No lo intenté todavía con la paciencia; lo intenté por última vez con la sublevación. El médico tuvo que volver a abrirme la herida porque se había formado pus.
—Siento tener que causarle tanto dolor —dijo—, pero no merece la pena anestesiarla.
—¿Conoce usted al viejo turco? —pregunté.
La simpática enfermera que me sostenía el pie me lanzó una rápida mirada.
—Con este calor no hay que pedirle demasiado al corazón —dijo el médico.
—¿No fue usted quien trató a la niña Zadikka cuando tuvo disentería? ¿Conoce a su hermana? ¿Cree que está muy enferma?
—¿Se refiere a Yalé? Esas muchachas turcas están muy acostumbradas a obedecer. Yalé misma dejará que el testarudo de su padre acabe con ella.
—Y es consciente de eso…
—¡Yo no puedo hacer uso de la fuerza! ¡No puedo hacerla secuestrar!
No —dije airada—, ¡usted ni siquiera puede hacer que Yalé venga a verme!
—Piense un poco en su propia salud —dijo el médico.
—¡Tengo derecho a verla! —insistí.
—Efectivamente —dijo la enfermera con amabilidad.
El médico palpó la herida.
—Y ahora contrólese un poco —dijo.
Me controlé. Me pareció que pinchaba el lugar más sensible con su bisturí.
Cuando terminaron de ponerme de nuevo el vendaje me dejaron sola. Los obreros cantaban, la pared de adobe crecía a un ritmo increíblemente acelerado. Cuando acaben dejarán de cantar, pensé. Pero luego caí en cuenta de que la nueva casa tenía que tener cuatro paredes, y que una vez levantada esta, probablemente construirían otra al lado. Y así seguiría siendo siempre.
No llegaba al timbre desde la cama, pero no me atreví a gritar a pesar de que el enfermo de tifoidea de la habitación contigua había muerto la noche anterior.
A última hora de la tarde, cuando ya empezaba a refrescar, el canto frente a mi ventana enmudeció súbitamente.
El insólito silencio casi suponía para mí un tormento mayor.
El ardor en el pie remitía y yo dormitaba sobre la sábana húmeda y caliente.
Si ahora echara mano de la cajetilla para encender un cigarrillo, pensé, si por lo menos fumara, tendría una señal de estar prácticamente curada. Y luego me oí gritar a voz en cuello: «Estoy curada, estoy curada…».
Nadie contestaba. El sudor me brotaba por todos los poros, había sido un gran esfuerzo gritar al vacío. Menos mal que nadie me ha oído, pensé, podrían tomarme por loca, uno no grita cuando está solo. No estoy borracha, estoy completamente sobria, no me han dado nada… Embargada por el miedo, detuve los pensamientos. Y si me hubieran dado algo —morfina, por ejemplo— seguro que no estaría gritando ni tendría miedo, ni pizca de miedo, y me complacería hallarme sola en este cuarto. Sería…, volví a gritarlo a voz en cuello, ¡sería la mano que asoma entre las nubes!
Enmudecí al pensarlo. Estiré levemente el cuerpo sintiendo la sábana arrugada bajo la piel ardorosa y trataba de calmarme con buenas palabras. Pronto vendrá alguien, me dije, y me lavarán con agua fría, y me darán de beber. Entonces se hará de noche. Una noche fresca, tal vez… Hablaba deprisa para que no pudiera surgir ninguna duda. Detrás de mí, donde de hecho se hallaba la pared de los mil oídos, estaba el miedo, de pie en un hueco oscuro.
Entonces entró la enfermera.
—Tiene visita —dijo.
Cuando en medio de la penumbra de la pequeña habitación Yalé avanzó hacia mi cama, me incorporé, estiré los brazos para coger los suyos y recliné la cabeza en su hombro.