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Cuando me desperté, las cortinas de tela cruda filtraban en la habitación una luz amarillenta que me resultaba familiar. Nuestras ventanas, en el primer piso, carecían de postigos. En ninguna casa de la calle los hay. Escuché el tictac del despertador, en la mesilla de noche, y a mi lado la respiración acompasada de mi mujer, casi tan profunda como la de los pacientes que el cine nos muestra a veces en plena operación. Estaba encinta de siete meses y medio. Como ya le había ocurrido con Sophie, el tamaño del vientre la obligaba a dormir boca arriba.

No tardé en deslizar una pierna fuera de la cama. Jeanne se movió y murmuró con voz distante:

—¿Qué hora es?

—Las cinco y media.

Siempre me he levantado temprano, sobre todo después de mis años en el sanatorio, donde en verano pasaban a ponernos el termómetro a partir de las seis de la mañana.

Mi mujer ya no se percataba de lo que sucedía alrededor. Uno de sus brazos ocupaba, extendido, el lugar que yo había dejado.

Me vestí sin hacer ruido, realizando en su orden acostumbrado los movimientos rituales de cada mañana y, mirando de vez en cuando a mi hija, que por entonces aún tenía su cama en nuestra habitación. Y eso que habíamos dispuesto para ella la habitación más bonita de la casa, que daba a la fachada y se comunicaba con la nuestra.

Pero se negaba a dormir allí.

Dejé el cuarto llevando las zapatillas en la mano y sólo me las puse al llegar al pie de la escalera. Fue entonces cuando oí las primeras sirenas de los barcos, que sonaban del lado de la esclusa del Uf, a casi dos kilómetros. El reglamento exige que las compuertas estén abiertas para las embarcaciones desde el amanecer, y cada mañana se repite el mismo concierto.

En la cocina encendí el gas y puse agua a calentar. De nuevo, el día se anunciaba soleado y cálido. Durante aquella época sólo hubo días radiantes, y aún sería capaz de señalar, hora por hora, la posición de las manchas de sol en las distintas habitaciones de la casa.

Abrí la puerta del patio, que habíamos cubierto con una vidriera para que mi mujer pudiese hacer la colada hiciese el tiempo que hiciese y para que mi hija jugase allí. Aún me parece ver el cochecito de la muñeca y a ésta algo más lejos, sobre las losas amarillas.

Procuraba no entrar de inmediato en mi taller, porque intentaba seguir ciertas normas, como solía decir entonces, en relación con mi empleo del tiempo. Un empleo del tiempo que había ido estableciéndose poco a poco, y que respondía más a mis costumbres que a mis necesidades.

Mientras el agua se calentaba, llené de maíz una vieja palangana de esmalte azul, de fondo herrumbroso, que no servía para otra cosa más que para dar de comer a los pollos, y atravesé el jardín. Teníamos seis gallinas blancas y un gallo.

El rocío centelleaba sobre las legumbres y sobre nuestro único macizo de lilas. Las flores violetas, que aquel año habían brotado temprano, ya empezaban a marchitarse, y escuché las llamadas de los barcos que surcaban el Mosa y también el jadeo de sus motores.

Me apresuro a declarar que yo no era ni un hombre desgraciado ni un hombre triste. A los treinta y dos ya había cumplido con creces todos mis planes, todas mis esperanzas.

Tenía una mujer, una casa y una hija de cuatro años quizás un poco demasiado inquieta, pero el doctor Wilhems, aseguraba que con la edad el nerviosismo le desaparecería.

Me había instalado por mi cuenta y mi clientela aumentaba cada día, en particular, claro está, durante los últimos meses. Todos querían tener una radio para escuchar las noticias. No dejaba de vender aparatos nuevos y de reparar los viejos. Y, como vivíamos a dos pasos del muelle donde los barcos atracaban de noche, contaba con la clientela de los marineros.

Me acuerdo que oí abrirse la puerta de nuestros vecinos de la izquierda, los Matray, una pareja de ancianos muy tranquilos. El señor Matray, que trabajó durante treinta y cinco o cuarenta años como cajero en la Banca de Francia, es también madrugador y empieza cada día saliendo a respirar el aire de su jardín.

