Como de costumbre, me desperté al alba, hacia las cinco y media de la mañana. Ya había algunas personas, campesinos en su mayoría, sentadas en el suelo del vagón con los ojos abiertos. Para no despertar a los demás, se limitaron a saludarme con la mirada.
Aunque por la noche había permanecido cerrada una de las puertas correderas, se notaba el penetrante frescor que precede a la salida del sol. Por temor a que Anna se enfriase, le cubrí los hombros y el pecho con mi chaqueta.
Todavía no la había contemplado realmente. Aproveché mientras dormía para examinarla con atención, y me conmovió lo que iba descubriendo. Me faltaba experiencia. Hasta entonces sólo había visto dormir a mi mujer y a mi hija, y conocía bien la expresión que las dos tenían al acercarse el alba.
Cuando no estaba encinta, oprimida por el peso de su cuerpo, Jeanne parecía más joven al amanecer que durante el día. Con los rasgos lisos, como de goma, recuperaba una expresión de niña, inocente y satisfecha como la de Sophie.
Anna era más joven que mi mujer. Le calculé veintidós años, veintitrés como mucho, pero aquella mañana me di cuenta de que su rostro era el de alguien más maduro. También tuve la revelación, mirándola de cerca, de que pertenecía a una raza distinta.
No sólo porque llegaba de otro país, aunque no sabía de cuál, sino porque tenía otra vida, otros pensamientos, otras maneras de sentir que las personas de Fumay y que cuantas yo conocía.
En lugar de abandonarse para desprenderse de la fatiga, se replegaba sobre sí misma, a la defensiva, con una arruga en medio de la frente, y a veces las comisuras de su boca temblaban como si le recorriese un dolor o una imagen desagradable.
Su carne tampoco se parecía a la de Jeanne. Era más firme, más densa, con músculos capaces de tensarse de pronto, a la manera de los gatos.
Ignoraba dónde estábamos. Unos álamos bordeaban los prados y los campos de trigo todavía verdes. A los lados dejábamos atrás paneles con anuncios, como en todas partes, y pasamos cerca de una carretera casi desierta donde nada hacía pensar en la guerra.
Tenía agua en mis botellas, una toalla, una brocha y todo lo que necesitaba en mi maleta. Aproveché para afeitarme, porque desde la víspera me avergonzaban unos pelos rojizos, de medio centímetro, que me cubrían las mejillas y el mentón.
Cuando acabé, Anna me miraba inmóvil, y no pude saber cuánto tiempo hacía que estaba despierta.
Seguramente había aprovechado la ocasión, como había hecho yo poco antes, para observarme con curiosidad. Le sonreí mientras me secaba el rostro y ella me devolvió la sonrisa, de una manera que me pareció forzada, o como si tuviera la mente en otro lugar.
Seguía viendo la arruga en su frente. Al erguirse sobre un codo reparó en mi chaqueta, que la cubría.
—¿Por qué has hecho esto?
Si ella no hubiese hablado primero, yo no habría sabido si tutearla o tratarla de usted. Me lo había estado cuestionando en vano. Gracias a ella, todo resultaba más fácil.
—Antes de que saliera el sol hacía bastante fresco.
Tampoco reaccionaba como Jeanne. Jeanne habría insistido en sus agradecimientos, se habría creído obligada a protestar, a mostrarse emocionada.
Anna me preguntó simplemente:
—¿Has dormido?
—Sí.
Hablaba en voz baja por consideración a los que aún dormían, pero se abstuvo de saludar con la mirada, como yo había hecho, a los compañeros ya despiertos que nos observaban.
Me pregunto si no fue eso lo que me había llamado la atención en ella la víspera, desde el momento en que se introdujo en nuestro vagón. Anna no vivía realmente con los demás. No participaba. Estaba a solas entre la multitud.
Parece ridículo decir esto después de lo sucedido la tarde anterior. Sin embargo, yo me entiendo. Me había seguido a lo largo de la vía aunque yo no la había llamado. Yo le había dado una botella vacía, sin pedirle nada a cambio. No le había hablado. No le había preguntado nada.
Había aceptado sentarse en mi baúl sin sentir la necesidad de darme las gracias, igual que acababa de hacer con mi chaqueta. Y, al acercarse nuestros cuerpos, había desnudado su vientre y dirigido mis movimientos.
—¿No tienes sed?
