—Yo sabía que la máquina no podía arrastrar tantos vagones. Han acabado por darse cuenta y se han visto obligados a partir el tren en dos.
—Lo primero que debían haber hecho es avisarnos, ¿no? ¿Qué será ahora de las mujeres?
—Puede que nos esperen en Rethel. O en Reims.
—¡A menos que, como a los soldados, nos las devuelvan cuando esta puta guerra termine, si es que termina algún día!
De manera automática intenté separar la parte de comedia y de sinceridad que había en aquellos lamentos y en aquella cólera. ¿No se trataba ante todo de una especie de juego que los hombres representaban porque delante había testigos?
Por mi parte, yo no me sentía emocionado ni realmente inquieto. Permanecí en mi sitio, inmóvil, acaso un poco sorprendido. En determinado momento tuve la sensación de que unos ojos buscaban los míos con insistencia.
No me equivocaba. El rostro de la mujer de negro estaba vuelto hacia mí, más pálido que al comienzo del día, más turbado que la víspera. Con la mirada intentaba transmitirme un mensaje de simpatía, y al mismo tiempo yo creía adivinar una pregunta, que podía traducirse como: «¿Hasta qué punto le ha afectado el golpe? ¿Le ha hecho mucho daño?».
Eso me resultaba embarazoso. No me atrevía a mostrar mi relativa indiferencia, que habría interpretado mal. Así pues, adopté un aire afligido, pero no en exceso. Me había visto en la vía con mi hija y seguramente había deducido que mi mujer me acompañaba también. Para ella yo acababa de perderlas; y, aunque fuese de manera provisional, era cierto que las había perdido.
«¡Valor!», me decían sus ojos castaños, mirándome por encima de las cabezas de los demás.
A lo que yo respondía con la sonrisa del enfermo a quien se intenta reconfortar con buenas palabras, sin que por eso sienta menos dolor. Estoy casi seguro de que, si nos hubiéramos encontrado más cerca el uno del otro, me habría apretado la mano a escondidas.
Comportándome de aquel modo yo no tenía intención de engañarla, como podría parecer. Simplemente no era el momento, en medio de tanta gente, de explicarle lo que yo sentía.
Más tarde, si los azares del viaje nos ayudaban a acercarnos y si ella me daba ocasión, yo le diría la verdad, que no me avergonzaba.
No me encontraba más sorprendido de lo que acababa de ocurrirnos que el día anterior, al enterarme de la invasión de Holanda y de las Ardenas. Más bien al contrario. La idea de que era un asunto entre el destino y yo se había reforzado. Ahora estaba claro. Se me separaba de mi familia, lo que representaba claramente un golpe dirigido hacia mí.
El cielo se aclaraba con rapidez, con un aspecto tan puro e inocente como la víspera, cuando en mi jardín yo daba de comer a las gallinas sin saber que lo hacía por última vez.
Me enternecía el recuerdo de mis gallinas, la imagen de Nestor, con la cresta carmesí, que se debatiría ferozmente cuando el viejo señor Reversé intentara atraparlo.
Yo imaginaba la escena, entre los dos muretes pintados con cal, los aleteos, las plumas blancas volando, los picotazos y quizás al señor Matray, si no había conseguido irse, subido sobre su caja para mirar por encima del muro y dar consejos como de costumbre.
Eso no me impedía pensar al mismo tiempo en aquella mujer, que acababa de dar testimonio de su simpatía por mí cuando yo sólo le había dado una botella recogida en la vía.
Mientras se arreglaba sus cabellos con los dedos húmedos de saliva, me pregunté a qué categoría pertenecía. No encontré respuesta. En el fondo no me importaba. Se me ocurrió ofrecerle el peine que llevaba en el bolsillo, y un vecino me lanzó una mirada significativa.
Se equivocaba. Yo no lo hacía por eso.
Circulábamos con bastante lentitud y estábamos lejos de cualquier población cuando empezamos a oír un zumbido regular que no identificamos enseguida, y que al principio sólo era una vibración del aire.
—¡Los veo! —exclamó el hombre de la pipa, con las piernas aún en el vacío.
Para alguien que no tuviera vértigo, el suyo era el mejor puesto.
Supe después que era instalador de carpinterías metálicas.