Todos los jardines de la calle se parecen. Cada uno tiene la anchura de la casa, y están separados entre sí por unos muretes que son lo bastante altos como para que apenas se llegue a ver la cabeza de los vecinos.

Desde hacía poco, el viejo señor Matray había tomado la costumbre de interrogarme, con el pretexto de que mis aparatos me permitían captar las ondas cortas.

—¿No hay noticias esta mañana, señor Féron?

Ese día volví sobre mis pasos antes de que me plantease, la pregunta y vertí el agua hirviendo sobre el café. Los objetos familiares se encontraban en su sitio, el que Jeanne y yo les habíamos buscado o el que ellos mismos, con el tiempo, habían acabado ocupando.

Si mi mujer no hubiera estado encinta, habría empezado a oír sus pasos en el primer piso, porque por lo común solía levantarse poco después de mí. Sin embargo, el primer café me lo preparaba yo mismo antes de entrar en el taller. Así que seguíamos nuestros propios ritos, como supongo que sucede en todas las familias.

El primer embarazo había resultado penoso, y el parto difícil. Jeanne atribuía el nerviosismo de Sophie a los instrumentos que fue necesario emplear y que podían haber dañado la cabeza de la niña. Desde que había vuelto a quedarse embarazada, temía un alumbramiento difícil y le obsesionaba la idea de traer al mundo un hijo anormal.

El doctor Wilhems, en quien había depositado su confianza, sólo conseguía tranquilizarla por unas horas, y de noche no conciliaba el sueño. Mucho después de habernos acostado, la oía cómo buscaba una postura cómoda, y casi siempre acababa por preguntar en un susurro:

—¿Duermes, Marcel?

—No.

—Me pregunto si a mi organismo no le falta hierro. He leído en un artículo…

Intentaba conciliar el sueño, pero con frecuencia se hacían las dos de la madrugada antes de conseguirlo, y no era raro que a continuación se levantase de pronto lanzando un grito.

—He vuelto a tener una pesadilla, Marcel.

—Cuenta.

—No. Prefiero no pensar más en eso. Es demasiado horrible. Perdóname por no dejarte dormir, tú, que trabajas tanto…

Últimamente se levantaba hacia las siete y entonces bajaba a preparar el desayuno.

Con mi taza de café en la mano, entré en el taller y abrí la puerta vidriera que da al patio y al jardín. En esas circunstancias yo disfrutaba del primer rayo de sol del día, un poco a la izquierda de la puerta, y sabía exactamente cuándo alcanzaría mi banco de trabajo.

No es un banco de trabajo verdadero sino una mesa grande, muy pesada, que procede de un convento y que adquirí en una reventa. Encima siempre hay dos o tres radios en reparación. Las herramientas están a mi alcance, colocadas en un tablero adosado a la pared. Las radios llenan los estantes de madera blanca que he instalado por toda la habitación, y llevan en una etiqueta el nombre del cliente.

Por fin me decidí a pulsar los mandos. Retrasar ese momento casi se había convertido en un juego. Yo me decía, contra toda lógica: «Si espero un poco más, puede que ocurra hoy».

Ese día me di cuenta enseguida de que por fin sucedía algo. Nunca había notado tanta saturación en el aire. En cualquier longitud de onda que escogiese, las emisiones se superponían, las voces, los silbidos, las frases en alemán, en holandés, en inglés y en francés, y en el espacio se percibía algo así como los primeros compases de un gran drama.

«Esta noche, las tropas del Reich han lanzado un ataque masivo contra…»

Todavía no se trataba de Francia —al menos no se decía que lo fuese— sino de Holanda, que acababa de ser invadida. Lo que yo escuchaba era una emisora belga. Busqué París, pero París permaneció silencioso.

La franja de sol temblaba sobre el suelo gris y, al fondo del jardín, nuestras seis gallinas blancas se agitaban en torno del gallo al que Sophie llamaba Nestor. ¿Por qué me pregunté de pronto lo que iba a ocurrirle a nuestro pequeño gallinero? Casi me enternecí pensando en su suerte.

Hice girar otros mandos, buscando en las ondas cortas, donde podía decirse que todo el mundo hablaba al mismo tiempo. Capté también brevemente una música militar que perdí enseguida, de modo que nunca he sabido a qué ejército pertenecía.

