IV

Persia tiene los desiertos de todos los países

y algunos más.[57]

LEO MATTHIAS

En una ocasión, Annemarie Schwarzenbach definió el espacio de libertad que reivindicaba para su escritura como el «derecho de marcharse» y «de internarse en el desierto».[58] En Persia encontraba el abandono, la desolación, el silencio y el vacío asociados a esa libertad porque allí esos rasgos correspondían, como en ningún otro lugar, a su realidad interna, solitaria y alienada, y porque allí hallaban resonancia en las palabras. Para alcanzar la escritura concentrada que anhelaba tenía que visitar una y otra vez lugares con tales características, estuviesen en Persia o en Afganistán, en Sils o en una clínica.[59] Era en esa especie de autoostracismo, similar a la «tierra ajena que abraza al mundo» (a lo que no tiene nombre), donde mejor parecía manar la fuente de su escritura.

La errancia de la protagonista escribiente termina, en Muerte en Persia, en el alto y remoto valle de Lahr, en «el fin del mundo». Rodeada de pendientes arenosas «en lento y perpetuo desmoronamiento», la protagonista del pie herido, a quien la vida se le desliza como un puñado de arena entre los dedos, reacciona ante su soledad interior como si careciese de asideros: está fuera de sí por la angustia que siente. Pero es en esta situación —cuando no existen «caminos de huida hacia el exterior»— en la que «el ser humano [puede] resistir la lucha con el ángel: en la más absoluta soledad».[60] «Cuando llega al límite de sus fuerzas» empieza a escribir un «diario impersonal»; «impersonal», porque el vacío exterior del valle coincide con la pérdida del yo de la narradora, avasallada, incluso en el plano de la lengua, por la alienación:[61] ante la «grandeza sobrehumana» del entorno se empequeñece y se transforma en «despersona». Es ahí, en la asunción del más extremado desconcierto y abandono, donde «la ayuda está más cerca».[62] Así se lo señala el ángel[63] que, como el volcán del Demavend situado al final del valle, pertenece a la tierra y al cielo, que es cercano a la vez que lejano, y que tiene los «pies indemnes». La imposibilidad de tocarlo equivale a la imposibilidad de conocer la causa de su autoalienación.

Muerte en Persia, en tanto que manifestación verbal de esa búsqueda sin fondo del propio yo, nos desconcierta por su franqueza y la frustración del intento en la misma medida en que debía de desazonar a la propia autora.[64] Sin embargo, esa omnipresente «extrañeza» también otorga al texto una calidad inconfundible, al transformarlo en imagen especular y símbolo del destierro del hombre moderno, que parece «hallarse siempre y por doquier en “tierra ajena”».[65]

Afortunadamente, al «final de todos los caminos» espera la página en blanco, la escritura, simbolizada tal vez por la «visita» que la autora dice aguardar al final del texto —primero afiebrada, luego con la cabeza vacía y una hoja impoluta al alcance de la mano—[66] para volver al principio y escribir de nuevo, febrilmente.

En la búsqueda de los «paraísos perdidos de nuestra memoria»,[67] la escritura resulta ser un «esfuerzo terrible y probablemente vano», pues de lo que se trata, según la autora, es de «recordar».[68] La indagación en la memoria y la exploración de los recónditos caminos del lenguaje equivalen a una (penosa) excavación que a veces nos descubre, súbitamente, un cuadro fascinante o aterrador de nuestro yo olvidado.

Sin embargo, la escritura, en tanto que errancia, también puede crear un jardín, «un diminuto paraíso»[69] en medio del yermo, del vacío y de la página en blanco. Entonces el lenguaje se revela como uno de aquellos «caminos de futuro» que se proyectan hacia las «montañas de las esperanzas». La felicidad latente de una metáfora perfecta, mágica, deja en suspenso, por un breve momento, la pesadumbre de la vida y de la escritura: «Uno yacía ahí, lleno de fe, agitado por la añoranza que, esbelta como las blancas columnas del exterior, se proyectaba hacia las alturas donde la alegría se unía a la tristeza. Podía soportarse con una sonrisa».[70]

Demasiadas veces, sin embargo, la escritura no es más que «el espejo inmutable de nuestra existencia no redimida», pues el lenguaje mismo es el «mundo una y otra vez alienado»,[71] y puesto que incluso la palabra más afortunada nos obliga una y otra vez a despedirnos de ella.

¿Qué queda? La palabra, nada más que la palabra… Todo, y nada.

Zúrich, julio de 1995

Roger Perret