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Señoras y señoritas con brazales de tela seguían embarcando en los vagones de pasajeros a los ancianos, a las embarazadas, a los niños de corta edad y a los inválidos, y yo no era el único que se preguntaba si al final quedaría lugar en el tren para los hombres como yo. Consideraba con cierta ironía la posibilidad de ver partir a mi mujer y a mi hija mientras que a mí se me obligaba a permanecer en la estación.

Los gendarmes se cansaron de aguantar a la multitud empujando. De pronto dejaron de constituir una barrera, y nos precipitamos hacia los cinco o seis vagones de mercancías enganchados a la cola del convoy.

En el último instante yo le había dado a Jeanne, junto con las provisiones, la maleta que contenía los efectos de la pequeña y una parte de los suyos. Me quedaba otra maleta, la más pesada, y con la otra mano arrastraba con cierta dificultad el baúl negro, que a cada paso chocaba contra mis piernas. No sentía el dolor. Ya no pensaba en nada.

Subí, empujado por los que me seguían, y me esforcé en mantenerme lo más cerca posible de la puerta corredera. Conseguí colocar el baúl contra el tabique y me senté encima, agotado, con la maleta sobre las rodillas.

Al principio sólo veía la mitad inferior de mis compañeros, hombres y mujeres, y hasta que pasó un rato no distinguí sus rostros. Me pareció que no conocía a nadie y eso me sorprendió, porque Fumay es una ciudad pequeña, de unos cinco mil habitantes. Cierto que habían acudido algunos campesinos de los alrededores. Y un barrio populoso, que yo conocía mal, se había quedado vacío.

Cada uno se instaló con rapidez, dispuesto a defender su espacio, y una voz gritó desde el fondo del vagón:

—¡Completo! ¡Vosotros, no dejéis que entren más!

Se oyeron unas risas nerviosas, las primeras, que produjeron cierta relajación. El primer contacto se hacía menos duro. Empezábamos a instalarnos en la huida, rodeados de nuestras maletas y bultos.

Las puertas correderas se habían quedado abiertas a ambos lados del vagón y mirábamos sin demasiado interés al gentío que había acampado en espera de un próximo tren, los puestos de comida y de bebida que habían sido tomados por asalto, las botellas de cerveza y de vino que pasaban de mano en mano.

—Oye, tú… Sí, tú, el pelirrojo… ¿No podrías ir y traerme una de litro?

Por un momento pensé en ir a ver cómo se habían instalado mi mujer y mi hija, y aprovechar para decirles que había encontrado un sitio. Pero no me atreví por miedo a perder el tren si me ausentaba.

No esperamos una hora, como el policía había anunciado, sino dos horas y media. En ocasiones el tren se sobresaltaba, oíamos cómo los herrajes chocaban entre sí y conteníamos el aliento, creyendo que por fin íbamos a ponernos en camino. Una de las veces fue para añadir vagones al convoy.

Los hombres que se habían quedado cerca de las puertas correderas abiertas informaban a quienes, desde el interior, no podían ver nada.

—Han añadido por lo menos ocho vagones. Ahora llegan hasta la mitad de la curva.

Una especie de solidaridad se creaba entre quienes ya se encontraban instalados y quienes estaban más o menos seguros de partir también.

Un hombre que había bajado al andén contaba los vagones:

—¡Veintiocho! —anunció.

Poco nos importaban los que seguían llegando a los andenes y a la plaza de la estación. La nueva oleada ya no nos concernía, y en el fondo hubiéramos preferido que el tren partiera antes de que nos alcanzase.

Vimos a una anciana en una silla de ruedas, a quien una enfermera empujaba hacia los vagones de primera clase. Llevaba un sombrero malva con un pequeño velo blanco, y en las manos guantes de hilo blanco.

Más tarde, unas camillas tomaron la misma dirección y me pregunté si harían apearse a las personas ya instaladas, porque empezaba a rumorearse que se evacuaba el hospital.

Tenía sed. Dos de mis vecinos saltaron a las vías, corrieron hasta el andén y volvieron con botellas de cerveza.

No me atreví a imitarles.

Poco a poco me habituaba a los rostros que me rodeaban, hombres de edad en su mayor parte, porque los demás habían sido movilizados, mujeres de pueblo y del campo, un muchacho de unos quince años con el cuello largo y delgado y la nuez de Adán saliente, y una niña de nueve o diez años con la trenza anudada con un cordón de zapato.

Llegué a reconocer a una persona e incluso a dos. En primer lugar a Fernand Leroy, que había ido conmigo a la escuela y era empleado de la librería Hachette, que estaba junto a la pastelería de mi cuñada.