Un inglés leía un mensaje, repitiendo cada frase: cómo si se la dictase a un corresponsal, y acto seguida localicé un transmisor que nunca había escuchado un transmisor de campaña.

Debía de estar muy cerca y supuse que pertenecía a uno de esos regimientos que desde octubre, desde el inicio de aquella guerra anunciada, acampaban en la región.

Las voces de los dos interlocutores sonaban con tanta claridad como si estuvieran hablando por teléfono, y calculé que se encontraban en los alrededores de Givet. Cuestión que, por otra parte, carece de importancia.

—¿Dónde está tu coronel?

El que había hablado tenía un fuerte acento del Mediodía.

—Sólo sé que no está aquí.

—Pues debería estar.

—¿Qué quieres que haga?

—Tienes que encontrarlo. Se habrá acostado en algún sitio, ¿no?

—Si lo ha hecho, no ha sido en su cama.

—¿En qué cama, entonces?

Se escuchó una risotada.

—Unas veces por aquí, y otras por allá.

Unos chasquidos me impidieron oír cómo continuaba. Distinguí los cabellos blancos y el rostro sonrosado del señor Matray por encima del muro, en el sitio donde había colocado una vieja caja a guisa de escabel.

—¿Algo nuevo, señor Féron?

—Los alemanes han invadido Holanda.

—¿Es oficial?

—Lo dicen los belgas.

—¿Y París?

—París transmite música.

Le oí precipitarse en su casa gritando:

—¡Germaine! ¡Germaine! ¡Ya está! ¡Han atacado!

También yo pensé que ya estaba, pero las palabras no tenían el mismo sentido para mí que para el señor Matray. Me avergüenza un poco decirlo: me sentía aliviado. Ahora me pregunto incluso si desde octubre, es decir, desde lo de Múnich, no había estado esperando aquel minuto con impaciencia, si no me había sentido decepcionado, cada mañana, al pulsar los mandos de la radio y enterarme de que los ejércitos continuaban enfrentados, sin decidirse a combatir.

Era el 10 de mayo. Viernes, casi seguro. Un mes antes, a principios de abril, el 8 o el 9, me había sentido esperanzado cuando los alemanes invadieron Dinamarca y Noruega.

No sé cómo explicarme y me pregunto si habrá alguien que pueda entenderme. Se me objetará que no arriesgaba nada porque, a causa de mi miopía, yo estaba excluido del servicio a perpetuidad. Tengo dieciséis dioptrías, lo que significa que, sin mis gafas, estoy tan perdido como un hombre en la noche o en medio de una niebla espesa.

Me aterra la idea de quedarme sin gafas, la posibilidad, por ejemplo, de caerme en la calle y romperlas, y siempre llevo un par de repuesto en el bolsillo. No hablo de mi salud, de los cuatro años pasados en el sanatorio, de los catorce a los dieciocho, de los controles a los que he tenido que someterme hasta estos últimos años. Todo eso no está relacionado con la impaciencia que intento definir.

La verdad es que al principio yo había tenido pocas posibilidades de llevar una vida normal, y todavía menos de crearme una posición decente y de fundar una familia.

Sin embargo, me había convertido en un hombre feliz, que conste. Amaba a mi mujer. Amaba a mi hija. Me gustaban mi casa, mis costumbres y hasta mi calle tranquila y soleada, que iba a parar al Mosa.

No es menos cierto que el día de la declaración de guerra me sentí aliviado. Me sorprendí diciendo en voz alta:

—Tenía que ocurrir.

Mi mujer me miró con asombro.

—¿Por qué?

—Por nada. Estaba seguro.

Para mí, no era ni Francia ni Alemania, ni Polonia, ni Inglaterra, ni Hitler, ni el nazismo ni el comunismo lo que estaba en juego. Apenas habría podido citar el nombre de tres o cuatro ministros franceses, por haberlos escuchado en la radio.

¡No! Aquella guerra, que estallaba de pronto tras un año de calma aparente, era un asunto personal entre el destino y yo.