Quedaba agua en la segunda botella y yo la vertí en un vaso de cámping, que mi mujer había puesto en la maleta.
—¿Qué hora es?
—Las seis y diez.
—¿Dónde estamos?
—No lo sé.
Se pasaba los dedos por los cabellos, sin dejar de mirarme, con aire reflexivo.
—Eres un hombre tranquilo —acabó por decir—. Siempre estás tranquilo. La vida no te da miedo. No tienes problemas, ¿verdad?
—Esos dos, ¿no pueden callarse de una vez? —gruñó la gruesa Julie.
Sonreímos y nos sentamos en el baúl para ver el paisaje. Le tomé la mano. Me dejó hacer, un poco sorprendida, creo, sobre todo cuando me la llevé a los labios para depositar un beso en la punta de sus dedos.
Mucho después, ver salir a la gente de misa en un pueblo me recordó que estábamos en domingo, y me quedé perplejo al pensar que dos días antes, a esa hora, en nuestra casa, estaba preguntándome si partiríamos.
Volvía a verme arrojando maíz a las gallinas mientras me calentaba agua para el café, y después evoqué la cabeza del señor Matray apareciendo sobre el muro, mi mujer en la ventana con el rostro hinchado y cansado a la vez, más tarde la voz de mi hija inquieta.
Creía oír aún el diálogo burlesco, en la radio, sobre el coronel a quien no encontraban, y lo entendía mejor ahora que yo mismo estaba en cierto modo perdido en medio de la vorágine.
De nuevo circulábamos lentamente. Siguiendo una curva de la vía rodeamos casi por completo el pueblo, que se erguía en un montículo.
Ni la iglesia ni las casas tenían la misma forma ni el mismo color que las de nuestro pueblo, pero en el atrio los fieles se comportaban según los mismos ritos.
Los hombres, todos de negro y ya de cierta edad porque los demás estaban en el frente, formaban grupos en la pendiente a medida que salían. Se adivinaba que no tardarían en acudir a la cantina.
Las ancianas iban de una en una, presurosas, rozando los muros, en tanto que las jóvenes de vestidos claros y los adolescentes se esperaban mutuamente, con los misales en la mano, y los niños se lanzaban enseguida a correr.
Anna continuaba observándome y yo me preguntaba qué sabría de las misas dominicales. Antes del nacimiento de Sophie, Jeanne y yo asistíamos a la misa principal de las diez. A continuación dábamos una vuelta por la ciudad, saludando a los conocidos, antes de pasar por casa de su hermana para recoger nuestro pastel.
Yo lo pagaba. Exigía pagarlo, y aceptaba sólo un descuento del veinte por cien. Con frecuencia, el pastel estaba todavía tibio y, de camino a casa, aspiraba el olor del azúcar.
Después de nacer Sophie, Jeanne tomó la costumbre de ir a la misa de las siete mientras yo cuidaba a la niña, y cuando ésta supo andar, yo la llevaba a misa de diez, mientras mi mujer preparaba el desayuno.
¿Habría misa principal aquella mañana, en Fumay? ¿Quedarían aún suficientes fieles? ¿Habrían bombardeado o invadido los alemanes la ciudad?
—¿En qué piensas? ¿En tu mujer?
—No.
Era verdad. Jeanne sólo figuraba de forma incidental en mis pensamientos. Yo evocaba con la misma frecuencia al viejo señor Matray y a la hija de pelo rizado del maestro. ¿Habría conseguido el coche de éste abrirse camino en la confusión de las carreteras? ¿Habría ido el señor Reversé a recoger al pobre Nestor y a nuestras gallinas?
No me sentía emocionado. Me planteaba estas preguntas con objetividad, casi como un juego, porque todo se había hecho posible, incluso que, por ejemplo, Fumay hubiera sido completamente arrasada y hubiesen fusilado a sus habitantes.
Era tan plausible como la muerte de nuestro maquinista en la cabina de su locomotora, o incluso como, para mí, haber hecho el amor en medio de cuarenta personas con una joven a la que dos días antes no conocía y que salía de la prisión.
Otros viajeros, cada vez más, se habían ido sentando como nosotros, con la mirada soñolienta, y algunos extraían las vituallas de sus equipajes. Nos acercábamos a una ciudad. Yo había leído, en los letreros indicadores, nombres que no me resultaban familiares, y cuando vi que estábamos en Auxerre, tuve que recordar el mapa de Francia.