Desde el extremo opuesto del vagón, donde apenas podía moverse entre tanta gente, me hizo un saludo y se lo devolví, aunque hacía años que no tenía ocasión de hablar con él.

El segundo era un personaje pintoresco de Fumay, un viejo borracho a quien todo el mundo llamaba Jules y que distribuía prospectos a la salida de los cines.

Me costó identificar un tercer rostro, aunque estaba mucho más cerca de mí, porque la mayor parte del tiempo me lo había ocultado un hombre que abultaba el doble. Se trataba de una chica gruesa, de unos treinta años, que en ese momento estaba comiéndose un bocadillo, una tal Julie, que tenía un pequeño café cerca del puerto.

Vestía una falda de sarga demasiado ceñida, que se plegaba a lo largo de sus muslos, y un camisero blanco, empapado de sudor, a través del cual se le veía el sostén.

Olía a polvos de tocador y a perfume, y aún recuerdo cómo del roce con el pan se le despintaba el carmín de los labios.

El tren militar había salido hacia el norte. Minutos después oímos que un convoy llegaba y ocupaba la misma vía, y alguien gritó:

—¡Ya está aquí de vuelta, otra vez!

No era el mismo, sino un tren belga todavía más atestado que el nuestro y que sólo transportaba civiles. Llevaba gente hasta en el estribo.

Algunos se arrojaron sobre nuestros vagones. Presurosos, los policías vociferaron órdenes. El altavoz se ocupó de advertir que nadie estaba autorizado a abandonar su sitio.

Pero algunos de los recién llegados consiguieron deslizarse con habilidad por entre las vías, en particular una joven de cabellos oscuros con un vestido negro cubierto de polvo, que carecía de equipaje y ni siquiera llevaba bolso.

Se coló tímidamente en nuestro vagón, pálida y con una expresión triste, y nadie le dijo nada. Los hombres se contentaron con intercambiar miradas significativas, mientras ella iba a un rincón y se acurrucaba.

Ya no podíamos ver los automóviles y estoy seguro de que a ninguno de nosotros le importaba. Los que estaban cerca de las puertas sólo miraban la porción de cielo visible, un cielo siempre azul, preguntándose si no aparecería una escuadrilla alemana en cualquier momento y bombardearía la estación.

Desde la llegada del tren belga se difundía el rumor de que las estaciones habían sido bombardeadas al otro lado de la frontera, y algunas personas mencionaban la estación de Namur.

Me gustaría ser capaz de describir la atmósfera y sobre todo el estado de ansiedad de nuestro vagón. En el tren aún inmóvil empezábamos a formar un pequeño mundo aparte, que permanecía como en suspenso.

Separado del resto, podía decirse que nuestro grupo sólo aguardaba una señal, un toque de silbato, un chorro de vapor, el ruido de las ruedas sobre los raíles, para replegarse de inmediato sobre sí mismo.

Y eso ocurrió por fin, cuando ya empezábamos a perder la fe.

¿Qué habrían hecho mis compañeros si se hubiera anunciado que la línea estaba cortada, que los trenes ya no circulaban? ¿Habrían vuelto a sus hogares con sus bártulos?

Creo que yo, por mi parte, no me habría resignado, que habría preferido caminar sobre las traviesas, a lo largo del balasto pedregoso. Era demasiado tarde para retroceder. Se había producido la ruptura. Me parecía insoportable la idea de volver a mi calle, a mi casa, a mi taller, a mi jardín, a mis hábitos, a las radios etiquetadas que esperaban en sus estantes a que yo las reparase.

La muchedumbre de los andenes empezó a deslizarse lentamente detrás de nosotros, y para mí fue como si nunca hubiera existido, como si la ciudad misma donde, salvo mis cuatro años de sanatorio, había transcurrido mi vida, hubiese dejado de ser real.

Ni siquiera pensaba en Jeanne ni en mi hija, sentadas en su vagón de primera clase, más alejadas de mí que si estuviesen a centenares de kilómetros.

No me preguntaba qué hacían, cómo habían soportado la espera, ni si Jeanne había vuelto a tener vómitos.

Me preocupaban más mis gafas de recambio, y a cada movimiento de mis compañeros me protegía el bolsillo con la mano.

En cuanto salimos de la ciudad surgió a la izquierda el bosque público de Manise, donde a menudo pasábamos la tarde de los domingos. No parecía el mismo bosque, quizá porque lo contemplaba desde la vía. La retama crecía en abundancia, y el tren discurría con tanta lentitud que podía distinguir a las abejas que iban zumbando de flor en flor.