De niño ya viví una guerra en esta misma ciudad, en Fumay, porque en 1914 yo tenía seis años. Vi partir a mi padre de uniforme una mañana en la que llovía a cántaros, y mi madre estuvo con los ojos enrojecidos todo el día. Durante casi cuatro años escuché el fragor de los cañones, sobre todo cuando íbamos a algún sitio elevado. Me acuerdo de los alemanes y de sus cascos puntiagudos, de los capotes de los oficiales, de los carteles en las paredes, del racionamiento, del mal sabor del pan, de la falta de azúcar, de mantequilla y de patatas.

Una tarde de noviembre vi a mi madre que volvía a casa desnuda, con los cabellos cortados al cero, lanzando insultos y palabras soeces a unos jóvenes que la seguían.

Yo tenía diez años. Vivíamos en el centro, en un primer piso. Por todas partes sonaban gritos, música, petardos.

Se vistió sin mirarme, con aire de loca, mientras pronunciaba sin cesar palabras que nunca le había oído. Luego, cuando ya estaba arreglada, con un pañuelo alrededor de la cabeza, se percató de mi presencia.

—La señora Jamais se ocupará de ti hasta que tu padre vuelva.

La señora Jamais era la propietaria y vivía en la planta baja. Yo estaba demasiado asustado para llorar. No me abrazó. Antes de salir vaciló un poco, y después se fue sin decirme nada más, la puerta de la calle se cerró con un portazo.

No intento explicarme. Quiero decir que sin duda esto no tiene nada que ver con mis sentimientos de 1939 o de 1940. Cuento los hechos como los recuerdo, honestamente.

Contraje la tuberculosis cuatro años más tarde. Tuve dos o tres enfermedades más, una tras otra.

En suma, que cuando la guerra estalló, tuve la impresión de que la suerte me daba una nueva oportunidad, y no me sorprendió porque estaba casi seguro de que eso me ocurriría algún día.

Esta vez no se trataba de un microbio, de un virus, de una malformación congénita de cierta parte del ojo; los médicos nunca se han puesto de acuerdo sobre mis ojos. Era una guerra que obligaba a combatir entre sí a decenas de millones de hombres.

Me doy cuenta de que la idea era ridícula. Todo lo que sabía es que se estaba preparando, y que desde octubre la espera se había hecho insoportable. No lo entendía y me preguntaba por qué no ocurría lo que tenía que ocurrir.

¿Iban a anunciarnos un día, como cuando lo de Múnich, que las cosas se habían arreglado, que la vida volvía a su curso normal, que aquel pánico universal sólo había sido un error?

De haber sucedido aquello, ¿no habría significado que algo no encajaba en mi destino?

El sol calentaba ahora con tibieza, invadió el patio, se posó sobre la muñeca. La ventana de nuestra habitación se abrió y mi mujer me llamó:

—¡Marcel!

Me incorporé, abandoné el taller, miré hacia arriba. A mi mujer le habían salido manchas en la cara, como durante su primer embarazo. Su rostro, de piel demasiado tensa, me conmovía pero al mismo tiempo me resultaba un poco extraño.

—¿Qué pasa?

—¿Lo has oído?

—Sí. ¿Es cierto? ¿Han atacado?

—Han invadido Holanda.

Y la voz de mi hija, detrás, preguntaba:

—¿Qué pasa, mamá?

—Acuéstate. No es la hora.

—¿Qué ha dicho papá?

—Nada. Duerme.

Bajó casi de inmediato, todavía con aspecto de quien acaba de salir de la cama y las piernas un poco separadas a causa del vientre.

—¿Crees que les dejarán pasar?

—No sé nada.

—¿Qué dice el gobierno?

—Nada aún.

—¿Qué vamos a hacer, Marcel?

—Todavía no lo he pensado. Voy a ver si dan más noticias.

Éstas seguían llegando de Bélgica, con una voz destemplada, dramática. La voz anunciaba que, a la una de la madrugada, los Messerschmitt y los Stukas habían sobrevolado Bélgica y habían dejado caer sus bombas en muchos puntos.

Los Panzers habían penetrado en las Ardenas y el gobierno belga pedía solemnemente a Francia ayuda para su defensa.

Los holandeses, por su parte, abrían sus diques e inundaban gran parte de su territorio. Se hablaba de que, en el peor de los casos, se detendría al invasor en el canal Albert.

