5

Un anciano del hospicio murió durante la noche. No sé cuál de ellos era porque lo bajaron en Nantes por la mañana, con el rostro cubierto por una toalla. El cónsul de Bélgica se encontraba en el andén y el sacerdote le acompañó a la oficina del subjefe de estación para cumplir las formalidades.

Allí el servicio de acogida fue más importante que en otros lugares, no sólo por el número de damas con brazales de tela, sino porque había personas que parecían encargarse del destino de los refugiados.

Yo tenía la ilusión de ver el mar por primera vez en mi vida. Pronto me di cuenta de que estaba lejos, de que nos encontrábamos en un estuario, pero distinguí los mástiles y las chimeneas de los barcos, y escuché las sirenas. Cerca de nosotros se apearon unos marineros, un tren entero. Formaron en el andén y con paso militar abandonaron la estación.

El tiempo era tan increíblemente radiante como los días anteriores, y pudimos asearnos y desayunar antes de volver a partir.

Me inquieté por un momento cuando un subjefe de estación se puso a discutir con alguien que tenía aspecto de oficial mientras señalaban nuestros tres maltrechos vagones, como si hablaran de la posibilidad de desengancharlos.

Era como si, incorporados al tren belga en contra de nuestra voluntad, constituyéramos un problema, pero al final nos dejaron ir.

Quien nos sorprendió de veras fue la gruesa Julie. Poco antes de que sonara el silbato apareció en el andén, radiante, lozana, con un vestido de algodón estampado de flores sin una sola arruga.

—¿Qué creéis que ha hecho Julie, encantos, mientras seguíais aquí, revolcándoos en la paja? Se ha ido a tomar un baño, un baño caliente, de veras, en una bañera del hotel de enfrente, y aún ha tenido tiempo de comprarse un vestido.

Bajábamos hacia la Vendée, donde, una hora después, atisbé el mar en la lejanía. Emocionado, busqué la mano de Anna. Yo había visto el mar en el cine y en las fotos de colores, pero no había imaginado que fuese tan claro, ni tan vasto e inmaterial.

El agua era del color del cielo y, como reflejaba la luz y el sol, estaba a la vez arriba y abajo, ya no había ningún límite y la palabra infinito acudió a mi mente.

Anna comprendió que para mí era una experiencia nueva. Sonreía. Los dos nos encontrábamos de un humor chispeante. Durante todo el día hubo una sensación de alegría en el vagón.

Sabíamos más o menos lo que nos esperaba, porque el cónsul había recorrido los primeros vagones para reconfortar a sus compatriotas, y el hombre de la pipa, siempre al acecho, nos había informado.

—Parece que, para los belgas, el destino es La Rochelle. Es lo que podría llamarse su estación de confluencia. Han instalado allí una especie de campo con barracones, camas y todo lo necesario.

—¿Y nosotros, que no somos belgas?

—Ya se irá viendo.

Circulábamos lentamente y yo leía los nombres de localidades que me recordaban algunos libros que había leído: Pornic, Saint Jean-de-Monts, Croix-de-Vie… Divisamos la isla de Yeu, que, a causa del deslumbramiento del sol, habría podido tomarse por una nube que se estiraba a ras del agua.

Durante horas nuestro tren pareció comportarse de forma caprichosa, como si fuéramos de excursión, introduciéndose en líneas secundarias para detenerse en pleno campo y volver enseguida atrás.

Ya no teníamos miedo de apearnos ni de subir de un salto, porque sabíamos que el conductor nos esperaría.

Por fin comprendí por qué ejecutábamos tantas maniobras y habíamos tardado tanto en llegar desde las Ardenas.

Los trenes regulares, con viajeros ordinarios que pagaban su billete, circulaban todavía y en las grandes líneas había además un tráfico intenso de convoys militares y de municiones, que tenían prioridad.

En casi todas las estaciones, al lado de los empleados ordinarios, empezamos a ver a un oficial que impartía órdenes.

Como no pertenecíamos a ninguna de esas categorías, de vez en cuando se nos desviaba a una vía de estacionamiento para dejar sitio.