No sé por qué me había hecho a la idea de que atravesaríamos París. Lo habíamos evitado, pasando seguramente por Troyes durante la noche.
Ahora, bajo una gran techumbre acristalada, descubrimos una estación cuya atmósfera no se parecía en nada a la de aquella en la que nos habíamos detenido.
Se notaba que era una auténtica mañana de domingo, un domingo de antes de la guerra, sin servicio de acogida, sin enfermeras, sin jóvenes con brazales de tela.
Una veintena de personas en total esperaban en los bancos verdes de los andenes, y el sol, que se filtraba por los cristales sucios y se convertía en polvo de luz, daba al silencio y a la soledad algo de irreal.
—Dígame, jefe, ¿vamos a quedarnos mucho tiempo?
El empleado miró la cabecera del tren y luego el reloj, quién sabe para qué, porque contestó:
—No sé nada.
—¿Tenemos tiempo de ir a la fonda?
—Seguramente se quedarán una hora larga.
—¿Adónde nos llevan?
Se alejó alzando los hombros, dando a entender que el tema sobrepasaba su competencia.
Me pregunto si no nos molestó —digo nos a propósito— el hecho de no haber sido recibidos, de que en cierto modo nos hubiesen abandonado bruscamente a nuestra propia suerte. Alguien aventuró, interpretando a su manera el sentimiento general:
—Entonces, ¿ya no nos alimentan?
Como si se hubiera convertido en un derecho.
En cualquier caso, estábamos en un lugar civilizado. Así que le dije a Anna:
—¿Vienes?
—¿Adónde?
—A tomar un bocado.
Una vez en el andén, donde tuvimos la impresión de acceder de pronto a un espacio mucho más amplio, nuestro primer reflejo fue mirar nuestro tren de un extremo a otro, y nos desilusionó comprobar que no era el mismo.
No sólo la locomotora era otra, sino que detrás del ténder conté catorce vagones belgas, vagones de pasajeros, de apariencia tan pulcra como los de los trenes normales.
En cuanto a nuestros vagones de animales y de mercancías, sólo quedaban tres.
—¡Los canallas han vuelto a partirnos en dos!
Se abrieron las puertas de los vagones de delante y la primera persona en apearse fue un sacerdote enorme, atlético, que se dirigió con aire de autoridad al jefe de estación.
Discutieron. El funcionario pareció asentir y el sacerdote se dirigió enseguida a quienes se habían quedado en el vagón y ayudó a una monja de cofia blanca a bajar al andén.
Cuatro religiosas, entre las cuales había dos muy jóvenes, de rostro anodino, hicieron apearse y alinearse a unos cuarenta ancianos, vestidos con trajes idénticos de lana gris.
Era un asilo que se replegaba. Acto seguido nos enteramos de que el tren al cual se nos había enganchado mientras dormíamos llegaba de Louvain.
Los hombres eran todos muy viejos, más o menos achacosos. Blancas y espesas, las barbas habían crecido sobre unos rostros dibujados con tanta fuerza como los de los cuadros antiguos.
Lo extraordinario era su docilidad, la indiferencia que se leía en sus ojos. Se dejaron conducir a la fonda de segunda clase, donde se les instaló como en un refectorio y donde el sacerdote hablaba a media voz con el administrador.
De nuevo, Anna me miró. ¿Pensaba en el cura y en las monjas, sospechaba que ese mundo me resultaba familiar? ¿O bien los ancianos en fila le recordaban la prisión y una disciplina que yo no conocía, pero que ella había experimentado?
No sé nada. Nos sondeábamos mutuamente, para volver a adoptar enseguida un aire neutro.
LOS FUERTES DE LIEJA, EN MANOS DE LOS ALEMANES
Leí este titular en un diario del quiosco y, en caracteres más pequeños:
PARACAIDISTAS ATACAN EL CANAL ALBERT
—¿Qué quieres comer? ¿Te gustan los croissants? —Asintió con la cabeza—. ¿Café con leche?
—Solo. Si hay tiempo, preferiría asearme antes. ¿Te molestaría dejarme tu peine?
Como había tomado asiento en una mesa y todas las demás estaban ocupadas, no me atreví a levantarme para seguirla. Mientras franqueaba la puerta acristalada sentí una brusca contracción en el pecho, porque se me había ocurrido la idea de que quizá no volvería a verla.