Mientras, mi mujer preparaba el desayuno y ponía la mesa. Yo la oía trajinar con la vajilla.

—¿Hay algo nuevo?

—Los tanques cruzan la frontera belga por todas partes.

—¿Entonces…?

Mis recuerdos de algunos momentos del día son tan precisos que podría hacer de ellos un relato minucioso, mientras que de otros retengo sobre todo el sol, los olores de la primavera, el azul de un cielo como el de mi primera comunión.

La calle entera se despertó. La vida empezaba en otras casas parecidas a la nuestra. Mi mujer abrió la puerta de la calle para recoger el pan y la leche y yo la oí hablar con nuestra vecina de la derecha, la señora Piedboeuf, la mujer del maestro. Tenían una niña ejemplar, sonrosada y con rizos, de grandes ojos azules y pestañas de muñeca, que siempre iba vestida como para una fiesta, y un coche pequeño en el que, desde hacía un año, paseaban los domingos.

Ignoro qué se contaron las dos mujeres. Por los ruidos que me llegaban del exterior comprendí que no se encontraban solas, que la gente se interpelaba de un umbral a otro. Cuando Jeanne volvió estaba pálida, y parecía más cansada que de costumbre.

—¡Se van! —me anunció.

—¿Adónde?

—Hacia el sur, no importa adónde. He visto al final de la calle unos coches, sobre todo belgas, que pasaban con colchones en el techo.

Ya los habíamos visto pasar cuando lo de Múnich, y en octubre algunos belgas habían vuelto al sur de Francia; eran los ricos, que podían permanecer a la espera.

—¿Piensas quedarte aquí?

—No lo sé.

Era sincero. Aunque había previsto lo ocurrido con tanta anticipación y lo había esperado con tanta ansiedad, no había tomado decisión alguna. Era como si aguardase una señal, como si prefiriera que el azar decidiese por mí.

Ya no era responsable. Quizá sea eso lo que intento explicar todo el tiempo. La víspera aún tenía que dirigir mi vida y la de los míos, ganar dinero, hacer que todo funcionase como debía.

Ya no. Acababa de perder mis raíces. Ya no era Marcel Féron, comerciante de aparatos de radio en un barrio casi nuevo de Fumay, cerca del Mosa, sino un hombre más entre muchos millones, a los que unas fuerzas superiores iban a golpear a su antojo.

Ya no dependía de mi casa, de mis costumbres. Era como si de pronto hubiera dado un salto en el espacio.

Las decisiones ya no me concernían. Empezaba a notar, en lugar de mis propios latidos, una suerte de palpitación general. Ya no vivía a mi ritmo sino al de la radio, la calle, la ciudad que se despertaba con mayor rapidez que de costumbre.

Comimos en silencio en la cocina, como siempre, prestando atención a los ruidos exteriores, aunque procurando que Sophie no se diera cuenta. Era como si nuestra hija, que nos observaba a mí y a su madre sin decir nada, tampoco se atreviese a hacer preguntas.

—Bébete la leche.

—¿Habrá leche allí?

—¿Cómo que allí?

—Bueno… A donde vamos a ir.

Unas lágrimas se deslizaron por las mejillas de mi mujer, que volvió la cabeza, y yo miré sin emoción las familiares paredes, los muebles que cinco años antes de casarnos habíamos escogido uno a uno.

—Ahora vete a jugar, Sophie.

Cuando se quedó sola conmigo, mi mujer me dijo:

—Convendría que fuese a ver a mi padre.

—¿Para qué?

—Para saber qué van a hacer.

Sus padres todavía vivían y tenía tres hermanas, todas casadas. Dos estaban en Fumay y una de ellas vivía con un pastelero en la Rue du Chateau.

Gracias a su padre había podido establecerme por mi cuenta, porque quería lo mejor para sus hijas y no se las habría dado en matrimonio a un obrero.

También me había obligado a comprar la casa, que debía pagar en veinte años. Me quedaban por abonar quince años de mensualidades, pero a sus ojos yo era propietario y eso le tranquilizaba.

«Puede ocurrirle cualquier cosa, Marcel. Está curado, pero siempre puede haber una recaída.»