Asistí a una conversación telefónica, en una bonita estación atestada de geranios, en la que un perro yacía atravesado en la puerta del despacho del jefe. Este último, acalorado, se había echado la gorra hacia atrás y jugueteaba con el banderín que tenía sobre el escritorio.

«¿Eres tú, Dambois?»

Otro jefe de estación me explicó que no se trataba de un teléfono ordinario. Si no me equivoco, se le llama selector, y cada uno sólo puede comunicar, en un sentido y en el otro, con la estación más próxima. Así es como se anuncian los trenes.

«Tengo aquí al 237. No puedo retenerlo por más tiempo, porque espero el 161. ¿Tu vía de estacionamiento está libre? ¿Está abierta la fonda de Hortense? Avísale que va a recibir un montón de clientes… ¡Bien! Gracias. Te lo envío.»

Así pasamos tres horas en una estación minúscula, al lado de un hostal pintado de rosa. Las mesas fueron tomadas al asalto. Bebimos y comimos. Anna y yo nos quedamos fuera, bajo un pino, y a ratos nos sentíamos incómodos por no saber qué decirnos.

Si tuviera que describir el lugar, sólo podría hablar de las manchas de sombra y del sol, del tono rosado del día, del verde de la viña y de los groselleros, de mi amodorramiento, de un bienestar animal. Me pregunto si aquel día no estuve lo más cerca posible de la felicidad perfecta.

Como en mi infancia, sentía los olores, la vibración del aire, los ruidos imperceptibles de la vida. Creo haberlo dicho ya, pero como no escribo de un tirón, sino que garrapateo unas líneas aquí, una página o dos allá, cuando me siento a salvo, a escondidas, es inevitable que me repita.

Al empezar mi relato estuve a punto de hacerlo preceder de una advertencia, menos por su utilidad que por sentimentalismo. En el sanatorio, en efecto, la biblioteca contenía sobre todo obras anteriores a 1900, y entre los autores del siglo pasado estaba de moda incluir una advertencia, un preámbulo o un prefacio.

El papel de aquellos libros, amarillento, con manchas marrones, era más grueso, más satinado que el de los libros de ahora, y tenía un olor agradable que para mí ha quedado asociado para siempre a los personajes de las novelas. La tela negra de la cubierta estaba tan brillante como los codos de una chaqueta vieja. Encontré esa misma tela en la biblioteca pública de Fumay.

Renuncié a la advertencia para que no parezca que me doy importancia. Cierto que es posible que me repita, que me embrolle, es decir, que me contradiga, porque si escribo es sobre todo para aproximarme a la verdad.

En cuanto a los sucesos de los que fui testigo, pero que no me atañen personalmente, utilizo mi memoria lo mejor que puedo. Para encontrar algunas fechas sería necesario investigar en las hemerotecas, y no sé dónde consultarlas.

Estoy seguro de la fecha del viernes 10, que ahora debe figurar en los libros de historia. También estoy seguro, grosso modo, del itinerario que seguimos, aunque ya en el tren algunos de mis compañeros empezaron a citar nombres de estaciones por las que no habíamos pasado.

Una carretera que por la mañana estaba vacía podía bullir de vida una hora más tarde. Todo transcurría terriblemente deprisa y terriblemente despacio. Aún se hablaba de combates en Holanda, de que los Panzers se encontraban ante Sedan.

Es posible, en fin, que mi memoria me haga cometer errores. Como decía a propósito de la última mañana en Fumay, yo podría reconstruir algunas horas minuto a minuto, mientras que de otras sólo recuerdo la atmósfera general, el ambiente.

Eso me ocurre también con el tren, sobre todo a causa de la fatiga, esa especie de agotamiento, de vacío cerebral que era consecuencia de nuestro modo de vida.

Ya no teníamos responsabilidades ni iniciativas que tomar. Nada dependía de nosotros, ni siquiera nuestra propia suerte.

Un detalle me intriga, por ejemplo, porque soy más bien escrupuloso y suelo insistir en una idea hasta que está a punto. Cuando hablé del avión que ametralló nuestro tren, del fogonero que gesticulaba al lado de su locomotora y del maquinista muerto, no mencioné al jefe del tren. Sin embargo debió de haber uno, alguien que se ocupaba de tomar decisiones.