Nos detuvimos bruscamente y todos nos miramos con idéntico temor en los ojos. Un ferroviario corría a lo largo de la vía. Gritó unas palabras que no comprendí y el tren volvió a arrancar con un estremecimiento.

No tenía hambre. Me había olvidado de la sed. Miraba el desfile de la vegetación a pocos metros de mí, en ocasiones a un metro escaso, y las flores silvestres, blancas, azules, amarillas, cuyo nombre ignoraba y que me parecía ver por primera vez. El perfume de Julie me llegaba en vaharadas, sobre todo en las curvas, mezclado con el olor fuerte pero, agradable de su sudor.

Su café era como mi tienda. No era del todo un verdadero café. Cuando estaban echados, unos visillos impedían atisbar el interior.

El mostrador era pequeño, sin revestimiento de metal, sin un espacio detrás para enjuagar los vasos. La estantería, con cinco o seis botellas, era una simple estantería de cocina.

A menudo había echado una ojeada al pasar, y aún puedo ver en la pared, al lado de un reloj de cuco parado y del bando sobre la embriaguez pública, el anuncio de un calendario que representaba a una joven rubia, con un vaso de cerveza espumeante en la mano. Me llamaba la atención que el vaso tuviese la forma de una copa de champán.

No tiene interés, lo sé. Lo hago constar porque entonces pensé en ello. Había otros olores en nuestro vagón, sin contar el del vagón mismo, que había transportado ganado hacía poco y que todavía olía a establo.

Algunos de mis compañeros comían salchichón o paté. Una campesina llevaba un queso enorme, que cortaba con un cuchillo de cocina.

Aún nos contentábamos con intercambiar miradas curiosas, prudentes, y sólo los que procedían del mismo pueblo o del mismo barrio se comunicaban en voz alta, casi siempre para comentar los lugares por los que pasábamos.

—¡Mira! ¡La granja de Dédé! Me pregunto si se habrá quedado. En cualquier caso, sus vacas están en el prado.

Atravesábamos apeaderos, pequeñas estaciones desiertas donde había canastos de flores bajo las farolas y carteles turísticos en los muros.

—Córcega, ¿has visto? ¿Por qué no iremos nosotros a Córcega?

Después de Revin circulamos más deprisa, y antes de llegar a Monthermé distinguimos un horno de cal, que destacaba entre las hileras de las casas de obreros.

En el momento de entrar en la estación, la locomotora lanzó un silbido chirriante, como un gran tren expreso. Tras dejar atrás los edificios y los andenes repletos de soldados, se detuvo en un decorado de vías desiertas y cabinas de guardagujas.

Muy cerca de nuestro vagón, una bomba de agua dejaba caer grandes gotas de una en una, y de nuevo sentí sed. Un campesino que había saltado del tren orinaba a pleno sol sobre los raíles contiguos, sin perder de vista la locomotora. La escena causaba risa. Había necesidad de reír y algunos bromeaban a su costa. El viejo Jules dormía, con una botella empezada en la mano y, sobre el vientre, un saco que contenía más botellas.

—¡Vaya, si están desenganchando la máquina! —anunció el hombre que meaba.

Bajaron dos o tres más. Yo no me atrevía. Me parecía que debía aferrarme a algo costara lo que fuese, que eso era particularmente importante para mí.

Un cuarto de hora más tarde, una nueva locomotora nos llevaba en sentido inverso, pero en lugar de atravesar Monthermé entramos en una vía secundaria que seguía el curso del Semois en dirección a Bélgica.

En otro tiempo yo había hecho aquella misma excursión con Jeanne, antes de que se convirtiese en mi mujer. Me pregunto si no fue precisamente aquel día, un domingo de agosto, cuando se decidió nuestra suerte.

El matrimonio no podía tener el mismo sentido para mí que para alguien normal. ¿Había existido algo realmente normal en mi vida desde la tarde en que vi a mi madre volver a casa, desnuda y con los cabellos cortados?

Pero no fue ese acontecimiento lo que más me afectó. Entonces no lo comprendí ni intenté comprenderlo. Desde hacía cuatro años se achacaban tantas cosas a la guerra que un misterio más no podía conmoverme.

La señora Jamais, la propietaria de nuestra casa, era viuda y se ganaba bastante bien la vida con la costura. Se ocupó de mí durante una decena de días hasta el regreso de mi padre, a quien no reconocí de inmediato. Llevaba todavía el uniforme, un uniforme diferente del que vestía al irse. Su bigote olía a vino agrio, y los ojos le brillaban como si estuviese acatarrado.