Había empezado como minero en los pizarrales, con Delmotte, y era jefe de cantera. También tenía su casa, su jardín.

«Hay modos de comprar una casa para que, si se muere el marido, la mujer no tenga que pagar nada.»

¿No era extraño pensar en cosas así aquella mañana, cuando nadie en el mundo podía estar seguro del porvenir?

Jeanne se vistió, se puso su sombrero.

—¿Cuidarás a la pequeña?

Fue a ver a su padre. Los coches, cada vez más numerosos, pasaban todos en dirección sur, y dos o tres veces me pareció oír el zumbido de unos aviones. No arrojaron bombas. Quizás eran franceses o ingleses, pero no podía saberlo porque volaban muy alto y el sol me deslumbraba.

Abrí la tienda mientras Sophie jugaba en el patio. No es una verdadera tienda, porque la casa no fue construida como local comercial. Los clientes deben atravesar el pasillo, y una ventana sirve de escaparate. Pasa igual en la lechería, que está un poco más lejos. Es algo frecuente en las afueras, al menos en el norte. Eso nos obliga a dejar abierta la puerta de entrada, y además he instalado una campanilla en la de la tienda.

Dos marineros se presentaron a recoger sus radios No estaban reparadas, pero insistieron en llevárselas de todos modos. Uno bajaba hacia Rethel y el otro, un flamenco, quería volver a su país como fuese.

Me afeité y me aseé mientras vigilaba a mi hija desde la ventana, y veía todos los jardines de la calle rebosantes de verdor reciente y de flores. La gente conversaba por encima de los muros, y a través de las ventanas abiertas escuché una conversación en el primer piso de la casa de los Matray.

—¿Cómo piensas llevarte todo eso?

—Lo necesitaremos.

—Puede que lo necesitemos, pero no sé cómo vamos a trasladar esas maletas hasta la estación.

—Tomaremos un taxi.

—¡Si lo encontramos! Me pregunto si aún habrá trenes.

De pronto tuve miedo. Me imaginé a la multitud fluyendo por todas las calles hacia la pequeña estación, como los coches que en aquel momento circulaban en dirección sur. Pensé que teníamos que irnos, que ya no era una cuestión de horas sino de minutos, y sentí haber dejado que mi mujer fuese a ver a su padre.

¿Qué consejo podría darle él? ¿O es que sabía algo que yo ignoraba?

En el fondo, ella pertenecía aún a su familia. Se había casado conmigo, vivía conmigo, me había dado una hija y de nuevo estaba embarazada de mí. Llevaba mi nombre pero no había dejado de ser una Van Straeten, y con el menor pretexto corría a casa de sus padres o de alguna de sus hermanas.

—Tendré que pedirle su opinión a Berthe…

Era la mujer del pastelero, la más joven y la que mejor matrimonio había contraído, razón por la que, sin duda, Jeanne la consideraba como un oráculo.

Si había que irse, tenía la certeza de que ya era hora de hacerlo, del mismo modo que de pronto estaba seguro, sin saber muy bien por qué, de que había que abandonar Fumay. No tenía coche y para hacer las entregas utilizaba una carretilla de mano.

Sin esperar a que mi mujer volviese, fui al desván para bajar las maletas y un baúl negro en el que guardábamos la ropa vieja.

—¿Cogemos el tren, papá?

Mi hija había subido sin que yo la oyese y me miraba hacer.

—Creo que sí.

—Aún no lo sabes.

Estaba poniéndome nervioso. Me molestaba que Jeanne se hubiera ido y temía que se produjese algún acontecimiento, como la llegada de los tanques alemanes a la ciudad o un bombardeo aéreo, que pudiera separarnos.

A ratos iba a mirar la calle desde la habitación de Sophie, que en realidad nunca había servido de nada, porque mi hija se negaba a dormir en ella.

Delante de tres casas estaban cargando los coches. Una de ellas era la casa contigua a la nuestra. Michele, la hija del maestro, llena de rizos y vestida de blanco como si fuese a misa de domingo, llevaba en la mano una jaula con un canario y esperaba a que sus padres acabaran de sujetar un colchón al techo del automóvil.