No lo vi. ¿Existía? ¿No existía? Una vez más, las cosas no sucedían exactamente según la lógica.

En cuanto a la Vendée, sé que mi piel, mis ojos, mi cuerpo entero nunca se han empapado de sol con tanta avidez como aquel día, y puedo decir que saboreé todos los matices de la luz, todos los verdes de los prados, los campos y los árboles.

Una vaca, acostada a la sombra de un roble, blanca y marrón, con su hocico húmedo animado por un movimiento sin fin, dejaba de ser un animal familiar, un espectáculo banal, para convertirse…

¿Convertirse en qué? No encuentro las palabras. Soy algo torpe. La verdad es que nunca he llegado a llorar mirando a una vaca. Aquel día, en la terraza del hostal pintado de rosa, mis ojos permanecieron fijos largo tiempo, maravillados, contemplando una mosca que giraba en torno a una gota de refresco.

Anna se dio cuenta. Tuve conciencia de que sonreía y le pregunté por qué.

—Acabo de verte como debiste de ser a los cinco años.

Era agradable recuperar incluso hasta los olores del cuerpo humano, el del sudor en particular. Por fin descubría un lugar donde la tierra estaba al mismo nivel que el mar y la mirada abarcaba los campanarios de cinco pueblos.

La gente seguía inmersa en sus ocupaciones, y cuando nuestro tren se detenía, se contentaban con mirarnos de lejos, sin sentir la necesidad de acudir a examinarnos y hacernos preguntas.

Noté que había muchas más ocas y patos que entre nosotros, que las casas eran tan bajas que el techo podía tocarse con la mano, como si los habitantes tuvieran miedo de que el viento pudiera llevárselas.

Vi Luçon, que me hizo pensar en el cardenal Richelieu, y luego Fontenay-le-Comte. Habríamos podido llegar a La Rochelle por la noche, pero el jefe de la estación de Fontenay vino a explicarnos que sería difícil bajar del tren en la oscuridad e instalarnos en el centro de acogida.

Conviene recordar que, a causa de los vuelos nocturnos de los aviones, las lámparas de gas y todas las luces exteriores estaban pintadas de azul, y que los habitantes tenían la obligación de poner cortinas negras en sus ventanas, de suerte que por la noche, en las ciudades, los peatones iban provistos de linternas y los coches circulaban al paso, con las luces cortas.

—Ya les encontrarán un lugar tranquilo para dormir. Parece que habrá reparto de alimentos.

Era verdad. Nos aproximamos al mar para luego alejarnos de nuevo, y al final nuestro tren, que no seguía ningún horario y parecía buscar cobijo, acabó por detenerse en un prado, cerca de un apeadero.

Eran las seis de la tarde. Aún no se notaba el frescor del crepúsculo. Casi todo el mundo bajó para desentumecer las piernas, salvo los ancianos a los que vigilaban el sacerdote y las monjas, y vi mujeres maduras de rostro severo que se inclinaban para recoger margaritas y botones de oro.

Alguien insinuó que los ancianos con uniforme de paño gris eran deficientes mentales. Es posible. En La Rochelle los esperaban unas enfermeras y otras religiosas, que los hicieron entrar en dos autocares.

Tuve una idea y me acerqué a Dédé, el chico de quince años, para comprarle una de sus mantas. Fue más difícil de lo que esperaba. Discutió con tanta aspereza como un viejo campesino en la feria, pero al final me salí con la mía.

Anna nos observaba sonriendo, incapaz, supongo, de sospechar el motivo de nuestra transacción.

Yo disfrutaba. Me sentía joven. O, mejor dicho, no me sentía de ninguna edad.

—¿De qué hablabas con tanta pasión?

—Una idea mía.

—Lo adivino.

—A que no.

—¡Incrédulo!

Como si ella fuera una jovencita y yo un adolescente.

—Di lo que piensas, para ver si lo has adivinado.

—No quieres dormir en el tren.

Era verdad, y me asombraba que lo supiera. A mis ojos era una idea un poco loca, que sólo podía ocurrírsele a alguien como yo. Nunca había tenido la ocasión de dormir al aire libre, de niño porque mi madre no me dejaba y porque, por otra parte, en la ciudad hubiera sido difícil, y más tarde a causa de mi enfermedad.