Por la ventana vislumbré una plaza tranquila, unos taxis estacionados, un hotel para viajeros, un pequeño bar pintado de azul donde el camarero limpiaba los veladores de la terraza.
Anna podía irse. Nada se lo impedía.
—¿Tienes noticias de tu mujer y de tu hija?
Fernand Leroy estaba de pie delante de mí con una botella de cerveza en la mano, la mirada irónica. Contesté que no, procurando no sonrojarme, porque comprendí que estaba al corriente de lo que había ocurrido entre Anna y yo.
Nunca me gustó Leroy. Hijo de un ayudante de caballería, en la escuela nos explicaba:
—En la caballería, un ayudante es mucho más importante que un lugarteniente o que un capitán en otro cuerpo.
Se las arreglaba para que los otros fuesen castigados en su lugar y los maestros se dejaban contagiar por su aire cándido, lo que no le impedía hacer muecas a sus espaldas.
Luego supe que había suspendido dos veces el examen de bachillerato. Su padre había muerto. Su madre trabajaba como cajera en un cine. Entró en la librería Hachette y se casó, dos o tres años más tarde, con la hija de un rico empresario.
¿Se casó con ella por su dinero? Es algo que no me incumbe. De buena fe le pregunté:
—¿Tu mujer no está contigo?
—Creía que lo sabías. Hemos pedido el divorcio.
De no ser por él hubiera ido en busca de Anna. Parecía que había transcurrido mucho tiempo. Mis manos estaban húmedas. Era presa de una impaciencia que nunca había sentido, sólo comparable, aunque más intensa, a la que había experimentado el viernes en la estación de Fumay, cuando me preguntaba si llegaríamos a partir.
Una camarera se acercó y le pedí café y croissants para dos, mientras Leroy recuperaba su despreciable sonrisa. Me dije a mí mismo que personas así son capaces de ensuciar todo con una mirada, y seguí detestándolo mientras esperaba.
Cuando vio a Anna empujar la puerta, se alejó en dirección al bar y me soltó:
—Os dejo a los dos.
Cierto, a los dos. Éramos dos. Mi mirada debía de traicionar mi alegría, porque Anna murmuró, en cuanto se sentó delante de mí:
—¿Tuviste miedo de que no volviera?
—Sí.
—¿Por qué?
—No lo sé. De pronto me sentí desamparado y estuve a punto de echarme a correr detrás de ti.
—No tengo dinero.
—¿Y si lo tuvieras?
—Ni siquiera entonces me habría ido.
No precisó si era por mí. Simplemente me pidió una moneda para la mujer de los lavabos y fue a llevársela.
Los ancianos comían en silencio, como en el asilo. Habían acercado las mesas. El sacerdote estaba en un extremo, la religiosa de más edad en el otro. Eran las diez y media de la mañana. Sin duda para hacer dos comidas de una vez, o porque se ignoraba lo que nos esperaba más adelante, se les había hecho servir a cada uno queso y un huevo duro.
Algunos, que ya no tenían dientes, masticaban con las encías. Uno de ellos babeaba tanto que una religiosa le había puesto una servilleta de papel alrededor del cuello, y seguía todos sus movimientos con atención. Había muchos con los ojos rojos, y grandes venas azules resaltaban en sus manos.
—¿No vas a refrescarte también?
No sólo fui, sino que saqué de mi maleta una muda para cambiarme. En los lavabos, mis compañeros de vagón se lavaban con el torso desnudo, se afeitaban, se peinaban los cabellos mojados. La toalla sin fin, montada en un rulo, estaba negra y olía a diablos.
—¿Sabes con cuántos tipos lo ha hecho esta noche?
Se me cortó el aliento, y comprendí que estaba celoso.
—¡Tres, además del fortachón! Los conté, en vista de que, por así decirlo, no podía dormir. Sólo hace falta, amigo mío, que suelten el dinero, como en su cafetucho. ¿Has ido al cafetucho alguna vez?
—Una vez, con mi cuñado.
—¿Quién es tu cuñado?
—Debiste de verlo cuando te casaste y cuando inscribiste a tus hijos. Es empleado del registro civil.
—¿Está aquí?
—No tienen derecho a irse. ¡Al menos eso dicen! O les ocurrirá sólo a algunos, porque con mis propios ojos vi a un oficial de policía que se largaba en moto con su mujer detrás.
