El ángel y la muerte de Yalé (para Cathalene Crane)

Entonces el ángel hizo de nuevo su aparición. Estando de pie ante mi tienda lo veía venir por el camino, aunque mantenía los ojos fijos en el río que a esas horas del atardecer se transmutaba en plata. Tranquilo, casi en silencio, fluía entre las riberas planas y verdes en dirección al cono estriado del Demavend. Salvaría un largo camino hasta alcanzarlo; farallones negros y altos bancos de hierba se apartarían, y el valle se dilataría para convertirse en llanura bañada por la luz de la noche.

Sabía que en esos momentos Yalé se estaba muriendo, y ni siquiera alcé la mirada para saludar al ángel, que se detuvo a cierta distancia.

—¿Sabes por ventura adónde se dirigen estas aguas? —preguntó.

—No —dije—, pero sé que son las aguas de la muerte de Yalé, y que la noche se cernirá sobre ellas.

La presencia del ángel me contrariaba. Mis pensamientos estaban con Yalé, y nada me ligaba a ella salvo esa corriente casi silenciosa; me parecía que me llegaba casi al corazón, y que pronto me atravesaría: entonces, si bien de forma misteriosa, volvería a estar unida a ella.

El ángel callaba. Tan largo rato calló que olvidé su presencia.

Cuando rompió su mutismo me asusté sobremanera.

—Es impío lo que estás haciendo —dijo—. Sabes que no te servirá de nada y que no volverás a ver a esa muchacha. Sabes que ningún ser humano puede penetrar, siquiera por un brevísimo instante, en el corazón de otro y unirse a él. Incluso tu madre solo te dio el cuerpo, y el primer hálito que inspiraste fue la soledad.

—Lo sé —dije—, pero no tenemos más consuelo que el amor y el apoyo mutuo.

—¿Acaso puedes apoyarla en estos momentos? —preguntó el ángel con una voz exenta de sarcasmo—. ¿Puedes acaso apoyarla en su hora más triste, puesto que es demasiado joven para morir?

—¡Tengo que verla! —exclamé descontrolada—. A lomos de una buena mula puedo llegar a la carretera en ocho horas, y si tengo suerte encontraré un vehículo que me lleve a Teherán esta misma noche.

—No dejarán que la veas. Te quedarás en la puerta del hospital o, en el mejor de los casos, en el pasillo frente a su habitación…

—¡Gritaré!

—Sí, gritarás y llorarás de impotencia. Los humanos siempre lo han hecho así, hoy y hace mil años, siempre se han sublevado, impotentes.

Lo miré estremeciéndome de odio.

—Y lo que llaman destino, aquello contra lo que se sublevan, no es en realidad más que un minúsculo obstáculo en su camino.

—¡Mientes! ¡Eres un ángel y me incitas a pensar como un ser humano!

Miró con indulgencia por encima de mi cabeza.

—¿Qué te impide en este momento ir a verla? —preguntó—. Sabes que quiere verte, que quizá no tiene otro deseo, que quizá se aferra a la esperanza de que esta misma noche entres en su habitación.

Ante mí apareció la cara de Yalé, su frente blanca, húmeda por la fiebre, las manchas rojas de la enfermedad en sus mejillas, sus bellos labios tiernamente entreabiertos con la curvatura apenas perceptible de las comisuras delatando su dolor. Y me miraba… Lo olvidé todo menos esa cara que me conmovió con su dolor, y supliqué:

—¿No hay ninguna posibilidad?

El ángel, ahora suavemente, respondía:

—Su padre te prohíbe que la veas. No creo que tenga motivos para ello. A decir verdad, creo que sus motivos son malos y brotan de un corazón amargado. ¿Pero de qué te sirve saberlo? Él te ata las manos. Además, estás muy lejos de ella. Quién sabe si llegarías a tiempo.

Prorrumpí en llanto. Mi sublevación fue en vano.

—¿Qué le he hecho a ese hombre? —pregunté.

Vi que el ángel meneaba la cabeza. La nube que ceñía sus hombros como un manto se elevó ligeramente. Y, con tristeza casi humana, dijo:

—¿No te das cuenta de que no puedes discutir de ese modo? Si insistes, la lógica injusticia del mundo te ajusticiará a ti. ¿En qué habéis depositado vuestra esperanza? ¿En un extraño cuyo corazón está amargado, tal vez no por su culpa, y que se venga en su hija y te ata a ti las manos? Con todo, no es de descartar que quiera a esa muchacha. ¿No has depositado tu esperanza en nadie más que en un extraño, en lo que dura una noche, en un sendero de mulas?

Pero incluso ese sendero quedaba ahora a oscuras, pues mientras tanto había caído la noche.

El ángel se había sentado sobre una piedra a orillas del río. Allí lo vi, mejor dicho, solo vi su silueta, semejante a un ídolo extraño, y la clara nube de su capa que yacía silenciosa, como la aureola de un santo, en la oscuridad.

—Tiene cicatrices en la muñeca —dije— porque en una ocasión intentó morir. Fue cuando la separaron de su madre.

—¿Y tú? —preguntó el ángel, y reconocí su voz severa y lejana al mundo—. ¿Nunca quisiste morir? ¿Por qué piensas en la muerte?

—¡Solo pienso que siempre nos queda esta última escapatoria!

—¿Opinión tan ínfima te merece la muerte? ¿Apenas te sirve para escapar de ti misma?

—No de mí misma, sino de la vida. Me causa demasiados dolores. Un extraño puede descargar sobre mí el mal. Un obstáculo tan minúsculo puede hacerme caer.