Desde que el jefe de estación había hablado de encontrarnos un lugar tranquilo en el campo, yo había estado pensando en ello, y acababa de adquirir una manta que nos protegería del rocío y garantizaría nuestra intimidad.

Llegó un coche amarillo, con una enfermera jovial y cuatro boy-scouts entre los dieciséis y los diecisiete años. Traían bocadillos, dos recipientes de café caliente y barras de chocolate. Llevaban también mantas, pero las reservaban para los ancianos y los niños.

Las puertas se abrían y cerraban. Durante una hora larga, mientras el día se apagaba lentamente, hubo una algarabía confusa en la que destacaban sobre todo voces en flamenco.

Fue necesaria esa parada nocturna para que yo descubriese que había bebés en los vagones belgas. La enfermera estaba al corriente gracias al selector telefónico. Se había provisto de los biberones necesarios y de una gran bolsa de pañales.

Eso no interesaba en nuestro vagón. No porque se tratase de belgas, sino porque los niños no pertenecían a nuestro grupo. Hasta los franceses de los otros dos vagones de mercancías, que habían subido al mismo tiempo que nosotros en Fumay, nos resultaban ajenos.

Se habían formado células estancas, que se bastaban a sí mismas. Y cada célula contenía células menores, como los jugadores de cartas o como la pareja que formábamos Anna y yo.

Unas ranas empezaron a croar, y se escucharon ruidos nuevos en los prados y en los árboles.

Paseábamos sin ir de la mano, sin tocarnos. Anna fumaba uno de los cigarrillos que le había comprado en Nantes.

La idea de hablar de amor no se nos ocurría, y hoy me pregunto si aquello era en verdad amor. Quiero decir amor en el sentido que por lo general se da a la palabra, porque para mí era mucho más.

Ella ignoraba lo que yo hacía en la vida y no parecía sentir curiosidad. Sabía que yo había estado enfermo de tuberculosis porque, hablando de las horas de sueño, le había dicho:

—Cuando yo estaba en el sanatorio, apagaban las luces a las ocho.

Me miró en el acto. Ese gesto era característico en ella y también su mirada, que me costaría describir. Podría decirse que se le había ocurrido una idea de improviso, no una idea nacida de la reflexión sino algo palpable y al mismo tiempo fugaz, que su instinto le hacía captar al vuelo.

—Ahora lo entiendo —murmuró.

—¿Qué es lo que entiendes?

—A ti.

—¿Y qué has descubierto?

—Que te has pasado años encerrado.

No insistí, pero creo que entendí a mi vez. También ella había estado encerrada. Poco importa el nombre del lugar donde uno está condenado a vivir entre cuatro paredes.

¿Quiso decirme que eso dejaba una marca, que era esa marca lo que ella había creído encontrar en mí y que hasta entonces no había sabido a qué atribuirla?

Volvimos despacio hacia el tren oscuro, donde sólo se distinguía la lumbre de los cigarrillos y se oían unos cuchicheos.

Recogí la manta. Buscamos un lugar, el nuestro, en la tierra blanda, en medio de la alta hierba y en un terreno de suave pendiente.

Un grupo de tres árboles nos ocultaba de las miradas, y una boñiga que alguien había pisado desprendía su olor. La luna no iba a alzarse hasta las tres de la madrugada.

Permanecimos un momento indecisos, cada uno de pie ante el otro, y para disimular la ansiedad me puse a arreglar la manta.

Vuelvo a ver a Anna tirando su cigarrillo, que todavía brilló un rato en la hierba, la veo quitándose el vestido con un gesto que yo observaba por primera vez, y luego la ropa interior.

Se me acercó desnuda, sorprendida por el frescor, que la hizo temblar una o dos veces, y me atrajo con suavidad hacia el suelo.

Comprendí enseguida que ella quería que aquélla fuese mi noche. Había adivinado que para mí era una celebración, como había adivinado muchos de mis pensamientos.

Fue ella quien tomó cada iniciativa, y también quien retiró la manta, para que nuestros cuerpos estuviesen en contacto con el suelo, con el olor de la tierra y de la vegetación.