En verdad, apenas le conocía, y el único retrato que teníamos de él, en el aparador de la salita, era el que se había hecho con mi madre el día de su boda. Siempre me preguntaba por qué ambos estaban de perfil. ¿Es posible que a Sophie también le intrigue que nosotros posemos de perfil en nuestra foto de matrimonio?

Sabía que era empleado del señor Sauveur, el comerciante de granos y de abonos químicos cuyas oficinas y almacenes, que ocupaban gran parte del muelle, estaban unidos mediante una vía privada a la estación de mercancías.

Mi madre me había mostrado al señor Sauveur en la calle, un hombre más bien pequeño, grueso, pálido, que entonces debía de andar por los sesenta y que caminaba lentamente, con precaución, como si temiera el menor tropiezo.

—Tiene una enfermedad del corazón. De un momento a otro puede caer muerto en plena calle. En su última crisis se salvó de milagro y hubo que llamar con urgencia a un gran especialista de París.

Le seguí con la mirada mientras me preguntaba, con la ingenuidad propia de la infancia, si aquel desenlace no se produciría delante de mí. No comprendía que, bajo una amenaza semejante, el señor Sauveur pudiera ir y venir como todo el mundo sin que se le viera triste.

—Tu padre es su brazo derecho. Empezó con él haciendo recados, a los dieciséis años, y ahora hasta tiene firma.

¿De qué podía ser aquella firma? Más tarde supe que mi padre era realmente su apoderado y que su puesto tenía tanta importancia como mi madre insinuaba.

Recuperó su empleo y nos habituamos poco a poco a vivir solos en nuestro apartamento. Aunque nunca hablábamos de mi madre, la foto de matrimonio permaneció en el aparador.

Me costó algún tiempo entender por qué el humor de mi padre cambiaba tanto de un día para otro, a veces de una hora a la siguiente. Podía mostrarse tierno, sentimental, sentarme en sus rodillas, cosa que me molestaba un poco, decirme con lágrimas en los ojos que sólo me tenía a mí en el mundo y que eso le bastaba, que un hijo era lo único importante en la vida…

Después, horas más tarde, parecía sorprenderse de encontrarme en casa, me daba órdenes como a una sirvienta, maltratándome y gritando que yo no valía más que mi madre.

Acabé por oír que bebía, o más exactamente, que había empezado a beber a causa del dolor que le había causado no encontrar a su mujer al volver y enterarse de lo ocurrido.

Creí esa historia durante mucho tiempo. Luego empecé a reflexionar. Me acordé del día de su regreso con los ojos brillantes, de sus gestos vacilantes, de su olor, de las botellas que fue a buscar enseguida al ultramarinos.

Oí al vuelo retazos de conversación cuando hablaba de la guerra con sus amigos y supuse que había sido en el frente donde había contraído el hábito del alcohol.

No le quiero. No le quise nunca, y tampoco cuando, vacilante, llevaba a casa a una mujer recogida en la calle y me encerraba con llave en mi cuarto, mientras mascullaba juramentos.

No me gustaba que la señora Jamais me mimase y me tratase como a una víctima. Yo la evitaba. Había tomado la costumbre de hacer los recados después de la escuela, de preparar las comidas, de lavar los platos.

Una tarde, dos personas se presentaron con mi padre, a quien habían encontrado inerte en la acera. Quise buscar a un médico, pero me aseguraron que era inútil, que mi padre sólo necesitaba dormir la borrachera. Les ayudé a desvestirlo.

El señor Sauveur sólo lo aguantaba por piedad, eso también me constaba. Muchas veces se había dejado insultar por su apoderado, que al día siguiente le pedía perdón llorando.

Poco importa. Lo que quiero aclarar es que mi vida era distinta de la de los niños de mi edad, y que a los catorce años hubo que enviarme a un sanatorio situado encima de Saint-Gervais, en Saboya.

Al partir, solo en el tren —era la primera vez que viajaba en tren—, estaba convencido de que no regresaría con vida. Esa idea no me entristecía, y empezaba a entender la serenidad del señor Sauveur.

En todo caso, nunca sería un hombre como los demás. Ya en la escuela, mi mala vista me mantuvo alejado de los juegos. Y he aquí que además estaba afectado de una enfermedad considerada como una tara, una enfermedad casi vergonzante. ¿Qué mujer iba a correr el riesgo de casarse conmigo?

Viví cuatro años allá arriba, un poco como en el tren. Quiero decir que el pasado y el porvenir no contaban, ni lo que sucedía en el valle, ni menos aún en las ciudades lejanas.