Me acordé entonces de nuestras gallinas y de Nestor, el gallo al que Sophie apreciaba tanto. Hasta lo llamábamos el gallo de Sophie. Tres años antes, yo había tendido una alambrada al fondo del jardín y construido un gallinero en forma de casita.

Jeanne quería huevos frescos para su hija. El motivo, por supuesto, era su padre, que siempre había criado gallinas, conejos y palomas. También tenía palomas mensajeras, y los domingos en que había concurso pasaba horas inmóvil al fondo de su jardín, acechando el regreso de las aves al palomar.

Dos o tres veces por semana, nuestro gallo se escapaba volando por encima de los muros y tenía que buscarlo de casa en casa. Unos vecinos se quejaban de los destrozos que hacía en sus jardines, otros de que sus cantos les despertaban.

—¿Podré llevarme mi muñeca?

—Sí.

—¿Y el cochecito?

—El cochecito no. No habrá bastante sitio en el tren.

—¿Y dónde va a dormir mi muñeca?

Estuve a punto de decirle, irritado, que hasta entonces la muñeca había pasado las noches sobre el enlosado del patio. Mi mujer volvió al fin.

—¿Qué haces?

—Preparo las maletas.

—¿Has decidido que nos vayamos?

—Creo que es lo más prudente. ¿Qué hacen tus padres?

—Se quedan. Mi padre ha jurado no abandonar su casa, ocurra lo que ocurra. También he pasado por casa de Berthe. Se pondrán en camino dentro de poco. Tienen que apresurarse, porque parece que hay atascos en todas partes, sobre todo por Mézières. En Bélgica, los Stukas bajan en oleadas para ametrallar los trenes y los coches.

Ni protestaba contra mi decisión ni parecía tener prisa por irse, quizás a causa de su padre. ¿Hubiera preferido quedarse en casa?

—Cuentan que los campesinos se marchan en carretas con todo lo que pueden llevarse y azuzando a sus animales, que van delante. He visto la estación de lejos. La plaza está abarrotada de gente.

—¿Qué piensas llevarte?

—No lo sé. Las cosas de Sophie, en todo caso. Y haría falta algo para comer, sobre todo por ella. Si pudieses encontrar leche condensada…

Fui a la tienda de comestibles de la calle de al lado y, en contra de lo que esperaba, no había nadie comprando. Cierto que, desde octubre, casi todos los habitantes habían hecho acopio de provisiones. El tendero, con su delantal blanco, estaba tan tranquilo como de costumbre y me avergoncé un poco de mi ansiedad.

—¿Todavía le queda leche condensada?

Me señaló un estante lleno.

—¿Cuánta quiere?

—Doce botes.

No esperaba que pudiera venderme tanta. Compré también muchos paquetes de chocolate, jamón, un salchichón entero. No había normas ni indicaciones. Nadie era capaz de predecir lo que acabaría siendo valioso.

A las once todavía no estábamos preparados y Jeanne nos retrasó aún más con sus vómitos. Dudé, me dio lástima. Me preguntaba si en su estado tenía derecho a conducirla hacia lo desconocido. No protestaba; iba y venía, rozando con su enorme vientre los muebles y las puertas.

—¡Las gallinas! —gritó de pronto.

Quizás esperaba confusamente que tuviéramos que quedarnos por las gallinas, pero yo ya lo había pensado antes que ella.

—El señor Reversé las juntará con las suyas.

—¿No se van?

—Voy corriendo a preguntárselo.

Era en el muelle. Los Reversé tenían dos hijos en la guerra y una hija monja en un convento de Givet.

—Estamos a merced de la Providencia —me dijo el anciano—. Si ha de protegernos, lo hará igual aquí que en cualquier otro sitio.

En la penumbra, su mujer desgranaba un rosario. Le comuniqué mi intención de darle mis gallinas y mi gallo.

—¿Cómo podré recogerlos?

—Le dejo la llave.

—Es una gran responsabilidad.

Estuve tentado de llevárselas de inmediato, pero pensaba en los trenes, en el gentío que acudía a la estación, en los aviones en el cielo. ¿Acaso era el momento de ponerse a correr tras unas aves de corral? Tuve que insistir.