Cuando por fin se levantó la luna, yo estaba despierto. Anna se había puesto de nuevo su ropa y nos habíamos envuelto en la manta, apretados el uno contra el otro para no sentir el frescor de la noche.

Veía sus cabellos oscuros de reflejos rojizos, su perfil exótico, su piel pálida, de una textura distinta a cuantas había conocido.

Hasta tal punto nos habíamos impregnado el uno del otro que compartíamos un solo olor.

No sé qué pensaba al mirarla así. Me sentía grave, ni alegre ni triste. No me inquietaba el porvenir y me negaba a que pudiera influir en el presente.

De pronto me di cuenta de que, en las últimas veinticuatro horas, no me había preocupado ni una sola vez por la suerte de mis gafas de recambio, que quizá yacían en algún lugar del prado o en la paja de nuestro vagón.

De tarde en tarde, una sacudida animaba su cuerpo y el pliegue de su frente se hacía más acusado, como si tuviera una pesadilla o padeciese algún dolor.

Al final me dormí. En lugar de despertarme por mí mismo, como tenía por costumbre, un rumor de pasos me sacó del sueño. Alguien andaba cerca. Era el hombre de la pipa, a quien yo llamaba el conserje. Me llegó una vaharada de su tabaco, inesperada en aquella madrugada campestre.

Era otro tempranero como yo, seguramente un solitario, pese a su mujer y a sus hijos, a los que reclamaba con un mal humor exagerado. Caminaba con el mismo paso con que yo recorría por las mañanas mi jardín, y nuestras miradas se encontraron.

Me pareció que tenía un aire bondadoso. Con sus hombros caídos y su ancha nariz, era como los gnomos bonachones de los libros ilustrados.

Anna se despertó con un sobresalto.

—¿Ya es hora?

—No creo. El sol aún no ha salido.

Una ligera niebla subía de la tierra, y unas vacas mugían en un establo lejano, donde vislumbramos un poco de luz. Seguramente se disponían a ordeñarlas.

La víspera habíamos descubierto un grifo detrás del edificio de ladrillo del apeadero. Fuimos a él para asearnos. No había nadie más alrededor.

—Sostén la manta.

Anna se desvistió en un abrir y cerrar de ojos, y se echó agua helada sobre el cuerpo.

—¿Querrías ir corriendo a traerme el jabón? Está en la paja, detrás de tu baúl.

Una vez seca y vestida de nuevo, me ordenó: ¡Ahora tú!

Dudé, buscando un pretexto.

—Empiezan a despertarse —dije.

—¿Y qué? ¿Qué importa si te ven desnudo?

La imité, con los labios azules por el frío, y me frotó la espalda y el pecho con la toalla.

Volvió el coche amarillo con la misma enfermera y los mismos scouts, con aspecto de niños muy crecidos o de hombres todavía por hacer. Nos dieron café, pan con mantequilla, biberones para los bebés.

Ignoro qué sucedió en el tren esa noche, ni si fue cierto el rumor que corrió de que una mujer había dado a luz. Me extrañaría, porque no oí nada.

Nos trataban como a escolares en vacaciones, y la enfermera, que sin embargo aún no tenía los cincuenta años, nos hablaba como si estuviera en una clase infantil.

—¡Señor! ¡Cómo huele a pies aquí! Deprisa, al campo, hay que lavar todo eso, queridos. Y tú, abuelo, ¿te has bebido esas botellas tú solo?

Se fijó en Julie.

—Tú, la regordeta, ¿a qué esperas para despertarte? ¿Te haces la remolona? ¡Nos vamos! Dentro de una hora llegaréis a La Rochelle.

Allí, por fin, el mar estaba cerca de verdad. El puerto, que lindaba con la estación, mostraba a un lado los barcos de vapor y al otro las barcas de pesca. Velas y redes se secaban al sol.

Pronto tomé posesión de aquel paisaje que me entraba por los poros. No me fijé si había muchos trenes en las vías, y nada vi. Tampoco reparé gran cosa en las personas más o menos importantes que iban y venían dando órdenes, chicas vestidas de blanco, militares, boy-scouts.

Ayudaban a los ancianos a apearse, y el sacerdote los contaba como si temiese perderlos u olvidarlos.