Al inclinarme los vi también, porque yo no estaba lejos de la puerta corredera. El hombre contaba:
—Nueve…, diez…, doce. Son doce. Sin duda es lo que llaman una escuadrilla. Si ahora fuese la época y no hicieran tanto ruido, juraría que son cigüeñas.
Conté sólo once, en lo alto del cielo. A causa de un efecto de luz, parecían blancos y luminosos, y formaban una «V» regular.
—¿Qué va a hacer aquél?
Pegados los unos a los otros, mirábamos hacia arriba cuando noté la mano de la mujer sobre mi hombro, donde bien podía haberla puesto sin darse cuenta.
El último avión de uno de los palotes de la «V» acababa de separarse de los otros y parecía descender en picado contra el suelo, hasta el punto de que lo primero que pensamos fue que se caía. Aumentaba de tamaño a una velocidad asombrosa al tiempo que bajaba en espiral, mientras los otros, en lugar de seguir rumbo hacia el horizonte, iniciaban un gran círculo.
El resto sucedió con tanta rapidez que no llegamos a pasar verdadero miedo. El aparato que caía en picado había desaparecido de nuestra vista, pero oíamos su gruñido amenazador.
Hizo una primera pasada sobre el tren en toda su longitud, desde delante hacia atrás, tan bajo que por reflejo tuvimos que acurrucarnos.
Sólo se alejó para repetir la maniobra, con la diferencia de que esta vez escuchamos sobre nuestras cabezas el continuo disparo de la ametralladora y otros ruidos, como si la madera estallase.
En nuestro vagón se oyeron gritos, y también en los otros vagones. El tren avanzó todavía un poco y después, como un animal herido, se detuvo tras algunas sacudidas.
Durante algún tiempo se hizo un gran silencio, el del miedo, que yo afrontaba por primera vez, y sin duda me sentí tan intranquilo como mis compañeros.
Sin embargo, continué mirando el espectáculo del cielo, el aparato que ascendía como una flecha, sus dos cruces gamadas bien visibles, la cabeza del piloto que nos lanzaba una última mirada y los otros, allá arriba, girando en redondo hasta que su compañero volvió a su sitio.
—¡Canalla!
Ignoro quién profirió la exclamación. Nos sirvió de alivio a todos y nos arrancó de nuestra inmovilidad.
La chica lloraba. Una mujer, empujando hacia delante con los brazos, repetía con aire de no saber muy bien qué estaba diciendo:
—Déjenme pasar… Déjenme pasar…
—¿Está herida?
—Mi marido.
—¿Dónde está su marido?
Inconscientemente buscamos una forma tendida en el suelo.
—En otro vagón. En el que ha sido alcanzado. Lo he oído…
Sin escuchar a nadie, se deslizó hasta los grandes guijarros del balasto y se puso a correr gritando:
—¡François! ¡François!
No teníamos buen aspecto ni ganas de mirarnos unos a otros. En cuanto a mí, fue como si todo sucediese a cámara lenta, aunque seguramente sólo era una ilusión. Conservo también el recuerdo de momentos de silencio, en medio de ruidos aislados que por contraste parecían más intensos.
Un hombre, luego otro, y un tercero, se apearon, y su primer reflejo fue orinar sin tomarse la molestia de alejarse ni, en el caso de uno de ellos, darnos la espalda.
Algo más lejos se elevaba un lamento continuo, una especie de aullido animal.
En cuanto a Julie, se irguió con el corsé fuera de su falda ajada y, con el tono de una mujer procaz, dijo:
—¡Maldito cerdo!
Lo repitió dos o tres veces. Quizá seguía repitiéndolo cuando me apeé también y ayudé a la mujer de negro a deslizarse hasta el suelo.
Fue entonces cuando la interrogué:
—¿Cómo se llama?
No encontró la pregunta estúpida ni fuera de lugar, porque me contestó:
—Anna.
No parecía interesarse por mi nombre, pero se lo dije:
—Soy Marcel. Marcel Féron.
Quería orinar como los otros, pero no me atrevía en su presencia y sentía dolor al aguantarme.
Más allá de la vía había un prado con hierba muy alta, alambradas de púas y, a unos cien metros, una granja blanca donde no se veía a nadie. Unas gallinas se habían puesto a cacarear juntas alrededor de un montón de basura, presas de agitación como si también les afectase el miedo.