Tenía dieciocho años cuando me dieron el alta y me enviaron de vuelta a Fumay. Encontré a mi padre más o menos como lo había dejado, salvo que sus rasgos eran más blandos, su mirada triste y perezosa.

Al verme aguardó mi reacción y comprendí que estaba avergonzado, y que en el fondo deseaba mi regreso.

Necesitaba una actividad sedentaria. Entré como aprendiz con el señor Ponchot, que tenía la mayor tienda de pianos, discos y aparatos de radio de la ciudad.

En la montaña yo había adoptado la costumbre, que luego conservé, de leer hasta dos libros diarios. Cada mes, y luego cada tres meses, acudía a la consulta de un especialista de Mézières, de cuyas recomendaciones desconfiaba.

Regresé a Fumay en 1926. Mi padre murió en 1934 de una embolia, mientras que el señor Sauveur seguía como siempre. Yo acababa de conocer a Jeanne, que era vendedora en la guantería Choblet, a dos casas de donde yo trabajaba.

Yo tenía veintiséis años; ella veintidós. Paseamos por la calle hasta el anochecer. Fuimos juntos al cine, donde le tomé la mano, y el domingo por la tarde conseguí que le dejaran ir conmigo al campo.

Me parecía increíble. Para mí no era sólo una mujer, sino el símbolo de la vida normal, ordenada.

Juraría que fue precisamente entonces, en el curso de aquella excursión al valle del Semois, para la que había tenido que pedir la autorización de su padre, cuando tuve la certidumbre de que era posible, de que aceptaría casarse y fundar una familia conmigo.

Estaba ebrio de agradecimiento. Con gusto me habría arrodillado ante ella. Si hablo tanto de Jeanne es para subrayar la importancia que tenía para mí.

Pero en el vagón de ganado ya no pensaba en ella, que estaba embarazada de siete meses y medio y para quien aquel viaje debía de resultar particularmente penoso. Mi mente estaba en otra parte. Me preguntaba por qué se nos conducía a una línea secundaria que no llevaba a ninguna parte, salvo quizás a un lugar aún más peligroso que aquel del que acabábamos de huir.

Cuando nos detuvimos en pleno campo, cerca de un paso a nivel que cortaba el camino comunal, oí que alguien decía:

—Despejan las vías para dejar pasar a las tropas. Seguro que necesitan refuerzos.

El tren no se movía. De pronto sólo se escuchaban cantos de pájaros y el murmullo de una fuente. Un hombre saltó al talud, luego otro.

—Dígame, jefe, ¿vamos a quedarnos mucho tiempo aquí?

—Una hora o dos. A menos que haya que pasar la noche.

—¿No hay riesgo de que el tren salga sin avisar?

—La locomotora regresa a Monthermé, de donde nos enviarán otra.

Me aseguré de que realmente desenganchaban la máquina, y cuando la vi alejarse sola en medio de un paisaje de bosques y prados salté al suelo. Antes que nada fui a beber de la fuente en el hueco de la mano, como cuando era niño. El agua tenía el mismo gusto que antaño, el sabor de la hierba y el de mi propio cuerpo recalentado.

Bajaba gente de todos los vagones. Tras algunos titubeos, empecé a caminar con decisión a lo largo del convoy, al tiempo que intentaba atisbar en su interior.

—¡Papá!

Mi hija me llamaba agitando la mano.

—¿Dónde está tu madre?

—Aquí.

Dos mujeres de mediana edad, que seguramente no se hubieran apartado por todo el oro de mundo, se habían puesto delante y apenas me dejaban verla. Por su expresión parecían condenar la agitación de mi hija.

—Abre, papá. Yo no puedo. A mamá le gustaría hablar contigo.

El vagón era de un modelo antiguo. Cuando conseguí abrir la puerta, descubrí a ocho personas sentadas en dos filas, inmóviles y enfurruñadas como en la sala de espera de un dentista. Mi mujer y mi hija eran las únicas que no tenían sesenta años, y en el extremo opuesto había un anciano que seguramente era nonagenario.

—¿Estás bien, Marcel?

—¿Y tú?

—Bien. Me preguntaba cómo te las apañarías para comer. Suerte que hemos parado. Nosotras llevamos las provisiones.

Flanqueada por sus vecinas de caderas monumentales, apenas podía moverse, y tuvo dificultades para tenderme una barra de pan y el salchichón entero.

—¿Y vosotras?

—No soportamos el ajo, ya lo sabes.

—¿Lleva ajo?

—En el ultramarinos, por la mañana, no me había percatado de eso.

—¿Cómo te has instalado?