¿De qué me preocupaba? No había motivo, porque tengo el sueño ligero y Anna había dormido prácticamente entre mis brazos.
También me enteré allí, en los lavabos, de que durante la noche se habían producido más relaciones en el extremo del vagón opuesto al nuestro, entre otras con una campesina enorme, que había pasado la cincuentena. Se contaba incluso que, cuando ya otros habían estado con ella, el viejo Jules había probado suerte y que ella había aceptado porque le sabía mal rechazarlo.
¿No era curioso que nadie hubiera hecho el menor intento de acercarse a Anna? La habían visto subir sola. Sabían, pues, que no me acompañaba, que nuestro encuentro era fortuito. No había razón alguna, al menos desde el punto de vista de aquellos hombres, para que yo gozase de un privilegio exclusivo.
Sin embargo, se contentaban con observarla de lejos.
Es cierto, y eso me extraña ahora, que nadie le había dirigido la palabra. ¿Habían adivinado que no pertenecía a su raza? ¿Desconfiaban?
Volví con ella. El jefe de estación había ido dos veces a conversar con el sacerdote. Así que, mientras los ancianos estuvieran sentados a la mesa, no corríamos el riesgo de ver partir al tren.
—¿Sabe adónde vamos, jefe?
El hombre de la pipa se presentó recién afeitado y con los bolsillos llenos de paquetes de tabaco, de los que había hecho provisión.
—Por ahora, mis instrucciones son enviarles a Bourges por Clamecy, pero eso puede cambiar de un momento a otro.
—¿Y después?
—Ya se arreglarán en Bourges.
—¿Puede bajarse uno donde quiera?
—¿Tiene usted ganas de dejar el tren?
—Yo no. Pero a alguien podría tentarle.
—No veo cómo impedirlo, ni por qué.
—Allá arriba nos impidieron salir de los vagones.
El jefe de estación se rascó la cabeza y examinó seriamente la situación.
—Eso depende de si se les considera evacuados o refugiados.
—¿Qué diferencia hay?
—¿Se les ha obligado a partir a la fuerza, en grupo?
—No.
—En ese caso, son más bien refugiados. ¿Pagaron sus billetes?
—No había nadie en las ventanillas.
—En principio…
Estaba resultando demasiado complicado para él y, tras un gesto evasivo, se precipitó hacia el andén número tres, donde estaba previsto un tren, un verdadero tren, con viajeros ordinarios que conocían sus destinos y que habían pagado por sus asientos.
—¿Ha oído lo que ha dicho?
Asentí con un gesto.
—¡Si al menos supiera dónde encontrar a mi mujer y a mis chicos! ¡Antes nos trataban como a soldados o como a prisioneros de guerra: hagan esto, prohibido bajar al andén, reparto de zumos y bocadillos, las mujeres delante, los hombres detrás, hacinados como ganado! Cortaban el tren cuando querían, nos ametrallaban, nos separaban…, en fin, que no éramos personas.
»Y aquí, de pronto, libertad completa. ¡Hagan lo que quieran! Váyanse si el corazón se lo pide…
Quizás al día siguiente o esa misma tarde la estación de Auxerre sería distinta. Guardo un buen recuerdo del lugar porque, en vista de que teníamos tiempo, Anna y yo salimos a dar una vuelta. Era agradable estar en una plaza de verdad, con adoquines auténticos, y pasear entre personas que todavía no se preocupaban de los aviones.
Vimos a los grupos que regresaban lentamente de misa y entramos en el pequeño bar pintado de azul, donde bebí un refresco mientras Anna, tras dedicarme una mirada furtiva, pedía un aperitivo italiano.
Era la primera estación, después de nuestra partida, de la que veíamos la fachada exterior, con su gran reloj y su marquesina de vidrio pulimentado, la sombra del vestíbulo que contrastaba con la plaza soleada y los diarios abigarrados expuestos en el quiosco.
—¿De dónde vienen?
—De Fumay.
—Creía que era un tren belga.
—Hay vagones belgas y vagones franceses.
—Ayer por la tarde estuvieron los holandeses. Al parecer los conducían a Toulouse. ¿Y a ustedes?
—No se sabe.
El camarero alzó la cabeza y me miró con aire incrédulo. Sólo después comprendí su reacción.