Los ocupantes de los demás vagones se habían apeado, tan desorientados y aturdidos como nosotros.
Delante de uno de los coches, el grupo era más compacto, más grave. Unos rostros se volvieron.
—Han herido a una mujer por allá —vino a anunciarnos alguien—. ¿No habrá un médico entre ustedes?
¿Por qué me pareció tan grotesca la pregunta? ¿Acaso viajaban los médicos en furgones de ganado? ¿Podía pasar por médico alguno de nosotros?
Al otro extremo del convoy, con la cara y las manos negras, el fogonero de la locomotora gesticulaba con los brazos. Poco después supimos que el maquinista había muerto, alcanzado por una bala en pleno rostro.
—¡Que vuelven! ¡Que vuelven!
El grito se extinguió. Todos imitaron a los que primero habían tenido la idea de tirarse sobre el vientre, al pie del terraplén, en el prado.
Hice cómo los demás. También Anna, que ahora me seguía como un perro sin amo.
En lo alto los aviones describían un nuevo círculo, un poco más al oeste, y esta vez no nos perdimos la maniobra. Vimos a un aparato descender en barrena, alzarse cuando parecía que iba a estrellarse, volar a ras del suelo, remontar y virar sobre el ala para repetir el trayecto disparando con su ametralladora.
Se encontraba a dos o tres kilómetros de nosotros. No distinguíamos el objetivo, oculto por un bosque de abetos, pero podía ser un pueblo o una carretera. Y ya estaba remontando para volver a unirse con el grupo que le aguardaba arriba y acompañarlo hacia el norte.
Fui, como los demás, a mirar al maquinista muerto: tenía parte del cuerpo sobre la plataforma, cerca del fogón que se había quedado abierto, y la cabeza y los hombros colgando en el vacío. En lugar de su rostro había una masa negra y roja, de donde la sangre manaba en gruesas gotas que se estrellaban contra las piedras grises del balasto.
Era mi primer muerto de la guerra. Era casi mi primer muerto aparte de mi padre, cuyo cadáver ya estaba arreglado y compuesto cuando volví a casa.
Sentí náuseas pero procuré que no se me notase, porque Anna estaba cerca de mí y en aquel momento me tomó del brazo con tanta naturalidad como una joven que pasea por la calle con su enamorado.
Creo que ella estaba menos impresionada que yo. Y sin embargo yo no lo estaba tanto como cabía esperar. En el sanatorio, donde a menudo había muertos, no nos dejaban verlos. Las enfermeras se ocupaban de ello. Venían a buscar a algún paciente a su cama, a veces en medio de la noche. Sabíamos lo que eso significaba.
Había una habitación especial para morir y otra, en el sótano, donde se guardaba el cuerpo hasta que la familia lo reclamaba o se le enterraba en el pequeño cementerio del lugar.
Aquellos muertos eran distintos. No tenían el sol, la hierba, las flores, las gallinas que cacareaban, las moscas que volaban alrededor de nuestras cabezas.
—No podemos dejarlo así.
Los hombres se miraron. Hubo dos, ya de cierta edad, que se ofrecieron a echar una mano al fogonero.
No sé dónde pusieron al maquinista. A lo largo del tren vi orificios en las paredes, arañazos alargados que mostraban la madera tan clara como cuando se derriba un árbol.
Una mujer había sido herida, y al parecer casi le habían arrancado el hombro.
Se la oía gemir como a una parturienta. Sólo la rodeaban otras mujeres, sobre todo mayores, porque los hombres se alejaban en silencio, incómodos.
—No es un espectáculo agradable.
—¿Qué hacemos? ¿Quedarnos aquí hasta que vuelvan a acribillarnos?
Vi a un viejo sentado en el suelo, con el rostro cubierto por un pañuelo ensangrentado. Alcanzada por una bala, una botella le había estallado en la mano, y los pedazos de vidrio le habían desgarrado las mejillas. No se quejaba. Sólo se le veían los ojos, que expresaban una especie de estupor.
—Han encontrado a alguien para cuidarla.
—¿Quién?
—Una curandera, en el tren.
Me fijé en ella. Era una anciana pequeña, adusta, fuerte, con un moño en la parte superior de la cabeza. No viajaba en nuestro vagón.