—Todos al centro de acogida, frente a la estación.

Tomé mi baúl y la maleta, que Anna había intentado quitarme de las manos, y sólo dejé que llevara la manta y nuestras botellas vacías, que aún podían servirnos.

Unos soldados armados nos miraron pasar y se volvieron hacia mi compañera, que me seguía de cerca como si de pronto se sintiera perdida y tuviera miedo.

No supe por qué hasta un poco más tarde. En el exterior, los scouts nos asignaron unos barracones de madera de abeto todavía clara que habían sido edificados en un parque público, a dos pasos de la dársena. Un barracón más pequeño, apenas mayor que un quiosco de periódicos, servía de oficina. Como los demás, tuvimos que hacer cola ante la puerta abierta.

Nuestro grupo se había dispersado. Estábamos mezclados con los belgas, que eran más numerosos, y no teníamos la menor idea de lo que se esperaba de nosotros.

De lejos asistimos al embarco de los ancianos en los autocares. También salieron dos ambulancias. Veíamos las torres de la ciudad a cierta distancia, y unos refugiados, ya instalados en el campo, se acercaron a mirarnos con curiosidad. Muchos eran flamencos y se alegraban de encontrar a sus compatriotas.

Uno, que hablaba francés, me preguntó con un fuerte acento:

—¿De dónde eres?

—De Fumay.

—Entonces no tienes que venir aquí, ¿sabes? Es un campo de belgas.

Anna y yo intercambiamos miradas inquietas, mientras esperábamos nuestro turno a pleno sol.

—Preparen los documentos de identidad.

Yo no tenía, porque por entonces no eran obligatorios en Francia. Tampoco tenía pasaporte, porque nunca había ido al extranjero.

Observé que algunos de los que salían de la oficina se dirigían a los barracones, y que a otros se los enviaba a la acera a esperar algo, sin duda un medio de transporte que debía conducirlos a otro lugar.

Cerca ya de la puerta, oí fragmentos de conversación.

—¿Qué oficio tienes, Peeters?

—Soy ajustador, pero, después de la guerra…

—¿Quieres trabajar?

—No soy un holgazán, te lo aseguro.

—¿Tienes mujer, hijos?

—Mi mujer está allá. Es la del vestido verde, con los tres críos.

—Podrás trabajar desde mañana en la fábrica de Aytré y tendrás el mismo salario que los franceses. Espera en la acera. Se os llevará a Aytré, donde os encontraremos alojamiento.

—¿Es verdad eso?

—El siguiente.

Era el viejo Jules, que, aunque había llegado de los últimos, se había colado en la fila.

—Tu documento de identidad.

—No tengo.

—¿Lo has perdido?

—Nunca lo tuve.

—¿Eres belga?

—Francés.

—Entonces, ¿qué haces aquí?

—Espero que me lo digan ustedes.

El hombre conversó en voz baja con alguien a quien yo no veía.

—¿Tienes dinero?

—Ni para pagarme una botella.

—¿Tienes familia en La Rochelle?

—No tengo familia en ninguna parte. Soy huérfano de nacimiento.

—Luego nos ocuparemos de ti. Vete a descansar.

Notaba a Anna cada vez más nerviosa. Fui el segundo francés en pasar.

—Documento de identidad.

—Francés.

El hombre me miró, aburrido.

—¿Van muchos franceses en el tren?

—Tres vagones.

—¿Quién se ocupa de ustedes?

—Nadie.

—¿Qué piensa hacer?

—No lo sé.

Señaló a Anna.

—¿Es su mujer?

No dudé ni un segundo en decirle que sí.

—Instálense en el campo hasta nueva orden. No puedo decirle más. Esto no estaba previsto.

Tres de los barracones eran nuevos, espaciosos, con dos filas de jergones sobre sus somieres. Había personas todavía acostadas; quizás eran enfermos o gente que había llegado por la noche.

Algo más lejos habían levantado una vieja carpa de circo de gruesa lona verde, donde se habían contentado con extender paja sobre el suelo.

Fue allí donde Anna y yo colocamos nuestras cosas en un rincón. El campo había sido construido hacía poco, y todavía debía poblarse. Quedaban muchos lugares vacíos, pero yo presentía que eso no duraría y pensaba que nos dejarían más tranquilos en la tienda que en los barracones.