—¿Cómo, no lo saben? Entonces, ¿dejan que la suerte decida por ustedes?
Unas poblaciones habían entrado en guerra, otras todavía no. Por eso habíamos visto a lo largo de las vías pueblos tranquilos en los que cada uno se dedicaba a sus ocupaciones, y otros invadidos por convoys de todas clases.
Eso no dependía sólo de la proximidad del frente. Además, ¿había acaso un solo frente?
En Bourges, por ejemplo, a media tarde, encontramos un servicio de acogida como en el norte, un andén atiborrado de familias que aguardaban entre maletas y baúles.
También eran belgas. Me pregunté cómo habían podido llegar antes que nosotros. Habían tenido que seguir otra línea menos transitada que la nuestra y que pasar por una aventura similar, aunque más grave, cerca de la frontera.
Los habían ametrallado muchos aviones. Todos, hombres, mujeres y niños, se habían apeado para guarecerse en la cuneta. Los alemanes habían vuelto dos veces a la carga, dejando la locomotora fuera de servicio, matando o hiriendo a una decena de personas.
Se nos prohibió que bajáramos del tren para evitar que nos mezclásemos, pero cuando nos daban de beber y de comer se entablaban conversaciones con la gente que estaba en los andenes.
En Auxerre compré dos cestas de comida. Sin embargo, tomamos también los bocadillos, que pusimos aparte porque nos estábamos volviendo prudentes.
Los belgas del andén estaban tristes, agotados. Habían caminado dos horas sobre las traviesas y los guijarros del balasto antes de alcanzar una estación, llevando consigo cuanto podían y dejando atrás buena parte de sus enseres.
Como de costumbre, el hombre de la pipa era el mejor informado, en primer lugar a causa de su posición estratégica y en segundo porque no dudaba a la hora de hacer preguntas.
—¿Ve usted a aquella rubia de allí, con un vestido de topos azules? Llevó a su hijo muerto hasta una estación… Al parecer se trataba de un pueblo muy pequeño. Fueron todos a verlos y ella le entregó el bebé al alcalde, que es granjero de oficio, para que lo enterrase.
La mujer comía distraídamente con la mirada vacía, sentada sobre una maleta marrón reforzada con cuerdas.
—Un tren fue a buscarlos y trasladó a los otros muertos y a los heridos hasta una estación más importante, no saben cuál. Aquí les han hecho bajar porque necesitaban sus vagones, y están esperando desde las ocho de la mañana.
También ellos nos miraban con envidia, sin entender lo que sucedía. Una enfermera fresca, bonita, sin una sola mancha en su uniforme almidonado, daba el biberón a un bebé mientras la madre registraba su bolsa en busca de pañales de repuesto.
No vimos llegar su tren. Ignoro, pues, cuándo y adónde fueron. Cierto que yo tampoco sabía dónde se encontraban mi mujer y mi hija.
Intenté informarme. Pregunté a la mujer que parecía dirigir el servicio de acogida y me contestó con calma:
—No teman nada. Todo está previsto. Se confeccionarán unas listas.
—¿Dónde encontraremos esas listas?
—En el centro donde les acogerán. ¿Es usted belga?
—No. De Fumay.
—¿Y cómo es que está en un tren belga?
Oí esa pregunta diez, veinte veces. Un poco más y se nos hubiera reprochado nuestra presencia. A causa de quién sabe qué error, nuestros tres desdichados vagones no estaban donde debían estar y casi se nos hacía responsables.
—¿Adónde se envía a los belgas?
—En principio, a Gironde y a Charentes.
—¿Este tren también va allí?
Como el jefe de la estación de Auxerre, prefirió contestar con un gesto vago.
Contrariamente a lo que pudiera creerse, pensaba en Jeanne y en mi hija sin demasiada inquietud, incluso con cierta serenidad.
Por un momento me quedé sobrecogido al conocer la historia del tren ametrallado y del niño muerto al que su madre había tenido que abandonar en una pequeña estación.
Después me dije que eso sucedía en el norte, que el tren de Jeanne iba delante del nuestro y que por consiguiente habría franqueado la zona peligrosa antes que nosotros.
Quería a mi mujer. Era tal como había deseado y me había dado exactamente lo que esperaba de una compañera. No tenía ningún reproche que dirigirle. No estaba buscándolo, y por eso Leroy me había molestado tanto con su sonrisa equívoca.