Sin darnos cuenta fuimos reagrupándonos por vagones. Delante del nuestro, el hombre de la pipa seguía protestando sin convicción. Era uno de los pocos que no había ido a ver al conductor muerto.
—¿Qué esperan, maldita sea? ¿Es que no hay nadie capaz de hacer funcionar esa jodida máquina?
Recuerdo que alguien subió por el balasto, llevando por las patas un pollo muerto, y que se sentó para desplumarlo. No intenté entenderlo. Puesto que nada ocurría como en la vida ordinaria, todo resultaba natural.
—El fogonero busca a un tipo fortachón para alimentar la caldera, mientras intenta sustituir al maquinista. Cree que podrá, puesto que el tráfico no es el habitual.
Para asombro de todos, el tratante se ofreció voluntario, sin hacerse de rogar. Eso parecía divertirle, como sucede con los espectadores que suben al escenario cuando los llama un ilusionista.
Se quitó la chaqueta, la corbata y el reloj de pulsera, y se lo confió todo a Julie antes de dirigirse a la locomotora.
Desplumado a medias, el pollo colgaba de una varilla del techo. Tres de nuestros compañeros, sudorosos y resoplando, volvieron con gavillas de paja.
—Dejadles sitio.
El joven que tenía unos quince años había conseguido en la granja abandonada una cacerola de aluminio y una sartén para freír.
¿No habría otros haciendo lo mismo en mi casa?
Recuerdo comentarios jocosos, que nos hacían reír a pesar nuestro.
—¡Con tal de que no haga caer el tren por el talud!
—¿Y los raíles, estúpido?
—¿No descarrilan los trenes hasta en tiempo de paz? Entonces, ¿qué? ¿Quién de nosotros es el estúpido?
Un grupo se afanó aún durante algún tiempo alrededor de la locomotora y al final nos sorprendió oírla silbar como un tren normal. Arrancamos lentamente, casi al paso, sin sacudidas, antes de tomar velocidad poco a poco.
Diez minutos después nos cruzamos con una carretera que pasaba sobre la vía y que estaba atestada de carruajes y de ganado. Aquí y allá, los automóviles intentaban escapar del atasco. Dos o tres campesinos, más graves y sombríos que nosotros, alzaron las manos para saludarnos. Me pareció que nos miraban con envidia.
Supongo, pero no lo comprobé entonces, que era la carretera departamental que va de Aumagne a Rethel. En todo caso nos acercábamos a Rethel, como se deducía de las señales y de las casas, cada vez más abundantes en el paisaje, el tipo de casas que uno encuentra en las inmediaciones de las ciudades.
—¿Viene de Bélgica?
Fue lo mejor que se me ocurrió preguntarle a Anna, que estaba sentada a mi lado en el baúl.
—De Namur. En plena noche se les ocurrió la idea de soltarnos. Había que esperar a que fuese de día para recuperar nuestros objetos personales, porque nadie tenía la llave del lugar donde los guardan. Pero preferí correr a la estación y saltar al primer tren. —No repliqué. Debí de parecerle sorprendido, de todos modos, porque añadió—: Estaba en la prisión de mujeres.
No le pregunté por qué. Casi me parecía natural. No era más extraordinario, en todo caso, que encontrarme en un vagón de animales, con mi mujer y mi hija en otro tren, Dios sabía dónde, o que haber visto a un maquinista muerto en su locomotora y a un anciano herido por una botella que una bala de ametralladora había hecho estallar en su mano. Después de aquello, todo era natural.
—¿Es usted de Fumay?
—Sí.
—¿Era su hija?
—Sí. Mi mujer está embarazada de siete meses y medio.
—La encontrará en Rethel.
—Quizá.
Los demás, que habían sido soldados y que tenían más práctica que yo, extendieron la paja sobre el suelo para la noche siguiente. Se formaba así una especie de gran cama común. Algunos se acostaron inmediatamente en ella. Los jugadores de cartas se pasaban una botella de aguardiente, que no abandonaba su círculo.
Entramos en Rethel y allí, por primera vez, tomamos conciencia de que no éramos hombres como los otros, sino refugiados. Hablo en plural aunque no recibí confidencia alguna de mis compañeros. Sin embargo, creo que, en tan poco tiempo, habíamos llegado a reaccionar más o menos de igual modo.