—¿Y contra poderes tan ínfimos convocas el auxilio del poder último y más grande?

—No seas implacable —dije—, pues lo sabes muy bien: son poderes ínfimos los que me hacen caer. ¿A quién he de invocar? Me siento débil, quiero abandonar la lucha. ¡No seas implacable, permítemelo!

—Nada puedo permitirte, nada puedo prohibirte. Únicamente deseo que te abandones y te dejes caer. Siempre que estés preparada.

Me recliné contra un poste de la tienda; estaba fatigada y la distancia entre mí y la figura inmóvil del ángel parecía agrandarse.

—¿No quieres intentar rezar? —preguntó—. ¿No has intentado todo lo demás?

—¡Y mientras rece, Yalé morirá! —grité.

—¿Qué esperas aún?

¡Qué sabía él del rostro cercano y consolador de Yalé, que ahora me era arrebatado!

El ángel callaba; miraba más allá del río, valle abajo, como si la oscuridad no existiese para él.

Lentamente la nube se elevaba por encima de sus hombros, planeaba liviana como un pájaro en las alturas, hacia la cumbre rutilante del Demavend, y se desvanecía.

Desnudo e inmóvil, el ángel permanecía sentado.

—Hace unas semanas decías que estabas al límite de tus fuerzas —dijo—. Desde entonces no te has enderezado apoyándote en mí, a pesar de que he recorrido expresamente el camino hasta tu tienda. Has preferido aferrarte a una esperanza de índole más humana. ¿Adónde te ha conducido?

Entonces creí derrumbarme.

—¡Llévame lejos de aquí! —exclamé con voz quebrada y sollozante—. ¡Llévame lejos de este valle, llévame a casa! ¡Quiero irme a casa!

La voz del ángel respondía:

—Esta es mi patria. ¿Acaso no viniste libremente a este valle del que ahora quieres escapar?

Sacudida por el llanto, me sostuve en el poste de la tienda.

—¡Libremente! —atiné a balbucear—. ¡Ay! Tú, que eres un ángel, ¿no sabes por ventura qué es eso del libre albedrío de los humanos? ¿Quién me ha traído hasta aquí? ¿Por qué he tenido que recorrer tantos caminos, por qué extraviarme por regiones cada vez más lejanas? Al comienzo lo llamábamos aventura, luego era nostalgia del hogar; luego empecé a tener miedo, y nadie me ayudó. ¡Oh, qué duda cabe de que me expulsaron! ¡Quiero acusar, quiero incriminar a alguien, no quiero que me hagan responsable, no quiero que me dejen morir aquí sola! ¡Quiero que me lleven a casa!

Agotada, escuché cómo mi voz se perdía. Luego volvió un eco cruzando el río a paso ligero que decía: «¡Quiero que me lleven a casa!».

El ángel callaba largamente. Al fin dije en voz baja, pues quería pedirle perdón:

—¡Tu nube se ha perdido!

Sonrió. ¡Vi que sonreía!

—¡Qué te importa a ti mi nube! —dijo.

Y cuando ya me creía abandonada por Dios y los hombres, incluso por mi querido padre, oí la voz del ángel desde las más oscuras tinieblas:

—Esta es tu agonía.

Enmudecí de espanto.

—Esta es tu agonía —repitió el ángel a su manera muy distante y rotunda—, estás en las tinieblas más oscuras. Confiesa que, a pesar de tus pocos años, has ensayado todos los caminos. Escapatorias, rodeos, errancias. No has hecho ningún mal, no te creas más culpable que otros. Amaste a tu madre, estabas desesperada cuando entendiste que Dios, en este mundo, no se mezcla con mercaderes, y que toda decisión es un sacrificio. No te conocías a ti misma y no querías hacer daño a nadie; eso te honra. Entonces comenzaron tus equivocaciones. Te dejaste arrastrar hasta Persia, incluso quisiste morir. ¡Oh, no creas que puedes ocultarme nada, pues aunque esta es mi patria, no dejo de ser un ángel…!

—He regresado diez veces —objeté—, aunque no siempre libremente.

—Al fin subiste a este valle —dijo el ángel—. Aunque vuestra frivolidad os haga llamarlo The happy valley, sabes que es el valle del fin del mundo. Ahora tienes que dar marcha atrás.

—¡Déjame morir!

—Eso no te ayudaría. Créeme: aunque pienses en la muñeca cortada de Yalé, este camino se diferencia muy poco de los que te han conducido a mi territorio. ¡Sé humilde! ¡No creas que puedes escapar!

—Yo de eso no sé nada —dije.

—Pero sabes que hoy, que esta noche has llegado al final —dijo el ángel—. ¡Abandona!

Apreté la cara contra el poste de la tienda.

—Estás ante una pared oscura. ¡Abandona ya!

—Si he de abandonar, si he de morir, ¿no puedo arrojarme a través de esa pared? ¿No se abrirá un agujero por el que pueda arrojarme como una piedra para ser acogida, al otro lado, por el agua oscura de la muerte?

Oprimí la cabeza contra el poste con tanta fuerza que creí que este iba a desplomarse y arrastrarme en su caída.

Ya no podía ver al ángel. Era noche cerrada. Sin duda seguía sentado allí, sobre su piedra, despojado de la nube y mirando valle abajo. Podía oír su voz alejada del mundo:

—Estás en la agonía, y es ahora cuando la ayuda está más cerca. Da marcha atrás.

Ignoro los sufrimientos por los que Yalé pasó aquella noche. Nunca pude averiguar cómo murió. Pero sé que estaba sola…