—Bastante bien.

—¿No podrías encontrar un poco de agua? Me han dado una botella antes de salir, pero hace tanto calor que ya nos la hemos bebido toda.

Me tendió una botella, que yo corrí a llenar a la fuente. Allí encontré, arrodillada y lavándose el rostro, a la joven del vestido negro que se había subido a nuestro vagón después de que llegase el tren belga.

—¿Dónde ha encontrado esa botella? —me preguntó. Su acento extranjero no era ni belga ni alemán.

—Alguien se la dio a mi mujer.

No insistió, se secó con un pañuelo y me dirigí al coche de primera. A medio camino, me fijé en una botella de cerveza y la recogí como si fuera un objeto valioso. Mi mujer no lo entendió.

—¿Bebes cerveza?

—No. Es para llenarla de agua.

Era curioso. Nos hablábamos como desconocidos. No exactamente. Como parientes lejanos que no se han visto en mucho tiempo y no saben qué decirse. ¿Sería a causa de las mujeres mayores?

—¿Puedo bajar, papá?

—Si quieres.

Mi mujer se inquietó.

—¿Y si el tren volviese a partir?

—Ya no tenemos locomotora.

—Entonces, ¿vamos a quedarnos?

En aquel momento oímos la primera detonación, sorda, lejana, que no por eso dejó de sobresaltarnos, y una de las ancianas se santiguó, cerrando los ojos como si cayera un trueno.

—¿Qué será eso?

—No lo sé.

—¿Hay aviones a la vista?

Miré al cielo, tan azul como por la mañana salvo por dos nubes doradas que se desplazaban lentamente.

—No dejes que se aleje, Marcel.

—No le quito los ojos de encima.

Con Sophie de la mano, caminamos a lo largo de las vías. Buscaba una segunda botella, y tuve la suerte de encontrar una mayor que la primera.

—¿Qué haces?

Mentí a medias.

—Hago provisión de botellas.

Porque me disponía a recoger una tercera, que había contenido vino. Mi intención era darle al menos una a la mujer de negro.

La veía de lejos, de pie ante nuestro vagón, y su vestido de satén polvoriento, su silueta, sus cabellos alborotados parecían ajenos a todo lo que le rodeaba. Desentumecía las piernas, sin preocuparse de lo que pasaba, y yo distinguía sus tacones muy altos y puntiagudos.

—¿Tu madre no se ha encontrado mal?

—No. Hay una mujer que habla sin parar y que dice que bombardearán el tren. ¿Es verdad?

—Esa mujer no sabe nada.

—¿Crees que no lo bombardearán?

—Estoy seguro.

—¿Dónde vamos a dormir?

—En el tren.

—No hay camas.

Fui a lavar las tres botellas y las enjuagué varias veces para quitarles en lo posible el gusto a cerveza y a vino, y las llené con agua fresca.

Volví a mi vagón, siempre con Sophie, y le tendí una de las botellas a la joven.

Me miró con asombro, miró a mi hija, me dio las gracias con un movimiento de cabeza y subió al vagón para poner su botella a buen recaudo.

Sólo había una casa a la vista, además de la del guardabarrera, una granja muy pequeña y alejada, al lado del ribazo. En el patio, una mujer con un delantal azul daba de comer a sus aves de corral como si la guerra no existiese.

—¿Es aquí donde estás? ¿En el suelo?

—Me siento en el baúl.

Julie estaba con un hombre de tez rojiza y cabello gris y espeso, que la miraba con ambigüedad, y de vez en cuando los dos estallaban en esas risas que uno sorprende en los cenadores de las tabernas. El hombre, con una botella de vino tinto en la mano, hacía que su compañera bebiera de ella. Julie tenía manchas de color violeta en el camisero y sus grandes senos se convulsionaban con cada carcajada.

—Vamos con tu madre.

—¿Ya?

Nuevas categorías empezaban a dibujarse. De un lado estaba el mundo de los coches de viajeros y del otro el de los vagones de ganado y de mercancías. Jeanne y mi hija pertenecían a uno y yo al segundo, del que inconscientemente aparté a Sophie con cierta precipitación.

—¿No comes?

Comí sobre el balasto, ante la puerta abierta. No podíamos decirnos gran cosa, con aquellas dos filas de rostros cuyas miradas iban desde mi mujer hasta mi hija y yo.

—¿Crees que volveremos a salir pronto?

—Tienen que dejar paso a los convoys de tropas. Cuando la vía quede libre, nos tocará a nosotros. ¡Vaya! Ahí llega la locomotora.

Se la oía y se la veía, solitaria, con un humo blanco que parecía seguir las ondulaciones del valle.