Un mismo tipo de cansancio, por ejemplo, se leía en los rostros, un cansancio muy distinto del que se experimenta después de una noche de trabajo o de insomnio.
Quizá no habíamos llegado a sentir indiferencia, pero cada uno había renunciado a pensar por sí mismo.
¿Pensar qué, por otra parte? No sabíamos nada. Lo que sucedía quedaba fuera de nuestro control y era inútil reflexionar o discutir.
A lo largo de muchos kilómetros, por ejemplo, me preocupó el asunto de las estaciones. Las estaciones pequeñas y los apeaderos, como ya he dicho, estaban vacíos, sin un empleado siquiera que al paso del tren apareciese con su silbato y su bandera roja. Las más importantes, en cambio, rebosaban de gente, y habían tenido que organizar servicios de orden en los andenes.
Acabé por encontrar una respuesta que me pareció acertada: los trenes omnibús, que llevaban vagones de todas clases y se detenían en todas las estaciones, habían sido suprimidos.
Lo mismo sucedía con las carreteras. La circulación por algunas de ellas, que parecían desiertas, probablemente había sido prohibida por razones militares.
Alguien de Fumay, a quien no conocía, me contó precisamente aquella mañana, mientras yo estaba sentado al lado de Anna, que existía un plan de evacuación de la ciudad y que lo había visto en un cartel, en la alcaldía.
—Habían dispuesto unos trenes especiales que debían conducir a los refugiados a los pueblos de acogida, donde todo estaba preparado para recibirlos.
Es posible. No había visto el cartel. Raramente ponía los pies en la alcaldía, y cuando llegamos a la estación, mi mujer, Sophie y yo saltamos al primer tren que vimos.
Lo que me hizo creer que mi vecino debía de tener razón fue que en Rethel nos esperaban enfermeras, boy-scouts y todo un servicio de acogida. Había camillas preparadas, como si supieran lo que nos había ocurrido, pero poco después me enteré de que nuestro tren no era el primero que había sido ametrallado en pleno trayecto.
—¿Y nuestras mujeres? ¿Y nuestros hijos? —se puso a gritar el hombre de la pipa, antes incluso de que nos detuviéramos por completo.
—¿De dónde vienen? —nos preguntó una señora de blanco, ya de cierta edad, que parecía pertenecer a la buena sociedad.
—De Fumay.
Conté al menos cuatro trenes en la estación. El gentío llenaba las salas de espera y aguardaba tras las barreras, porque se habían colocado barreras como para los cortejos oficiales. Aquello estaba repleto de soldados, de oficiales.
—¿Dónde están los heridos?
—¡Maldita sea! ¿Y mi mujer?
—Puede que vaya en el tren que ha salido hacia Reims.
—¿Cuándo?
Cuanto más amable se mostraba su interlocutora, más agresivo, hosco y enérgico se volvía él, porque empezaba a tomar conciencia de sus derechos.
—Hace alrededor de una hora.
—¿Y no habría podido esperarnos?
Las lágrimas le acudían a los ojos porque estaba preocupado, y quizá tenía necesidad de sentirse desgraciado.
Eso no le impidió arrojarse sobre los bocadillos que unas jóvenes llevaban de un vagón a otro en grandes cestas.
—¿A cuántos tenemos derecho?
—Eso depende del hambre que tengan. No vale la pena guardar provisiones. Encontrarán alimentos frescos en la próxima estación.
Nos sirvieron tazones de café caliente. Una enfermera pasaba preguntando:
—¿Hay heridos, enfermos?
Habían preparado unos biberones y una ambulancia aguardaba al final del andén. En la vía contigua, un tren de flamencos parecía a punto de salir. Habían comido y nos miraban con curiosidad mientras devorábamos los bocadillos.
Los Van Straeten son de origen flamenco. Se instalaron en Fumay hace tres generaciones y ya no hablan su lengua original. Sin embargo, en las pizarreras a mi suegro todavía le llaman el Flamenco.
—¡Al tren! Atención…
Hasta entonces se nos había retenido durante horas enteras en las estaciones o en cualquier vía de aparcamiento. Ahora se nos despedía con la mayor rapidez posible, como si tuvieran prisa por desembarazarse de nosotros.
No pude leer, porque había demasiada gente en el andén, los titulares de los periódicos que se mostraban en el quiosco. Sólo sé que había uno muy grande con la palabra TROPAS.