Jeanne no tenía nada que ver con lo que ocurría ahora, no más que la misa de las diez, por ejemplo, la pastelería de su hermana o los aparatos de radio etiquetados de mi taller.
Hablo de «nosotros» al referirme a los ocupantes de nuestro vagón, porque en algunos puntos sé que nuestras reacciones eran las mismas. Pero en cuanto a este asunto sólo hablo por mí, aunque estoy seguro de que no fui un caso aislado.
Se había producido una ruptura. Eso no significaba que el pasado no existiera y menos aún que yo renegase de mi familia y dejase de quererla.
Lo que ocurría era, simplemente, que por un periodo de tiempo indeterminado yo vivía en otro plano, donde había unos valores que nada tenían en común con los de mi antigua existencia.
Podría decirse que yo vivía en dos planos a la vez, pero que, para lo más inmediato, el que contaba era el nuevo, representado por nuestro vagón con olor a establo, por unos rostros que días antes me habían resultado desconocidos, por las cestas de bocadillos de las señoritas con brazales de tela y por Anna.
Estoy convencido de que ella me comprendía. No intentaba animarme diciéndome, por ejemplo, que mi mujer y mi hija no corrían peligro alguno y que las encontraría pronto.
Un comentario que había hecho por la mañana me volvía a la memoria: «Eres un hombre tranquilo».
Me creía seguro de mí mismo y supongo que por eso estaba conmigo. En aquel momento yo lo ignoraba todo sobre su vida, aparte de su alusión a la prisión de Namur, y tampoco ahora sabía más. Era evidente que Anna no tenía ataduras y que no contaba con puntos de apoyo firmes.
De hecho, ¿no era ella la más fuerte de los dos?
En la estación de Blois, si no me equivoco, donde aún nos esperaba un servicio de acogida, ella fue la primera en preguntar:
—¿No ha pasado un tren de Fumay?
—¿Dónde está Fumay?
—En las Ardenas, en la frontera belga.
—¡Pasan tantos belgas!
También en las carreteras podíamos ver ahora los coches belgas, que iban muy juntos y en dos columnas, de modo que se producían atascos en todas partes. También había coches franceses, mucho menos numerosos, sobre todo de los departamentos del Norte.
Yo no conocía la región de Loire, que brillaba al sol, y distinguimos dos o tres castillos históricos que me resultaban familiares gracias a las postales.
—¿Has estado aquí antes? —le pregunté a Anna.
Titubeó antes de responder que sí, apretándome el extremo de los dedos. ¿Adivinaba que me molestaba un poco, que hubiera preferido que no hubiese pasado por allí?
Era absurdo. ¿Pero no se había vuelto todo absurdo y no era eso lo que yo quería?
El tratante dormía. La gruesa Julie había bebido demasiado y se sostenía el pecho con las dos manos, mirando la puerta como quien espera vomitar de un momento a otro.
Había botellas desperdigadas por la paja, y comida. El chico de quince años había conseguido dos mantas militares en alguna parte.
Cada uno tenía su sitio reservado, su rincón, que estaba seguro de volver a encontrar después de haberse apeado en el andén, si es que nos permitían apearnos.
Me pareció que éramos menos numerosos que a la salida, que faltaban cuatro o cinco personas, pero como no las había contado no podía jurarlo, salvo en el caso de la niña, a quien las religiosas, al ver que estaba con nosotros, habían trasladado a su vagón como si fuéramos demonios.
En Tours, por la tarde, se nos sirvió sopa en grandes cuencos, trozos de carne hervida y pan. Cuando empezó a hacerse de noche, me apresuré a recuperar nuestra intimidad de la noche anterior. Debía de notarse mi ansiedad, porque Anna me miró con una pizca de ternura.
Según las últimas noticias nos dirigíamos a Nantes, donde se decidiría nuestro destino definitivo.
Envolviéndose en una manta, alguien exclamó:
—¡Buenas noches, amigos!
Todavía se veían brillar algunos cigarrillos y aguardé, inmóvil, con los ojos fijos en las señales luminosas, que a veces confundía con las estrellas.
Jef dormía. No por eso dejó de haber movimientos furtivos donde estaba Julie. De pronto, la voz de ésta rompió el silencio.
—¡No, encantos! Esta noche duermo. Que se sepa.
Anna rio en mi oreja y aún esperamos media hora más.