—Vuelve pronto a tu sitio. ¡Me preocupa tanto que puedan quitártelo!

Aliviado porque podía irme, abracé a Sophie pero no me atreví a hacer lo mismo con Jeanne delante de todo el mundo. Una voz acre me soltó:

—¡Podría cerrar la puerta!

Prácticamente cada domingo de verano, al principio con Jeanne y luego con ella y mi hija, íbamos al campo a merendar, con frecuencia para almorzar en la hierba.

Sin embargo, no eran el aroma ni el sabor de aquellos días el que recuperaba entonces, sino el aroma y el sabor de mis recuerdos de infancia.

Desde hacía años me sentaba los domingos en un claro, allí jugaba con Sophie y recogía flores para trenzarle coronas, pero ahora todo eso me resultaba indiferente.

¿Por qué el mundo recuperaba de nuevo su antiguo sabor? Hasta el zumbido de las avispas me recordaba el de otra época, cuando yo observaba, conteniendo el aliento, a una abeja que revoloteaba en torno a mi rebanada de pan.

Cuando volví al vagón, los rostros me resultaron más familiares. Una suerte de complicidad surgía entre nosotros, haciéndonos guiñar el ojo, por ejemplo, tras observar el comportamiento de Julie y de su tratante de ganado.

Digo tratante de ganado por decir algo. Los nombres no tienen importancia y tampoco la profesión exacta. Tenía aire de tratante y en mi interior era así como lo llamaba.

Estaban enlazados por la cintura, y la gruesa mano masculina aplastaba el seno de Julie cuando el tren empezó a circular de nuevo, tras algunos sobresaltos.

La mujer de negro, apoyada en el tabique del fondo, a dos metros de mí, no tenía dónde sentarse. Cierto que, como tantos otros, habría podido sentarse en el suelo. En un rincón había cuatro personas que incluso jugaban a las cartas como si estuvieran en la mesa de una taberna.

Volvimos a pasar por Monthermé y poco después llegué a entrever la esclusa de Leverzy, donde una decena de barcas de motor trepidaban sobre el agua deslumbrante. Los marineros no necesitaban ningún tren para alejarse, pero las esclusas parecían estar allí para detenerlos y comprendí perfectamente su impaciencia.

El cielo viraba al rosa. Tres aviones pasaron muy bajo, con la reconfortante escarapela tricolor. Nos sobrevolaron tan cerca que podía distinguirse el rostro de uno de los pilotos. Juraría que nos saludó con la mano.

Llegamos a Mézières en el crepúsculo, y nuestro tren, sin entrar en la estación, fue a colocarse en un desierto de vías. Un militar cuyo grado no llegué a reconocer pasó a lo largo del convoy gritando:

—¡Atención! ¡Que nadie baje! Está absolutamente prohibido apearse del tren.

Por otra parte, no había andén. Poco después, unos cañones montados sobre plataformas pasaron a toda velocidad por nuestro lado. Acababan de perderse de vista cuando sonó una sirena, mientras la misma voz ordenaba:

—Que todos permanezcan en su sitio. Es peligroso bajar del tren. Que todos…

Ahora se oía el zumbido de varios aparatos. La ciudad estaba a oscuras, y en la estación, con todas las luces apagadas, los viajeros se precipitaban sin dudarlo hacia los pasos subterráneos.

No creo que tuviera miedo. Me quedé inmóvil, escrutando los rostros que tenía enfrente y escuchando los ruidos de los motores, que se hicieron más intensos y parecía que se alejaban.

Se produjo un gran silencio y nuestro tren permaneció allí, como si estuviera abandonado, en medio de una complicada red de vías por las que se arrastraban unos vagones vacíos. Recuerdo, entre otros, un vagón expreso que llevaba en grandes letras amarillas el nombre de un comerciante de vinos de Montpellier.

Permanecíamos en suspenso, sin decir nada, esperando la señal del fin de la alarma, que no sonó hasta media hora después. La mano del tratante, durante todo ese tiempo, había abandonado el pecho de Julie. Retomó su posición, más insistente, y el hombre pegó su boca a la de su vecina.

Una aldeana refunfuñó:

—¡Debería darles vergüenza, delante de una niña!

Y él replicó, con la boca embadurnada de carmín de labios:

—¡Algún día también la niña tendrá que aprender! ¿O es que tú no lo aprendiste en tu época?

Era un tipo de grosería, de vulgaridad, al que yo no estaba acostumbrado. Aquello me recordaba la andanada de insultos que mi madre dirigía a los jóvenes que la perseguían riendo. Busqué con la mirada a la joven morena, que miró en otra dirección como si no hubiese oído nada y no advirtiese mi interés.