Ya estábamos en marcha y una joven con un brazal corría todavía a lo largo del tren para repartir sus últimos trozos de chocolate. Lanzó un puñado en nuestra dirección, y llegué a atrapar uno para Anna.
En Reims y en otros lugares encontraríamos los mismos centros de acogida. El tratante había vuelto a su sitio después de haber disfrutado del derecho a lavarse en los aseos de la estación, y presumía de héroe. Oí que Julie le llamaba Jef. Tenía en la mano una botella de Cointreau, que compró en la fonda junto con dos naranjas, cuyo perfume se propagaba por el vagón.
Fue entre Rethel y Reims, hacia el final de la tarde, porque no se circulaba muy deprisa, cuando una campesina se levantó refunfuñando:
—¡Tanto peor! No voy a ser yo quien se ponga enferma ahora.
Se acercó a la puerta abierta, colocó una caja de cartón en el suelo, se puso en cuclillas e hizo sus necesidades sin dejar de mascullar entre dientes.
Aquello también era una señal. Las convenciones cedían, al menos las que se habían mantenido la víspera. Nadie protestaba ya al ver al tratante reposar la cabeza en el vientre rollizo de Julie.
—¿No tendrá un cigarrillo? —me preguntó Anna.
—No fumo.
Me lo habían prohibido en el sanatorio y luego había perdido las ganas. Mi vecino le pasó uno. Yo tampoco llevaba cerillas encima, y a causa de la paja me inquieté al verla fumar, aunque otros fumaban desde la víspera. Quizás era una especie de envidia por mi parte, un rechazo para el que no tengo explicación.
Permanecimos largo tiempo detenidos en un barrio de Reims, mirando la parte trasera de las casas, y también en la estación, donde nos anunciaron que nuestro tren partiría media hora más tarde.
Se produjo entonces un desplazamiento general hacia la fonda, los lavabos y la oficina de información, donde nadie había oído hablar de las mujeres, los niños y los enfermos de un tren procedente de Fumay.
No cesaban de pasar trenes en todos los sentidos, convoys de tropas, de municiones, de refugiados. Aún me pregunto por qué no se produjeron más accidentes.
—¿No le habrá dejado su mujer un mensaje? —sugirió Anna.
—¿Dónde?
—¿Por qué no se lo pregunta a esas señoras?
Se refería a las enfermeras, a las jóvenes del servicio de acogida.
—¿Qué nombre dice?
La mayor de ellas extrajo de su bolsillo un cuadernillo donde se veían nombres escritos por manos diferentes, con frecuencia un tanto torpes.
—¿Féron? No. ¿Es una belga?
—Es de Fumay. Va con una niña de cuatro años, que lleva en los brazos una muñeca vestida de azul.
Estaba convencido de que Sophie no habría soltado su muñeca.
—Está encinta de siete meses y medio —me esforcé por continuar.
—Vaya entonces a ver a la enfermera, por si se hubiera encontrado mal.
Era un despacho que había sido acondicionado y que olía a desinfectante. ¡No, no la conocía! Por allí habían pasado varias mujeres encintas. Una de ellas había tenido que ser trasladada de urgencia a la maternidad para dar a luz, pero no se llamaba Féron y su madre iba con ella.
—¿Está preocupado?
—No demasiado.
Yo sabía de antemano que Jeanne no me habría dejado ningún mensaje. No era propio de su carácter. La idea de molestar a una de aquellas señoras distinguidas, de escribir su nombre en un cuaderno, de llamar la atención, nunca se le habría ocurrido.
—¿Por qué se lleva todo el tiempo la mano al bolsillo izquierdo?
—Por mis gafas de recambio. Tengo miedo de perderlas o de romperlas.
Habían vuelto a repartir bocadillos, una naranja, por persona, café con azúcar a voluntad. Algunos se habían guardado unos terrones en el bolsillo.
Al ver una pila de almohadas en un rincón pregunté si era posible alquilar dos. Me contestaron que no lo sabían, que la encargada estaba ausente y que tardaría una hora en volver.
Entonces, disimulando un poco, me hice con dos almohadas. Cuando subí al vagón, mis compañeros se precipitaron en busca de las otras.
