando nuestros latidos.
—¡Anna! Me gustaría que supieras…
—¡Calla!
Ella no necesitaba palabras. No le gustaban. Creo que hasta le daban miedo.
Empecé a abrazarla torpemente, con una impaciencia que iba en aumento y que tenía algo de terquedad. Por una vez no me ayudó. Estaba inmóvil, con los ojos fijos en mi rostro, y yo no percibía ninguna expresión en los suyos. Pensé por un momento que ya se había ido y la imaginé de nuevo sola, como un animal perdido.
—¡Anna! —le grité, con el mismo tono con que hubiese pedido socorro—. ¡Tienes que entenderlo!
Rodeó con sus manos mi cabeza y murmuró, conteniendo los sollozos:
—¡Estuvo bien!
No se refería a nuestro abrazo sino a nosotros, a todo lo que había ocurrido en tan poco tiempo. Lloramos el uno sobre el otro, incluso mientras hacíamos el amor. Entretanto, el mar había llegado hasta nuestros pies.
Yo necesitaba hacer algo, lo que fuera. Le quité su vestido, me despojé de la ropa. Una vez más le dije:
—¡Ven!
El cielo estaba lo bastante claro como para que su cuerpo se dibujara en la oscuridad, pero no podía ver sus rasgos. ¿Tuvo realmente miedo? ¿Pensó que podía ahogarla y quizás ahogarme con ella? Su cuerpo se retrajo, lleno de pánico animal.
—¡Ven, tonta!
Me puse a correr en el agua, y Anna no tardó en reunirse conmigo. Sabía nadar. Yo no. Se alejó mar adentro, y luego se puso a describir círculos alrededor de mí.
Hoy me pregunto si se equivocaba al tener miedo. En aquel momento todo era posible. Intentamos hacer un juego de aquel baño, divertirnos como escolares en vacaciones, pero no lo conseguimos.
—¿Tienes frío?
—No.
—Corramos para calentarnos.
Corrimos sobre la arena, que se nos adhería a los pies y a las pantorrillas.
Yo no había tenido una buena idea al querer salir. De vuelta al campo, una patrulla nos obligó a permanecer ocultos en un recodo durante casi un cuarto de hora.
La carpa nos pareció llena de calor humano y por fin nos acurrucamos en nuestro rincón, donde no pude conciliar el sueño en toda la noche.
Al día siguiente fue domingo. Algunos refugiados se vistieron para la misa. En la ciudad vimos chicas con tocados claros y niños endomingados que iban con sus padres. Las pastelerías estaban abiertas y compré un pastel todavía tibio, como en Fumay.
Después del almuerzo fuimos a comérnoslo delante de la dársena, sentados sobre la piedra, con las piernas colgando sobre el agua.
A las cinco, unas motos alemanas pararon ante la alcaldía, y un oficial pidió ser conducido ante el señor Vieiljeux.