Nunca he llegado a estar borracho, por la sencilla razón de que no bebo ni vino ni cerveza. Sin embargo, creo que al caer la noche me hallaba en un estado cercano al de un hombre que ha bebido más de la cuenta.

Tal vez a causa del sol de la tarde, que se había hecho sentir en el valle de la fuente, tenía un prurito en los párpados, que me ardían; notaba las mejillas enrojecidas, los miembros hinchados, el cerebro vacío.

Me sobresalté cuando alguien, tras frotar una cerilla para consultar su reloj, anunció a media voz:

—Las diez y media.

El tiempo transcurría a su vez deprisa y lentamente. A decir verdad, ya no había tiempo.

Unos dormían, otros hablaban en voz baja. Yo me adormilé sobre el baúl negro, con la cabeza contra el tabique y, más tarde, entre sueños, mientras el tren permanecía inmóvil, rodeado de noche y de silencio, tuve conciencia de unos movimientos rítmicos muy cerca de mí. Tardé algún tiempo en comprender que eran Julie y su compañero, que hacían el amor.

No me escandalicé, aunque, quizás a causa de mi enfermedad, siempre fui muy púdico. Seguí el ritmo como si fuera una música y confieso que, poco a poco, una imagen precisa se formó en mi mente, y sentí que un calor difuso se propagaba por todo mi cuerpo.

Cuando volví a dormirme, Julie murmuraba, probablemente a otro vecino:

—¡No! Ahora no.

Mucho más tarde, hacia medianoche, notamos una serie de sacudidas, como si el tren maniobrara. Había gente que hablaba y que iba y venía a lo largo de la vía. Alguien decía:

—Es el único medio.

Y otro:

—Sólo acepto las órdenes del comandante militar.

Se alejaron discutiendo, y el tren se puso en marcha para detenerse de nuevo al cabo de unos minutos.

Yo apenas prestaba atención ya a unos movimientos que me resultaban incomprensibles. Habíamos abandonado Fumay y, mientras no nos hiciesen regresar, el resto me era indiferente.

Hubo toques de silbato, más choques entre los vagones, más paradas seguidas del ruido de los chorros de vapor.

Nada sé de lo que ocurrió esa noche en Mézières y en el resto del mundo, salvo que se luchaba en Holanda y en Bélgica, que decenas de miles de personas se lanzaban a las carreteras, que los aviones, un poco en todas partes, ocupaban el cielo, y que a veces la DCA se ponía a disparar al azar.

Oímos ráfagas a lo lejos y el paso de un interminable convoy de camiones por una carretera que debía discurrir cerca de la vía.

En nuestro vagón, donde la oscuridad era completa, los ronquidos creaban una curiosa intimidad. A veces sonaba un ruido intestinal, o alguien, víctima de alguna pesadilla, gemía sin darse cuenta.

Cuando abrí definitivamente los ojos, estábamos en movimiento y la mitad de mis compañeros se había despertado. Comenzaba el día, todavía lechoso, iluminando una campiña que no conocía, colinas medianamente altas con bosques y vastos claros ocupados por granjas.

Julie dormía, con la boca entreabierta y el corsé desabrochado. La joven del vestido negro estaba sentada con la espalda apoyada en el tabique, y un mechón de cabellos le caía sobre la mejilla. Me pregunté si habría permanecido así toda la noche y si habría conseguido dormir. Su mirada se encontró con la mía. Me sonrió, a causa de la botella de agua.

—¿Dónde estamos? —preguntó uno de los que estaba a mi lado al despertarse.

—No lo sé —respondió el que estaba en la puerta, con las piernas colgando—. Acabamos de pasar por una estación que se llama Lafrancheville.

Pasamos por otra, desierta y florida. En un panel negro y blanco leí: BOULZICOURT.

El tren iniciaba una curva, en un paisaje casi llano. El hombre de las piernas colgantes se quitó la pipa de la boca para exclamar cómicamente:

—¡Mierda!

—¿Qué pasa?

—¡Esos canallas han acortado el tren!

—¿Qué dices?

Nos precipitamos hacia él y protestó, agarrándose con ambas manos:

—¡Dejad de empujar! Vais a tirarme a la vía. Ya veis que sólo hay cinco vagones delante de nosotros, ¿no? Entonces, ¿qué ha sido de los otros? ¿Dónde encontraré ahora a mi mujer y a mis chicos? ¡Mierda! ¡Mierda! ¡Me cago en Dios!