Siempre que pienso en ello, me asombra que, durante todo aquel largo viaje, Anna y yo apenas nos dijésemos nada. Como de común acuerdo, estábamos siempre juntos. Incluso cuando, como en Reims, tuvimos que separarnos para ir cada uno al lavabo, descubrí que me esperaba en la puerta del de los hombres.
—He comprado una pastilla de jabón —me anunció con una alegría infantil.
Olía a jaboncillo, y sus cabellos, que había mojado para peinárselos, permanecían húmedos.
Puedo recordar las veces que subí a un tren antes de aquel viaje. La primera fue a los catorce años, para ir a Saint-Gervais. Me habían entregado una cartulina con mi nombre, mi destino y una nota que decía:
«En caso de accidente o de dificultades, se ruega diríjanse a la señora de Jacques Delmotte, Fumay, Ardenas».
Cuatro años después, cuando volví a casa, a los dieciocho, ya no necesitaba una nota semejante.
Después sólo fui a Mézières, periódicamente, para ver al especialista y que me hicieran la radioscopia.
La señora Delmotte era mi benefactora, como decía la gente, y yo había acabado también por adoptar aquel calificativo. No recuerdo las circunstancias que la llevaron a ocuparse de mí. Fue poco después de la guerra de 1914 y yo no había cumplido aún los once años.
Debieron de contarle la huida de mi madre, la conducta de mi padre, mi situación de niño casi abandonado.
En aquella época yo frecuentaba la parroquia y, cierto domingo, nuestro vicario, el abad Dubois, me anunció que una señora me invitaba a merendar con ella el jueves siguiente.
Como todos en Fumay, yo conocía el nombre de Delmotte, porque la familia era propietaria de las principales pizarreras, y en consecuencia en la ciudad cada uno dependía de ellos más o menos directamente. Aquellos Delmotte eran para mí los patronos Delmotte.
La señora de Jacques Delmotte, que debía de rondar los cincuenta años, era la Delmotte de las buenas obras.
Todos eran hermanos, hermanas, cuñados o primos; su fortuna tenía un origen común, pero formaban al menos dos clanes distintos.
¿Se avergonzaba la señora Delmotte, como pretendían algunos, de la dureza de su familia? Viuda joven, había conseguido que su hijo fuera médico, y luego él había muerto en el frente.
Desde entonces vivía en compañía de dos sirvientes en una gran casa de piedra en cuya galería exterior pasaba las tardes. Desde la calle se la veía tejer para los ancianos del asilo, con un vestido negro adornado con un cuello estrecho de encaje blanco. Menuda y sonrosada, desprendía un olor azucarado.
En aquella galería me hizo beber chocolate y comer pasteles al tiempo que me interrogaba sobre la escuela, sobre mis compañeros, sobre qué me gustaría ser más tarde, etcétera. Evitó hablarme de mi madre y de mi padre y me preguntó si me gustaría ayudar en misa, de modo que fui monaguillo durante dos años.
Me invitaba cada jueves, y a veces otro chico o alguna chica merendaba con nosotros. Se servían invariablemente pasteles secos, hechos en casa, de dos clases, unos de un amarillo claro, al limón, y los otros marrones con especias y almendras.
Aún me acuerdo del olor de la galería, del calor en invierno, que no era como en otros lugares y que me parecía más sutil y envolvente.
La señora Delmotte vino a verme cuando tuve lo que al principio se consideró una pleuresía seca, y fue ella quien me llevó en su coche, que conducía Désiré, a un especialista de Mézières.
Tres semanas después, y gracias a ella, fui admitido en el sanatorio, donde no habría encontrado plaza sin su intervención.
También fue ella quien, cuando me casé, nos regaló la copa de plata que se encuentra en el aparador de la cocina. Quedaría mejor en un comedor, pero no tenemos.
Creo que la señora Delmotte jugó indirectamente un papel importante en mi vida y, más indirectamente todavía, en que debía marcharme de Fumay.
En cuanto a ella, no tuvo necesidad de partir porque, convertida ya en una dama de avanzada edad, se encontraba, como cada año en la misma estación, en su apartamento de Niza.
¿Por qué me ponía a pensar en ella? Porque el caso es que pensaba en ella en aquel vagón de ganado, donde la oscuridad reinaba de nuevo, mientras me preguntaba si me atrevería a tomar la mano de Anna, cuyo hombro se apoyaba en el mío.