—Es probable que nunca volvamos a recuperar lo que dejamos…

No lo sentía. Al contrario, aquello me proporcionaba una especie de alegría lúgubre, como cuando se destruye algo que se ha construido pacientemente con las manos.

Lo que contaba era partir, abandonar Fumay. Poco importaba si fuera de allí nos esperaban otros peligros. Era una fuga, cierto, pero en lo que a mí concernía no era una huida de los alemanes, de las balas o de las bombas, ni de la muerte.

Juro, después de haber pensado mucho en ello, que al menos yo lo sentía de ese modo. Tenía la impresión de que, para los demás, la partida no tenía demasiada importancia. Para mí, ya lo he dicho, había llegado la hora del encuentro con el destino, la hora de una cita que había concertado con el destino hacía mucho tiempo.

Jeanne refunfuñaba al dejar la casa. Por mi parte, yo ni siquiera me volví al tomar las varas de la carretilla. A fin de cuentas, como le había dicho al señor Reversé para que se hiciese cargo de mis pollos, dejaba la casa abierta para que los clientes pudieran recoger sus radios si querían hacerlo. Simple honestidad por mi parte. Además, si querían robarnos, ¿qué les impedía forzar la puerta?

Todo eso ya quedaba atrás. Yo empujaba mi carretilla y Jeanne caminaba por la acera con Sophie, que apretaba su muñeca contra el pecho.

Me costaba sortear los obstáculos, y en un momento determinado creí haber perdido a mi mujer y a mi hija, a quienes encontré un poco más adelante.

Una ambulancia militar pasó a toda velocidad haciendo sonar la sirena, y más allá vi un auto belga con señales de balas.

Como nosotros, había muchos más que se dirigían a la estación cargados de maletas, de baúles. Una mujer ya mayor me pidió permiso para colocar el suyo en mi carretilla y se puso a empujar también.

—¿Cree que todavía habrá un tren? Me han dicho que la línea estaba cortada.

—¿Dónde?

—Hacia Dinant. Mi yerno, que trabaja en la vía, ha visto pasar un tren de heridos.

Había cierto extravío en las miradas, pero eso se debía sobre todo a la impaciencia. Queríamos salir de allí. Intentábamos llegar a tiempo. Cada uno pensaba para sí que parte de aquella gente se quedaría atrás y sería sacrificada.

¿Corrían mayores riesgos los que se quedaban? Tras los cristales de las casas, unos rostros observaban a los fugitivos. Me parecía encontrar en todos ellos una calma que tenía algo de glacial.

Conocía a la perfección las instalaciones de los trenes de velocidad media, adonde iba a menudo a recoger paquetes. Me dirigí allí, haciendo señas a los míos para que me siguieran, y eso fue lo que nos permitió conseguir un tren.

Había dos en las vías. Uno era un tren militar en el que los soldados, con el pecho al descubierto, contemplaban a la gente con ojos burlones.

Aún no dejaban subir al otro. Al menos no a todos. Unos policías contenían a la multitud. Yo había abandonado mi carretilla. Dos mujeres jóvenes con brazales de tela iban y venían, ocupándose de los ancianos y de los niños.

Una de ellas se fijó en el vientre de mi mujer y en nuestra hija, que iba de su mano.

—Por aquí.

—Pero mi marido…

—Los hombres tendrán sitio después, en los vagones de mercancías.

Nadie discutía. Se obedecía, a gusto o a disgusto. Jeanne se volvió sin entender lo que ocurría, esforzándose en distinguirme entre tantas cabezas. Grité:

—¡Señorita! ¡Señorita!

La joven del brazal de tela se volvió hacia mí.

—Déle esto. Es la comida de la pequeña.

También era toda la comida que llevábamos.

Las vi subir a un coche de primera clase. Desde el estribo, Sophie hizo un gesto con la mano, dirigido hacia donde suponía que me encontraba, porque ya no podía reconocerme entre tanta gente.

Me zarandeaban. Tanteé mi bolsillo para asegurarme de que mis gafas de recambio se encontraban todavía allí, esas gafas que siempre habían sido mi eterna preocupación.

—¡No empujen! —gritaba un hombre pequeño y con bigote.

Y un policía repetía:

—¡No empujen! El tren tardará en salir al menos una hora.