En una tienda más pequeña, un tanto miserable, unas señoras pelaban patatas y limpiaban las legumbres que había en unos cubos.

—Gracias —murmuró Anna.

—¿Por qué?

—Por lo que dijiste.

—Tenía miedo de que no te dejasen pasar.

—¿Qué habrías hecho?

—Me habría ido contigo.

—¿Adónde?

—No importa.

Llevaba poco dinero conmigo, ya que la mayor parte de nuestros ahorros estaba en el bolso de Jeanne. Pero habría podido trabajar. No me molestaba hacerlo.

De momento, sin embargo, conservaría mi calidad de refugiado. Me contentaría con permanecer en aquel campo, cerca del puerto, de los barcos, y errar entre los barracones donde las mujeres lavaban su ropa interior y la ponían a secar, donde los niños se tiraban por tierra, con el trasero desnudo.

No había salido de Fumay para tener que pensar y tomar responsabilidades.

—Si les hubiese confesado que soy checa…

—¿Eres checa?

—De Praga, con sangre judía por parte de madre. Mi madre es judía.

No hablaba en pasado, lo que daba a entender que su madre vivía.

—No tengo mi pasaporte, se quedó en Namur. Por mi acento habrían sido capaces de tomarme por una alemana.

Confieso que tuve mis sospechas y me puse de mal humor. ¿Acaso no era ella quien de algún modo me había escogido, casi inmediatamente después de nuestra salida de Fumay?

En nuestro vagón yo era el único varón con menos de cincuenta años, a excepción del joven de las mantas. Estaba a punto de olvidarme de mi antiguo condiscípulo Leroy y de pronto me pregunto por qué no estaba cumpliendo el servicio activo.

En todo caso, yo no me había esforzado. Era ella quien había venido a mí. Recordaba sus gestos precisos, la primera noche, al lado de Julie y de su tratante.

No tenía equipaje ni dinero. Había acabado mendigando un cigarrillo.

—¿En qué piensas?

—En ti.

—Lo sé. Pero ¿qué es lo que piensas?

Pensaba estúpidamente que ella había previsto, ya en Fumay, que le reclamarían sus papeles un día u otro, y en que se había asegurado de que alguien respondiera por ella. ¡Yo!

Estábamos de pie entre dos barracones. En el pasillo que formaban quedaba todavía un resto de hierba pisoteada. La ropa interior se secaba en las cuerdas. Vi que sus pupilas se quedaban fijas y que sus ojos se anegaban. No la creía capaz de llorar y sin embargo lágrimas auténticas se deslizaban por sus mejillas. Al mismo tiempo, sus puños se cerraron y su rostro se ensombreció tanto que temí que a través del llanto fuese a lanzarme un aluvión de insultos y reproches. Quise agarrarla de la mano, pero la retiró.

—Perdón, Anna. —Sacudía la cabeza, esparciendo los cabellos sobre las mejillas—. No lo he pensado realmente. Ha sido sólo una idea vaga, de las que se nos ocurren a veces.

—Lo sé.

—¿Me entiendes?

Se secó los ojos con el dorso de la mano y sorbió por la nariz sin coquetería.

—Ya está —dijo.

—¿Te he hecho mucho daño?

—Se me pasará.

—También me duele a mí. Fue una necedad. Enseguida me di cuenta de que no era cierto.

—¿Estás seguro?

—Sí.

—Ven.

Me llevó hasta el borde del muelle y miramos, más allá de los mástiles balanceados por la marea, las dos grandes torres, como los torreones de una fortaleza, que flanqueaban la entrada del puerto.

—¡Anna!

Yo hablaba a media voz, sin volverme hacia ella, con los ojos deslumbrados por el sol y los colores.

—¿Sí?

—Te amo.

—¡Calla!

Su garganta se hinchó un poco, como si tragara saliva. Después habló de otra cosa, con una voz que volvía a ser natural.

—¿No tienes miedo de que te quiten el equipaje?

Me puse a reír, incapaz de acallar las carcajadas, y la abracé mientras las gaviotas, en su vuelo, pasaban a dos metros escasos de nuestras cabezas.