La señora Delmotte había hecho de mí un monaguillo y Anna salía de la cárcel. No me preocupaba saber por qué había sido condenada ni a qué pena.
De pronto me acordé de que no llevaba equipaje ni bolso de mano, de que no había sido posible abrir las puertas y devolver sus efectos a las detenidas. Era probable, pues, que no llevara dinero consigo. Y sin embargo, muy poco antes me había anunciado que acababa de comprar un jaboncillo.
Tendidos uno al lado del otro, Jef y Julie se besaban en la boca y yo percibía el olor de su saliva.
—¿No le apetece dormir?
—¿Y a usted?
—¿Podríamos acostarnos?
—Quizá.
Por más que quisiéramos evitarlo, chocábamos con nuestros vecinos; parecía haber piernas y pies en todas partes.
—¿Está bien?
—Sí.
—¿No tiene frío?
—No.
A mi espalda, el tipo que yo había tomado por un tratante de ganado se incorporaba insensiblemente sobre su vecina, que, al separar las rodillas, me rozaba los riñones. Estábamos todos tan apiñados, y yo me encontraba tan alerta, que supe el momento exacto de la penetración.
Anna también, estoy seguro. Su rostro tocó mi mejilla, sus cabellos, sus labios entreabiertos, pero ella no me abrazó y yo no intenté abrazarla.
Otros permanecían despiertos y debieron de darse cuenta. El movimiento del tren nos sacudía a todos. Después de cierto tiempo, el ruido de las ruedas sobre los raíles se convertía en música.
Puede que vaya a expresarme con crudeza, por inexperiencia, precisamente porque siempre he sido un hombre púdico, incluso en mis pensamientos.
No me había sublevado contra mi modo de vida. Lo había escogido. Había elaborado con paciencia un ideal que, hasta la víspera, y lo repito con toda sinceridad, me había satisfecho.
Ahora me encontraba allí, en la oscuridad, con la canción del tren, los fulgores rojos y verdes que pasaban, los hilos telegráficos y otros cuerpos tendidos en la paja. Muy cerca, al alcance de mi mano, tenía lugar lo que el abad Dubois llamaba el acto carnal.
Un cuerpo de mujer, tenso, vibrante, se apretó contra el mío, y una mano se deslizó para levantar el vestido negro y para deslizar las bragas hasta los pies, que se desprendieron de ellas con un movimiento gracioso.
Seguíamos sin abrazarnos. Era Anna quien me atraía y me hacía rodar sobre mí mismo, mientras permanecíamos en silencio como serpientes.
La respiración de Julie se hizo más entrecortada en el preciso instante en que Anna me ayudó, y bruscamente me encontré dentro de ella.
No grité, aunque estuve a punto de hacerlo. Estuve a punto de pronunciar unas palabras inconexas, de dar las gracias, de decir amor mío o incluso de quejarme, porque aquella felicidad me hacía daño. El daño de intentar alcanzar lo imposible.
Hubiera querido expresar mi ternura por aquella mujer a la que yo no conocía la víspera pero que era un ser humano, que a mis ojos se convertía en el ser humano por excelencia.
La hubiera asesinado sin darme cuenta. Mis manos se esforzaban en tomarla por completo.
—Anna…
—¡Calla!
—Te amo.
—¡Calla!
Por primera vez yo pronunciaba un «te amo» así, desde el fondo de mi ser. ¿Es posible que no la amara a ella, sino a la vida? No sé cómo decirlo: yo estaba en su vida. Me hubiera gustado quedarme allí durante horas, no pensar en otra cosa, permanecer como una planta al sol.
Nuestras bocas se encontraron, húmedas. No pensé en preguntarle, como en el transcurso de mis experiencias juveniles:
—¿Puedo?
Podía, puesto que ella no se inquietaba, puesto que no me rechazaba sino que me retenía en su interior.
Nuestros labios acabaron por separarse, al tiempo que nuestros miembros se relajaban.
—No te vayas —dijo en un susurro.
No podíamos vernos, pero me acariciaba la frente con dulzura y seguía con su mano, como un escultor, las líneas de mi rostro.
Sin alzar la voz me preguntó:
—¿Te ha gustado?
¿Me había equivocado, acaso, al pensar que había concertado una cita con el destino?